Parker fue despertado a las seis por Boomer, que había saltado sobre su cama y le estaba lamiendo la cara. Pasó las piernas por encima del borde, aturdido, e intentó enfocar la vista. El perro saltó de la cama y corrió hacia la puerta del dormitorio, volvió atrás y luego corrió de nuevo hacia la puerta, comprobando si Parker le seguía. Finalmente Parker comprendió el significado del gesto, se echó algo por encima apresuradamente y sacó al perro.
Media manzana abajo, el cachorro se detuvo e hizo sus deberes matinales como un avezado soldado de caballería y respondió alegremente a las alabanzas que le prodigaban. Aquello podía ser un presagio, pensó Parker mientras volvía con Boomer a la casa, un signo positivo para el futuro. Cerró el cuarto de baño, dejó comida y agua para el perro y se dirigió a la ciudad.
Eran poco antes de las siete cuando llegaba a la planta de seguridad y examinaba el plan del día con el doctor Phillips. La noche había sido relativamente tranquila, lo que les daría la oportunidad de ponerse al día en algunos de los casos atrasados. Cindy aún no había llegado cuando Parker entró en la oficina. Puso agua para el café y mientras se hacía, buscó el número de la funeraria Scribner.
En Scribner empezaban a trabajar pronto, pero para Parker era demasiado tarde. El jefe de los embalsamadores le dijo que el cuerpo de John Duffy había sido preparado y enviado a Chicago por barco a última hora de la tarde anterior. El enterramiento iba a ser llevado a cabo allí por Wiebel Brothers y estaba dispuesto para pasado mañana a la una.
Parker consultó su reloj. Era temprano para llamar a alguien en Los Ángeles, pero no se atrevió a esperar. La diferencia de hora con Chicago era de dos horas y era imperativo ponerse en contacto con el médico forense de Cook County antes de que se fuera a comer. La voz de Joan Duffy se oía somnolienta cuando respondió.
—Siento molestarla tan temprano, señora Duffy —se disculpó Parker—, pero ha surgido algo urgente…
—¿Urgente? ¿Qué?
—Algunas pruebas nuevas de que la muerte de su marido puede no haber sido un accidente, de que le pueden haber asesinado.
Le llevó unos segundos asimilar aquello.
—Creí que dijo usted que la historia de los periódicos era falsa.
—Esto no tiene nada que ver con aquella historia.
—¿Con qué tiene que ver?
—Harvey Brock murió anoche de una sobredosis de droga. Pruebas halladas en el lugar indican que pudo haber estado involucrado de alguna forma en la muerte de su esposo.
—¿Cómo? ¿Qué pruebas?
—Me temo que no puedo decírselo.
—John era mi marido. Si lo asesinaron, tengo derecho a saberlo.
—Y lo sabrá usted, en cuanto esté seguro.
—¿Y cuándo será eso? —su voz se estaba volviendo sibilante.
—En cuanto examine de nuevo el cuerpo.
—¿Otro examen?
—Por eso es por lo que la llamo —explicó Parker—. Quisiera su permiso para que envíen de nuevo el cuerpo a Los Ángeles.
—El funeral se ha de celebrar pasado mañana —respondió ella, vacilando.
—Me hago cargo…
—Primero supone que John se suicidó, luego dice que fue un accidente. Ahora es asesinato. Pero ni siquiera me dice cuál es esa nueva prueba.
Parker estaba en un aprieto. Quería su colaboración y para tenerla tendría que desvelarle la base de sus sospechas. Suspiró. Ella tenía razón en una cosa: tenía derecho a saberlo.
Le habló del descubrimiento del equipo de bucear en casa de Brock y de las marcas del cuerpo de Duffy y ella le dijo:
—¿Eso es todo?
—Sí —dijo Parker, algo sorprendido por su reacción.
—Parece… bastante fantástico.
—El único modo de saberlo es volviendo a traer el cuerpo de su esposo.
Ella vaciló.
—No lo sé. Tengo que pensarlo. ¿Le puedo volver a llamar?
—Por supuesto. Pero el tiempo es esencial, señora Duffy.
