Una pieza en el engranaje impulsa a la otra. El aleteo de una mariposa crea una tempestad al otro lado del mundo. La perfección formal que nos parece encontrar en Watchmen casi desde la primera plancha, ese mundo donde todo está medido y calculado y parece pensado de cabo a rabo sin que escape ningún detalle es una ilusión más, parte del espectáculo pirotécnico y deslumbrante al que los autores nos someten. Porque Watchmen se hizo sobre la marcha, y en algún caso a la carrera, desde un rincón del mundo para el otro extremo del mundo, burlando o abusando de esa ventaja que les daba la distancia. Así lo cuenta Gibbons:

No puedo creer que consiguiéramos hacer «Fearful Symmetry» [número 5], donde las composiciones son reflejo unas de otras: así la primera escena refleja la última, la segunda escena la penúltima… Lo hicimos de dos en dos páginas. Entonces no había fax. Alan le daba dos páginas a un taxista, que conducía setenta kilómetros hasta donde yo vivía. Hicimos esto en los siguientes números, también, cuando empezamos a chocar contra las fechas de entrega. Mi esposa y mi hijo me dibujaban los recuadros de las viñetas para ahorrar tiempo.

Lo verdaderamente maravilloso es que luego todo encajara a la perfección, y diera esa sensación de unificación absoluta. Pero no fue así, y lo reconocen tanto Moore como Gibbons: hay una clara relación causa-efecto y casualidad-efecto a lo largo de toda la obra, matices que van empujando otros matices, cabos sueltos que, mientras que en otros tebeos condenados a la extenuación se olvidan o jamás se cortan, aquí sí lo hacen, cuadrando el balance final de la historia y, nueva paradoja, dejando el final abierto.

La alusión visual es importante en Watchmen y eso se nota, ya de entrada, en las portadas. Primeros o primerísimos planos en ocasiones, planos-detalle que llaman la atención porque a primera vista no se nota lo que son, y sólo hasta que no se abre el ejemplar y se echa un vistazo a la primera viñeta (la segunda, en tanto la portada sería la primera) no se comprende bien qué estamos viendo. Como una lupa gigante que distorsiona la imagen hasta hacernos pensar que estamos viendo otra cosa, es el llamativo color de la portada del número 1 lo que ayuda luego a identificar qué estamos contemplando, el smiley manchado de sangre que, alusión que se complementa tras la lectura de la serie completa, parece también una llamarada solar, una deflagración incontrolable. La estatua del ángel que llora del número 2 recuerda de inmediato a la Estatua de la Libertad, y no puede ser casualidad la lágrima en un mundo que está condenado a perder la libertad para salvarse a la fuerza. La aproximación al símbolo radiactivo del tercer número y el humo que, una vez más, irrumpe para impedir la visión, igual que la sangre distorsiona la alegre banalidad de la chapa del smiley, impide al lector leer bien las palabras «Fallout Shelter» (refugio nuclear), quedando unas letras inconexas que pueden interpretarse como «All Hell» (infierno total), o recordar a la matanza que los seguidores de Charles Manson realizaron al ritmo de «Helter Skelter», mientras que el humo mismo (procedente de la pipa que fuma el niño de la esquina) adquiere un perfil cadavérico. La incongruencia del color del suelo choca con las huellas descalzas y la felicidad algo forzada de la foto olvidada en el número 4, una imagen, la de las huellas en la arena violeta, que sugieren un algo imposible y mesiánico. El símbolo simétrico del tugurio «The Runrunner», reflejado en el charco rojo, asemeja una calavera y las tibias cruzadas, alusión al cómic dentro del cómic. La mariposa domina el capítulo 6, pero también parece como si un primerísimo plano de un Rorschach más ceñudo que nunca estuviera juzgando al lector. Las gafas en detalle de Nite Owl reflejarán nuevamente la nave Arquímedes, y el rastro del dedo de Laurie se repetirá dos veces en la primera página del número 7, recordando de nuevo la alusión del smiley y el reloj y la cuenta atrás en la que todos están inmersos. Una estatuilla dorada entre libros, búhos, cuadros a la mayor gloria propia y latas de cerveza (¡en la portada de un comic-book!) se convierten, con el texto al pie de esa especie de Oscar, «In gratitude», en uno de los duros sarcasmos que jalean toda la obra, en tanto ese panteón de la nostalgia va a acabar dando muerte a su destinatario y terminando el ejemplar con uno de sus momentos más despiadados: cosa que no debe extrañar, porque el número siguiente, centrado en el frasco redondo y goteante de perfume («Nostalgia», una vez más) sigue una trayectoria de caída que terminará veinticuatro páginas más tarde haciéndose añicos contra el suelo antes de iniciar un fundido en negro, contrario al fundido en blanco que rematará la conclusión dos capítulos más tarde. Una vez más la amenaza de la guerra y la radiación, el reflejo y la mancha disonante ocupan la portada del capítulo 10, y en la portada blanca de nieve e invierno nuclear del número 11 apenas se vislumbra nuevamente una mancha de mariposa que, lo veremos al final, tiene la misma forma de dos seres humanos volatilizados. El reloj chorreante de sangre, una vez más, ocupa la portada del último número, apenas una fracción de segundo antes de que den las doce: una muestra más de que al final Ozymandias ha sido impaciente.

