20

Durante la siguiente hora y media Parker se inclinó por el trabajo administrativo, firmó hojas de entrega y certificados de defunción, contestó correspondencia de colegas de todo el país que solicitaban su opinión sobre cuestiones técnicas de medicina legal, dispuso la exhumación, establecida por el juzgado, de un difunto millonario, cuyos hijos desheredados sostenían que había muerto en «extrañas circunstancias», a pesar de que el médico que le atendía, un empleado de la corporación del millonario fallecido, había dictaminado «causas naturales», y discutió los detalles de varios casos con delegados del fiscal del distrito que estaban planeando las estrategias a seguir ante los tribunales.

A las diez y veintiocho minutos Jim Phillips le telefoneó desde abajo.

—Acabamos de recibir un caso desde Westbrook que creí que querrías conocer: Braxton.

Parker se irguió.

—Quiero que preparen inmediatamente el cuerpo para la autopsia. ¿Quién está disponible? ¿Schaffer?

Transcurrió un momento mientras Phillips comprobaba la orden del día.

—Puedo arreglarlo.

—Gracias. Yo mismo ayudaré.

Parker se recostó y se frotó la frente. La noticia no era inesperada; no había creído que la mujer tuviese muchas posibilidades. Se preguntó si habría recobrado el conocimiento antes de morir. No hacía mucho que estaba pensando en ello cuando Cindy le llamó para decirle que el inspector Tartunian estaba al teléfono.

Tartunian comenzó la conversación en su forma habitual, sin molestarse en saludar.

—¿Parker? Habrá una reunión en mi oficina el viernes a las diez de la mañana. No falte.

A Parker le molestó la arrogancia del tono y el resentimiento afloró a su voz cuando preguntó:

—¿Una reunión para qué?

—El futuro de la oficina del coroner.

—¿Qué pasa con eso?

—Usted venga —le espetó el inspector, y colgó.

¿El futuro de la oficina del coroner? ¿Qué querría decir el hombre con eso? Había un inequívoco tono de amenaza en la voz de Tartunian. Cuando bajó, Parker seguía preocupado por la llamada.

El personal de la sala A estaba ocupado con aneurismas y embolias, cánceres y trombosis cuando Parker entró. Dijo buenos días a cada doctor y luego se dirigió a la mesa cuatro donde estaba Schaffer de pie, al lado del cuerpo de Emily Braxton, examinando el informe del hospital.

—Buenos días, jefe —saludó el joven doctor alegremente.

Parker intentó sin conseguirlo devolverle el jovial saludo.

—Tengo entendido que salvó usted a esta mujer anoche —dijo Schaffer.

Las palabras no tardaron mucho en salirle.

—Aparentemente todo lo que hice fue posponer su muerte.

—¿Era amiga suya?

—No.

—¿Quiere hacer usted la autopsia? —preguntó Schaffer—. Yo puedo ayudar…

—No. Yo ayudaré.

Parker echó un vistazo al informe del hospital. Emily Braxton había permanecido estable, pero en estado crítico hasta las seis y diez de la mañana, cuando su respiración se hizo breve y fatigosa. A continuación, tuvo un paro cardíaco. Los esfuerzos para reanimarla fracasaron y se la dio por muerta a las seis y veintidós minutos. No recuperó el conocimiento.

Parker se puso la mascarilla mientras Schaffer daba una vuelta a la mesa describiendo lo que veía y sombreando las zonas quemadas en el bosquejo de una forma de mujer en su tablilla. La superficie de la piel estaba extensamente quemada por toda la parte superior del cuerpo: hombros, brazos, manos, cabeza, cuello, torso y espalda, excepto en una visible zona blanca sin quemaduras alrededor del abdomen, donde la mujer llevaba un cinturón de piel. El cabello estaba casi totalmente quemado y también había zonas quemadas en la parte superior de los muslos. Parker hizo una pausa para sumar la serie de números que Schaffer había anotado en todo el dibujo.

—El área total quemada se estima en un ochenta y uno por ciento. El treinta por ciento tiene la capa quemada parcialmente y el cincuenta y uno por ciento completamente.

Schaffer examinó la nariz de Emily Braxton con un otoscopio, observó la presencia de hollín negro y luego le abrió los labios con dos sondas.

—Hay material de carbón en la boca y sobre la lengua —dijo y luego se detuvo—. Un momento.

