Watchmen fue un éxito instantáneo, un cómic del que todo el mundo supo hablar, del que todo el mundo se apoderó y que se convirtió directamente en un clásico, pasando de ser una maxi-serie de comic-books a ese término tan pomposo con el que el medio ha aprendido a sublimar su complejo de inferioridad respecto a las otras artes: una «novela gráfica». Es significativo que, desde entonces, las muchas y múltiples ediciones de la obra hayan sido siempre en tomos recopilatorios o en álbum[120] (la edición francesa y la que intentó en España Glènat), no en formato comic-book, como si su formato original degradara de algún modo la obra, confundiendo tontamente de nuevo continente con contenido.

Pero, dejando aparte ese sutil detalle que sólo sirve para engañar a quien quiera engañarse, una de las grandísimas cualidades de Watchmen fue que acercó la historieta a un público que de otra manera no se habría acercado a ella, o en todo caso sirvió para que el mundo exterior se replanteara muchas de sus preconcepciones hacia el cómic como medio. Entre los premios conseguidos por la obra (varios Premios Kirby, varios premios Harvey, varios Premios Eisner, varios CBG) destaca el Premio Hugo en 1988: concedido tradicionalmente dentro de las WorldCon, las convenciones de ciencia ficción y reducido a la narrativa o el cine, fue inaudito que un cómic ganara el premio, aunque fuera amparado en la categoría «otras formas de expresión» que no ha vuelto a repetirse desde entonces.

Ya se ha dicho que, quizá involuntariamente, Watchmen configuró el futuro de la historieta comercial, precisamente porque la historieta comercial, tras algunos intentos de imitar sus propuestas, se quedó en lo más superficial y chusco de la trama: el vigilantismo violento, sin la reflexión lingüística sobre el medio ni su amarga tesis sobre la naturaleza del poder. Con cierto despegue, Moore reconoce:

Hubo ciertas áreas del mundillo del comic-book donde en efecto Watchmen proyectó una sombra negra y ominosa… Mi intención original era que Rorschach fuera una advertencia sobre el posible resultado del pensamiento vigilantista. Pero un enorme montón de lectores de cómics consideraron que esta dureza implacable, aterradora y psicótica era su característica más atractiva… algo que no era lo que yo pretendía.

También Dave Gibbons recalca:

Lo que Watchmen demostró fue una forma posible de hacer cómics. El mensaje era ensancharlos… no estrecharlos.

En cualquier caso, ni la serie ni los autores son responsables de lo que vino luego, tamizado por un sentido del sexismo, la violencia y el glamour equívoco que quizá tenga más que ver con las modas de los años ochenta y el conservadurismo que, pese al interregno de Bill Clinton en el poder, permaneció instalado en el mundo de la historieta hasta nuestros días, que a Watchmen: el tono adulto de Watchmen radica en que se enfrenta al medio como si el medio fuera y es un medio adulto, para lectores adultos, donde se tratan problemáticas adultas que van más allá del simple afán por mostrar super-heroínas de pecho descomunal o gañanes enmascarados con músculos hasta en los dientes. Watchmen es un cómic adulto porque no insulta la inteligencia del lector: antes al contrario, la incita a seguir completando el gigantesco rompecabezas todavía en formación que es la obra. Si el mundo de la historieta comercial, si el cómic de superhéroes se negó a asumir que Watchmen suponía su canto de cisne (como más tarde se negaría a asumir que el aciago 11-S le daba una bofetada en la cara que la industria se cuidó muy mucho de ocultar bajo soflamas patrioteras de rubor ajeno), lo hizo de espaldas a los lectores que vieron en Watchmen el final de su inocencia como lectores de historietas de justicieros enmascarados. Hijos todavía, quizá, de la versión de la América de Norman Rockwell que habían crecido siendo los tebeos Marvel y DC desde los años sesenta, pese al oportunista tono grim & gritty que luego mancharía el género durante buena parte de los noventa y el principio del nuevo siglo, Watchmen supuso la inmersión en una América y unos superhéroes que bien podrían haber surgido de un lienzo de Edward Hopper, donde las soledades y las decisiones propias de los personajes no tenían vuelta atrás y donde si las motivaciones entre héroes y villanos no se distinguían no era precisamente porque viera el mundo en blanco y negro, sino porque toda la obra está llena de zonas de gris. Sopesar las contradicciones, analizar las situaciones, y actuar en consecuencia a ellas, para el acierto o para el error, es lo que hace adulto a un medio y un mensaje, no un desnudo ni un vocabulario más o menos malsonante, ni una escena violenta o escatológica con la que se enmascare la falta de talento con la excusa de epatar a un lector que la mayoría de las veces no es más que un adolescente sin referentes más allá del ejemplar en colorines y, ahora, papel satinado, que tiene entre las manos fugazmente.