Watchmen cuenta su historia a muchos niveles, y en cierto sentido podríamos decir que todavía la sigue contando, en tanto los detalles y las filigranas estructurales, pensadas o casuales, son tan apabullantes que siempre que el lector inicia una nueva lectura encuentra un sentido nuevo y una coincidencia añadida. No se trata de que los dibujos, los textos y los fondos cuenten historias distintas: más bien, todo se alía para que el lector vaya captando las distintas capas de cebolla, los matices que trae consigo el producto. La alusión, literaria y visual, arropa la narrativa y la dota de una especie de profundidad dramática que hasta entonces (y posiblemente desde entonces) no se había visto en la historieta.

Sorprendentemente, los miles de detalles que apreciamos en cada una de las viñetas, esa información básica que se nos ofrece en forma de pósters, carteles, pintadas, personajes al fondo, periódicos, televisores, cachivaches, elementos que podrían parecer puro adorno y se descubren como guiños que luego van a tener, obviamente, su reflejo más adelante en la historia, se deben a la influencia de una revista satírica, Mad, y a la impresión que les causaron las historias para ese título de Wally Wood. Y en efecto, los gags de Mad han funcionado tradicionalmente a muchos niveles, desde el juego de palabras al retruécano, pasando por la imagen humorística y, dentro de la imagen, multitud de detalles que cuentan otra historia, o que abundan en el absurdo de los chistes que se hacen.

Habíamos pensado que probablemente las mejores historias de superhéroes eran las parodias de Mad, y que los superhéroes nunca parecían mejores que cuando Wally Wood dibujaba la parodia. Decidimos tomar esos elementos de las parodias de Mad. Había una gran cantidad de detalles en el fondo, pero no formaban parte del gag a primera vista, eran situaciones dramáticas, si quieres. Detalles al fondo que funcionaban al servicio de la historia.[97]

No es hasta el tercer número en que Moore es consciente de todas las posibilidades del sistema (lo que quizá explique que ese número suela ser considerado el más flojo de los doce en tanto la trama parece avanzar poco),[98] quizá porque a partir de ese momento los detalles nimios empiezan a cobrar importancia en la configuración futura de la historia. Moore reconoce que no tenía claro el desarrollo de muchos de los vericuetos que iba a seguir el argumento,[99] y es precisamente en el cómic dentro del cómic donde encuentra la epifanía que le va a ayudar a dar sentido desde la metáfora a la metáfora de muchos niveles que está contando. En cierto modo, la historia se va haciendo a sí misma al ir adoptando un ritmo escénico donde las bambalinas son parte del argumento, en tanto funcionan como resonancia de los estados de ánimo de los personajes, de la situación del mundo donde se mueven, un coro griego donde se pinta el hado y se apunta, a veces con crueldad, a veces con sarcasmo, cuál va a ser el destino final de la mayoría de los personajes que aparecen en las páginas de la obra.

La clandestinidad exige soledad, pero no sólo los enmascarados están solos: cada uno de los secundarios que van apareciendo en lugares variopintos y que acaban por reunirse todos en la esquina[100] son seres que están solos, o al borde de la soledad, intentando recomponer su profesión (el policía suspendido del servicio, el vendedor de relojes), sus relaciones amorosas (la taxista y su ex, el psiquiatra y su exigente esposa), sus lazos familiares (el niño, los hermanos obreros). Todos se encontrarán en la muerte que los convertirá, nueva y cruel ironía, en manchas parecidas a las del test de Rorschach, elementos prescindibles que al final serán limpiados en el amanecer del nuevo milenio.