Cuando ella le llamó al cabo de diez minutos, su voz era más firme.
—Acabo de hablar con Sol Grossman, doctor Parker. Los dos estamos de acuerdo. No le daré permiso para que vuelva a traer el cuerpo de John.
—¿Le puedo preguntar cuál es la razón de su decisión?
—Hacer lo que usted propone sólo traería más fango para que lo pudiera remover la prensa sensacionalista. ¿O es eso lo que quiere? —terminó en tono vituperante.
La pregunta cogió a Parker por sorpresa.
—¿Cómo dice?
—Francamente, doctor Parker, Sol y yo tenemos dudas sobre la sinceridad de sus motivos, después de la conferencia de prensa y de esa historia de los periódicos. Parece usted más interesado en sus propios recortes de prensa que en la verdad —y tomó aliento—. Sol tiene razón. John está muerto. Nada nos lo va a devolver. Tengo que enterrarle y seguir con mi vida.
Parker estaba empezando a preguntarse si la intromisión de Grossman y su interés en ver a su antiguo cliente enterrado a más de tres mil kilómetros podría encontrarse en algo más que en su preocupación por el bienestar emocional de Joan Duffy.
Suspiró. No había querido llegar a aquello.
—Como coroner de este condado, señora Duffy, tengo autoridad para hacer que el cuerpo sea traído de nuevo a Los Ángeles sin su consentimiento.
—¿Que tiene autoridad? —gritó—. ¿Qué se propone usted, doctor? ¿No tiene ninguna consideración por nadie más que no sea usted mismo?
—Señora Duffy —intentó mediar Parker, pero la mujer atronaba imparable.
—¡Veremos quién tiene la autoridad! ¡John será enterrado en Chicago pasado mañana!
Colgó el receptor de golpe en el oído de Parker. Él colgó suavemente el suyo y se recostó, considerando sus opciones. Suficiente para el amanecer de un nuevo día. Quizás había leído mal el presagio. Quizás no había sido un presagio en absoluto. Llamó a información de Chicago para que le dieran el número de la oficina del forense y un momento después lo saludaba la alegre voz de Stander Collingsworth, médico forense de Cook County.
Collingsworth era un hombre jovial, de mejillas sonrosadas, que parecía más un político simpático de Chicago que el competente patólogo forense que era. Había consultado a Parker con frecuencia durante años sobre puntos de medicina legal, y los dos se habían visto personalmente varias veces en convenciones de la Asociación Nacional de Médicos Forenses.
—Bueno, ¿cómo están las cosas en la tierra del sol y del pecado?
—Calientes, Stander. Y en más de un sentido. Probablemente has oído hablar del caso de John Duffy.
—Claro.
—El cuerpo fue entregado y enviado por barco ayer noche a la funeraria Wiebel Brothers de Chicago. Se han dado nuevas pruebas que apuntan a la posibilidad de que sea un asesinato. Pero necesito que el cuerpo sea devuelto para poder probarlo.
—¿Tienes permiso del pariente más cercano?
—No. La viuda no quiere cooperar.
—Mmm —hubo una pausa—, ¿Cuál es exactamente esa nueva prueba?
Parker se la explicó y Collingsworth dijo:
—Te diré lo que vamos a hacer, Eric. Envíame lo que tengas y yo lo examinaré. Mientras tanto, voy a acercarme a Wiebel Brothers y le echaré un vistazo al cuerpo.
—Te lo agradezco, Stander. Te enviaré lo que tengo por correo urgente hoy.
Parker llamó a la policía metropolitana de Los Ángeles y dejó un recado para Wolfe; luego empezó a reunir el paquete para Collingsworth. Había casi terminado cuando llamaron a la puerta y entró Jacobi.
El exceso de carne del investigador se salía por encima de los brazos del sillón cuando se sentó en él. Aunque eran sólo algo más de las siete y media, las manchas de mostaza que llevaba en la camisa se veían recientes.
—Creí que le gustaría saber lo que encontré en Westbrook.
—Me tropecé con Jonas Silverman anoche. Me dijo que no habías encontrado nada.
