Estaba enamorado y le decía:
“Te quiero. Te olvidare, y muriera”.
Y ella le respondía con la mano
estrechando la suya y lo miraba,
como elevada, como transformada
en alegría que la hacía sin peso,
que la llevaba por el aire. Casi
estuvo por decirle: “Adiós, me voy”.
Pero temió y calló. Sólo le dijo:
“Te quiero yo también. Si te olvidare,
que me olviden los ojos que te miran”.
Y se quedó sin verlo. ¿No nevaba?
Y ella era dulce, y él tan joven
que apenas si la tierra los sentía.
Se casaron un jueves a las cinco.
Entre un dedoble de jazmines. Era
como un jazmín el sí: los labios de ella.
Por los caminos de la dicha iban
en busca de su hora. Nunca aguarda.