26

Parker estaba limpiando su mesa cuando entró Steenbargen.

—¿Necesitas que te eche una mano?

—Gracias —dijo Parker, sonriendo.

Empezaron a meter seis años dentro de cuatro cajas de cartón de tamaño medio.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Steenbargen mientras trabajaban.

Parker se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizás comprar aquella granja de la que hablabas.

—Tengo una idea mejor —dijo Steenbargen y buscó en el bolsillo interior de su americana. Sacó una tarjeta comercial y se la dio a Parker—: ¿Qué te parece?

En la tarjeta ponía: Dr. Eric C. Parker, Coroner del Estado. Y en letras más pequeñas, abajo a la derecha: «Michael Steenbargen, Investigador jefe».

—¿Qué es esto?

—Nuestra tarjeta profesional —dijo Steenbargen, sonriendo abiertamente—. ¿Te gusta?

—Es espléndida, pero ¿qué es eso de ahí abajo?

—Mi nombre. He renunciado esta mañana.

La noticia preocupó a Parker.

—No te puedes ir. Sólo te quedan cuatro años para retirarte…

—Yo no me podía retirar, lo mismo que tú. ¿Qué voy a hacer?, ¿comprar una granja y criar cerdos? De ningún modo.

—Pero perderás tu subsidio…

—Parte, no todo. Pero yo lo veo de esta manera: esta clase de oportunidad no se presenta cada día. Si espero cuatro años a retirarme, tendrás otro detective y yo tendré que buscarme otra cosa. Esto me ahorra tiempo y dinero —hizo una pausa—. De todos modos, este lugar no será lo mismo sin ti.

Cindy, que había estado claramente ausente cuando Parker llegó al despacho, sacó la cabeza.

—Acabo de oír la noticia. No puedo decirle cuánto lo siento, doctor Parker. ¿Necesita que le ayude?

Parker frunció el ceño.

—Creo que ya has ayudado bastante, Cindy, gracias.

Se llevó la mano a la garganta e intentó parecer desconcertada, pero la mirada atrapada de sus ojos la delató.

—¿Qué quiere decir?

—Había demasiadas cosas en esos cargos que no podría haber sabido sin tener un hombre dentro. O, debería decir, una mujer.

Abrió los ojos y movió la cabeza.

—Yo… yo… No sé lo que quiere decir.

—Sí sabes lo que quiero decir —continuó Parker—, Eras su fuente. El asunto del esmoquin lo acabó de rematar. No había nadie más que hubiese podido darle esa información tan rápidamente.

—¿Qué te ofreció? ¿Un ascenso?

Ella se vino abajo y empezó a llorar.

—No quería hacerlo. De verdad, no quería. Pero me amenazó con trasladarme a Van Nuys si no colaboraba. No podía afrontar el habérmelas con todo ese tráfico todos los días. Me hubiese supuesto una hora más en la carretera cada día…

—¡Que me aspen! —dijo Steenbargen, sacudiendo la cabeza.

—Sal de aquí —le dijo Parker, hastiado. Ella se fue, sollozando, y Parker dijo maravillado—: ¡Vendido por un carril libre de autovía!

—Creo que esto podría ser una bendición disfrazada —dijo Steenbargen—. Creo que nos irá mejor a los dos fuera de aquí.

El teléfono sonó y Parker lo cogió.

—¡Doctor, es usted un genio cojonudo! —exclamó una voz.

—¿Cómo dice? —preguntó Parker, perplejo.

—Lo de aquel zapato. Era un travesti. ¡Cogimos al tipo! Se llama Rupert Evans.

—¿Con quién hablo?

—Con Burke —dijo el hombre—. De homicidios.

Entonces Parker recordó.

—Empecé a sonsacar a las putas que conozco y un par de ellas me hablaron de esa reina loca que había estado trabajando en el vecindario. No le habían visto por allí en las dos últimas noches, pero anoche salió y una de ellas lo señaló. Todo lo que tuve que hacer fue ponerle las pulseras al maricón, él se vino abajo y empezó a llorar. Lo explicó todo, cómo le recogió la víctima y cómo, cuando se le estaba echando encima, el tipo alargó la mano y le tentó. Supongo que al tipo le dio un ataque y empezó a gritarle a Evans, que intentó salir del coche. Eso se ve en la cara de Evans. La tiene llena de golpes. En cualquier caso, el cliente no dejaba a Evans salir del coche y para defenderse, Evans se sacó el zapato de tacón y empezó a blandirlo. Lo que recuerda a continuación es que el zapato estaba enganchado en la frente del cliente. Encontramos el zapato en el apartamento de Evans. El laboratorio encontró manchas de sangre de la víctima en el tacón.

—Buen trabajo —dijo Parker, con todo el entusiasmo de que fue capaz.

—Pensé que le gustaría saberlo —dijo Burke.

—Gracias —dijo Parker de veras. Pequeñas victorias. Había que aceptarlas cuando se podían conseguir.

Parker colgó y el teléfono sonó de nuevo. Esta vez lo cogió Cindy. Retuvo la línea del que llamaba y luego dijo:

—Es el doctor Silverman. Parece estar loco.

—Dile —dijo Parker saboreando el momento— dile que llame al nuevo coroner si tiene un problema.

Parker cargó las cajas en su coche y se despidió de sus llorosos colegas y del personal. Al salir se detuvo un momento en la biblioteca, y estaba mirando una vez más los objetos expuestos, perdido en sus recuerdos, cuando un ruido a su espalda le hizo volverse.

—Siento molestarle, doctor —se disculpó Emmett Jackson que acababa de entrar.

—No tiene importancia, Emmett.

—Me he enterado de la noticia.

—Sí. Es cierta. En este momento me iba.

—Sólo quería decirle que he decidido no estudiar odontología. He decidido estudiar medicina legal.

—Eso es fantástico, Emmett —dijo Parker, realmente complacido—. Estoy muy contento y me alegro por ti. Es una buena decisión. —Alargó su mano y cogió la enorme mano de Emmett—. Buena suerte.

—Gracias.

Parker sintió que su humor cambiaba al ver cómo se iba Emmett. Había pensado quedarse más tiempo entre los casos de las vitrinas, saboreando los recuerdos, pero luego decidió que igual que Emmett, su lugar estaba en el futuro, no en el pasado. Sin volver la vista atrás, se dirigió hacia la puerta. Después de todo las cosas no habían ido tan mal, pensó.