Ay, amor divino
Manuel seguía acariciando mis manos mientras yo intentaba desentrañar la expresión de sus ojos clavados en la nada: ¿qué le había suscitado realmente la confesión de mis recientes extravíos eróticos? Aunque acababa de decirme que no le parecía una pecadora horrible sino preciosa y valiente, pensé desconsolada: Pecadora al fin y al cabo, y bastante. Y la posibilidad de su rechazo me llevó a mirar, con toda la excitación de la nostalgia anticipada sus manos surcadas por venas celestes en altorrelieve hacia sus antebrazos cubiertos de vellos dorados, su cuello palpitante, su boca púrpura, esos labios deliciosos… Y cuando, arrastrada por una atracción devoradora, estaba a punto de besarlo y de tocarlo todo, me dije: Romina, detente. Has estado no solo con un hombre, sino con un hombre y una mujer esta misma mañana y acabas de contárselo al santo que tienes enfrente. Salvándome, en ese instante Manuel apartó su mirada del vacío y la posó sobre mi boca, y pronto sentí sus labios tibios rozando los míos, como la última noche en la playa, hacía años.
El beso más tierno y sexual estaba a punto de perderme cuando sobrevino otra vez el demonio de la cordura, que me obligó a preguntarle, como para detenerme:
—¿Quieres quedarte? Te busco algo cómodo.
Le hable, pese a todo, casi sin separar mis labios de los suyos, como si vertiera mis palabras una a una dentro de su boca.
Como asintió sonriendo, tomé un trago de vino y salté hacia el clóset. Ahí estaba, bien doblado, un buzo de Alejandro.
Luego, al baño: un condón, tenía que encontrar un condón para tenerlo a la mano por si llegaba el momento (Manuel no era de los que los llevan en el bolsillo). Y mientras abría y cerraba cajones y revolvía repisas, recordé que, cuando le compré el vibrador, Andrea me había regalado varios preservativos, y pensé Es la primera vez que necesito uno de estos para proteger al otro más que a mí misma.
Recordé mi análisis de VIH de esa mañana, cuyo resultado aún ignoraba, y sentí un escalofrío al imaginarme condenando a la peor de las muertes al mejor de los hombres.
Por fin encontré los condones, junto a mi pájaro carpintero.
Como piyama, escogí una bata de felpa y me la puse escondida en el baño, sorprendida por mi repentino recato: tanto disfraz sexy, tanto portaligas, tanto striptease, tanto trío, ¿y ahora este ataque de pudor?
Ni siquiera salí para entregarle el buzo: desde la puerta le dije Recién lavadito y se lo lancé juguetonamente a la cara.
—¡Menos mal! —comentó riendo.
Cerré la puerta otra vez y esperé en el baño hasta que terminó de cambiarse. Estuve tentada de espiarlo por la rendija de la puerta pero me contuve, y entonces supe que no era recato lo que me poseía, sino un miedo a mi desenfreno. Cuando salí, el mismo temor me llevó a decirle con voz de niña engreída que tenía sueño, que durmiéramos pronto, que mañana había que trabajar. Y nos metimos en la cama, yo de lado y él también, abrazándome toda por detrás.
—En la cocina hay agua o lo que quieras —le dije, antes de quedarme dormida dejando que mi cuerpo se fundiera completamente con el suyo, hasta desaparecer.
Había algo helado y húmedo en mi nuca, mi cuerpo se descubría poco a poco, una brisa fría se sentía sobre toda mi piel. ¿Amanecía?
No, aún no. El cuarto estaba a oscuras y una sombra se levantaba sobre mí: Manuel estaba desnudo, arrodillado a mi lado. ¿Era otro sueño? Tenía razones para preguntármelo. Volví a cerrar los ojos.
Él siguió apartando mi pelo para deslizar eso tan frío (¡Un hielo!).
¡Ha traído un hielo!, exclamé en silencio) hacia mi espalda, seguir el camino de mi columna hasta su fin y, luego, subir y recorrer mis brazos, bajar y retomar el descenso para pasar apenas entre mis nalgas, descender por una pierna y luego por la otra, atravesando muy despacio mis corvas y detenerse en las plantas de mis pies, donde afortunadamente el hielo ya se había derretido, porque las cosquillas hubieran sido insoportables. Estuve a punto de voltearme, pero adiviné que él prefería que me quedara así. Me quitó completamente la bata y repitió el recorrido del hielo con su boca y su lengua, hasta que me volteé ansiosamente, ahora con su acuerdo tácito y con él a mis pies.
