Capítulo VI

Cielito lindo

Empezaba a anochecer y yo me encontraba en una suite del Country, enfundada en un corsé y botas de cuero negro, esposas y látigo descansando a mi lado sobre la cama, recostada sobre el pecho de Roberto. Por alguna razón, este hombre al que acababa de conocer me inspiraba una confianza y una seguridad extrañas: me hacía sentir protegida y, a la vez, libre. No entiendo cómo puedo estar tan cómoda aquí, así, si acabo de terminar la relación supuestamente destinada a durar toda mi vida, pensé, siempre pegada a él. Y me dejé llevar por el ritmo de los latidos de su corazón, que retumbaban en mi oído, cuando me asaltaron las ideas más escalofriantes: ¿Y si le diera un infarto o un derrame cerebral a este tío mientras está aquí conmigo? Esas cosas pasan… ¿Qué haría yo con el cadáver de un hombre impregnado de mi ADN? No podría largarme y dejarlo, menos pasando desapercibida, la policía llegaría a mí; luego vendrían la esposa, la televisión, el escándalo… Roberto debió percibir mi ligero temblor, porque de inmediato me dio la vuelta y echó todo su cuerpo sobre mí, tomándome de las manos y separando mis brazos hacia arriba, hundiéndolos en el colchón. Acercó su cara a la mía y mordió mis labios, los lamió con una lengua firme que se abrió paso entre mis dientes, rozó mi paladar, mis encías y todos los rincones accesibles de mi boca. Yo, primero desconcertada, siempre dada a los besos lentos, laxos y ondulantes, quedé paralizada, sin respuesta; pero, pronto, el ritmo enérgico que él imponía se hizo mío y nos enredamos en un beso feroz, jugando justo en el límite que bordea el dolor. Agarró las esposas y me preguntó:

—¿Ahora tú?

—Ahora yo —le contesté, dispuesta a que hiciera conmigo su voluntad.

Aprisionó mis muñecas a los bronces de la cama, como yo había hecho con las suyas hacía un rato. Esa sensación de completa vulnerabilidad me asustaba, me enfurecía y me excitaba. Solo me quedaba esperar. Roberto se arrodilló sobre la cama de manera que pude ver su erección, y empezó a desatar lenta y delicadamente los pasadores de mi corsé, hasta despojarme de él. Bajó el cierre de mis botas, que cayeron al suelo, desabrochó mi portaligas y me quitó una a una las medias. Después de dejarme completamente desnuda, se dedicó a recorrerme con sus ojos profundos, como si no quisiera saltarse ni un solo poro de mi piel. Su mirada tenía el poder literal de tocarme, pues mi cuerpo se estremecía ahí donde se iba posando.

Una vez en mi pubis, abrió con sus dedos mis pliegues y me dijo sonriendo:

—Tienes una peca preciosa aquí, justo donde se abren tus labios —dijo, y cantando entre dientes ese lunar que tienes, cielito lindo, fue a traer un espejo desde el tocador.

El reflejo de mi sexo abierto desde una perspectiva tan ajena me erotizó aún más y, en efecto, la manchita marrón ahí impresa me resultó encantadora. Me sorprendió que ni yo al rasurarme ni Alejandro al besarme tantas veces hubiéramos notado su presencia; y supe entonces que Roberto tenía la capacidad de hacerme ver cosas nuevas. Cuando le gemí suplicante que pusiera su boca ahí, se negó con los ojos encendidos y fue a sacar algo de su maletín. Se colocó un preservativo transparente y brillante (vaya, por fin uno que toma precauciones, pensé) y sacó un pomito, desde el que vertió en mi hendidura abierta un aceite muy suave y frío. Sujetó firmemente su miembro desde la base y procedió a esparcir con él este lubricante delicioso desde mi clítoris, yendo y viniendo, llegando justo al umbral de mi entrada pero sin trasponerlo, para seguir sobándome a todo lo largo, de comienzo a fin. Al hacerlo, se masturbaba él también, y yo, al sentir la inminencia de mi orgasmo, le rogué que siguiera, que siguiera así. Pero él no siguió; se detuvo para enloquecerme más. Me miraba encendido, gozaba con la sensación de impotencia que me causaba no contar con mis manos. Pero sí tenía piernas, así que las flexioné y, con todas las fuerzas de mi desesperación, le estampé las plantas de los pies sobre los abdominales y lo hice volar fuera de la cama. Nos reímos. Se levantó, se acercó con la actitud más dulce, se sentó a mi lado y me metió suavemente un dedo, colocó otro sobre mi clítoris e introdujo el siguiente en otra apertura de mi cuerpo, hasta entonces infranqueada. Y los movió cada vez más fuerte y más adentro, mientras me besaba en la boca fuerte, violentamente; y logró que me viniera con una intensidad que no conocía. Recuperado el aliento, le dije:

—¿Y tú? Quiero verte terminar.

