El bolero de ravel
Cuando me desperté, sola en mi cama, me descubrí desnuda. El tenue agridulce en mi boca seca me trajo a la memoria los laichís que primero Clara había usado para lamer mis labios y luego Mateo, para besarme: ahí estaba, una vez más, el rastro enloquecedor de su boca.
Mi vestido Cavalli era, en el piso, un trapo mojado. Ahora recordaba: después de meternos los tres a la piscina, había subido al departamento y, en mi habitación, Alejandro dormía con el televisor encendido, me había desvestido y me había acostado junto a él hasta quedarme profundamente dormida. En esa recapitulación andaba cuando un delicioso olor a café se apoderó del ambiente: Alejandro entraba con una bandeja bien surtida, y yo empujé disimuladamente el vestido mojado debajo de la cama, con la esperanza de que no lo hubiera visto. Desayunamos comentando naderías acerca de la fiesta, hasta que escuché lo inevitable:
—A este paso, si esperamos que no tengas resaca, no hablamos nunca. He estado pensando…
Aparté el azafate; no podía dejarlo seguir. Me abalancé sobre él, temiendo que fuera la última vez. Besé su barbilla, su quijada y su cuello, su firme y pálido cuello, y lo recorrí todo con la punta de la lengua apenas asomando entre mis labios. Bajé hacia su pecho, respiré profundo entre sus pelos delgados y claros, aspirando su olor fresco, y lamí sus tetillas, una por una, y las mordí suavemente sintiendo que su pene se levantaba poco a poco debajo de mí, llamando a mi boca. Le pasé la lengua de arriba abajo, una y otra vez, y luego lamí la delicada piel de sus testículos, respirando el olor ligeramente ácido entre sus pliegues. Alejandro se incorporó, me volteó y se asombró al ver mi pubis rasurado. Pronto su desconcierto cedió a una excitación feroz: separó mis rodillas con la mirada fija en mi sexo infantil y zambulló su cara entre mis piernas: besó deliciosamente toda mi piel nueva y luego se abrió paso con la lengua hacia mi clítoris, que lo esperaba hinchado, pidiendo que lo besara, aunque fuera por última vez. Lamió circular, vertical, horizontalmente, y luego lo succionó con suavidad, hasta que sentí la imperiosa necesidad de tenerlo dentro de mí, todo cuanto fuera posible. Lo tomé de la cabeza para acercar su boca a la mía y saborear mis propios jugos, coloqué su pene en la caverna mojada por nuestros líquidos, para que me penetrara despacio y, mientras nos movíamos, lo abracé con todo el cuerpo y todas mis fuerzas, tratando de grabar ese momento para siempre. Lo sentí venirse gimiendo muy fuerte, y lo ayudé apretándolo y subiendo y bajando mis caderas; y mientras él seguía yéndose en un orgasmo interminable, las lágrimas empezaron a rodar, independientes de mi voluntad, desde mis ojos hundidos en algún lugar de su cuello, su firme y pálido cuello. Ya separados nuestros cuerpos, traté en vano de disimular el llanto.
—¿Y eso? —preguntó.
—Estoy confundida… —respondí, intuyendo que su experiencia no le daba como para saber que eso, dicho por una mujer, suele esconder un ya no quiero estar contigo. Pero Alejandro prosiguió, articulando con dificultad:
—Romina, anoche, mientras te esperaba, vi algo claro, sentí que no eres la misma, que están pasando cosas raras, que no es esto lo que quiero… Creo que tenemos que separarnos.
Pero ¿no era yo la que tenía que arreglármelas para ver cómo cortar con él?, pensé aturdida. Aunque en verdad me estaba haciendo el favor de ahorrarme el desgarrador, detestable papel de verdugo, sus palabras fueron hachazos que me dejaron sin habla y alimentaron los chorros de mis ojos. De pronto lo extrañaba con toda el alma; de pronto era el hombre de mi vida, el más guapo, el más inteligente y el más sensible; de pronto el único digno de ser padre de mis hijos.
—Déjame sola, por favor —fue lo único que pude decir, y él obedeció, silencioso y triste.
