Parker había tenido el tiempo justo para cambiarse de ropa antes de que sonase el timbre. Se dirigió hacia la puerta vestido con pantalones y zapatos negros, un delantal negro y, para que resaltara su camisa blanca de manga corta, una corbata negra. También llevaba, en aquel momento y sólo para causar efecto, agarradores negros.
Mia Stockton se rió al verle.
—¿Qué es esto? ¿La auténtica materia prima?
—Absolutamente auténtica —dijo Parker, apartándose—. Traída toda de Little Tokyo. Pasa, por favor.
La fragancia de lilas entró con ella y él cogió su chal. Ella le echó un vistazo a la casa y dijo sinceramente.
—Es una casa encantadora. Una vista fantástica.
—Por eso fue por lo que la compré.
Observó con satisfacción que llevaba un vestido de seda ceñido al cuerpo que le marcaba toda la figura. Sintió sensaciones que no había sentido en mucho tiempo.
—¿Qué te gustaría beber?
—Con ese atuendo, no creí que me dieras a elegir —dijo ella, todavía divertida—. Sake estaría bien.
Afortunadamente, el sake ya estaba caliente. ¡Ah, los microondas!, pensó Parker, preguntándose cómo se las había podido arreglar alguna vez sin ellos.
Cuando Parker salió de la cocina, ella estaba mirando el paisaje inacabado sobre el caballete.
—Pintas…
—Soy un aficionado.
Le dio el sake caliente y ella fue hasta la pared para examinar el favorito de Parker, Servicio de guardia, en el que un semental estaba sobre un acantilado barrido por el viento, dominando un regio harén. En aquel óleo, por una vez, todos los elementos se habían unido y a Parker le había salido todo bien, un milagro para un aficionado. Mia miró a Parker con descarada admiración.
—Éste… ¿puedes soportar un cumplido?… es bárbaro.
Sí, pensó Parker. Podía soportar un cumplido. No había recibido muchos últimamente. Por otra parte, ¿quién contaba?
—Estoy impresionada. Un hombre del Renacimiento.
Le reconfortó su elogio.
—Amigos —dijo, levantando su bol de sake para brindar—. Me alegro de que pudieras venir. Bienvenida… y que puedas hacer visitas a menudo.
El brindis fue interrumpido por Boomer, que escogió aquel momento para tirarse contra la puerta del dormitorio y dejó escapar un ladrido espantoso.
—No me dijiste que tenías un perro —dijo Mia, sorprendida.
—Y no tengo, gracias a Dios. Este es un regalo de cumpleaños para mi hijo.
—Déjale salir.
—¿A mi hijo? No está aquí.
Ella hizo una mueca.
—Al perro.
Parker suspiró.
—Lamentarás estas palabras.
Fue hasta la puerta y la abrió. A pesar de las repetidas advertencias, Boomer le saltó encima y le babeó, después de lo cual pasó a Mia, consiguiendo en el proceso pegar la nariz tres o cuatro veces en sus partes más privadas.
—¿Le enseñas tú esto? —le preguntó Mia, chillando.
—Sólo porque él me lo pidió.
Cuando Boomer finalmente se tranquilizó, Parker le dio de comer, de beber, le paseó, le dio palmaditas y le alabó, y lo metió de nuevo en la cama de forma ejemplar, ignorando la petición de Mia de que le dejara quedarse. Boomer era el peor ladrón de escena que había conocido. No necesitaba esa clase de competición.
—¿Qué edad tiene tu hijo? —preguntó Mia, riéndose de su descarado propósito.
—Doce. Al menos los tendrá la semana que viene.
—¿Tienes más hijos?
—No.
—¿Cuánto tiempo hace que te divorciaste?
—Seis años.
—¿Es tu único matrimonio?
Él asintió.
—Si puedo hacerte una pregunta personal, ¿qué sucedió?
Parker se encogió de hombros.
—Me acusó de bigamia. Dijo que estaba casado con ella y con mi trabajo, y tenía razón. Había otros problemas. Nos habíamos ido distanciando. Pero el trabajo era un problema grave.
