Un olor a tabaco y chanel
Roberto, que acababa de franquear caminos de mi cuerpo nunca antes transitados, se echó de lado, apoyó un codo en la cama y su cabeza en una mano, y se dedicó a contemplar cada tramo de mi piel por donde pasaba una y otra vez el revés de sus dedos. Con los ojos cerrados, traté de disimular los celos que se habían apoderado de mí, absurdos frente a este hombre casado e infiel por excelencia. Sin embargo, al atreverme por fin a mirarlo, creí descubrir en su cara, a contraluz de los primeros rayos de la mañana, que él también era presa de un ataque de romanticismo. Y presentí que algo así iba a confesarme cuando, de pronto, abrió los labios para decirme con su atrevida e irresistible voz:
—Quiero que conozcas a Cristina, una antigua amiga colombiana. Podría reservar una suite del Sheraton para encontrarnos ahí a la una. ¿Qué dices?
¡Cómo es la vida, carajo! ¡Justamente lo que necesitaba oír!, pensé, intentando mantener una vez más la compostura para no quedar como una idiota. Y, llevada por esta intención y cierta dosis inesperada de curiosidad, contesté:
—Bueno… sí, aunque tendría que ir a trabajar un rato. ¿Me llevas a mi casa? —y, apropiándome del estilo brutalmente directo de su propuesta, me atreví a preguntarle—: ¿Oye, Cristina es puta?
—Así la conocí. Con el tiempo nos hicimos muy amigos. Te va a caer bien —agregó sonriendo, sin que pareciera tener idea del puñal que me estaba clavando. Antes de levantarnos de la cama para irnos me besó, y su boca ya sabía a otra.
Cuando bajé del auto, repitió lo que me dijo la primera vez en el bar del Country:
—No va a pasar nada que no quieras.
Como si supiera qué quiero…, le contesté para mis adentros.
Una vez en mi habitación recordé los labios acolchados, tibios y suaves de Clara, y esa evocación le sumó ganas a mi miedo y a mi desilusión. En el clóset de Daniela, que ya se había ido al gimnasio, encontraría la ropa perfecta para sentirme como necesitaba: sexy y mayor. Saqué un vestido tejido de la Testino, botas Prada, ropa interior Caro Cuore. Me maquillé ligeramente y me recogí el pelo.
Camino a la oficina, pasé por un laboratorio, recordé el análisis de VIH pendiente y decidí salir de ese asunto de una vez. Solo a mí se me ocurre, pensé, justo antes de una orgía.
Después de varias horas tratando de diseñar en mi nueva versión de Autocad, con el mouse tembloroso, me avisaron que mi taxi había llegado. Ya en el Centro de Lima tuve que admitir que los nervios me traicionaban. Entré al hotel, me dirigí directa y rápidamente al bar y pedí un whisky doble en las rocas. Como no me hacía efecto, ordené otro. Al cabo del tercero, sentí que la borrachera se superponía al pánico en vez de anularlo, y no me quedó más que pedir la cuenta, respirar hondo, decirme Romina, tú misma eres y dirigirme al counter a preguntar por la habitación del doctor Ravel.
Apenas me abrió la puerta, tuve que contenerme para no tirármele encima: llevaba una de esas batas verdes de los médicos que, siempre me pareció, vuelven atractivo hasta al menos agraciado.
Me hizo pasar mientras sostenía un puro en la mano y me ofreció una copa de champán rosado. La suite no tenía la elegancia del Country, quizá por pretenderla demasiado, ni el encanto del hotelito de Santa Catalina. Se sentó en un sofá de la salita y me invitó a ocupar uno más grande, al frente, donde deposité mi terco, persistente temblor.
¿Dónde estaría la tal Cristina? De pronto, desde el cuarto del fondo, apareció una mujer alta, trigueña, esbelta y bien formada, pelo castaño ensortijado hasta la cintura, ojos granadilla y boca carnosa, de donde salió una voz seductora:
—Hola, soy Cristina —me dijo, tomándome del cuello con las manos y dándome un beso muy cerca de los labios con una naturalidad que, rogué, fuera contagiosa.
Pero mi temblor persistía. Y se sentó a mi lado cruzando en posición de medio loto unas piernas espectaculares que contrastaban con la tela blanca de lo que podía ser un vestido de noche pero también un baby doll. Yo no sabía si hablar, ni de qué, hasta que intuí que ella se encargaría de llenar el silencio, y de todo el resto.
