Capítulo IV

Emotional rescue

Alejandro no tardaría en insistir: ¿me iría a vivir con él, sí o no?

Aunque le había pedido hablarlo más adelante, con calma y sin resaca, mi respuesta era entonces, y seguía siendo ahora, no. Pero no podía dejarlo, no sabía si por costumbre, por amor o por qué. Eso era lo único que tenía claro cuando regresé del sur a buscar a Daniela para contarle todo y ver los preparativos de su fiesta en nuestro departamento. Si bien el aparente afán de exclusividad de Mateo había entibiado mi pasión por él, haberlo visto con Clara en la cama me seguía encendiendo. El recuerdo me inquietaba de una manera extraña y violenta.

Apenas llegué a mi casa, llené el jacuzzi, me desnudé y me planté frente al espejo del baño. La visión de mi cuerpo me excitó como si lo miraran ojos ajenos. Pero había algo más que hacer: saqué automáticamente una tijera y una máquina de afeitar de la repisa, me senté en el borde de la tina, coloqué un espejo en el suelo y abrí las piernas para ver hasta el último detalle de lo que normalmente las mujeres no podemos ver de nosotras mismas. No sé cuánto duró la operación, pero mi sexo quedó depilado, como el de una niña. La imagen en el espejo, el toque de mis manos, el cosquilleo de la tijera, el roce de la afeitadora lo habían exacerbado hasta lo irrefrenable. Me deslicé en el agua tibia llena de burbujas y recorrí con mis dedos toda esa piel nueva, tierna. Abrí mis labios ahora lampiños y pasé el dedo medio, muy lentamente, a lo largo de todo su interior, y luego lo deslicé apenas dentro de mí para volver a pasearlo por toda la hendidura, una y otra vez, hasta que no pude más, tomé un frasco alargado que encontré a la mano y lo hundí suavemente. No tuve que moverlo demasiado para alcanzar un orgasmo que me hizo sacudirme como un pez fuera del agua. Me sorprendió que algo tan rígido y frío hubiera podido proporcionarme aquel placer, y descubrí que el sexo conmigo misma constituía un mundo aparte, solo mío. Con él, no solamente estaba asegurada mi complacencia, sino que quedaba fuera la triste posibilidad de cualquier desencuentro: me invadía una sensación de plenitud. Y mientras me secaba, me percaté también de que esta vez me había masturbado sin evocar los besos de Mateo. El objeto de mi deseo, se había multiplicado, se había vuelto difuso: era él, era Alejandro, era incluso Clara y era yo misma; pero era también mucho más que la suma de todos nosotros.

Al rato, le di el encuentro a Daniela en La Bonbonnière. Escuchó atentamente, con actitud pícara y maternal, el resumen atropellado que le hice. Ella sabía que mi vida hasta ahora había sido como la de cualquier chica: dando el presente y el futuro por sentados, tranquila, sin dudas, sin transgresiones. Se comió la última ponderación y me preguntó:

—Oye, Mateo se habrá puesto condón, ¿no?

—¡No, carajo! —exclamé, inmediatamente embarazada de trillizos y con todos los síntomas posibles de una ITS cualquiera.

—Bueno, no vuelvas a cometer esa estupidez. Cualquier cosa, vas donde Roberto, mi ginecólogo, que es buenazo, en todo sentido —dijo, y agregó—: No sirve de nada que te tortures ahora. La vida es una, es esta y hay que vivirla. Romina, no hay nada más serio que el placer; dale nomás. Y vamos a la casa, que la gente de la Guiulfo y los de la música ya deben estar ahí. Parece que esta noche promete…