Las alusiones están ahí, y escarbar en ellas es encontrar un subtexto debajo del texto que hemos leído la primera vez: los títulos de cada capítulo, donde se alternan la cita culta literaria (Shelley, Blake), la científica o filosófica (Einstein, Nietzsche) con la religiosa (la Biblia) o la popular (canciones de Bob Dylan, Elvis Costello o John Cale), donde Moore hace de nuevo gala no sólo de unos conocimientos enciclopédicos (aunque reconoce que su entonces pupilo Neil Gaiman[101] le echó una mano con la parte más culta ayudándole a localizar citas), sino de nuevo una capacidad mágica para que le cuadre el leit motif de cada número con el título y el significado de la cita. Por reducirlo sólo a un ejemplo, el título del segundo número de la serie, «Absent Friends», se debe a la canción de Costello «The Comedians»… precisamente un número centrado en el Comediante y en su entierro y su recuerdo por aquellos otros personajes que, más o menos, podríamos considerar sus amigos. La letra misma de la canción le viene al pelo para el ambiente que tan magistralmente se desarrolla en el entierro, casi como banda sonora incorporada a lo largo del número:

I should be drinking a toast to absent friends

Instead of these comedians

I’ ve looked into these eyes upon reflection

They’ve seen the face of love, they’ve seen a few

What kind of love is this upon inspection

You’ll be the last to know who’s fooling who.

En Watchmen las paredes hablan y los hombres no oyen. El juego de alusiones y sombras chinescas se repite una y otra vez, cargando de significado ominoso lo que en otras manos sería simplemente una broma hueca. La pintada que da título a la serie, «Who watches the Watchmen?» aparecerá en multitud de ocasiones, siempre incompleta, bien porque no esté terminada por ser producto de la clandestinidad y la prisa, o porque algún otro elemento visual la solapará. Así, la presencia del restaurante de comida rápida Gunga Diner, con su culto nombre de poema kiplingniano, se hará patente en carteles, en folletos, en envoltorios, mientras que su logotipo simétrico, un elefante donde se confunden cabeza y cola, parece aludir a la antigua parábola atribuida a Rumi de los seis sabios ciegos (¿los seis enmascarados protagonistas?) que no supieron identificar al paquidermo; es decir, no supieron captar el todo de su realidad. En la base donde tendrá lugar el accidente cuántico, un cartel incomprendido por los traductores dice «We play amidst the Strangeness and Charm»: jugamos entre la Extrañeza y el Encanto, dos números cuánticos.[102] El cine de reestrenos tiene el adecuado nombre de «Utopía», y las películas que proyecta, This Island Earth y, sobre todo, Things to Come[103] y The Day the Earth Stood Still,[104] resuenan a serie b, a miedos y a buenas intenciones sarcásticas. Ya se ha contado aquí la omnipresencia del smiley, que al ir avanzando la serie ocupará prácticamente toda superficie redonda que aparezca, repitiéndose como un presagio. El mismo Hollis Mason tiene entre sus libros The Gladiator, la novela que dio origen a Superman y demás héroes disfrazados. El grupo de música, Pale Horse, hará referencia al caballo de la Muerte en el Apocalipsis, y el espectáculo que presentan en el Madison Square Garden el 2 de noviembre (casualmente, nuestro día de difuntos), se llama «Krystalnacht», de nuevo alusión a la noche de los cristales rotos del nazismo y a la destrucción que espera a Nueva York bajo el disfraz de una invasión extra-terrestre; el espectáculo, lo vemos en los carteles con anterioridad al último número, está patrocinado, como no podía ser de otra forma, por Adrian Veidt. El nombre del líder del grupo, Red D’Eath, alude directamente al relato de Poe y la muerte enmascarada, camuflada entre las demás máscaras. Lo populares caramelos M&M’s tienen en este mundo una nueva especialidad, dolorosamente sarcástica: «Mmelt Downs».[105] El tema racial, aparentemente olvidado en la historia (sólo hay tres personajes negros, todos secundarios, el psiquiatra, su insatisfecha esposa y el niño lector de tebeos de piratas), asoma en segundo plano en los oficios de poca monta que la gente de color asume, aunque se reconoce su existencia ya en la reunión fallida de los Crimebusters que nunca fueron, cuando el Comediante prende fuego a los problemas de la sociedad que quieren resolver y los disturbios raciales son uno de ellos; en cualquier caso, una de las pintadas «Viet Bronx», parece advertir que la cuestión racial no está zanjada ni mucho menos, y la airada reacción de la esposa del psiquiatra al comentario algo fuera de sitio del kiosquero demuestra que el tema está candente y quizá no resuelto o no tan avanzado como en los años ochenta de nuestro mundo. El centro de retiro donde Sally Júpiter vive rodeada de recuerdos sobre un pasado que no fue tal vez como quiere recordar, se llama «Nepente», la droga que en la mitología bebían los dioses y proporcionaba el don del olvido. Un homenaje a William Burroughs aparece en el periódico de izquierdas Nova Express, el hogar de acogida donde Kovacs niño ya descubre que es distinto se llama Charlton, mientras que la incongruencia de lo cotidiano hace que los perros del asesino en serie, detalle nuevamente pasado por alto en las traducciones, tengan por nombre Fred y Barney; es decir, como los dos personajes de los dibujos animados de Los Picapiedra, Pedro y Pablo.

