Je t’aime, moi non plus
La noticia de lo de Alejandro y Clara que Mateo me soltó con despecho me había sacado de mis cabales, pero traté de disimularlo: —Me alegro por él. Clara es una buena chica— dije, y para sacármelo de encima, agregué atropelladamente: —Uy, es tarde, disculpa pero tengo que alistarme, Daniela me espera en la oficina.
Mateo se fue ofuscado y me quedé como fiera enjaulada. ¿Una buena chica?, me dije. Es un espanto, una flacuchenta insípida, una reprimida con ínfulas de liberada, y encima bruta. No podía dejar de imaginármelos juntos y de pensar en Alejandro: su firme y pálido cuello, su melena castaña, sus labios ligeramente oscuros en contraste con su piel blanca, su mirada dulce, su pecho lampiño, la visión de su inigualable trasero mientras preparaba una pasta para ir a comer a la cama juntos, con una botella de vino, viendo televisión.
—¡La televisión! —exclamé—. ¡En eso tengo que pensar para exorcizar estos recuerdos! Y en su apatía de los últimos tiempos, y en su facilidad para quedarse dormido en los mejores momentos, y en su adicción a la computadora y a las olas…
Inútil: ninguno de sus defectos se me aparecía con la fuerza suficiente como para opacar la imagen del hombre perfecto, del que acababa de perder, por loca, por estúpida. No podía seguir así. Corrí hacia el cuarto de Daniela para tomarme algo contra la ansiedad.
Tengo que tranquilizarme, pensé, mientras me tragaba la pastilla. Yo ya no quería seguir con él. Y repitiéndome esta frase una y otra vez, entré en mi cuarto y me tiré sobre la cama, con la esperanza de relajarme. A lo lejos escuché el sonido del ascensor. Mi cuerpo fue distendiéndose poco a poco, hasta casi flotar…
De pronto, Alejandro estaba ahí a mi lado, diciéndome Romina, me muero por ti. Se acercó, pasó muy lentamente su boca sobre mis labios, dejando que su lengua los rozara apenas, abrió mi bata para acariciar en círculos mis pezones erguidos con las puntas de sus dedos, descendió con la misma sutileza por mi vientre hacia mis muslos medio abiertos, rozó de arriba abajo varias veces mi entrepierna, luego prolongó la caricia hasta llegar a mis pies y los recorrió íntegramente, después retomó el camino hacia arriba sobre mi piel erizada, separó los labios de mi vagina y añadió a mi humedad la de su boca caliente y la de su lengua tibia, lamió pausada y suavemente cada uno de sus rincones, estiró con sus dedos la apertura, se apoderó de mi clítoris, que lo llamaba hinchado y latente, lo besó en todos los sentidos, lo succionó muy despacio hasta atraparlo con delicadeza entre sus dientes y siguió lamiéndolo ahí, hasta que exploté en un orgasmo que me hizo abrir los ojos de golpe.
Acto seguido, oí un toquecito y una voz detrás de mi puerta:
—Señorita Romina, la señorita Daniela la llama. Dice que es urgente.
Entonces me descubrí sola, recién presa de un sueño o de una alucinación, no lo sabía. Contesté el teléfono, aturdida: —Sí, sí, ya voy para allá. Me tomé una pastillita rosada de tu mesa de noche y creo que me quedé dormida— le dije a Daniela.
—Cojuda, te has mandado un sedante en dosis para caballo. Mejor te mando al chofer.
Mientras me duchaba, todavía zombi, me pareció que la pastilla y la visita fantasmal de Alejandro habían ahuyentado los demonios.
Pero no había que cantar victoria: al subirme al auto, escuché, maldita sea, «Je t’aime, moi non plus», la canción que Alejandro y yo cantábamos medio en broma siempre en nuestros comienzos, imitando a Serge Gainsbourg y Jane Birkin. Otra vez fuera de mí, le pedí al chofer que me llevara a su departamento. Tenía que verlo, hablarle, tocarlo. Pero apenas doblamos la esquina, él y Clara salían del edificio, recién bañados. No me vieron, por suerte. No solo hubiera sido tremendo papelón, sino que les habría causado una impresión equivocada: como por arte de magia, la visión del Alejandro real me había desilusionado, literal e implacablemente.
—Por favor, ponga Sol y Armonía —le dije al conductor—, y vamos a la oficina.