Los amigos de Daniela —intelectuales, diseñadores, artistas y ejecutivos de alto vuelo— despertaban mi curiosidad. Ya había bastante gente cuando bajé al jardín contiguo a la piscina, iluminado con enormes candelabros forrados de hiedra y con múltiples salitas tipo lounge a uno y otro lado. Las baladas de Elvis acompañaron mi andar inseguro, entre tanto desconocido, hasta el bar. Mientras ordenaba un whisky en las rocas, Daniela me pasó la voz desde el fondo. Al acercarme, fui enfocando la cara de su acompañante, un tipo alto, medio canoso, cejas pobladas, barba gris al ras de la piel, que no me quitó los ojos de encima durante el trayecto. Caminé para él, sintiendo con placer la microfibra de mi vestido Cavalli adherirse a mi cuerpo y disfrutando el roce nuevo en la entrepierna ahora lampiña, como si él hubiera podido adivinarlo. Después de la presentación (Romina, Roberto), mis ojos se posaron instintivamente sobre sus antebrazos: piel dorada, venas marcadas, vellos apenas perceptibles, muñeca huesuda. Una carga de electricidad me recorrió toda. Ahora sí me volví ninfómana, pensé.

Está bien que el tipo sea guapo, pero de ahí a querer tirármele encima… Al rato, la voz ronca y un poco rasposa de Roberto había empezado a hipnotizarme, no sé hasta qué punto ayudada por los tragos, cuando un par de manitos me taparon los ojos desde atrás y recibí el golpe de un inconfundible olor a peluquería. Clara, con el pelo recién cortado estilo hombrecito, despeinándose con los dedos de una manera que delataba su considerable estado etílico, me preguntaba:

—¿No me queda lindo?

—Lindo —le contesté, y no mentí: estaba preciosa.

Un poco más atrás, Mateo me miraba con una expresión que en su cara resultaba ajena. ¡No! ¡Con ojos de carnero degollado no, por favor!, le supliqué mentalmente desde alguna profundidad desconocida. Naturalmente, él no lo notó, se acercó medio abatido, y su beso en la mejilla me supo irremediablemente a súplica.

Empezaba a preguntarme por qué esa actitud, que haría feliz a cualquier mujer, a mí me producía espanto, y cómo era posible que el hombre cuyos besos me habían enloquecido se desdibujara así, cuando Clara me jaló de la mano y me llevó saltando tipo Caperucita por el bosque, aunque nuestro sendero conducía, para mi desconcierto, directamente hacia la pista de baile. «Love me Tender» había dado paso a «Emotional Rescue» y, felizmente, varias personas —en pareja, en grupo o solas— bailaban con los Rolling Stones bastante entradas en trance desplazándose sobre el tabladillo. Al comienzo me sentí torpe e inhibida, pero los movimientos acompasados y la mirada fija y fuerte de Clara empezaron a animar mi cuerpo, como la flauta del encantador levanta a una cobra obediente. La encantada, al parecer, iba a ser yo. Ella alzaba los brazos y meneaba las caderas acercándolas a mí, de frente y luego de espaldas, invitándome a seguirla y, después, muy a lo Jagger, se doblaba hacia adelante sacudiendo la cabeza y acercando su boca a la mía, tanto que podía sentir su respiración. Ya no me costaba moverme ni seguirla: nuestros cuerpos hablaban el lenguaje común de la carne. En uno de mis giros, capté que éramos el centro de las miradas, entre ellas la de Mateo que, me pareció, había recuperado su atractivo lujuriante. Otro giro, y ahí estaba Alejandro, recién llegado, observando divertido; uno más, y Roberto, solo en una esquina, devorándome con todo. Ya no era yo la que bailaba, estaba llevada por el éxtasis de mi sensualidad; de la propia, de la ajena, de la del mundo entero. Cuando la canción murió con un injusto e inoportuno fade out, fui a saludar a Alejandro, pero el estado de enajenación en que me encontraba me impidió permanecer ahí. Al baño: necesitaba estar sola, echarme agua, mirarme al espejo, volver en mí. No había terminado de cerrar la puerta cuando una voz susurró:

—Romina, ábreme.

Clara irrumpió, cerró la puerta a sus espaldas y fue directamente a besarme en la boca. Lo que me faltaba, pensé, ahorita me vuelvo lesbiana. Sus labios eran esponjosos y de una suavidad extraña; besarlos era lo más parecido a besarme a mí misma. También su lengua tenía una dulzura familiar y rara a la vez. Sus manos sujetaban mi cara con firmeza y calidez, y las mías se habían agarrado a las suyas. Así estuvimos, jugando con nuestras lenguas y labios, alternando la sutileza del roce con la fuerza del entrelazamiento, hasta que nos separó el zamaqueo de la perilla. Salimos como salen las chicas bien, las correctas, que van juntas al baño para hablar de hombres, para retocarse (¿o para besarse?): sin perder el glamour. Y, mientras salía, pensé que el beso con Clara tenía algo en común con el primero de Mateo, e intuí que un hombre besa y toca bien solo cuando es un poco mujer.