Las paredes están salpicadas de siluetas negras de parejas que se abrazan, paralelas a las siluetas de matrimonios que se separan, a las manchas del test de Rorschach, al trauma que con el sexo tiene Rorschach ya de niño, cuando pinta el acto sexual de una manera torpe y repulsiva que posiblemente no le haya abandonado todavía en su vida de adulto incapaz de integrarse en el sistema.

La marca de Veidt (una V, simétrica en sí misma que luego jugará a otras simetrías piramidales) está en todas partes; el mundo de Watchmen lo conforman tanto la presencia del Dr. Manhattan como la suya misma. Ambos se complementan y se oponen al mismo tiempo. Uno es el freno y el otro el acelerador de ese mundo, pero sus papeles se alternan y a veces cuesta distinguir qué crea uno (¿los coches eléctricos?) y qué aprovecha el otro. Incluso en el momento culminante de la trama, apenas unos minutos antes del golpe de efecto final, Adrian Veidt vigila el mundo desde sus cámaras de televisión y supervisa unos negocios que, en teoría, tendrían que ser secundarios ante la monstruosidad que prepara. La paradoja absoluta de Watchmen es que la frialdad de la narración sirva para reivindicar de manera tan intensa la pasión humana.

Junto a la historia de piratas que funciona en paralelo de la historia, que es su resumen y su metáfora, y que puede aplicarse según vaya apareciendo tanto a Veidt como a Rorschach como por ejemplo al cartero que, mientras el texto nos cuenta la loca carrera del marino por llegar a su casa, lleva en sus manos el tesoro incalculable del diario de Rorschach, un momento que está contado en dos páginas completas y que sin embargo pasa desapercibido, es el propio Ozymandias, su nombre y el significado de su nombre uno de los elementos disonantes más fuertes que la historia tiene, una nueva paradoja que se contradice en parte, con lo que luego el personaje va a ser.

Una de las partes que todavía resulta más desconcertante es esa voz en off que de pronto asoma en el tercer número y luego se revela como parte de los textos del tebeo de piratas y que irá apareciendo cada vez más, conforme avance el horror, hasta ocupar alternativamente parte del todo que es Watchmen. Concebido originalmente como uno más de los elementos que diferencian ese mundo alternativo de nuestro mundo, el comic-book del pirata enloquecido acabará por convertirse en el reflejo de cuanto ocurre en la narrativa principal.

Escogimos el tema de la piratería puramente al azar, ero después de pensarlo resultó una buena elección, porque el mundo de las historias de piratas es un mundo muy amoral.

En el juego de desarrollar un mundo alternativo donde los superhéroes «existieran», la decisión de mostrar los cómics de ese mundo como ajenos a los superhéroes no es mucho más absurda que tener, como en nuestro propio mundo, el amplio abanico de temáticas que pueden dar de sí los cómics fagocitados por los títulos de superhéroes.[106] La elección de los tebeos de piratas como dominantes en ese mercado (propuesta por Dave Gibbons), se completa cuando comprobamos que, en efecto, en nuestra realidad existieron brevemente esos títulos, y que apenas pasaron de la media docena de números. Alguno de ellos fue realizado por el artista Joe Orlando, uno de los editores de DC en el momento de la publicación de Watchmen, y a quien se hace un divertido homenaje dentro de las páginas de complemento.