Una vez amainado el llanto, afloraron otros pensamientos, tortuosos, aterradores: había dejado las pastillas anticonceptivas y se me había atrasado la regla, y, para colmo, el fantasma del VIH, animado por la conocida promiscuidad de Mateo, me rondaba aterrador. Le pedí a Daniela que me hiciera el favor de sacarme una cita con Roberto, su amigo ginecólogo, y prendí mi computadora.
Varios mensajes nuevos aparecieron en el buzón de entrada, todos de trabajo, menos uno:
«Romina, después de lo de anoche contigo y con Clara (que ahora se muere de vergüenza, la loca), he decidido no verla más. Te repito que no puedo dejar de pensar en ti y que solo quiero estar contigo. Vámonos solos, vamos a Máncora. Contéstame. Te amo como un loco, Mateo».
Hice automáticamente clic en «Cerrar» y decidí que ese mensaje nunca me había llegado (ventajas de la cibernética). También Mateo me cerraba las puertas con este pedido inaceptable, y me dejaba sola.
Nada pudo atenuar la tristeza y la angustia que me embargaron todo el día, con una mezcla de melancolía, miedo y desesperanza, pero también expectativa y alivio. Daniela me dio una pastilla para dormir, pero, aun así, mi sueño estuvo plagado de imágenes perturbadoras.
Me despertó el sonido del teléfono. Uy, no vaya a ser Mateo, pensé cuando ya había contestado semidopada, y una voz arrastrada y sensual me hizo volver a mis cabales:
—Soy Roberto, el amigo de Daniela. Sé por mi secretaria que tenías cita para esta tarde, pero he cancelado las consultas. Te propongo más bien encontrarnos en el bar del Country, a las cinco. ¿Podrás?
La iniciativa tan poco ortodoxa del médico me hizo tartamudear momentáneamente, pero no tardé en responderle:
—Sí, está bien, a las cinco.
Me paré de un brinco hacia el cuarto de Daniela, que me dijo en seco:
—Suertuda. Justo lo que necesitabas para desahuevarte: un cuarentón, cuerazo y buena gente. Discreción nomás, que el caballero tiene esposa, perfectita y bruja.
Jamás me hubiera imaginado citarme con un hombre casado.
Pero ahora que a todos se les había dado por casarse conmigo, esa condición me parecía ahora la más grande de sus virtudes, y el recuerdo de sus lindos antebrazos, de su mirada penetrante y de su silueta al fondo del jardín me devolvió todo mi esplendor: Romina había resucitado.
Daniela me ayudó a elegir el atuendo: sastre Armani de lino, conjunto interior de encaje de La Perla y portaligas, sandalias Ferragamo, el pelo recogido y un toquecito de Organza de Givenchy en escote y cuello. ¿Y si alguien me reconocía al bajar del auto?
¡Carajo, a las cinco todavía es de día!, pensé. Llegué con lentes oscuros, temblando de adrenalina por dentro y por fuera, rogando pasar desapercibida, o mejor de incógnita. Roberto ya estaba sentado en el bar inglés, vacío gracias al cielo. Me miró deslumbrado y el aplomo con que me saludó y me invitó a sentarme me llenó de una seguridad inusitada.
—¿Un pisco sour? Los de aquí son un clásico —me ofreció.
Además de deliciosos eran efectivos, pues, al cabo de un rato, las paranoias se disiparon y la conversación fluyó. Pronto no hubo lugar a más rodeos:
—Sé que mi llamada fue extraña, pero desde que la otra noche te vi caminar hacia mí de esa manera, supe que no podía dejarte pasar.
—Algo parecido me ocurrió contigo, aunque te confesaré que mis sentimientos andan un poco extraviados últimamente. Me han estado sucediendo cosas…
—Y podrían seguir sucediendo —me dijo, poniendo su mano en el encuentro entre el encaje de la media y la piel de mi muslo.
Mientras su cara empezaba a aproximarse como en cámara lenta para besarme, sentí pánico: si el beso no estaba a la altura, provocaría la condena a muerte del romance en ciernes; yo ya conocía el poder absoluto de los besos. Pero no, sus labios se unieron a los míos con una sintonía prodigiosa. Al separarnos, dijo:
—He tomado una suite. ¿Subimos? No va a pasar nada que no quieras.
—Subamos —acepté, muriéndome por saber más de esa boca encantadora.
