Triste y vacía
Cuando Alejandro me anunció la llegada de Mateo y Clara, sentí lo voluble, frágil y alucinado que podía ser el deseo. Me moría por ver a Mateo después de la otra noche, cuando su beso interminable y el orgasmo de los dos me habían transformado hasta llevarme a esta especie de locura. Debía calmarme. Podía suceder que, en carne y hueso, Mateo me pareciera, como antes, desprovisto de grandes encantos, y que solo su huella se hubiera clavado en mí, perdiéndome, pero solo por el momento. También podía ocurrir, era verdad, que encarnara el poder de enloquecerme más, si más era posible. Que viniera a la playa con Clara me aliviaba y me estimulaba a la vez. ¿De qué quería hablar con Alejandro? ¿Sería capaz de confesarle nuestra infidelidad en un cojudo arranque de honestidad?
Después de habernos devorado Alejandro y yo mutuamente nuestros sexos y nuestras bocas, con esa sintonía milagrosa, sentía por él una mezcla de amor y pasión que parecía a prueba de todo (de todo, menos de esas inquietudes). Menudo menjunje, que se tradujo pronto en un entusiasmo fantástico. Mandé a arreglar de inmediato el cuarto de visitas: el mejor, el del primer piso y con terraza hacia el mar. Toallas de algodón y sábanas egipcias de ochocientos hilos, champú, reacondicionador, cremas, burbujas para el jacuzzi… Me obsesionaba la perfección del lugar donde Mateo y su chica harían lo que, en realidad, yo quería hacer con él. Mientras me dedicaba a poner el mantel en la mesa larga de la terraza principal y a iluminarla con velas, Alejandro me observaba un poco perplejo desde detrás de la pantalla de su laptop: nunca me había visto tan hacendosa.
Ya todo estaba listo y había terminado de ducharme cuando llegaron desde la sala una alegre exclamación de Clara y otra de Alejandro. Me apresuré: un vestidito de seda cruda blanca de Malika amarrado tras la nuca, sin sostén, y espalda al aire; en los pies, nada.
Estaba nerviosa. ¿Por qué no me había servido un trago? Respiré, me dije disimula, Romina, tú misma eres, y salí a enfrentar aquella situación desconocida. Pero antes pasé por la cocina para sacar los bocaditos (tostaditas con caviar y mantequilla, tartare de atún con mango y aceitunas negras forradas con semillas de amapola) y la jarra del bellini (champán con durazno), y de paso tomarme uno seco y volteado. Dejé la bandeja sobre una mesa y fui directamente a darle la bienvenida a la radiante Clara, vestida con shorts y polito strapless. No pude mirar a Mateo hasta que me tocó saludarlo. Nos clavamos los ojos, me puso apenas una mano en la cintura y nos dimos un beso medio abierto, que cayó directamente en las comisuras de nuestras bocas, como en acuerdo tácito: entonces supe que ardíamos en el mismo fuego. Y descubrí, maravillada, que hay pequeños instantes en los que quienes no deben ver están mirando a otra parte, y en los que uno puede hacer casi cualquier cosa, como a solas. Supe también que había adquirido de pronto, por alguna gracia divina, el don de detectar esos momentos fugacísimos y de disfrutar del placer único que proporcionan. Me senté en el brazo del sofá donde estaba Alejandro. Me acarició la cadera y bajó hacia mis glúteos, como siempre le gustaba hacer. De pronto me miró con una exclamación muda: había descubierto que no llevaba ropa interior.
Le comuniqué con un gesto lo involuntario de mi omisión y besé su cuello, su firme y pálido cuello. Mateo observó la escena con una sonrisa fascinada y maliciosa y, mientras me miraba así, olfateaba el hombro dorado y firme de Clara, que nos contaba sus peripecias durante una maratón en Nueva York y, a la vez, acariciaba la pierna de Mateo con una sensualidad que me retorcía de envidia. Ahora, con esa manito delgada y fuerte paseándose sobre la piel poblada de vellos finos distribuidos en una proporción perfecta, sus piernas, rectas y musculosas en la justa medida, se me revelaban aún más en toda su extraordinaria belleza.