La historia del Tales of the Black Freighter es un lento sometimiento al horror, la pérdida progresiva de la humanidad del protagonista, que sobrevive literalmente en una balsa de cadáveres hinchados y busca inútilmente recomponer su mundo propio, su paraíso perdido. Uno de los dos cómics dentro del cómic (el otro es apenas una viñeta de una «Biblia de Tijuana» protagonizada por Sally Júpiter), su lectura presta siempre matices a la acción principal, puesto que la refleja y la avanza, nuevamente un coro griego que resuena con ecos terroríficos. El momento de extrañeza total de ese tebeo dentro del tebeo (uno de esos detalles que ya en 1986 un Alan Moore bastante más dispuesto a ver su obra trasladada al cine sabía que era imposible de adaptar a otro medio) se amplifica cuando, por una vez en sus megalómanos soliloquios, Adrian Veidt se confiesa a un cada vez más distante Dr. Manhattan y parece reconocer en sus sueños la misma pesadilla que ha sido la vida del náufrago.

Hubo un momento concreto en el número 3 en que de pronto tuve todas esas cosas distintas a la vez y de repente se me ocurrió que podía hacer hablar al kiosquero, podía hacer que alguien atornillara el símbolo de refugio nuclear al otro lado de la calle, podía hacer que el niño, que está sentado con la espalda apoyada en la boca de riego eléctrica cerca del kiosco estuviera leyendo su cómic, y se me ocurrió que podía hacer que todas estas cosas raras en esos niveles diferentes tuvieran chispas de significado unas con otras. Y me di cuenta de lo bueno que sería tener la narración de los piratas imbuida en la narración general, a la que podría recurrir y usar como contrapunto. Sí, cierto, acaba siendo la historia de Adrian Veidt, pero hay momento en que la narración de piratas se refiere a Rorschach y su captura, al auto-exilio del Dr. Manhattan en marca: puede ser usada como contrapunto de todas las partes distintas de la historia.

Igual que Gibbons juega con las imágenes, Moore juega con las palabras. Leer atentamente el número 11, todo el largo monólogo de Adrian Veidt, supone un ejercicio de análisis de personaje lleno de matices, una aproximación puramente teatral a la mente de Ozymandias («Trato de abordar los personajes como lo haría un actor», confiesa Moore). Veidt habla y actúa para sí mismo, es decir, se seduce y se engaña a sí mismo, se miente y se sincera consigo mismo. Haciendo malabarismos con el lenguaje, Moore nos lo muestra a la vez convencido de la rectitud de lo que va a hacer (y lo que va a hacer no es solamente matar de un solo golpe a tres millones de personas, sino imponer por hipnosis una dictadura del miedo), sino que nos indica cuáles son sus propias cualidades como personaje, haciéndonos ver lo que él mismo no acierta a ver: su perpetuo estado de negación, sus más que dudosos orígenes étnicos, su odio soterrado hacia el hombre que lo humilló, el Comediante, y a quien no dudará en asesinar más adelante, disfrazando su rencor de altos ideales.[107] Veidt fantasea sobre sus motivaciones y sobre su pasado, ocultando al lector y quizá a sí mismo piezas importantísimas de información que pueden complementarse con los textos off-cómic que a él se le dedican (¿tiene razón The New Frontiersman y es en el fondo un agente de los comunistas chinos?; recordemos que en sus viajes recorrió toda Asia). La nula mención a sus padres, muertos a la vez (posiblemente en accidente, aunque no sabemos si provocado o no), la estratégica disposición de los textos que ocultan la fisonomía de los dos profesores y nos muestran una típica viñeta del mundo adulto tal como se muestra el mundo adulto en los dibujos animados, las poses declamatorias y, en el fondo, el ridículo de disfrazarse de oro y seda en el momento de su genocidio nos acercan al personaje y al horror de su mente descarriada. La muestra de inteligencia de Watchmen es que, sabiendo que la propuesta de Veidt es inaceptable, el lector acaba por dudar de lo ético de su planteamiento: ¿Salvaríamos a la humanidad entera a cambio de sacrificar a tres millones de personas? Teniendo la capacidad para detenerlo, ¿dejaríamos que el reloj nuclear marcara las doce en punto?

