Pasaban los dulcísimos navíos
con suspiros cargados, con amantes
mientras en las barandas, señoritas,
tomando el aire fresco, se mecían.
Los árboles al viento sus follajes,
los amantes sus ojos a otros ojos,
a las playas las olas sus espumas,
los jazmines al aire su silencio.
Lo mismo que una novia, descendía
por su cielo sin límite la noche.
Suspendidos, los ríos aguardaban
la señal de la brisa para amarse.
El mundo era una isla rodeada
por todos sus costados de dulzura.
Las rosas no sabían de marchitarse.
Era un silencio sin temor de herida.
Entregarse eran aguas, era fuente
donde fluía la vida sin quebranto.
Iba el aire sin prisa por las copas,
sobre el agua sin roce en las riberas.
¡Oh borrarse de límites, tersura
donde en silencio el tiempo deslizado
daba lugar a música, a misterios
tan claros que los ojos no creían!
Pensé que había llegado a las alturas
donde tiempo y espacio se realizan
y que estaba bebiendo los espejos
donde la vida entera tiene suma.
Pensé que me perdía por los bosques,
que andaba por los mares y riberas,
que a mi paso, mansísimas, las bestias
con dulzura acudían, con caricias.
Sentí que me asomaba sin saberlo
a misterios hondísimos, guardados,
y en lugar de la sangre, me latía
la música en las venas ordenada.
Sentí que entre viejísimos deseos
andaban mis más tiernas esperanzas
y que por fin los ojos trasponían
el dulce juego del azul ceñido.
Temí que los sentidos se me fueran,
perderme sumergido en la delicia;
una angustia lentísima avanzaba:
morir estaba a un paso solamente.
A mí me ha sucedido muchas veces
ir caminando y encontrarme
de pronto una palabra que había dicho
hace tantos amores a estas horas,
hace tantos latidos y amarguras,
cuando la adolescencia. Ella tenía
aproximadamente dieciocho
años, y unos cabellos que las brisas
adoraban, diciéndole al oído:
Nunca los tuve iguales en mis dedos.
Vivir no se medía, se gozaba
asomado a un pretil de donde el mundo
era un suelo extendido de hermosura
que rodeaba el júbilo, y el gozo
se llamaba José como me llamo,
urgía con los latidos de aquí dentro
un millón de esperanzas por minuto.
A mí me ha sucedido muchas veces
encontrarme con sombras y decirles:
Sois las mismas, acaso conocéis
este viejo aposento, y verlas irse
como un poco de humo, como un poco
de hermosura. La vida es eso, sombra.
A mí me ha sucedido muchas veces
buscarme inútilmente, no encontrarme
aunque estaba citado en la esperanza
a una ternura fija, y ver pudrirse
las rosas que llevaba entre las manos.
Y hallar que la palabra no servía,
que era inútil el canto, derrotada
la palabra en los labios, miel sin nadie,
en busca de su labio. Duramente
el corazón aprende sus congojas
para saber un poco. No es alegre
llegar a esta certeza del vocablo
inútil casi siempre, casi nunca.
Claro que no son sólo estas orillas.
Las hay sin amargura, aunque se acaban
en apariencia, pero no se acaban
porque se miden con la sangre. Tienen
nombres que apenas tienen nombre. Dicen
al corazón dulzura, nos derraman
generosos al mundo, nos reviven.
A mí me ha sucedido muchas veces
ir caminando y olvidarme
de todo en la esperanza. Dios sin duda
nos coge de la mano. ¿No es su mano?
A merced de las horas, sin derecho
más que a un poco de aire, de hermosura,
nacemos, y es bastante. A veces sobra.
Todo en fin es amor. Me ha sucedido
encontrarme a menudo que no peso,
que esto que llaman por llamar no tiene
más que un nombre, querencia. Va a lo alto
inevitablemente. Va a lo alto
como el chopo y el bien. Sigue a lo alto.