Alan Moore y Dave Gibbons, en cualquier caso, hicieron sus deberes y los hicieron bien: no debe ser fácil crear un clásico imperecedero prácticamente en tus inicios y luego ver que todo cuanto hagas va a compararse con esa obra. Los dos autores, cada uno por su lado, continuaron sus carreras. Moore pudo completar sus series en curso, Miracleman y V for Vendetta, intentó un megaproyecto con DC (Twilight), que quedó en saco roto y que habría sido un revulsivo demasiado grande para el conservadurismo típico de las majors americanas (aunque sobrevive en buena parte, aunque sus autores digan lo contrario, en Kingdom Come), y su actitud íntegra y sus inevitables encontronazos con los poderes que son lo llevaron a cortar amarras con DC como lo había hecho antes con Marvel. Aliado temporal de los jovenzuelos Image que habían subvertido, a peor, los conceptos que los años ochenta habían llevado a buen puerto, Moore desarrolló cinco números de una divertida parodia (¿o no lo era?) de los cómics Marvel sesenteros, adecuadamente llamada 1963, y participaría en proyectos como los WildC.A.T.S de Jim Lee o los personajes de Rob Liefeld Supreme (una divertida revisitación del Superman más clásico), Glory y Youngblood.

Para la compañía de Jim Lee, entonces independiente,[121] Wildstorm, Moore crearía toda una línea editorial que pretendía ser un reencuentro con los cómics más divertidos y directos de antaño, vistos desde su prisma personal: la línea ABC, con títulos tan dispares como Tom Strong, Promethea, Top 10, Tomorrow Stories y, sobre todo, la popular The League of Extraordinary Gentlemen, un divertido repaso a la literatura popular (nuestras «joyas literarias juveniles») donde también los detalles y la sapiencia absoluta de Moore aseguran momentos de divertida búsqueda y exploración para el lector, aunque naturalmente no brille a la altura de Watchmen. Más cercana al espíritu de genialidad de la obra que nos ocupa, y posiblemente superándola, está la larga investigación sobre los asesinatos de Jack el Destripador que, con los dibujos de Eddie Campbell, entretendrían a nuestro guionista durante media docena de años y varias editoriales, hasta ser por fin recopilados en un indispensable y mágico tomo de casi seiscientas páginas: me refiero a From Hell, un cómic tan denso e inalcanzable que es el propio Alan Moore quien tiene que incluir notas explicativas al final de cada capítulo.

Dave Gibbons, por su parte, ha permanecido siempre en un injusto segundo plano tras la estela de genio creador de Alan Moore, quizá una de las características, o los inconvenientes, de los autores free-lance en un mundillo editorial desgraciadamente constreñido a un género que no sabe convertirse, como fue Watchmen, en marco referencial para todo tipo de historias. De su producción en los veintipico años transcurridos desde la publicación de su opera magna, hay que destacar las diversas series de Martha Washington, con guión de Frank Miller, y su trabajo como guionista nada menos que para Steve Rude en la mini-serie World Finest (1990), o los hermanos Kubert en Batman Vs. Predator (1991). Como autor completo, y dentro de la línea Vértigo, ofrecería The Originals (2004). La postura de Gibbons sobre su trabajo no es tan férrea e inamovible como la de Moore, por lo que su participación en la película de Zack Snyder ha sido abierta y, según sus declaraciones, positiva.

El estreno de la película, inevitablemente, hará que Watchmen deje de pertenecer al mundo de la historieta para convertirse en un icono de la imagen en movimiento. Queda por ver todavía si el respeto a los matices de la obra irá más allá del calco estético, aunque la idea de adaptar los doce comic-books a otro medio conservando todo su sabor y su magia sea, de entrada, imposible.