Jacobi levantó sus corpulentos hombros.
—Cuando salí de allí ayer, no había encontrado nada. Hablé con todo el mundo implicado en la operación de McCullough y era como darse contra un muro de piedra. Pero ayer noche encontré una grieta. Una enfermera suplente a la que había entrevistado, llamó y me dijo que quería hablar. Tenía miedo de que el cirujano encargado del caso, el doctor Minkow, fuese a acabar cargando con la acusación y ella no podía permitirlo.
—¿Qué acusación?
Jacobi gruñó al echarse hacia adelante y sacar una pequeña libreta espiral de su bolsillo trasero. La abrió de un golpe y comenzó a leer.
—McCullough estaba apuntado para cirugía aquella mañana a las ocho en la sala de operaciones número cuatro, pero se encontró con una emergencia de una herida de bala. La víctima, un tal Scott Zukor, había tenido una riña doméstica y se había encontrado con una bala del treinta y ocho en el bajo vientre. La bala perforó el intestino.
—De ahí era de donde procedía la gangrena —se anticipó Parker.
Jacobi asintió y prosiguió.
—Los cirujanos hicieron lo que pudieron por el chaval y le cosieron. Entra McCullough. Debido a la premura del tiempo (había un par de operaciones más programadas para aquella sala después de McCullough) y debido a un desajuste del suministro central, Minkow decidió no esperar a que llegase nuevo instrumental y utilizar el que estaba siendo esterilizado en el quirófano.
—Minkow empieza el trasplante de riñón y todo va bien según Hoyle, hasta que el anestesista mira al suelo y ve algo. Inmediatamente le dice algo en voz baja a la enfermera que había esterilizado los instrumentos y ésta palidece. Lo que el anestesista ha visto es el papel indicador que estaba en el esterilizador con el instrumental. En lugar de estar negro, como se supone que debe estar cuando se alcanza la temperatura crítica, el papel sigue blanco. La enfermera responsable es nueva y había sacado el instrumental sin comprobarlo. Se le comunica al doctor Minkow y éste alucina, pero no hay nada que pueda hacer. Acaba y envía a McCullough a recuperación, pero sabe que ha trabajado en un hombre muerto.
—¿Examinaste el esterilizador?
—Ahí es donde se pone realmente interesante —dijo Jacobi—. Revisé todo el equipo de la sala. Hay un nuevo esterilizador Castle allí. Lo pusieron tres días después de que McCullough muriese. La enfermera me dijo que habían tenido problemas con el esterilizador viejo durante tres meses. La mitad de las veces no podían conseguir que la temperatura subiera hasta 126 con seis, la otra mitad no permanecía a esa temperatura el tiempo suficiente. Dice que varias de las enfermeras y cirujanos se habían quejado repetidamente de eso al doctor Silverman y le habían pedido una nueva unidad, pero él había desestimado la petición diciendo que el hospital no podía permitírselo en aquel momento. Les dijo que no utilizasen la unidad si había problemas, que enviasen el instrumental al suministro central.
Parker se sintió enfurecido y a la vez triste. Aquella explosión de la noche anterior había nacido del pánico… del pánico a que se descubriese que su tacañería administrativa había matado a un hombre.
—¿Hablaste con el doctor Yee?
—No habló mucho, pero estaba realmente nervioso cuando yo le mencioné la sepsis. Tuve la sensación de que ocultaba algo —Jacobi se rascó su cuarto mentón—. Por lo que dice la enfermera, Silverman ha estado presionando, intentando mantener la tapadera. Supongo que ha estado llamando a toda la gente involucrada, diciéndoles que mantuviesen la boca cerrada.
—¿Crees que una de esas llamadas pudiera haber sido hecha al doctor Yee?
—Si yo fuera Silverman —dijo Jacobi—, Yee hubiera sido el primero a quien hubiese llamado.
Parker frunció el ceño, pensativo.
