Capítulo XII

La Traviata

Si Manuel no me lo decía, no me enteraba de que mi smartphone había emitido varias alertas durante nuestro larguísimo trajín amoroso, ni de que seguía vibrando. Me levanté para mirarlo y me lo llevé al baño: Daniela me esperaba en la oficina; Roberto quería verme. La llamé a ella y le expliqué rápidamente el motivo de mi demora.

—Uy, te tocó un tántrico —me dijo.

¿Un qué?, me pregunté después de colgar, tengo que buscar eso en Wikipedia. A Roberto lo llamaría después. ¿Tendría los resultados de mi análisis? Puse a llenar el jacuzzi y le pedí a Manuel que me ayudara a hacer sitio en el clóset para acomodar su ropa, que traería más tarde. Suponía que no sería mucha, dada su inclinación a la vida espiritual, pero ya bastante me venía sorprendiendo como para dar cualquier cosa por sentada. Desocupaba unos cajones cuando lo sentí entrar. Entonces, lo vi observando mi pájaro carpintero con una sonrisa enorme.

—¿Puedo? —me preguntó, y como yo asentí, entre divertida y ruborizada, lo sacó de su estuche y empezó a jugar con los botones haciéndolo vibrar y ondularse a distintas velocidades, exclamando ¡Guau! entre risas.

Se lo quité como una niña reacia a prestar su juguete y lo puse donde había estado. Pero ahí mismo él también descubrió el corsé de cuero negro, el látigo, los disfraces de gata y de enfermera, todo bien acomodadito por Rita. Abrió los ojos:

—Esta parte de la historia no me la habías contado —y, al descubrir el anillo vibrador para hombres, preguntó—: ¿Qué es esto?

—Sirve, entre otras cosas, para postergar la eyaculación. Esto, definitivamente, no es para ti —le contesté y se lo quité también.

Manuel se rió, se acercó, me abrazó por la cintura y me apretó contra él, tomándome por los glúteos.

—Vas a tener que enseñarme… —me dijo, y me mordió los labios y luego el cuello y sentí todo su cuerpo contra el mío y me hundí en su pecho respirando muy profundo hasta que su olor llenara mi estómago. Nada me faltaba, nada me faltaría: me sentía protegida y excitada.

Empezamos a tocarnos, pero pronto nos detuvimos: se hacía tarde y había que ir a trabajar. Nos metimos en el jacuzzi para apagar nuestros fuegos, y ahí hablamos un buen rato. Cada tanto, nos acariciábamos con la espuma y nos besábamos. Y no pude evitar volver a preguntar:

—Dime, por favor: ¿hace un rato llegaste a terminar o no?

—Depende. Si terminar es eyacular, no; si es alcanzar el máximo placer, varias veces —me contestó acariciando mi frente, y yo no supe qué replicar.

Al despedirnos, ya vestidos para salir, le entregué un juego de llaves por si regresaba antes que yo.

Llegué flotando a la oficina.

—¡Uy! —me dijo Daniela—, creo que con este te ha agarrado fuerte. Estás con una carita… Ven, ayúdame a revisar este diseño, tenemos que entregarlo a…

—Te tengo una noticia… —interrumpí.

—Yo también a ti —me interrumpió ella a mí, y me entregó un sobre elegante y grande.

Lo abrí rápidamente: el parte de matrimonio de Alejandro y Clara. Se me heló la sangre, aunque pasajeramente. De inmediato, tuve una visión: Clara embarazada. Y, acto seguido, la embarazada era yo, y Manuel, el futuro padre perfecto, acariciaba mi gran panza perfecta como en un perfecto comercial de seguros de vida perfecta.

Eso es lo que hacen las mujeres, pensé, se casan, tienen hijos… ¿Seré de esas yo también? Pero hay quienes no, como Daniela, y me quedé mirándola.

—¿Qué me miras? Dame tu noticia. ¡No me digas que estás embarazada!

—No, no. Manuel se muda hoy a nuestro departamento. Vamos a vivir juntos, a ver qué pasa. Hay sitio de sobra y creo que ustedes se van a llevar bien… ¿No te molesta, no?

—Por mí no hay problema, era parte del trato cuando nos mudamos, y me simpatiza. Eso sí, bien radical tu decisión. ¡Se te ha dado por probarlo todo! Veremos cómo te cae la rutina. Ah, por si acaso, esta noche va a ir Diego a tomar un trago para salir.

Abrimos el Autocad y, durante horas, recorrimos pasadizos, escaleras, baños, terrazas, patios y jardines del nuevo proyecto, hasta que recordé que tenía que llamar a Roberto. Me gustó oír su voz. Me pareció que ya sabía lo que yo le quería decir, y eso me tranquilizó.

Hasta ahora nunca había podido decirle a un hombre querido que ya no lo deseaba, y siempre me habían tocado los que no se daban cuenta solos y que, encima, no entendían por la vía sutil. Pero, al parecer, no todos son así. Quedamos en que lo buscaría en su consultorio, camino a mi casa.