Lo cual nos lleva a reconocer que si Watchmen, dentro del mundo de la historieta, ha sido y es una especie de padre edípico, un tema tabú que quienes han intentado imitar han salido con el rabo entre las piernas, es en el mundo de la televisión y el cine donde, paradójicamente, más puede encontrarse su huella, no en tanto a historia de superhéroes, sino como manera de narrar: Joss Whedon, autor de las interesantes traslaciones a la pequeña pantalla de Buffy the Vampire Slayer y Angel, historias de superhéroes mezcladas con el terror adolescente y la angustia del rito de paso a la madurez, reconoce su deuda con la obra de Moore y Gibbons. La influencia de Watchmen en hitos televivivos contemporáneos es evidente: Lost bien podría desarrollarse en la misma isla donde Adrian Veidt planea su proyecto de alienígena, el símbolo de la iniciativa Dharma remite de continuo al smiley ensangrentado, y los continuos saltos adelante y atrás en el tiempo, incluidas las paradojas temporales, parecen más que inspiradas en Dr. Manhattan. Otro tanto puede decirse de esa especie de resumen y suma de los tebeos de superhéroes de todos los tiempos que es Héroes, donde el smiley es ahora el kanji o hélice, el tema del poder está omnipresente en las continuas paradojas temporales y al menos un personaje, el malvado Sylar, es nada menos que un relojero que intenta comprender el mundo. En la reciente serie The Mentalist, el asesino en serie firma sus crímenes trazando con sangre en las paredes un smiley.

En el mundo del cine, hay influencias estéticas de Watchmen en Se7en y Fight Club, es evidente su huella en esa obra maestra que es The Incredibles, y ha pasado por alto los muchos elementos que El silencio de los corderos toma del número dedicado a Rorschach (compruébese las coincidencias entre la guarida que el personaje asalta en las páginas 18, 19 y 20 —la suciedad, los maniquíes, la máquina de coser, la cocina mugrienta— con el sótano donde tortura y desuella a sus víctimas Buffalo Bill), incluyendo la insistencia en el motivo de las mariposas. Con todo, la mayor influencia de Watchmen en el cine popular, muy soterrada pero inevitable, quizá pueda encontrarse en la nueva-primera trilogía de Star Wars, los tres episodios donde George Lucas busca a toda costa una rima continuada, un leit motiv que se repita de continuo, tanto en la música como en las imágenes y situaciones, que le sirven de puente con la trilogía antigua-clásica, consiguiendo que momentos sin apenas significación especial arranquen un guiño cómplice en el espectador que sabe dónde buscarlos. La primera trilogía, además, cuenta el lento planear para hacerse con el poder de Palpatine, dilatado en el tiempo y muy similar plan de Veidt.

La influencia más divertida y más descarada hasta el momento la tenemos en la serie televisiva Roma, donde el ascenso al poder del rubio y gélido Octavio Augusto recuerda inevitablemente el despegue moral e inhumano de Veidt, y que muestra, tanto en los títulos de crédito como en varias escenas, las paredes de la capital del imperio romano llenas de pintadas alusivas y donde, en un momento determinado, la pareja de protagonistas Tito Pulo y Lucio Voreno escapan de la isla donde han naufragado… en una balsa construida con los cadáveres hinchados de sus camaradas. El episodio donde ambos personajes recalan en Egipto, además, los muestra en pleno desierto esperando ante las piernas sin tronco y la cabeza de una estatua caída, bella alusión al poema «Ozymandias».

No cabe duda de que nuevas influencias acabarán por venir; incluyendo, obviamente, la parodia chusca que propiciará el cine.

También habrán de venir nuevas interpretaciones, nuevas formas de encontrar sentido y esencia al trabajo de Moore y Gibbons. Si cada generación es capaz de leer a Shakespeare desde sus propios paradigmas, Watchmen podrá ofrecer todavía, para el futuro, nuevas interpretaciones a su historia: ya hay aproximaciones filosóficas, científicas, psicológicas a las motivaciones de los personajes. En el fondo, y es la grandeza de las grandes obras maestras de la literatura, cada lector acercará la obra a su experiencia, engrandeciéndose y engrandeciéndola, buscando figuras en las manchas de tinta, siluetas en las nubes, como yo mismo acabo de hacer en estas páginas.

Nada termina nunca. Y menos, Watchmen.