Entonces nos vimos desnudos por primera vez y sentí que ambos quedamos mutuamente deslumbrados ante la visión de nuestros cuerpos. Avanzó de rodillas sobre el colchón, separó mis piernas, y me atreví a mirar: su pene erecto apuntaba hacia lo alto, y quise que me penetrara. Pero él mojó varios dedos en su boca encendida y los deslizó entre los labios de mi sexo con delicadeza extrema, y empezó a resbalarlos muy despacio por toda esa piel escondida, despertándola, hasta encontrar mi clítoris y detenerse ahí, sintiendo complacido cómo, a su tacto, se hinchaba cada vez más y palpitaba y hacía latir toda mi sangre, hasta que me fui en un orgasmo increíblemente lento, conteniendo un grito que él también ahogó con sus dedos viscosos dentro de mi boca. Entonces, una vez más y más que antes, quise que me penetrara. Pero él, poseído por una calma inhumana, se sumió en la contemplación de mi cuerpo recién convulsionado y pasó sus manos húmedas por mi cuello, mis pezones, mi vientre y otra vez sobre mi pubis, queriendo resucitar mi excitación justo antes de que se apagara. Y yo pensé, mientras él me tocaba y no dejaba de tocarme: El condón, tengo que darle el condón.
Y aunque sentía que la aparición del adminículo de látex desentonaría con lo divino del encuentro, lo saqué del bolsillo de mi bata y se lo extendí. Me devolvió el favor con un beso, se sentó con las piernas estiradas y se lo puso con una rapidez sorprendente. Luego me tomó de las manos y me levantó: quedé sentada frente a él, mis piernas abiertas sobre las suyas, nuestros pubis juntos y los brazos estirados hacia atrás, como cuatro columnas sobre la cama. Y empezó a frotar su sexo contra el mío y pensé un poquito de gel no estaría mal… Milagrosamente, en cambio, mis líquidos bastaron para hacer el roce tan fluido y placentero que enloquecí, otra vez, por que me penetrara. Por fin lo hizo, y muy despacio, y no fue necesaria una mano para acomodar la entrada de su pene, que se movió y vibró largamente en mi interior como si no dependiera del resto de su cuerpo, despidiendo un calor extraño. Hasta que me impulsé con las manos para sentarme sobre él, pegar nuestros vientres y pechos, y me abracé a su cuello con fuerza. Y empecé a moverme, primero lentamente, luego más rápido, sintiendo la fricción de mi clítoris contra su pubis y la ondulación de su miembro dentro de mí, y lo vi cerrar los ojos y los cerré yo también, y me entregué otra vez al éxtasis que intuí simultáneo, besándolo, acariciando su pelo.
Jadeando, hundí mi cara en su cuello. Luego me di cuenta de que él, que respiraba concentrada y profundamente, no había terminado.
Entonces se acomodó un poco hacia atrás, dobló mis rodillas contra mi pecho, se arrodilló, colgó mis pies de sus hombros y me embistió hasta el fondo, lentamente, una y otra vez. De pronto paraba, inhalaba y se estremecía, y yo pensaba Ya, ya se viene, pero no, seguía y seguía y seguía…, y mi mente ganaba terreno peligrosamente y no sabía a quién culpar por la tardanza del clímax, ni si había culpa alguna. Pensé ¿Será que el placer puede ir por dentro? De pronto, estábamos tendidos, él encima, yo con las piernas juntas aprisionando su sexo aún erecto moviéndose dentro de mí. Y justo cuando pensaba Dios mío, ¿hasta cuándo va a durar?, ya deben ser las cuatro de la tarde, este parece actor porno, ¿no se habrá tomado un Viagra?, Manuel, como recién llegado de otro mundo, me miró dulcemente y noté con alivio que su erección se extinguía.
—¿No has terminado? ¿O sí? —me atreví a preguntarle, aunque sonara vulgar.
—Podría seguir así eternamente contigo —me respondió.
—Yo ya me jodí: creo que me he enamorado de ti —le dije sin pensar, con voz temblorosa, abandonada a mi suerte y sin temor, cosa rara, a no ser correspondida.
—Y yo… —contestó riendo— estoy a punto de cometer la locura de proponerte que vivamos juntos.
—¿Y si te instalas aquí —casi le digo te vienes—, y vemos qué pasa? Mientras estemos bien…
—Sí, pues, mientras dure. El amor es eterno mientras dura, eso ya lo sabemos tú y yo —me dijo, y agregó—: ¿No quieres mirar tu teléfono que no ha parado de sonar?