Se inclinó, sosteniendo la lupa cerca de la boca de la mujer muerta. Había al menos veinte pequeñas quemaduras negras rodeadas de pequeños bordes blancos levantados, distribuidas por toda la base de la lengua y sobre la parte interior mucosa de los labios. Le pasó la lupa a Parker y se apartó:

—¿Qué opinas de esto?

Parker examinó las quemaduras y luego se enderezó. Parecía perplejo.

—Parecen más quemaduras eléctricas que termales.

—Eso es lo que me pareció —dijo Schaffer.

—Será mejor tomar unas muestras para el microscopio electrónico —le dijo Parker.

Schaffer midió las quemaduras y encontró que todas eran del mismo tamaño: 0,3 centímetros de diámetro. En total contó veintidós. Cortó aquellas partes de los labios y de la lengua que mostraban las señales y le pasó las muestras de tejido a Parker, quien las «fijó» en una solución de formaldehído. Como las muestras tenían que ser congeladas antes de colocarlas en la cámara de muestras del microscopio electrónico, Parker envió un ayudante para que se las entregase al doctor Montoya, el especialista que operaba con el SEM (Scanning Electron Microscope), y luego siguió con el trabajo.

Después de haber observado que el cráneo no presentaba señales de trauma, hizo su incisión inicial, y quince minutos después, los pulmones, bronquios y la laringe de Emily Braxton estaban extendidos sobre la mesa.

—Aquí está su insuficiencia respiratoria —observó Schaffer—. Las vías respiratorias están obstruidas por inflamación edematosa aguda de las membranas interiores.

El resto de la autopsia sólo confirmó lo que era obvio. A las doce y diez Schaffer decía en el magnetófono que Emily Braxton había muerto de una parada cardíaca aguda debido a la asfixia resultante de lesiones por inhalación.

Mientas las muestras de fluidos estaban camino de toxicología, Schaffer y Parker fueron al subsótano donde estaba instalado el SEM. En tanto que los microscopios ópticos tradicionales utilizaban rayos de luz que pasaban a través de una lente como sistema de magnificación, la imagen del microscopio electrónico se conseguía examinando la muestra con electrones y proyectando la abstracción resultante sobre una pantalla de televisión. La fotografía que aparecía era una reproducción tridimensional de la superficie de la muestra aumentada hasta cincuenta mil veces. El aparato era tan sensible que se había construido un cuarto especial en el sótano para alojarlo, para reducir al mínimo las vibraciones que pudieran obstaculizar una imagen nítida o provocar un error.

El doctor Montoya les estaba esperando y ya tenía las imágenes en la pantalla cuando Parker y Schaffer llegaron.

—Supuse que querrían también el EDAX conectado.

El EDAX, o analizador de rayos X de la dispersión de la energía, suministraba un análisis químico de la muestra al medir los rayos X de baja energía emitidos por los distintos elementos de los que estaba compuesto. Parker asintió y dirigió su atención hacia las pantallas de exploración estereoscópicas de la pared.

Las fotografías mostraban un cráter profundo con bordes irregulares y ligeramente enrollados, rodeados de numerosas ampollas pequeñas. Parker le pidió a Montoya que ampliase un trozo del fondo del cráter y el hombre, moreno y bajo, le dio a la ampliación.

Parker se acercó a la pantalla y señaló un trozo con un bolígrafo.

—¿Ven ese dibujo en forma de panal? Son ampollas de proteínas electrocoaguladas que han estallado. Eso son quemaduras eléctricas, no cabe duda.

Montoya asintió con la cabeza y señaló otro dibujo cerca de un lado del cráter, una serie de líneas diminutas que se combinaban en forma de espiral.

—Ahí está el culpable. Ese dibujo lo hizo un cable eléctrico.

—¿Puede el EDAX encontrar rastros de cobre?

Montoya meneó la cabeza.

—Para que haya transferencia de un metal, la corriente tiene que generar el calor suficiente como para deshacer el cable. Cuando el conductor es bueno, como las membranas mucosas, el calor no tiene que ser tan grande. Yo diría que lo que tienen ustedes aquí es un viejo cordón eléctrico normal, y un enchufe de pared.

Parker recordó la lámpara destrozada de la casa.

—Si le traigo un trozo de cable, ¿puede usted emparejarlo?

—¿Es católico el Papa? —dijo Montoya, sonriendo confiadamente.