Mia sorbió su sake y preguntó:
—¿Se ha vuelto a casar?
—No. Y ha hecho un buen trabajo con Ricky. Es una buena madre.
—Quizás aún te quiere y quiere que vuelvas.
Negó con la cabeza con pesar.
—No. Lo intentamos una vez, por Ricky, pero no funcionó. Habían pasado demasiadas cosas que no podían olvidarse. Nuestro matrimonio no hizo mucho por el amor propio de Eve. Eso es algo de lo que me siento culpable.
—Todos hacemos lo que podemos —dijo ella.
—Me gustaría poder hacer más por ella, pero no me deja. Es demasiado orgullosa. Y me guarda rencor por haber escogido mi trabajo por encima de ella.
Abrió la puerta corredera de cristal y salieron al balcón. Se apoyaron en la baranda y se quedaron mirando el débil resplandor de las luces.
—¿Te has casado alguna vez?
Ella sonrió y negó con la cabeza.
—No ha habido tiempo. No quería que me acusaran de bigamia.
—¿Cómo llegaste a ser actriz?
Ella se encogió de hombros.
—En realidad fue por chiripa. Me gradué en Telecomunicaciones por la Universidad de Indiana, soñando con ser la sucesora de Leslie Stahl. Sólo que ella estaba todavía allí y las cadenas de televisión no querían dos. Acabé trabajando como la chica de la meteorología en una pequeña estación de televisión en La Crosse, en Winsconsin, y mientras estuve allí hice algunos anuncios para un almacén local que vendía equipos de camping.
—Durante uno de los anuncios, un oso adiestrado que estábamos utilizando decidió dejar de estarlo y derribó el decorado. Aquel anuncio terminó en Desastres publicitarios de Dick Clark y un importante publicista lo vio y me llamó para que hiciese una audición para el papel de una atractiva cajera de banco que mantenía en una serie de anuncios. Me dieron el papel y a partir de ahí, me contrataron fija para Días de Noche, una serie diurna, y después Byron me llamó para el papel de La vida es dura.
—De chica del tiempo a estrella —murmuró Parker.
—Por la forma en que están yendo las cosas, quizás volveré a ser chica del tiempo.
—¿Y qué pasa con la continuación?
—¿Con Grandes amigos? He visto el guión para el programa piloto. Las esperanzas de Byron pueden ser algo exageradas. Tiene tendencia a hacer eso cuando estoy yo de por medio.
—¿Siente algo por ti? —preguntó Parker con curiosidad.
—Podríamos decir que sí.
—¿Salís juntos o algo así?
—Salíamos. En pasado.
—¿Como cuánto?
Ella sonrió.
—No me digas que esto forma parte de la investigación.
Parker lo negó con la cabeza.
—Puramente personal. Me gusta tener sensación de competición.
Su risa sonó como campanadas al viento.
—El campo está limpio, al menos en lo que concierne a Byron. Dejamos de salir antes de que empezase a verme con John.
—¿Ibais en serio?
Ella enarcó una ceja.
—¡Pero bueno! ¡qué curioso eres!
—Lo siento. Es una deformación profesional.
Ella sonrió.
—Está bien, no me importa. Él iba en serio, yo no. Por eso fue por lo que dejé de ver a Byron. El se lo estaba tomando demasiado a pecho. No íbamos a ninguna parte. No le pude hacer comprender que no tenía nada que ver con John.
—¿Culpaba a Duffy de que hubierais roto?
Ella asintió.
—Ésa era otra razón de la tensión en el plató la temporada pasada y por lo que John quería dejar el programa. El y Byron estaban continuamente metiéndose el uno con el otro. Sobre todo después… —ella se calló.
Parker cogió el pie.
—¿Después de qué?
Algo le hizo preguntar:
—¿Duffy creía que Fenady había enviado aquella nota a su mujer, verdad?
Ella asintió de mala gana.
—Tuvieron una gran discusión por eso. Byron lo negó, pero John no le creyó. Después, John aprovechaba cualquier oportunidad para pasarle por las narices a Byron el hecho de que yo le había dejado por un hombre casado. No era cierto, pero John se lo echaba en cara como si fuese verdad.