Se sacó el condón, se sentó a caballo sobre mi vientre y comenzó a tocarse. Cuando parecía a punto de darla sobre mi cuerpo tendido, que lo esperaba ansioso, se detuvo.

—No quiero terminar. Debe ser que no quiero que esto se acabe —dijo, y se inclinó, besó mi lunar nuevo y me sacó las esposas.

Al rato, me llamó desde el baño y me pidió que llevara el champán y las copas. Entramos juntos al jacuzzi, que licuaba espuma con olor a flores. La sensación de flotar a medias en esa agua tibia, resbalosa y movediza era inmejorable.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, demasiado… Debería estar destruida por la ruptura con mi novio, que acaba de dejarme. No entiendo… —contesté, sin que un ápice de nostalgia enturbiara mi bienestar al evocar a Alejandro.

—¿Estás segura de que fue él quien te dejó a ti? —preguntó.

—No, yo ya estaba en otra. Me agarró un ataque de libertad y no hay hombre que aguante tanta. Solo tú, creo, pero estás casado. ¿Por qué? —me atreví a interrogar, un poco avergonzada por la ingenuidad que podía traslucir mi pregunta.

—Después de años de extravíos me quedé ahí, porque no pude o no quise salir —dijo pensativo.

—Ahora tienes las dos cosas: la vida con tu esposa y esto, con otras. ¿Terminaré como tú? ¿Me convertiré en una esposa fiel o me quedaré para siempre así, de un lado a otro? Ahora no puedo imaginarme de otra manera…

—Creo que la gente como tú tiene que vivir, ir y venir, y ver en el camino —me dijo, y me jaló para abrazarme. Y nos quedamos jugando con el agua y tomando champán hasta que el jacuzzi se enfrió y llegó el room service trayendo unos pepper steaks con puré de papas, vino tinto y, como postre, crème brûlée.

Nos pusimos las batas y comimos como famélicos. Poco después, nos acostamos a dormir, pegados el uno al otro, como si lo hubiéramos hecho así toda la vida.

Cuando desperté, me demoré en descifrar dónde estaba, con quién, desde cuándo. Roberto se asomó desde la salita y se acercó. No me molestó que besara mi boca con sabor a sueño profundo.

—Salgamos —me propuso—. Te sigo hasta tu casa, te cambias y nos vamos a almorzar a un sitio de sushi increíble en Santa Catalina. Esta noche viajo a un congreso de ginecólogos en São Paulo, donde se supone que ya estoy —agregó, guiñándome un ojo.

¿Santa Catalina?, pensé. Carajo, solo falta que nos asalten. ¿No era ahí donde vivía una de las costureras de mi mamá? La excursión me pareció atractiva, pero antes tenía que ordenar ciertas cosas: al prender mi smartphone para comunicarme con Daniela y avisar que no iría a la oficina, encontré varias llamadas perdidas y un mensaje de Mateo: «Solo dime si quieres verme o no, y no voy a seguir jodiendo». Aunque su tono digno me resultó provocativo, no era el momento de contestar. Había que salir del hotel y no sería fácil.

Atravesé el lobby con lentes oscuros y tapándome la cara con los pelos sueltos, como si así fuera a llamar menos la atención. Las calles de Lima parecían haber cambiado en un solo día. La luz era otra y corría una brisa fría, ausente el día anterior. Esa mañana acababa de irse el verano.

Mi casa tampoco era la misma: me parecía verlo todo por primera vez. Me puse unos jeans, un polo, una camisa abierta de manga larga y unas Converse bordadas. Una alerta en el smartphone me avisó que Roberto ya estaba afuera, estacionado prudentemente lejos de la puerta, como habíamos quedado. Cuando subí, me dijo:

—Me fascina verte caminar. Eres una mezcla de búfalo y gacela.