En el ascensor, Schaffer movió la cabeza con extrañeza y dijo:

—Vivimos en un mundo de imitadores. Quien diga que la gente no está influida por la violencia de la televisión debería ver esa imagen.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Parker.

—Lo vi en Corrupción en Miami hace un par de meses.

—¿Qué?

—Eso. Una pandilla de traficantes colombianos secuestraron al chico y le torturaron metiéndole un cable eléctrico en la boca. Después, lo llenaron de gas y le prendieron fuego, para ocultar las pruebas. Pero no mencionaron que se puede determinar la diferencia entre quemaduras eléctricas y térmicas —hizo una pausa, pensativo—. ¿Por qué le haría alguien algo así a esa chica?

La mente de Parker trabajaba con rapidez.

—¿Por qué lo hicieron en Corrupción en Miami?

—Querían saber dónde estaba escondido un cargamento de droga.

—Creo que quienquiera que fuese el que torturó a Emily Braxton podría querer saber lo mismo.

Schaffer se bajó en la planta de seguridad y Parker siguió hasta su oficina. El informe toxicológico sobre Brock estaba sobre su mesa y abrió el sobre ansiosamente.

Cualquier duda que Parker hubiera podido tener de que Brock hubiese sido asesinado, se disipó mientras leía. El nivel de heroína en la sangre del difunto había sido de 122 microgramos-ml, más de cien veces la dosis letal. Además, había 9,8 microgramos-ml de cocaína, también una dosis alta, y etanol, 0,7 por ciento. También se había encontrado en el estómago alcohol y heroína, que indicaban que había tomado algo de droga oralmente. La alta dosis de heroína podía explicarse parcialmente por la composición de la sustancia encontrada en el globo de la mesilla de noche. Mientras que la mayor parte de la heroína comprada en la calle tenía raramente más de un uno o un dos por ciento de pureza, la sustancia encontrada en la mesilla de noche dio casi un setenta por ciento de pureza. Quienquiera que hubiera inyectado a Brock no se había arriesgado.

Casi a continuación, el inspector Wolfe le devolvió la llamada a Parker.

—Tuvo usted una buena noche ayer, por lo que me dicen —empezó Wolfe—. Stroud me llamó esta mañana y me lo contó. Fue una suerte para la mujer que usted estuviera por allí.

—No tanto. Murió esta mañana. Acabamos de hacer la autopsia. Su muerte no fue un accidente al extraer la cocaína. Le prendieron fuego a propósito, después de ser torturada.

—Ese muerto es de la policía —dijo Wolfe contento.

—Pero Brock es vuestro.

Parker hizo un recuento rápido de los hallazgos de la autopsia y Wolfe dijo de mala gana:

—Eso casa muy bien con lo que encontramos en el sitio. Casi no había ninguna huella en el dormitorio de Brock.

—¿Ninguna?

—Así es. Ni siquiera las suyas. Parece como si quienquiera que fuese hubiera limpiado todo el lugar. Pero se dejó una, parcial, sobre el émbolo de la jeringa.

—¿La han identificado?

—No. No es de Brock, eso es todo lo que sabemos.

—¿La han comparado con las huellas de Emily Braxton?

—Aún no. Pensé que podríamos tener suerte con las de Julio Sandoval, pero no era como ninguna de las suyas.

Parker frunció las cejas.

—¿Quién es Julio Sandoval?

—¿No ha hablado con Stroud esta mañana?

—No.

—Tuvo suerte con los números que le dio usted anoche del Corvette. Uno de los posibles que dio el ordenador fue el de Julio Sandoval. Una verdadera babosa. Sus padres eran emigrados cubanos de los años sesenta. Le han arrestado cuatro veces, dos por tráfico de drogas, una por asalto criminal y otra por asesinato. Ninguna condena —hubo una pausa significativa—. Y escuche esto: el número de teléfono del trabajo de Sandoval estaba en la agenda de Brock.

—¿Lo han cogido ya?

—No. Hoy no ha ido a su oficina. Pero le pescaremos.

—Si Sandoval mató a Brock, ¿qué me dice de aquella huella?

—Quizás Sandoval no estaba solo —especuló Wolfe—. Quizás llevó a alguien con él —hizo una pausa—, ¿Qué encontró del equipo de bucear?

—Encontré que no le va bien a Brock —respondió Parker.

Aquello tuvo el efecto que Parker esperaba.

—¿Qué quiere decir que no le va bien a Brock?