La fiesta, de pronto llena de gente, había adquirido un ritmo frenético en la pista de baile y también en las salitas desperdigadas sobre el césped. Mateo y Alejandro conversaban tirados sobre almohadones en un rincón oscuro y apartado junto a la piscina, bien abastecidos de whisky, y hacia ellos nos dirigimos las dos, Clara y yo, ella directo hacia su pareja, yo hacia la mía, al son de «I Want You (She’s so Heavy)» de los Beatles. Parecíamos guiadas por una complicidad muda o, quizás, por el mismo demonio flotante que nos hacía besarlos, yo a Alejandro en el cuello, ella a Mateo en la nuca, y acariciar sus piernas, su tórax, sus brazos. La posición casi horizontal facilitaba nuestros avances felinos (exitosos a juzgar por las respuestas debajo de los pantalones), hasta que un mozo excursionista llegó ofreciendo bocaditos. Al ver la fuente de laichís rellenos con queso crema y hojitas de menta, Clara y yo nos miramos y dijimos casi al unísono:

—Deje la bandeja por aquí, por favor.

Un instante después, como recién despertado, Alejandro anunció que subía a mi cuarto a ver la final del Abierto de Australia.

—Me quedo a dormir contigo —agregó, después de pararse.

Me fastidiaba la facilidad con que se le bajaba la libido. ¿Siempre había sido así o mis cambios recientes habían generado en él algo inversamente proporcional? Un laichí frío, terso y resbaloso en mi boca me libró de estas cavilaciones. Clara se acercó a lamer mis labios (no puede ser, pensé, esta se ha metido un éxtasis o algo), cogió otra frutita e hizo lo mismo con Mateo que, enseguida, me besó a mí también, y su beso lento y dulce me supo a gloria, como la primera vez. Y cuando nos separamos, un poco por consideración a Clara, ella cogió otro laichí, posó su boca sobre la de Mateo y deslizó su mano hacia el pantalón abultado, lo desabotonó, bajó el cierre, liberó el sexo y lo acarició con el fruto meloso, pasándolo despacito por toda la punta y bajando luego para embadurnar toda su superficie. Después empezó a lamerlo con un deleite enloquecido. Y como la boca de mi perdición estaba ahí, para mí, fui para besarla hasta la muerte, mientras la sensual voz de Bowie nos envolvía con «China Girl».

Y fue hasta morir, porque Mateo me levantó el vestido y me metió la mano, un dedo muy adentro y otro presionando mi clítoris como lo hubiera hecho yo, como había hecho la primera vez, y me llevó a un orgasmo lento y prolongado. Sin despegar nuestras bocas, fuimos deslizándonos los tres sobre el pasto. Mateo quedó echado, yo me incliné para seguir besándolo y Clara, percibiendo que estaba a punto de hacerlo eyacular en su boca, se sentó sobre él, lo montó fuerte y rápido, y se vinieron los dos entre gemidos mudos. Todavía agitados, nos acomodamos nuevamente en los cojines, tomamos respectivos tragos de whisky y nos quedamos callados. El silencio duró hasta que Clara dijo:

—¿A la piscina?

Se metió en el agua celeste, casi sin hacer ruido. Su ropa mojada resaltaba su cuerpo delgado y musculoso. Mateo se quitó la camisa, me dio la mano para ponerme de pie y nos sumergimos juntos, lentamente, en el líquido frío. Nos soltamos. Saqué la cabeza del agua, respiré hondo y buceé hasta el borde de la piscina, donde apoyé los brazos, esperando aguantar el vértigo. Volvían los Stones, con «Angie», y pensé en Alejandro y en las palabras de Daniela. La suerte estaba echada: no cambiaría ni esa confusión ni esa ansiedad terribles por la normalidad que reinaba antes; y sacaría inmediatamente cita con el ginecólogo.