Cuando la secretaria me hizo pasar, Roberto estaba escribiendo algo, lentes en la punta de la nariz. Me quedé mirándolo. Era guapo sí, y mucho. No tenía puesta la batita médica de mi debilidad, pero sospeché que ni así me hubiera hecho trastabillar. Se sacó los lentes y, después de pararse a saludarme con un abrazo y un beso efusivos, nos sentamos. Se respiraba un aire irónico y alegre entre los dos: sin duda recordábamos simultáneamente el encuentro en el Rincón Gaucho con nuestras respectivas parejas, después del trío en el Sheraton.

—Guapa tu mujer, pero me miró feo —le dije.

—¿Y tu acompañante? ¿Es por él por quien me vas a dejar? —dijo, enfatizando burlonamente su tono dramático y premonitorio.

Le conté la historia de mi romance con Manuel y, después de tomar fuerzas, agregué con voz culposa, como si estuviera traicionando algo o a alguien:

—Hoy se instala en mi casa.

—Ajá, lo veía venir. Presumo que nuestros encuentros entran, por lo menos, en un paréntesis —indagó afirmando, y me quitó un peso enorme de encima.

—Creo que me ha agarrado un repentino ataque de fidelidad, pero…

—Estoy para lo que quieras, siempre. Para lo que quieras —repitió, y añadió extendiéndome un papel—: Además, soy tu médico. Toma.

¡Carajo! ¡El resultado del análisis de VIH! Empecé a morirme ahí mismo.

—¡Dime tú, por favor! —le supliqué.

Él se rió y me dijo:

—Anda y sé feliz, pero cuídate, aunque tu nuevo novio sea un santo —y sacó un CD de su cajón y añadió—: Ah, tengo este regalito para ti: una ópera de Verdi que te gustará, creo.

La Traviata… —leí en la carátula y le pregunté—: ¿Qué quiere decir?

—La extraviada —me contestó, y nos reímos por la alusión personal, y nos despedimos sin saber hasta cuándo.

Llegué a mi casa con un alivio eufórico. Manuel no tardaría en llegar. Recordé sus palabras (Vas a tener que enseñarme…) y, con ellas, se multiplicó mi ímpetu. Me saqué la ropa y me metí a la ducha donde, después de considerar si recibirlo con el disfraz de enfermera, opté por mi conjunto de ropa interior Lovable y bata de gasa de seda blanca, tan discreto y angelical como provocativo. Un pisco, voy a traer un mosto verde para esperarlo, y seguí pensando, ¿no creerá que soy una borracha? No, es viernes y he trabajado todo el día

Pronto, Manuel entraba en mi (ahora nuestra) habitación, arrastrando maletines. Me miró parada al lado de la pared copita en mano y, perplejo, dejó su equipaje en el suelo. Me acerqué y lo besé, y cuando me tomó por las caderas con vehemencia, lo hice caer de un empujón en el sofá de cuero, me puse de pie frente a él, desabroché poco a poco mi bata y me arrodillé en el suelo, entre sus piernas. Me incliné y le quité la camisa despacio, para descubrir su pecho y sus abdominales, y para ver y tocar también sus brazos. Luego desabroché su correa y le saqué el pantalón. Su calzoncillo aprisionaba una erección que quise liberar de inmediato, sin usar las manos. Preferí estirar los brazos para acariciar su torso mientras usaba solo la lengua, los labios y los dientes para acariciar su sexo tibio y suave, que seguía endureciéndose aun cuando ya parecía imposible, a medida que yo lo succionaba y lo lamía lenta, suavemente, y después más rápido, hasta levantar mis ojos, encontrar su mirada y advertirlo descifrando mi deseo, para luego satisfacerlo. De pronto, se contorsionó, gimió y sentí algo caliente disparándose sobre mi lengua, inundando mi paladar, chorreándose por mis comisuras. Y con ese líquido lubriqué mi mano y me masturbé hasta el fin, abrazándolo y terminando los dos tumbados en el piso. Se lo agradecí en silencio. Nos reímos. Acerqué la botella de pisco y las copitas que había dejado cerca del sillón, le serví una y me tomé un trago yo también. El sabor que tenía en la boca era muy extraño. Nos quedamos tirados en la alfombra, mirando el techo, tapados con una manta. Un rato después, me dijo:

—Me quedé pensando… ¿No te gustaría escribir las historias de tus recientes extravíos?

Entonces mi mente empezó a dictarme sola esas historias, volé por lapicero y cuaderno y me apoyé en su pecho para escribir: «Uno no sabe en qué momento ni por qué, si por obra del azar o por designios del destino, el deseo despierta y abre puertas que tal vez nunca más se puedan cerrar, puertas hasta entonces ignoradas, misteriosamente tapiadas, por el olvido, el miedo, o ambos. Todo empezó esa tarde…». En ese momento, me interrumpieron unas voces desde la sala y, luego, la de Daniela detrás de nuestra puerta:

—¿No quieren salir a tomar un trago?

Y sentí, estremecida, que todo podía repetirse. Y me aferré a Manuel con fuerza. Y quise que supiera por qué lo abrazaba así y, a la vez, que no lo supiera nunca.