Si la irrupción del hallazgo casual del tebeo de piratas sirve para que Moore encuentre la resonancia adecuada para contar a otro nivel su historia, parece quedar claro que la búsqueda de un juego de palabras ingenioso para la compañía de cerrajeros le pone de nuevo en la pista de nuevos matices, y también posiblemente le hace ver, aunque ya es demasiado tarde, que el afán cultista le hace mostrar peligrosamente sus cartas por única vez en toda la concepción de la historia. La compañía se llama «Gordian knot», nudo gordiano, la forma más fácil de abrir lo que es imposible de abrir, cortando por lo sano, tal como hizo Alejandro de Macedonia en la famosa anécdota supuestamente histórica. Desde entonces, el nudo se suma al reloj, al smiley, a las manchas de Rorschach y las mariposas: el libro que la joven pareja de la taxista lesbiana le entrega al final se llama «Knots», los supuestos rockeros o pandilleros de extraña influencia quizá japonesa llevan un moño (knot) en la cabeza, y en el nudo que es el cruce de caminos de la esquina se encuentran todas las vidas secundarias que hemos ido conociendo durante once números, hasta el desastre.

El juego de buscarle a Veidt un paralelismo con Alejandro Magno, por tanto, apaga el juego original de equipararlo con el mucho menos atractivo Ramsés II, el Ozymandias original al que se dirigía el bellísimo poema de Shelley. Hay un elemento de contraposición entre ambos personajes, siendo uno egipcio y el otro griego: del primero toma Adrian Veidt su nombre, el ominoso presagio de su nombre que tan absurdo parece visto desde fuera (Veidt es, no lo olvidemos, el hombre más inteligente del mundo y tiene que conocer lo que significa el poema, la futilidad de lo que está intentando hacer, porque está marcado por ello con su propio nombre de guerra); de Alejandro toma todo lo demás, el ansia de conquista, el pensamiento lateral, la juventud, la belleza rubia, la admiración absoluta hacia quien fue dueño de su mundo. Ramsés II se convierte en una excusa con la que Moore y Gibbons tienen que apechugar, aprovechando los matices que pueden de la estética egipcia (tan poco utilizada en la historieta, por otra parte, en detrimento del uso y abuso que en todo el mundo se ha hecho siempre de la mitología grecolatina), en especial el culto a la muerte. Veidt apenas menciona a Ramsés un par de veces, mientras que todo su portentoso soliloquio está hecho a favor a Alejandro, y la mayoría de los tesoros que tiene en su templo en las nieves son griegos, no egipcios. Quién sabe si Iskander no habría sido un mejor apodo para el personaje: nuestra cultura y los referentes y alusiones de nuestra cultura se explican mejor con el mundo clásico.

La obsesión de Veidt por una figura mítica como la de Alejandro Magno es infantil, como infantiles son los deseos de imponer su justicia (y es imperativo recalcar el posesivo aquí) por parte de todos los demás vigilantes. Sin embargo, lo que diferencia a Adrian Veidt de los demás es que Veidt no se lo toma como un juego ni como una sublimación de frustraciones sexuales, sino como un reto personal, un pulso de poder consigo mismo. Otra paradoja es que es precisamente El Comediante quien les hace ver a los Crimebusters en general y al propio Veidt en particular la futilidad de jugar a poner parches a problemas pequeños, y en su histriónica salida de escena es su propio gesto lo que lanzará a Ozymandias hacia la pista de lo que hay que hacer para acabar con los problemas del mundo: destruirlos por medio del fuego. Dos son sus enemigos: el mismo Comediante con quien tiene una rencilla personal que se remonta a su primer encuentro, y el Dr. Manhattan, el dios que se cree hombre (mientras que él es un hombre que se cree dios), y cuya aprobación busca al mismo tiempo que intenta matarlo con edípica fijación.

