Capítulo VII

Amor en el aire

Cuando Daniela llegó a casa me encontró envuelta en mi bata de raso lila bailando y cantando «Si me dejas ahora», que sonaba en La Inolvidable a todo volumen. La sensación de libertad y la constatación de no estar sola en esta vida, porque existían ella y Roberto, me habían llenado de esa mezcla cursi de exaltación y melancolía que me unía, para muchos incomprensiblemente, a las baladas. Le conté lo de Roberto —la noche en el Country, la incursión a Santa Catalina, el hotelito de mala muerte— y el próximo desayuno con Mateo.

—Yo te tengo —me dijo— una noticia pesada y otra divertida. La mala: se ha inundado el sótano de la casa de La Isla y los dueños y el ingeniero nos esperan mañana a mediodía para ver qué hacemos. La buena: ahorita llega mi amiga Andrea con su set de juguetes eróticos Sexy Shower. ¿Esto merece un vinito?

Minutos después se abrió la puerta del ascensor, desde donde Andrea y una gran maleta de aluminio rosado salieron a duras penas.

—Vamos en orden, chicas —nos dijo, mientras sacaba del equipaje una tela, que parecía la de mi bata, para extenderla sobre el piso de la sala.

Luego desenvolvió una manta aterciopelada y dispuso uno por uno varios dildos de vidrio, con formas y colores lindísimos, que me parecieron objetos decorativos para una mesa de sala.

—Hasta ahora nadie me compra uno. Dicen que son muy fríos, que se pueden romper adentro… pero es pura ignorancia.

Después de antifaces y plumas acariciadoras, nos mostró los disfraces para satisfacer las típicas fantasías de los caballeros.

Inmediatamente separé uno de enfermera y otro de gata, con Roberto en mente. Luego nos mostró unos aros vibradores rosados de silicona blanda para colocar en la base del pene. Acaparé tres: uno pensando en Roberto, otro para Mateo y el tercero por si acaso (Daniela y Andrea me observaron admiradas). Me intrigaron unas bolas de jebe, ligeramente espinosas, unidas a distancias simétricas por un cordón.

—¿Y esto para qué? —preguntamos Daniela y yo.

—Se introducen por atrás, una por una, y luego se las va sacando, jalando la pitita. Es buenazo.

Reviví con placer el dedo avezado de Roberto aventurándose por ahí, pero me sentí un poco inhibida. Puedo llamarla después, pensé.

Siguió la gama de juguetes a pilas: penes chicos, medianos y grandes, solo vibrantes, solo ondulantes, vibrantes y ondulantes.

Daniela eligió uno rojo a control remoto. Yo no dudé: el llamado «pájaro carpintero», un ejemplar azul de tamaño regular, con doble pico, uno en la punta para estimular el famoso punto G y otro más abajo para actuar sobre el clítoris, y controles en el mango para graduar los niveles de vibración y oscilación. Me tentó también un calzón de chocolate, que imaginé lamido vorazmente por Mateo después del desayuno, pero mis inquietudes sobre la calidad del cacao me desanimaron. Después de cremitas, aromas y lubricantes varios, Andrea anunció:

—Finalmente, ¡les presento a Fabio!

De una caja rectangular con la foto de un fortachón impresa por todos sus lados, sacó un falo descomunal. Fabio, celebridad del cine porno, había patentado y cedido su miembro para sacar ese molde de látex color carne, con venas y todo, cuya base, previamente humedecida, podía adherirse a casi cualquier superficie.

—¿A quién puede entrarle tremenda cosa? —exclamamos Daniela y yo.

Según Andrea, era un récord de ventas. ¡Qué misterioso es el sexo!, me dije sorprendida, mientras la buena de Andrea empacaba meticulosa para irse a otra cita.

Nos quedamos bebiendo el resto del vino hasta que Daniela, que había adivinado la dificultad que me causaba irme a la cama sola, se quedó dormida en el sofá. Era tarde. Después de tanta euforia, me rondaba, amenazadora, una intensa nostalgia. La libertad tenía, sin duda, su precio. ¿Me estaré volviendo bipolar como todo el mundo?, me pregunté. De pronto, sonó la alerta de mensajes de mi smartphone. Era Roberto, recién instalado en São Paulo. Leí: «Veámonos por Skype. ¿Puedes ahora?». Volé a encerrarme en mi cuarto, prendí mi laptop y pronto apareció él en la pantalla, algo difuso, echado con unos bóxers sobre la cama, sonriéndome entre libidinoso y tierno. Su voz distorsionada por el micrófono me excitaba tanto como en persona. Nuestros cuerpos empezaron rápidamente a ceder frente a la imperiosa necesidad de acortar los miles de kilómetros de distancia: mi bata se abrió sola y sus manos se deslizaron bajo su pretina. Acomodé la máquina para que captara mi reflejo en los espejos de las puertas del clóset, y para poder mirarme en ellos yo también. Me senté al borde de la cama, subí una pierna y comencé a tocarme mientras acariciaba mis senos con los dedos mojados por mi lengua. La pantalla reproducida en el espejo mostraba a Roberto desnudo, masturbándose en cámara lenta. A lo lejos podíamos oír nuestras respiraciones acelerándose.