Apenas entré, quise quedarme ahí para siempre: los muebles coloniales, la vista al jardín, todo era espectacular y familiar. En una mesa de la elegante salita esperaba, helándose, una botella de champán. Recibí la copa que Roberto me ofrecía y me dejé llevar de la mano hacia el baño. Me hizo entrar y me dejó sola. Miré las paredes, el piso, la tina, el jacuzzi, todo forrado del mármol más blanco.
Destacada sobre tanta blancura, de una percha dorada colgaba una silueta negra: un corsé de cuero muy escotado, cruzado por pasadores destinados a entallar un hermoso cuerpo femenino. ¡Carajo, el mío!, me dije casi en voz alta. En el suelo descansaba un par de botas muy altas, negras también; y al lado esperaba un látigo. Ahora sí me jodí, me tocó un perverso, pensé asustada. Después de un instante de parálisis, vacié mi copa de un solo trago y me acerqué a palpar la superficie del cuero suave con las yemas de los dedos; ya estaba subyugada. Me cambié al son de una flauta que llegaba desde afuera.
Romina, tú misma eres, me dije, y me atreví a mirarme en el espejo: mi cuerpo blanco forrado con esa piel negra, con el portaligas como perfecto complemento, irradiaba una belleza nueva, oscura. Me agaché a recoger el látigo y salí tratando de caminar sobre esos tacones enormes sin perder la gracia y sin la menor idea de lo que me esperaba. Roberto yacía desnudo sobre la cama, exhibiendo un cuerpo extraordinario, y me miró embelesado, sonriendo. Miré de reojo la caja del CD sobre la mesa de noche: «Bolero. Ravel», leí, y me dije Qué curioso este bolero, pero pone. Caminé lentamente hacia la cama, al ritmo de esa música hipnótica, y Roberto me alcanzó un par de esposas. Me monté a horcajadas sobre su vientre y lo crucifiqué, cada brazo asegurado a un extremo del respaldar con barrotes de bronce. Luego me acomodé para besarlo en la boca, morderla suavemente, pasear mi lengua e introducirla poco a poco para encontrar la suya. Él obedecía el ritmo pausado que yo le imponía a ese beso que me estaba devolviendo la locura y la vida. Él estaba ahí para lo que yo quisiera hacer con él. Entonces levanté las caderas para retroceder de rodillas, agarré el látigo y empecé a masturbarme con la otra mano, para que me viera. Con la punta del fuste lo acaricié con toda la suavidad posible, apenas rozando su piel, primero recorriendo sus brazos abiertos, sus axilas expuestas, su pecho apenas poblado, sus costillas, su vientre marcado y, luego, su pene erecto; y bajé por sus piernas hasta llegar a sus pies, sus dedos, sus plantas; y cuando las cosquillas se hicieron insoportables estallamos en carcajadas. Dejé el chicote y lo remplacé por mi lengua, ahora subiendo a lo largo de sus piernas. Cuando llegué a la altura de su sexo, giré sobre él y lo monté al revés, moviéndome muy despacio y tocando mi clítoris, imaginando extasiada la visión que él tenía de mis nalgas abiertas con él entrando y saliendo lentamente. Y tuve un orgasmo furioso y largo, mientras él me pedía a gritos que saliera de ahí, que parara. Y así lo hice, tendiéndome a su lado.
—Hay que hacer que esto dure —me suplicó.
Yo, su dueña y señora, quería complacerlo. Pero la atracción que ejercía sobre mí era grande, y no pude evitar echármele encima para frotar mi cuerpo contra el suyo. Y cuando levanté la cabeza para decirle no quiero parar, él me respondió con ternura:
—Manda todo a la mierda y quédate aquí conmigo unos días. Tenemos todo.
—Ni siquiera sé cómo te apellidas… —le dije.
—Ravel —me contestó.
Me alucinaba esa mezcla de dulzura y perversión. Recosté la cabeza sobre su pecho. Pensé que las cosas no son siempre blancas o negras, que es posible ser algo y lo opuesto a la vez. Y cuando mi mente flotaba recorriendo una infinidad de matices maravillosamente contradictorios, lo escuché:
—¿Romina, me sacas las esposas, por favor?
Ya había decidido quedarme.