Sin embargo, los matices no acaban con la exposición de la megalomanía de Veidt. A pesar de sus supuestas buenas intenciones, pese a lo que dice, pese a lo que quizá él mismo cree, Veidt es dueño del mundo en más de un sentido: económicamente, culturalmente, y ahora también políticamente. La escalada armamentística que ha acelerado el reloj nuclear es uno de sus movimientos, igual que el plan trazado cuidadosamente en torno al Dr. Manhattan y su auto-exilio, y conociendo el viejo rencor entre ambos, cuesta trabajo imaginar que el descubrimiento por parte del Comediante de la isla donde científicos y artistas están creando el ente monstruoso teleportable fuera casualidad. Veidt vive atrapando al mundo en el mundo donde él mismo está atrapado, en el mundo de la nostalgia de un pasado que no fue donde los problemas se solucionan de cuajo como un bárbaro macedonio cortó de cuajo un enigma matemático, sin resolverlo, por la fuerza bruta de su espada. Todo le pertenece: lo material y lo inmaterial, desde los zapatos al perfume, los espectáculos de rock, los pañuelos de papel, el merchandising de sí mismo. La creación fortuita de Dr. Manhattan puede que escapara de sus manos, pero las implicaciones de la existencia del superhombre no: gracias a él se pone en marcha para llevar a cabo su experimento teletransportador, gracias a él se potencian los vehículos eléctricos, los zeppelines, incluso la compañía de taxis («Promethean Cabs»), sin duda la empresa de cerrajería, y la de transportes creada para la ocasión, «Pyramid Deliveries»: todo es suyo, o acabará por serlo. Veidt puede soñar altos ideales y horrendas pesadillas de hombres solos que sobreviven entre cadáveres, pero sabe que la economía es la economía, y domina el mundo por ella. La portentosa penúltima página, muda, está llena de información que llena de nuevo de matices las acciones del enmascarado visionario: la limpieza exhaustiva de los restos de la hecatombe, el recordatorio de que no sólo han muerto millones de neoyorquinos, sino que el experimento ha causado pesadillas y terrores en infinidad de personas más, una dictadura del miedo que asegurará el desequilibrio permanente del nuevo milenio desde una nueva paz tambaleante y controlada. En esta página, un prodigio de la narración visual, vemos cómo el nuevo mundo unido tiene la marca de Veidt en el nuevo perfume, en los nuevos edificios que vendrán, en los zapatos de deportes que han cambiado ya de estética, en los restaurantes, incluso en los nuevos cómics (Tales from the Morgue) que quizá anuncian un nuevo cambio de moda editorial, ahora hacia el terror. Las bocas de riego ya no tienen el diseño que recuerda al smiley, y su logotipo es ahora un sarcástico rayo. La pintada «Who watches the Watchmen?» ha cambiado a «Watch the skies» («Vigilad los cielos», frase popular de los años cincuenta dentro del mundillo de la ciencia ficción, un continuo acicate para la paranoia), el cine New Utopia proyecta películas rusas de Andrei Tarkovsky, adecuadamente The Sacrifice y Nostalgia; las pipas son distintas, ya no hay ridículos gorros (¿de kevlar?), Gorbachov aparece pisoteado en el periódico del suelo y las pintadas anuncian «New Deal» y «Quantum Jump»[108] o corrigen la anterior «One in eight goes mad» («Uno de cada ocho se vuelve loco», posible alusión a los Minutemen) por un «One in three goes mad», sin duda referido a Veidt.

El nuevo mundo que se anuncia con un perfume recuerda la estética nazi una vez más, una pareja de atractivos rubios de aspecto helénico.[109] Pero antes hemos visto que la paz ha llegado por la mezcla de estilos políticos, y el restaurante de comida rápida que sustituye a nuestros MacDonalds, el Gunga Diner, es ahora un Burger’n’Borscht, una mescolanza de comida basura americana y rusa. «Un mundo, un acuerdo», dice el cartel que el hombre del mono cuelga al paso del despistado Seymour, y sobre el planeta se cruzan la bandera soviética y la norteamericana. Nunca hemos visto al enemigo ruso en toda la historia, por cierto. No sabemos cómo es la vida de la otra mitad de la humanidad. Quizá, después de todo, las sospechas y acusaciones de The New Frontiersman sean reales y, pese a las apariencias, Adrian Veidt sea en el fondo un líder comunista mesiánico infiltrado que ha logrado por fin penetrar en la sociedad capitalista, a sus expensas, para su provecho.

El nuevo milenio que impone Veidt es, en efecto, distinto. En las calles, sin embargo, se nota el vacío. Se oye el silencio. Han retirado los carteles del refugio nuclear, pero el kiosquero ha sido sustituido por un dispensador automático.