—Eso le debió sentar bien a Fenady —observó Parker—, He hablado con el tipo y parece tener un ego descomunal.
—Lo tiene —dijo ella—, Pero es típico de los egos en la industria televisiva… falsamente engreídos. Byron es un chico bastante majo, no me interpretes mal, pero, ¿has visto alguna vez a alguien que nunca tuviese una idea original? ¿Que cada cosa que pensase o hiciese viniese de alguna otra parte?
—Mmmm.
—Así es Byron. Y eso se ve en su trabajo. Cada una de las series que ha hecho es recombinante.
—Conozco la definición biológica del término…
—Quiere decir lo mismo —dijo ella—. Recortes de un puñado de programas diferentes. Byron es el maestro de la recombinación. Y no sólo en sus programas, su mente también es así. Piensa así. Cada cosita inteligente que dice, se la ha robado a alguien. Por eso creo que me prendé de John al principio. Era tan fresco y original.
Parker se encogió de hombros.
—Pero no se puede discutir con el éxito. Al público debe gustarle la porquería reciclada. Fenady ha hecho una fortuna vendiéndosela.
Ella negó con la cabeza.
—Byron está contra las cuerdas. Necesita un programa que sea un gran éxito. Lo necesita mucho.
—¿Como cuánto podría necesitarlo? —preguntó Parker—. Con todos los éxitos que ha tenido se podría comprar una isla y retirarse.
Meneó la cabeza y se ahuecó el pelo con el dorso de la mano. Estaba preciosa haciendo aquel gesto, pensó Parker. Estaba prendado de ella. Sólo esperaba no acabar como los programas de Fenady: cancelado.
—La gente piensa que porque un productor tiene algunos programas de éxito —decía ella— es automáticamente millonario. Y eso no funciona así.
—¿Cómo funciona? —A él realmente no le importaba. Sólo quería oírla hablar.
—No es difícil de entender —le aseguró—. La cadena paga una cuota de licencia a un proveedor, ya sea un estudio o un prodinde como Byron…
—Ya estamos —cortó Parker—. ¿Prodinde?
Ella sonrió.
—Productor independiente. Un productor como Byron vende una idea a una cadena y la cadena le encarga tantos episodios a tantos dólares por episodio. Hace unos años, las cadenas compraban programas de una hora de duración, con la teoría de que eso era lo que el público quería ver.
—Esa clase de programa cuesta un pastón producirlo, normalmente mucho más de lo que la cadena te paga por la cuota de licencia, así que el productor trabaja con números rojos. Con lo que cuenta es con que el programa tenga un buen nivel de audiencia para que la cadena lo renueve a la temporada siguiente. Cuando haya estado en el aire las temporadas suficientes, de tres a cinco, el productor tiene bastantes episodios acumulados para venderlos en cadena.
—¿Y qué pasa si el programa sólo funciona dos años?
—Pueden masacrar al productor. Que es por lo que Byron está intentando pasarse a las comedias de enredo de media hora como La vida es dura, y eliminar programas de gran presupuesto como Ángeles de la calle. Son más fáciles de vender en cadena y mucho más fáciles de producir. Si el coste por unidad puede mantenerse dentro de las cuotas por licencia, todo lo demás es ganancia.
—¿Y La vida es dura? ¿Crees que la venderán en cadena?
—Es difícil decirlo. Si nos hubieran cancelado, yo diría que no habría forma. Pero con toda la publicidad y siendo el último trabajo de John y todo eso, ¿quién sabe? —su mirada se hizo seria—, ¿Qué le pasó a Harvey?
—Le asesinaron. Alguien le inyectó un montón de heroína e intentó que pareciese una sobredosis accidental. Probablemente fue por una cuestión de drogas.
—¡Qué horrible! —dijo, como si realmente lo creyera.
—Ése es uno de los riesgos del negocio en el que estaba. La esperanza de vida en el tráfico de cocaína es considerablemente más baja que la media nacional.
—Lo supongo —bajó la mirada y cuando la levantó, le miró a los ojos—. ¿Entonces no tuvo nada que ver con la muerte de John?