No quedaba más bellini en la jarra. Me fui a buscar vino blanco y a chequear el horno para meter las chitas enterradas en sal. Cuando me agaché para graduar la temperatura, percibí el discreto vaivén de la puerta. Alejandro, pensé. Pero el aliento de Mateo ya había atravesado mi nuca e invadido mi aire cuando me cogió con vehemencia, pegó su bragueta a mis nalgas, metió las manos bajo mi vestido y se apoderó de mi entrepierna. Apenas me di vuelta para besarlo por fin, nuevamente el vaivén de la puerta, esta vez precedido por una vocecita:
—¿Habrá un poquito de agua mineral?
Nos separamos en el preciso instante en que entraba Clara, ágil y picada. Salí de la cocina, ardiente y frustrada.
El pescado y el vino no podían estar mejor; tampoco el papacito de Mateo, sentado exactamente frente a mí. Las olas reventaban con tanto estrépito que opacaban nuestras voces, ya más altas por el trago. El aire estaba impregnado por un olor a mar intenso y la Luna brillaba enorme.
—Clara, huele a que mañana habrá buenas olas. ¿Te animas a meterte? —preguntó Alejandro.
Ella levantó el pulgar. Para mí, cada vez era más difícil mirar algo que no fuera la boca de Mateo. Trataba de transmitirle, con toda la fuerza de mi telepatía, la enormidad de mi deseo. Y el milagro se produjo: sentí su pie rozar el mío y, luego, acariciar cada uno de mis dedos, como si pretendiera entrelazarlos con los suyos. El contacto de mi piel con la textura de sus vellos me erizaba de pies a cabeza, literalmente. Ambos tratábamos de llegar más arriba; yo lo quería entre mis piernas, él a mí entre las suyas; pero la estrechez de la mesa no daba para más. Mateo intervenía apenas, solo como para cumplir, en la discusión entre Alejandro y Clara sobre qué olas eran más de temer, si las de Waimea o Pipeline, o las de Pico Alto o Peñascal. De pronto, Clara declaró enfática:
—Si no nos vamos a dormir ahorita, no agarramos el early. Ni muerta me meto resaqueada.
Mateo y yo tuvimos que acomodarnos en las sillas de las que ya nos estábamos chorreando.
No podía ser, ¿todo se había acabado tan rápido? Me encontré sola en la terraza, Alejandro arriba consultando en internet el reporte del mar, los invitados en su cuarto. Me serví un shot de pisco y bajé hacia la playa: necesitaba poner los pies en la arena fría. Un ruido me detuvo. Avancé sigilosa hasta la terraza de los huéspedes y, ahora en cuclillas, miré desde un ángulo privilegiado la escena que me ofrecía la mampara entreabierta: Clara, desnuda, apoyada en la cama sobre rodillas y manos, omóplatos filudos, brazos flacos con tríceps marcados, pecho casi tan plano como el vientre, espalda arqueada hasta la curvatura del trasero, hermosa. Y ahí estaba él, acercándose lento, tomando sus caderas y penetrándola gradualmente, mientas ella gemía balanceando su fino cuello, como una yegua joven. El corazón me latía muy rápido, con violencia, de celos, de miedo, de placer, cuando escuché un susurro de Alejandro desde la oscuridad: —¿Qué haces acá?— me preguntó, y casi me da un infarto.
—Ven. Mira, mira —le susurré, arriesgándolo todo, y lo jalé para que se agachara bien pegado a mis espaldas, para mirar por encima de mi hombro.
Las embestidas de Mateo eran cada vez más poderosas. Ahora Clara estaba apoyada en un solo codo y, con la mano libre, se tocaba el clítoris. Mateo le decía algo al oído, ella le respondía jadeando y él se detenía, doblaba el cuello hacia atrás inhalando profundo, y retomaba el movimiento lentamente, hasta que ella gritaba algo que significaba que siguiera, que siguiera fuerte, que quería más. La respiración de Alejandro se aceleraba en mi oído y su miembro caliente se endurecía pegado a mí. Se escucharon las arremetidas rítmicas y viscosas de la pelvis de él contra las nalgas de ella, y la vimos desplomarse en el colchón emitiendo gemidos, en éxtasis.