Tenía la inusitada virtud de hacerme reír, dando en el clavo: en efecto, me sentía con la fuerza de uno y con la ligereza de la otra. La paranoia de ser vista a bordo de su auto, por su mujer o por algún conocido suyo, se disipó como por encanto apenas salimos de San Isidro y entramos en ese barrio de casas de tonos indistintamente estridentes y pasteles, de estilos variadísimos, con gente caminando a otro ritmo o parada en las esquinas o en las puertas, y perros deambulando. Me alucinó la variedad de cebicherías, pizzerías, sitios de pollos a la brasa, chifas, bodegas, cantinas; y me dejó atónita la cantidad de hostales, evidentemente «al paso», que se adivinaban tan limpios y arreglados. Este barrio era amable, despreocupado, y me contagiaba todo eso. En nuestro destino, un rincón a puerta cerrada, donde devoramos las existencias de un barco descomunal cargado de todo lo japonés que me gusta, tomamos sake a raudales, nos reímos y hablamos mucho, durante horas, porque cuando salimos ya caía la tarde. De regreso en el auto, el licor oriental había evaporado mi miedo y mi compostura: no dejé de acariciar su pelo a medias canoso, sus cejas pobladas, su mandíbula ancha, su boca, su pecho, sus antebrazos perfectos, sus dedos largos y fuertes, y también el bulto de su pantalón, que crecía bajo mi tacto.

—¿Entramos ahí? —le propuse de pronto, señalando el Hostal Sweet Heaven’s. Nuestro carro entró directamente a una cochera particular, pero, de pasada, pude ver un estacionamiento común, donde descansaban los carros más elegantes y caros de Lima.

—¡Dios mío! ¡Todos mis tíos vienen a tirar aquí! —exclamé divertida.

El cuarto era de una huachafería conmovedora que, paradójicamente, me resultaba tan acogedora como la elegancia del Country. Roberto se tiró de un salto sobre la cama y yo me lancé a su lado. Nos besamos alternando suavidad y violencia, pero no dejamos de hacerlo. Desabroché su pantalón para masturbarlo y le pedí que me enseñara a hacerlo bien, como le gustara a él. Así lo hizo, dirigiéndome con su mano sobre la mía y con su voz grave, rasposa, irresistible. Repentinamente me detuvo.

—Si sigues, termino —me advirtió.

Y yo seguí, y verlo eyacular me proporcionó todo el placer del mundo.

Después de un rato, echados en silencio, recorriendo los dos con la mirada las molduras doradas con spray entre paredes y techo, nos levantamos para enrumbar de regreso a nuestras respectivas vidas.

Nos costaba separarnos, aunque fuera por pocas horas y aunque supiéramos que nada nos impediría comunicarnos durante esos días.

Ya cerca de la puerta de mi casa, sacó de la guantera un papel y una caja.

—Ahora sí vamos a jugar al doctor —me dijo, y agregó—: Con esto te haces la prueba con la primera orina de mañana y aquí hay una orden para la del VIH. Quítate esos miedos. Y cuídate…

Y cuando me bajaba del auto, mucho más triste de lo que hubiera podido imaginar, escuché:

—Romina, eres lo máximo.

—Somos —le contesté, y sonreímos.

Mi departamento me pareció frío, helado. Daniela no tardaría en llegar, según me había dicho. Ella y Roberto son, pensé, las únicas almas afines que he conocido jamás. Esa constatación me calentó el espíritu, al punto de sentirme excepcionalmente afortunada. No sabía si terminaría casada, si sería fiel o infiel, soltera solitaria o amante perdida, pero sabía que ese tipo de amistad era lo único capaz de permanecer en esta vida; y ya la tenía. Lo demás estaba destinado a los vaivenes más impredecibles, involuntarios y precarios, tan felices como dolorosos. Todo podía cambiar en un instante. Había sido un beso, el beso de Mateo, lo que me había traído hasta este estado. Y ahora se lo agradecía.

El sonido del teléfono fijo, que contesté inmediatamente, interrumpió este trance de sentimentalismo que me tenía al borde de las lágrimas. Era precisamente él: Mateo:

—Hola. Es la última vez que te llamo. ¿Nos vemos o no? Ya me siento como un huevón.

—Sí, veámonos mañana. ¿Quieres venir a tomar desayuno?