—¿Por qué preguntas eso? —le preguntó Parker con curiosidad.
Ella se encogió de hombros.
—Porque eran amigos, y el que sus muertes fueran tan cercanas…
Parker escudriñó su rostro, intentando juzgar si escondía algo debajo, pero si lo hacía, no lo revelaba.
—¿Qué conexión podría haber? ¿Puedes pensar en una?
—¿Yo? No —le dio su vaso y sonrió—. ¿Podría tomar un poco más de sake, por favor?
Al infierno con la medicina legal esta noche, pensó. No iba a malgastar aquella oportunidad. Nunca se había sentido cómodo con las fases iniciales de prueba de una relación. Pero con ésta, sin embargo, se sentía seguro. Ella era atractiva, brillante, ingeniosa y tenía éxito por sí misma… Y le gustaba muchísimo. Demasiado para dejar que su trabajo estropease las posibilidades que pudiera tener. Cogió su vaso y dijo:
—Puedes beber y mirar.
Parker la condujo hasta la cocina donde los ingredientes del sukiyaki ya estaban enjuagados y puestos sobre la encimera. Un trozo de filete Spencer, media col china, un manojo de cebollas verdes y ocho setas negras, junto con un cubito de tofu y un paquete de fideos de batata. El agua de las algas hervía a fuego lento y salía vapor de la olla en la que se estaba cociendo el arroz.
Sirvió dos boles más de sake y Mia se apoyó en la encimera y fingió alarmarse cuando él empezó a trabajar con un cuchillo muy afilado.
—¿Por qué esta pasión?
—¿Qué pasión?
—La de ser un restaurante japonés.
—Me metí en esto cuando era un niño —explicó Parker, reduciendo rápidamente la carne a tajadas delgadas—. En Tokio. Mi padre era cirujano del ejército y fue destinado allí un par de años después de la Segunda Guerra Mundial. Vivíamos fuera de la base, con servicio japonés. Yo estaba mucho en casa y no había tanto que hacer… ¿Has visto alguna vez Déjaselo a Castor en japonés?… así que pasaba muchísimo rato en la cocina. Así que… Parker, el joven chef.
—Quien ahora está haciendo…
—… Sukiyaki. El equivalente japonés de la barbacoa. No hay una receta fija, pero la forma es muy importante. De ahí mi uniforme. Y mi meditación.
—¿Estás meditando ahora?
—Sí.
—Gracias.
—De ahí también —dijo Parker, riéndose con ella—, el arte. El objetivo no es simplemente cocinar y comer alimentos. El objetivo es tener una experiencia casi religiosa.
—¿La estamos teniendo ahora?
—Todavía no, pero pronto. Estáte atenta. Habrá señales.
Parker terminó de trocear las verduras y cortó el tofu, dejándolo aparte con la carne y los fideos. Luego hizo una salsa friendo las verduras, dándoles continuamente vueltas y añadió azúcar, sake y salsa de soya en el agua de las algas.
Mia murmuró un último «mmmm» y fue a poner la mesa. Parker, mirándola mientras cocinaba, observó que ella tenía un buen sentido de lo que debía ser la cocina japonesa, pues iba automáticamente a los sitios en los que guardaba los platos, los palillos y las servilletas.
Todo estuvo listo a un tiempo: el sukiyaki, el arroz perfectamente cocido, la mesa puesta, y se sentaron con fingida, pero también extrañamente seria, ceremonia. Parker se preguntó si Mia sentía lo mismo que él, si la sencilla cena marcaba el comienzo de algo importante.
—Increíble —dijo Mia, tomando su primer bocado—. Me alegro de tu limitada infancia —le miró de nuevo con retintín en los ojos—: ¿Qué más te enseñaron en lugar de Castor?
Parker meditó. Debería tener una buena respuesta para eso, pensó, pero no pudo encontrarla, a pesar de lo que escudriñaba su tofu.
—Geometría.
Mia se rió.
—¿Eres algo tímido, verdad?
—A veces —admitió Parker.
—Es agradable en un hombre.
—Tampoco está mal en una mujer —dijo Parker, pero seguía ocupado con su tofu.