Mateo seguía moviéndose sobre el cuerpo estirado de Clara de un modo que me hizo pensar, para mi deleite y desesperación, que no habían terminado. De golpe, Alejandro dijo ya vámonos, se paró y me arrastró con él. Más cruel fue mi sorpresa al comprobar que en el trayecto hasta nuestra habitación la arrechura se le había extinguido: se tiró en la cama y puso Discovery Channel, como si nada. Aunque su afición por las pantallas empezaba a irritarme, intenté distraerme.
Pero los pingüinos del Polo Norte se mezclaban con las imágenes recientes, que me bombardeaban por dentro. Me dormí tarde y mal, a la deriva en un mar de confusión.
Me despertó un olor a jabón. Mateo besaba mi nuca y acariciaba mi cuerpo desenvolviéndolo de las sábanas. Su pelo castaño estaba húmedo y revuelto. Estaba más guapo que nunca con esa barba medio crecida que raspaba mi piel bordeando el dolor.
—No hay nadie —fue lo último que le escuché antes de sumirme en su beso fatal.
Nuestras bocas se amarraron con una ansiedad irrefrenable. Aun cuando me subí sobre él y froté su sexo contra el mío, seguí besándolo; aun cuando lo introduje en mi vagina líquida y me moví en círculos lentos, seguí besándolo; aun cuando subí y bajé apretándolo desde su punta hasta mi fondo, muy despacio, seguí besándolo; seguí besándolo hasta que, sentada sobre su pelvis con él muy adentro, froté mi clítoris contra su pubis, llegué a un final que no tenía cuándo acabar, y lo hice terminar a él también, retorciéndonos ambos; y mi boca siguió respirando en la suya mientras nos quedamos así, yo arriba y él abajo, extasiados, para siempre. Hasta que despegó sus labios para hablar:
—Estoy jodido, solo quiero estar contigo. No puedo seguir viviendo con Alejandro, ya le hablé.
Mi cuerpo se apagó y se depositó en la cama, congelado. Él se levantó, se puso el bóxer, me besó en la frente, me dijo nos vemos más tarde, y desapareció. ¿Qué significaba ese solo quiero estar contigo y qué le habría dicho exactamente a Alejandro?
Sufrí una angustia mortal hasta que Alejandro regresó de la playa.
—Hola, ¿qué tal el mar? —le pregunté, rezando por que las olas fueran las culpables de esa expresión rara que traía en la cara.
—Malo: grande pero desordenado.
—¿Y Clara? —lo interrogué, y mientras lo hacía me excitó el recuerdo de su belleza en la cama.
—Se fue de madrugada, no se sentía bien. Pero irá a la fiesta de Daniela esta noche —y, muy solemne, agregó—: Quiero hablar contigo.
Sudé frío, temblé de miedo pánico, y me dispuse a ver mi cabeza rodar y a recogerla con toda dignidad, negándolo todo hasta el final, como siempre me había aconsejado Daniela.
—Mateo se muda y quiero vivir contigo. Aunque últimamente estés medio loquita… —agregó, pellizcando la punta de mi nariz con sus nudillos.
Perfecto: en el momento de mayor confusión de mi vida, tenía que tomar la decisión de mi vida.
—Uy, me agarras fría… Mi amor, en verdad, con esta resaca no puedo ni pensar… ¿Lo hablamos después? ¿Vamos a pedir un superdesayuno? Pucha, tengo que ir a Lima a arreglar con Daniela lo de la fiesta —agregué cambiando de tema, y lo abracé, con el alma recién vuelta al cuerpo.
Me urgía hablar con Daniela: de todas mis amigas era la única capaz de comprenderme o, más bien, de no escandalizarse (yo ya estaba descubriendo que estas cosas no están hechas para ser comprendidas). De pronto, me sentía triste y vacía, como la protagonista de la canción de Héctor Lavoe. Los hombres que más había deseado en la vida me declaraban su amor, y yo en esta desolación. La magia se tambaleaba. Pero el deseo seguía ahí, latiendo cada vez más fuerte.