Capítulo X

La última noche que pasé contigo

Apenas llegué a mi casa, miré el reloj. Tenía tiempo para dormir un rato, pero la inquietud de mi mente superaba el agotamiento de mi cuerpo. Mejor era bañarme con calma y esperar a Manuel para salir a comer.

Me sorprendía lo poco que me importaba no haber estado a la altura de las expectativas sexuales de Roberto: el ménage à trois con él y Cristina en la suite del Sheraton, evidentemente frustrado por mis nervios, mi borrachera y mis celos, deambulaban tenues por mi cabeza, como salidas de una mala película vista por una espectadora aburrida. Los recuerdos que me ocupaban ahora, bajo el chorro de agua tibia, venían de más lejos: de la época del fin del colegio, cuando yo, la chica tímida entre adolescentes despabilados y libidinosos, había terminado por tener un romance con Manuel, mi amigo de siempre, unánimemente codiciado, por guapo, por hábil, por bueno.

Empecé a enfocar poco a poco, entre las nebulosas del túnel del tiempo, la última noche que estuvimos juntos. Festejábamos en una casa de Totoritas el ingreso a la universidad de varios de nosotros, ebrios con el infaltable y siempre mal preparado ron con Coca-Cola.

Esa noche, más que nunca, Manuel y yo queríamos estar solos: él partiría a Alemania al día siguiente, a estudiar Botánica. Bajamos de la mano desde la terraza hacia la playa. Como mi minifalda era muy corta y mi polo también, llevé un pareo en los hombros para abrigarme. Nos sentamos cerca de la orilla, recostados en peñones puntiagudos y húmedos. Después de mirar un rato las espumas surgir como encajes blancos del mar estruendoso e invisible, Manuel pasó un brazo por detrás de mi espalda, me tomó del cuello y me besó. Parecía querer fijar para siempre en sus labios el leve contacto con cada partícula de los míos, tanto como yo. Mantener adrede nuestras lenguas alertas, listas, ansiosas, fuera de juego dentro de nuestras bocas, magnificaba la intensidad de nuestra voluptuosidad contenida. Hasta no poder más. Hasta que yo (sí, había sido yo, y mientras lo recordaba mi cuerpo empezó a alterarse) me aventuré a lamer los contornos de su boca, primero lejos del borde, con toda dedicación y dulzura, y luego rozando el límite donde el labio empieza a mojarse y adquiere una textura resbalosa, recorriendo muy despacio el camino de una comisura a la otra. Hasta que él asomó su lengua para tocar la mía, que jugó a escaparse por donde le era posible, hasta tener que rendirse al encuentro. Y él, en lugar de acometer con el típico beso entrelazado y voraz, aprovechó la inmovilidad de mi lengua para acariciarla suavemente con la suya por encima, por debajo, reveses sobre reveses, bordes sobre bordes, papilas sobre papilas. Luego agarró mi pareo, lo extendió sobre la arena fría y salada, y nos echamos encima, yo boca arriba, él sobre mí, ahora nuestras bocas mutuamente succionadas y nuestras lenguas vueltas una. Entonces sentí cómo algo duro e hirviente apretaba fuertemente mi pubis y me asusté, pero la rigidez de mi cuerpo alarmado pronto cedió al placer, que me hizo subir y bajar los glúteos, y entonces abrí completamente las piernas. Mis manos, que acariciaban sus hombros torneados y su espalda musculosa, se atrevieron a introducirse apenas por debajo de su ropa hacia sus nalgas, deleitándose con esa piel tan suave, apenas poblada de vellos, y luego a tomarlas firmemente sobre su short, apretándolas más fuerte sobre mi sexo, para sentir más, y también para que él supiera que me gustaba y que podía seguir así. Gimió con un grito contenido, sentí sobre mi pubis algo mojado y tibio y, todavía jadeando, se echó hacia un lado para poner su mano sobre mi calzón y tocarme a través de la tela empapada; y yo lo guie. Por primera vez, una mano ajena me hizo llegar al orgasmo, y esta intervención le otorgó al éxtasis una cualidad milagrosa. Nos quedamos ahí tendidos, acariciándonos, víctimas felices, aunque un poco avergonzadas, del arrebato compartido. El pudor pronto se tradujo en risas y las risas, en lágrimas: era la última vez que nos veríamos en mucho tiempo (lo que yo no sabía entonces era hasta qué punto esa certidumbre podía haber avivado el fuego de nuestra pasión, ni cuán efímera podía ser).

Esa noche dormimos juntos.

Al día siguiente nos despedimos sin jurarnos amor eterno, pero convencidos de que lo era. Y así intentamos mantenerlo por e-mail y telefónicamente hasta que el tiempo hizo lo suyo, cada uno enrumbó por su lado y, no supe recordar ni cuándo ni cómo, perdimos el contacto casi sin darnos cuenta. Hasta esa tarde, hasta esa noche en que lo vería. Ya llega, me dije, tratando de sacudirme la excitación producto del recuerdo, y me apuré en secarme.