La perspectiva de mi libertad recuperaba su atractivo. El viaje hacia la playa, el trabajo con Daniela inspeccionando los pisos dañados por la subida de la marea y el espectáculo del mar de fin de verano me hicieron sentir especialmente bien. Hasta nuestra clienta, que antes me había parecido insoportable, se me hizo simpática.
Avanzamos más al sur para almorzar, en El Piloto, lomo saltado y chupe de camarones. De regreso en Lima, visitamos un par de proyectos más. Cuando entramos a la casa y me vencía el sueño, mi teléfono vibró con un texto de Roberto: «Vuelo esta madrugada. ¿Me visitas al alba en el hotel? ¿Country Club o Sweet Heaven’s? Escoge tú».
«El último» escribí sin dudarlo, y contraté un taxi para que me recogiera a las cinco y media. Luego metí en un maletín mi disfraz nuevo de enfermera, geles y vibradores, y programé el despertador.
Ya en mi cama reviví instantáneamente el encuentro ilusorio con Alejandro, me recorrió un escalofrío y me sentí cautivada por el poder de la fantasía. Pronto me dormí arrullada por las imágenes anticipadas de otro encuentro, el que me esperaba con mi ginecólogo amante.
A diferencia del San Isidro que dormía (a no ser por los afanosos, madrugadores corredores que daban la vuelta al Golf), en algunas esquinas de Santa Catalina todavía había gente bebiendo cerveza, desde la noche anterior. Tuve que despertar al conserje del hotel para que me indicara el número de la habitación. Toqué la puerta despacio y entré. Todo estaba oscuro y tibio, y respiré una mezcla de olor a cuerpo recién amanecido, aeropuerto y avión. Roberto, metido en la cama, me llamó:
—Ven, ven aquí.
Sin quitarme la ropa (con la que había dormido, recién me daba cuenta), le di el encuentro debajo de las sábanas. Apenas apretó su cuerpo contra el mío y nos besamos abrazados, echados de lado, sentí, a través de mi buzo, su pene erguido contra mi pelvis.
Imposible saber si lo había excitado yo o si se trataba de esas puntuales y misteriosas erecciones matutinas que siempre me intrigaron y sedujeron. Abracé con una de mis piernas su cadera para que su bulto caliente sobara mi sexo, y me moví masturbándome con él, sintiendo que la ropa multiplicaba nuestra arrechura, mientras él acompañaba mis movimientos agarrándome por la cintura, hasta que me dijo Voltéate así, de costado. Y mientras lo hacía, me sacó el pantalón con una destreza impresionante y, cuando me di cuenta, ya paseaba su sexo lubricado entre mis nalgas (¿En qué momento se ha puesto el condón? ¡Esto ya es deformación profesional!, me dije), mientras pasaba un brazo sobre mi cadera para introducir su mano, también lubricada, entre mis piernas y detenerse en mi clítoris y meter luego sus dedos (no sabría decir cuántos) en mi vagina sedienta, mientras con su palma presionaba el exterior, volviéndome loca. En ningún momento dejamos de besarnos. De pronto, sin frenar los movimientos de su mano, resbaló una vez más su pene entre mis nalgas y lo introdujo despacio, con toda naturalidad, hasta que su pubis quedó pegado a mi trasero, y mi espalda a su vientre y su tórax, y las piernas entrelazadas, acariciadas por nuestros pies. Sin sacar los dedos, empezó a moverse con delicadeza pero cada vez más profunda y rítmicamente, hundiendo su cabeza en mi cuello y jadeando a dúo con mis gemidos que, por primera vez en mi vida, bordeaban el grito.
Y mientras se movía, yo sentía que todo su cuerpo se fundía con el mío de un modo inédito, y una sensación de ternura mezclada con toda la lujuria del universo estuvo a punto de hacerme decirle te quiero varias veces al hombre que me desvirgaba y estaba por arrancarme un orgasmo furibundo y venirse detrás de mí. Después del fin, pasó su mano empapada sobre mis pechos y en el colchón pude ver, pasmada, un charco de un líquido viscoso que había salido de mí.
Nos quedamos pegados largo rato. Me daba miedo verle la cara.
Algo muy raro me estaba pasando: de pronto quería amanecer siempre con él, de pronto imaginarlo con otra se me hacía insoportable. ¿Y ahora? ¡Este es casado! ¿Qué voy a hacer?, me dije.
Traté de aligerar mi ánimo y, con la voz un poco titubeante, le dije:
—Nunca había… Me has sorprendido… Y yo que traía mi disfraz de enfermera…
—Ven acá, mi enfermita —me contestó, y me volteó para mirarme.