Leyó mi mente y me sirvió otra copa. Roberto se limitaba a mirarnos, satisfecho. Y tenía razón, porque la proximidad de Cristina me resultaba a cada instante más placentera, al punto que fui yo, y no ella, quien dio el primer paso: mi mano, como animada por vida propia, acariciaba ya la piel brillante de sus muslos, y mi olfato, semejante al de un animal, buscaba algo en su cuello que, ahora me daba cuenta, tenía un resabio de Chanel N° 5. Los rulos de su melena se enredaban en mi nariz y se metían en mi boca, y eso hacía aún más excitante mi encuentro con su olor. No tardamos en enlazarnos en un beso dulce, suave y arrasador, que iba y venía de nuestras bocas hacia nuestros cuellos y pechos, mientras con las manos recorríamos la piel tan suave de nuestras piernas abiertas hasta palpar nuestras vulvas y meter nuestros dedos lo más hondo posible, como en un juego de espejos. Solo cuando estábamos en el suelo, despojadas de toda vestimenta, yo echada de espaldas y ella dándome champán de su boca, lamiendo el que derramaba sobre mí y bajando hacia mi sexo, recordé que no estábamos solas: un pene erecto (¡con condón!) pendía sobre mi cara. Y mientras una lengua saboreaba mi interior como ningún hombre lo había hecho y como seguramente lo hubiera hecho yo, me apoderé del miembro de Roberto para hacerle lo que él, si pudiera, se haría a sí mismo y como ninguna mujer se lo había hecho. ¿De esto se tratará el sexo?, pensé en medio de mi obnubilación alcohólico-erótica, ¿de hacerle a otro todo lo que uno no puede hacerse a sí mismo, pero tal como lo haría si pudiera?.
Justo en ese momento, él, siempre tomado por mi boca, ya medio acostumbrada al sabor y a la textura del látex, se inclinó hacia las profundidades de Cristina para hacerle lo que ella se habría hecho a sí misma de haber podido, mientras yo le hacía lo mismo a él y ella a mí. No pude tolerarlo. Fingí una repentina, incontenible y sensualísima necesidad del miembro masculino en mi interior, y me zafé de la boca de Cristina, giré sobre mi espalda y le ofrecí a él mi cavidad ya lubricada con saliva de mujer y con mis propios jugos, desarmando momentáneamente el rompecabezas anatómico, para que él me penetrara. Cristina, generosamente, secundó mi movida complementando las embestidas de él con besos y dedos hábiles sobre mi clítoris y, de pronto, terminé atravesando el suelo y bajando lentamente por un abismo espiralado y oscuro. Como en un fade out, los vi acercarse el uno al otro y cerré los ojos…
Me desperté bajo un edredón en una cama inmensa. Roberto dormía a mi lado un sueño evidentemente profundo. Cristina ya no estaba, pero el aroma a Chanel N° 5 permanecía. Pedí un taxi y me metí a la ducha. Salí sin hacer ruido, bastante recuperada, pero en el auto me di cuenta de que ya eran las cinco de la tarde y noté que por mi estómago solo habían pasado litros de whisky y champán.
Me bajé en la pastelería San Antonio, me senté en la terraza, prendí un cigarrillo para esperar mi sándwich sun-dried tomatoes y miré alrededor. Esta es la gente normal, me dije, la que toma café y come pastelitos. Son de otro planeta. No sabía si mi performance en el hotel había dejado mucho que desear, no sabía por qué había ido si no lo quería del todo, solo sabía que no hubiera podido hacer otra cosa. Una mano en mi hombro interrumpió mis pensamientos. Era una aparición: Manuel, mi primer amor del colegio, que, según me habían dicho, se había vuelto cura o algo así y se había ido a un lugar remoto de la sierra. Al abrazarnos, pensé: Menos mal que me bañé antes de venir, y aguanté la respiración para esconder el tufo. Se sentó conmigo. No podía ser que este papacito fuera sacerdote. Y no lo era, gracias a Dios. Me explicó que era un laico consagrado (no era momento de preguntarle qué significaba eso) y que acababa de volver a Lima para darle otro rumbo a su vocación de servicio espiritual por los más necesitados. ¿No seré yo uno de ellos?, estuve a punto de decirle, pero me limité a contemplarlo extasiada. Su belleza había aumentado con los años: sus ojos verdes, su pelo oscuro, su nariz recta y alargada, sus labios rojos, sus antebrazos perfectos… Rogué a todos los santos para que me iluminaran cuando me tocara contarle de mi vida. Pero ese momento no llegó: alguien le tocaba bocina desde un auto.
—Qué increíble —me dijo sonriendo—. He pensado siempre en ti y no sabía cómo encontrarte. ¿Quieres comer esta noche conmigo?
—Me encantaría —contesté feliz.
—Vamos al Rincón Gaucho —me propuso—. Necesito un buen pedazo de carne. He comido tubérculos durante años. ¿Te recojo a las ocho?
Le di mi dirección y lo vi partir mientras lo examinaba de arriba abajo: su cuerpo era aun más deseable que su rostro. Sin embargo había otra cosa, algo sutil, que hizo que quisiera irme con él hasta el fin del mundo.