Mientras me ponía jeans, botas, blusa y casaca, pensé extrañada en el beso que acababa de revivir después de un olvido de años y en cómo la boca de Mateo, ahora tan lejana, perdía el protagonismo transformador que yo le había otorgado. ¿Será que nunca hay nada verdaderamente nuevo?, me pregunté desanimada.

Esperé a Manuel mirando la calle desde la ventana. Preferí que no subiera y bajar yo, a pesar de la curiosidad de Daniela. Mi cuarto era un desastre y, sin duda, olía a perdición. Al saludarlo, me ruboricé y me sentí torpe, cohibida. Claro, si acabo de estar con él en la playa…, me dije subiendo al auto donde sonaba La Inolvidable.

—Si quieres cambio de música —me dijo, como tanteándome—. Últimamente se me ha acentuado una vena romanticona.

Le di a entender con un gesto que la sintonía no podía ser mejor e interpreté lo que acababa de escuchar como una señal venida del cielo. En el camino evité mirarlo, mientras pensaba Si últimamente me provoca abalanzármele a todo hombre guapo al volante, a este

¡Quieta, Romina!

Cuando ordenaba un bife sangrante con papas y la típica ensalada del Rincón Gaucho, sonó la alerta de mensajes de mi smartphone. ¿Miro o no miro?, me pregunté, y miré. Era Roberto: «Quería saber si estás bien. ¿Cuándo nos vemos?». El pasado me persigue, pensé. Mejor que crea que sigo durmiendo la resaca. Entre copas de tinto argentino, Manuel me contó de Alemania, de su romance trunco con una tal Bruna, una italiana que (no lo pude evitar) me retorció de celos, y del despertar de su vocación religiosa.

También habló de su vuelta secreta al Perú para dedicarse al trabajo social en el Callejón de Conchucos; de cómo, después de años por allá, sintió que su búsqueda le pedía tomar otros rumbos porque algo le faltaba; y de su reciente venida a Lima para enseñar y organizar un jardín botánico en la universidad.

Para mi terror, no tardaba en llegar el momento de hablar sobre mí, pero gracias a que él, atinado (o adivino más bien), no quiso forzarme, pude limitarme a vaguedades. Solo mientras caminábamos hacia la salida, me dijo al oído riendo:

—En qué andarás, Rominita… —y agregó, acariciándome la nuca a través de mi pelo—: ¿Te animarás a contarme?

—¿Y si te escandalizas? —pregunté.

—Si supieras todo lo que he visto y escuchado últimamente… —replicó.

Iba a contestarle que no es lo mismo verlo todo que hacerlo, cuando nos dimos de frente con un grupo que también salía del restaurante: Roberto, esposa e hijos. Los dos chicos se parecían mucho a él, y la constatación de este sello genético me desagradó de arranque, no sé por qué. Quise fijarme más bien en la mujer, quizás para descubrir por qué Roberto la había escogido como su esposa, aunque fuera para serle infinitamente infiel. Pero ella, tan guapa como bruja, me examinó con tanta suspicacia de arriba abajo que yo trastabillé, culposa, mientras sonaba una voz grave, a cuyo dueño no me atreví ni a mirar:

—Romina, una paciente; Lorena, mi esposa.

Mientras seguí caminando, me escuché deletreando L-i-m-a-e-s-u-n-p-a-ñ-u-e-l-o y le agradecí a la casualidad que esta vez fuera cómplice, en lugar de lo cruel que suele ser: era otra y no yo la que se había creído enamorada de Roberto, que acababa de enviarme un mensaje y que sin duda lo había hecho en las narices de su familia en pleno. Apenas subimos al auto, Manuel me dijo:

—¿Y ahora qué hacemos? No tengo ganas de dejarte. Estoy alojado en casa de una pareja…

—Vamos a la mía —lo interrumpí, abruptamente decidida a confesarle los extravíos de mis últimos días. A él, no iba a ocultarle nada.

Una vez en el departamento, después de abrir una botella de vino y de presentarle a Daniela, que lo miró pasmada y me hizo disimuladamente un gesto de ¡qué tal cuero!, entramos en mi habitación y nos tumbamos sobre la cama. Felizmente, Rita había arreglado todo y no había a la vista ni pastillas, ni portaligas, ni disfraces, ni geles, ni vibradores. A pesar de la confianza que me inspiraba Manuel, era mejor proceder dosificadamente. Y empecé a contárselo todo, sabiendo que era posible que mi relato lo espantara.

Eso temí al terminar de narrarle la escena del trío en el Sheraton, porque se puso serio, tomó un trago, dejó la copa en la mesa de noche, recostó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. ¿Estará rezando?, me pregunté angustiada. Luego se sentó y me miró fijamente. Aunque me pareció que no solo había cariño sino deseo en sus ojos verdes, tuve que preguntarle:

—¿Soy una pecadora horrible?

—No, preciosa y valiente —musitó, y empezó a acariciar mis manos, ahora mirando al vacío, con expresión indescifrable.