—Exactamente lo que he dicho.

—¿Y qué hacía en aquel armario entonces?

—Una buena pregunta —dijo Parker—. Ese hecho concuerda con el testimonio de Patton. El buceador que describió saliendo del agua era más alto y más delgado que Brock.

—Los testimonios oculares son un fiasco —dijo Wolfe casi beligerante.

—¿Cómo se lo está tomando Kuttner?

—Como me figuraba —dijo Wolfe—. Grita como un condenado. Cree que todo eso es una tontería. Ya he tenido unas cuantas llamadas de la prensa acerca de Brock, por cierto. De una periodista de Los Ángeles Times en particular.

—Alexis Saxby —dijo Parker intuitivamente.

—Ésa es. Me ha estado persiguiendo para una entrevista. La he estado trampeando, pero no sé cuánto tiempo voy a poderla esquivar.

—Estoy intentando que el cuerpo de Duffy vuelva de Chicago. Sabré algo más entonces.

—¿En cuánto tiempo?

—Un par de días.

Dio un suspiro atormentado.

—Lo intentaré.

Parker colgó y Steenbargen entró tranquilamente y se dejó caer en el sofá. Parker miró el reloj con irritación y dijo:

—¿Dónde has estado?

—Querías que hiciera algunas averiguaciones sobre Sol Grossman —dijo el inspector.

—¿Y?

—Tenías razón. Al hombre le gusta poner el dinero de sus clientes en inmuebles. La última gran inversión de Duffy fue un proyecto en comunidad de propietarios en Boise, Idaho, llamado Crestline Heights. Las unidades, veinticinco, se había pensado ponerlas en dos hectáreas y media de terreno comprado nueve meses antes por ochocientos mil dólares por Crestline Heights Inc., una corporación cuyos principales accionistas eran John Duffy y Sol Grossman. El capital de ochocientos mil dólares, setecientos mil de los cuales eran dinero de Duffy, por cierto, estaba destinado a garantizar un préstamo de veinticuatro millones de dólares para la construcción concedido por el Pacific California Bank. El préstamo era para dieciocho meses. El pago principal vence de aquí a nueve meses.

—¿Y?

—Cuando se da un crédito para la construcción el dinero se deposita en una cuenta de la que se sacan talones por trabajo completado. Para que el talón sea conformado, el banco requiere inspecciones periódicas in situ, sólo para asegurarse de que el trabajo se está haciendo. Esta mañana había ocho millones de dólares en la cuenta de Crestline, lo que significa que dieciséis millones se han sacado para la construcción. Sólo que, quienquiera que haya estado haciendo las inspecciones para el Pacific California, no ha hecho un buen trabajo. Lo he comprobado esta mañana en Boise, y todo lo que ha sido edificado hasta el momento es una alambrada y una barraca. Y eso es todo lo que se va a construir hasta dentro de tres o cuatro años.

—¿Por qué? —preguntó Parker, interesado.

—Porque el terreno comprado por Crestline es Zona O.

—¿Por el humo? —preguntó Parker.

Steenbargen movió la cabeza con impaciencia.

—Por el gas no. Está clasificado zona O. Medio ambiente sensible. Lo que significa que habrá de tres a cuatro años de demora en cualquier desarrollo.

—Grossman tenía que saberlo.

—Es lo que uno pensaría —convino Steenbargen—. La pregunta es si Duffy lo sabía. Examiné los registros telefónicos de Duffy. Hace diez días se hizo una llamada desde su teléfono a la empresa constructora Diamond de Boise. Esa es la compañía que se supone estaba construyendo las edificaciones en régimen de comunidad. La conversación duró ocho minutos. He hablado con el director de la compañía —consultó sus notas—, Dwayne Saugus. Dice no saber nada de la llamada y dice que de la oficina nadie sabe nada tampoco —hizo una pausa—, Saugus no quiso discutir cifras, pero afirma que a Diamond hasta ahora sólo le han pagado la nivelación de la superficie y el vallado del emplazamiento del proyecto.

—Eso no puede costar dieciséis millones de dólares —observó Parker—. ¿Adónde fue todo el dinero?

—Iba a ir a la oficina de Grossman a hacerle esa misma pregunta —dijo Steenbargen—. Pensé que querrías venir conmigo a escuchar su respuesta.

—Ya lo creo. Pero primero quiero parar en un sitio.

—Tú mandas —dijo Steenbargen.