—¿Quieres decir que crees que soy atrevida?
Parker finalmente levantó la cabeza.
—¡Dios!, eso espero.
La conversación de la cena siguió por esos derroteros, alegre, burlona. Después puso el estéreo, Johnny Mathis, y tomaron brandy en el sofá. Parker se sorprendió, y le encantó, cuando ella se inclinó y le besó suave y tiernamente en la boca. Ella se recostó y sonrió.
—Ahora probablemente creerás que soy atrevida.
—No creo que pueda manejarlo.
—Eres un hombre agradable, señor coroner. Hay algo muy… no sé, verdadero en ti. No tienes idea de lo agradable que puede ser estar a tu lado cuando, como me sucede, tratas con lo ficticio la mayoría de las horas en las que estás despierta.
Él sintió un hormigueo de expectación por todo el cuerpo cuando se inclinó y la besó de nuevo. La espalda de ella se puso rígida y luego pareció deshacerse en él mientras su lengua buscaba el camino hacia su boca, penetrante, hambrienta. El se levantó y sin mediar palabra, ella deslizó una mano entre las suyas y le siguió al dormitorio.
Más tarde, Parker hubiera deseado haber llevado la cuenta. Una especie de registro del tiempo, número, posiciones y lugares. Algo que nunca se le había ocurrido hacer antes y que, con cualquier otra, podría haber parecido vulgar u ordinario. Pero no con Mia. Con Mia, pensó Parker, uno debería llevar un registro, una especie de manifestación permanente de que aquello había tenido lugar, y de cómo y por qué había sucedido.
Hicieron el amor durante un tiempo que les pareció horas, olvidados de todo excepto de ellos mismos, de la necesidad y de la satisfacción que encontraban juntos. Parker no se cansaba de ella. Se descubría excitado una y otra vez. Mágicamente, le sucedía lo mismo a ella, llegando con él cada vez, siempre una compañera. Poco después, al menos para Parker, las imágenes se hicieron borrosas, para ser recordadas mayormente como una única ocasión en la que, como en un cuadro perfecto, todo se unía finalmente en un perfecto acto de amor.
Cuando estuvieron rendidos, se quedaron tendidos encima de las sábanas, sudorosos y saciados, y Parker se apoyó sobre un codo y contempló con reverencia su magnífico cuerpo, maravillándose de su buena suerte. Trazó el contorno de su barbilla con el índice, lo bajó por el cuello y por entre sus pechos.
Ella le besó la mano, suspiró y se sentó.
—Tengo que irme. Mañana tengo que levantarme temprano.
Parker la miró deleitándose mientras se ponía suavemente la ropa. Todos sus movimientos eran realizados con una gracia sensual y gatuna, y él se maravilló de lo mucho que podía excitarse simplemente mirando un vestido de mujer.
—¿Seguro que tienes que marcharte?
—Sí —dijo ella con firmeza.
—Me gustaría volverte a ver.
Cogió su vestido y le miró.
—A mí también me gustaría.
—¿El sábado? Podríamos pasar el día juntos.
—Tienes que ir a por tu hijo, ¿te acuerdas?
—Me acuerdo —dijo—. Me gustaría que le conocieras.
—A mí también me gustaría. Llámame el sábado.
Mia se llevó su ropa al cuarto de baño y Parker se puso un chándal en lugar de un traje. Era tarde y no quería que saliera a la calle sola. Estaba en la cocina tomando un vaso de agua cuando ella salió del dormitorio y le besó tiernamente la mejilla.
—Eres un amante tierno, señor coroner. Y un cocinero condenadamente bueno.
Le dijo que la llamaría a la mañana siguiente y la acompañó al coche. Cuando ella se hubo marchado, salió al balcón y se quedó mirando el tapiz de luces, que parecían especialmente bellas aquella noche. Se dio cuenta de que debía de parecer imbécil, sonriendo tontamente como un gato de Cheshire, pero no le importaba. Se sentía como si algo realmente bueno le hubiese sucedido por primera vez desde hacía mucho tiempo, y si el resultado de aquella sensación era parecer tonto, era un precio pequeño a pagar.