—Abre más las piernas —me pidió.

De pronto me interrumpí y le dije:

—Espera, ya vengo.

Prendí la radio: sonaba nada menos que Rocío Dúrcal cantando «Amor en el aire». En el ciberespacio, más bien, pensé. Y aparecí con el top strapless de peluche atigrado, portaligas, medias negras, tacos altísimos, vincha con orejas gatunas y rabo en mano, y me puse en cuatro patas. ¡Tener cola es lo máximo!, pensé, y fui una minina meneándose y maullando al compás de la música hasta donde la cámara me capturara de perfil. Una vez ahí, arqueé la columna todo lo posible, lentamente me acaricié con la punta de mi rabo acolchado desde el cuello hasta donde termina la espalda. Después, me acerqué más a la cámara y me di vuelta para que Roberto viera en primer plano mis nalgas abiertas y mi cola paseando entre ellas, bajando hacia mi vagina y mi clítoris, muy despacio, varias, muchas veces.

Luego, me alejé un poco, levanté el torso para quedar arrodillada y pasé la cola por mi pubis rozando mi vientre, mi ombligo, mis pechos, y me la puse entre los dientes. Hasta que lo vi enloquecido, al borde del orgasmo.

—Espera —le dije.

Entonces saqué de mi mesa de noche el pájaro carpintero, lo enfundé en un condón, lo prendí y, otra vez en posición felina pero con los codos sobre el colchón, me lo metí lenta, profundamente, hasta sentir que el temblor también presionaba mi clítoris. En cuestión de minutos, él en São Paulo y yo en Lima, nos vinimos a la vez. Me sorprendió la rotunda efectividad del aparato, pero lamenté no poder dormirme abrazada a Roberto. Una vez más, me dolió la despedida.

Tanto Daniela como yo nos despertamos tarde al día siguiente.

Antes de salir apurada rumbo a la oficina, me dijo riendo:

—Sácate esas orejas antes de que llegue Mateo.

Me había dormido con ellas sin darme cuenta. Despaché a la empleada con miles de encargos, bien lejos, después de que el rapid test del embarazo me proporcionara un alivio enorme: negativo.

El intercomunicador sonó antes de la hora pactada. Recibí a Mateo en bata y con una toalla en la cabeza, especie de turbante que siempre me pareció muy sexy. Entró acelerado, recién afeitado y oliendo excesivamente a colonia. No paró de hablar del clima, del tráfico, de los problemas con los obreros de su papá. ¿Siempre había sido tan verborreica esa boca que antes me había vuelto loca?

¿Siempre había dicho tanta huevada? Traté de redescubrir en sus labios, detrás de las palabras, el poder de su embrujo. Nada. Y solo se calló cuando se me acercó, me llevó casi a tropezones hasta el sofá y me tumbó allí, con él encima. Su beso, pensé, por fin el beso. Pero su boca, lejos de buscar la mía, picoteaba alocadamente por todas partes: cara, cuello, orejas, mentón, pechos; y apretó su bragueta contra mi pubis tan fuertemente que me hizo doler. Se abrió el cierre, apartó mis piernas, me penetró con violencia.

—No puedo vivir sin ti —musitó, y se movió más rápido y con más furia, y terminó, desplomando su peso muerto sobre mí.

Moví ligeramente la pelvis, como diciéndole Oye, aquí falta algo, y ante la ausencia de respuesta, terca yo, me lo saqué suavemente de encima para besarlo. Pero esa boca ya no era la misma, y yo, para él, ya no parecía existir. Pensé agarrar su mano para que tocara mi sexo, como había hecho aquella noche en su auto, pero supe que sería inútil. Esperé un poco y me puse de pie, me cerré la bata y me senté en el sofá de enfrente. Me preguntó si viajaría con él o no. Yo le contesté con la fórmula consabida:

—Quiero estar sola un tiempo, ando confundida.

—Me imagino; debe haberte chocado lo de Alejandro y Clara —respondió con cierta malicia en la cara.

¿Qué? ¿Alejandro con Clara? ¡No puede ser!, pensé. ¿Será que este además de bruto y feo es malo y quiere joderme? Recordé la noche en que obligué a Alejandro a espiar a Clara y a Mateo en la cama, recordé cuánto se excitó ante el espectáculo, recordé mi baile lésbico con ella en la fiesta (en parte dedicado a él) y presentí que yo misma había provocado lo que ahora me causaba el dolor más espantoso, que se reflejaba en un rubor intenso y en lágrimas a punto de estallar.