—¿Lo declararía públicamente esa enfermera? Consigue una declaración de ella hoy, antes de que cambie de parecer —le dijo Parker—. Luego vuelve a Westbrook y repasa todos los memorándums de la oficina de Jonas Silverman y también todas las órdenes de compra. Si no las encuentras, pide los archivos. Quiero la fecha de facturación de ese esterilizador.
Jacobi se levantó del sillón y dijo:
—Bien. También voy a apretarle las clavijas al doctor Yee. Creo que podría estar a punto de hablar.
Jacobi salió y Parker se acercó a la ventana. Miró fijamente al County Hospital de encima de la montaña y pensó en llamar a Jonas y decirle cuánto sentía lo que tenía que hacer, aunque sabía que el hombre nunca lo entendería. Había ido demasiado lejos para eso. Sólo esperaba que Silverman no hubiese influido en Yee para que falsificara deliberadamente los hallazgos de la autopsia. Un error administrativo ya era lo bastante malo. Había hecho perder la vida de un hombre y acabaría costándole al hospital dinero y credibilidad. Pero lo otro acabaría con la carrera de Silverman. Parker no quería ser responsable de eso, pero no sabía qué más podía hacer. Se sintió indefenso frente a las fuerzas de su interior y de su exterior. Sólo podía terminar la escena o perderse irrevocablemente para sí mismo.
La luz de su teléfono rompió el hilo de sus pensamientos. Se sorprendió agradablemente al escuchar la voz de Mia Stockton deseándole un buen día.
—Siento molestarte —le dijo—, pero acabo de tener un descanso en el rodaje y quería saber si era cierto lo de Harvey.
—Me temo que sí.
—¿Qué sucedió?
—Murió de una sobredosis de cocaína y heroína.
—Sabía que Harvey tomaba cocaína, claro, pero no tenía ni idea de que tomase heroína —dijo pareciendo realmente sorprendida—, ¿Fue un accidente?
—No estoy seguro —dijo Parker evasivamente. No sabía con quién hablaría ella aquel día y no quería que se corriese la voz más deprisa de lo que ya lo había hecho—. Aún tengo algunas preguntas que me gustaría hacerte. Después de ayer noche, incluso tengo un par más en la lista.
—Cuando quieras.
—¿Esta noche?
—De acuerdo.
Dio vueltas a un pensamiento y luego preguntó:
—¿Te gusta la comida japonesa?
—Me encanta.
—Podríamos hablar cenando. Conozco un pequeño gran restaurante japonés en Hollywood Hills.
—¿Cómo se llama?
—Mi casa.
Ella rió melodiosamente. Le recordaba a Parker la melodía del viento.
—Lo digo de veras —dijo él seriamente—. Soy un gastrónomo de la cocina japonesa.
—¿De verdad? —preguntó divertida—. ¿Dónde adquiriste ese talento?
—En Japón. Aunque mi educación fue completada aquí, en una escuela de cocina —hizo una pausa—. Claro que si prefieres cenar en un restaurante…
—No —dijo ella, riendo de nuevo—. Es algo que me gustaría ver. ¿A qué hora y cómo voy allí?
—Te recogeré a las siete.
—Sólo dime cómo llegar —insistió—. Estaré allí.
Él se lo dijo y colgó, pensando en el menú y en la sagacidad del movimiento. Él quería preguntarle más sobre Harvey y Duffy, pero aquella no era la verdadera razón por la que la había invitado a cenar. Quería verla de nuevo, llana y simplemente. Hacía mucho tiempo que no se había sentido tan atraído por una mujer. Quizás Clemens tuviese razón, quizás ya era hora de que tuviese un pequeño romance en su vida.
Echó agua fría de inmediato sobre aquel pensamiento. Si bien parecía absolutamente seguro en su trabajo, Parker había hecho gala siempre de una especie de torpe timidez en asuntos de romances. Algunas mujeres lo habían encontrado atractivo, pero como actriz que era, Mia Stockton estaba acostumbrada a escuchar diálogos escritos por escritores profesionales y entonados por actores que sabían cómo decirlos. ¿Cómo podía competir con eso? Acto seguido pensó en las ideas de La vida es dura y de Ángeles de la calle y se animó.