17

El ER de Westbrook parecía una zona de batalla. Todas las camas estaban ocupadas y el resto de víctimas estaba siendo tratado en camillas colocadas en el pasillo. Varias de esas víctimas lo eran de un accidente, aparentemente todas de la misma colisión y estaban siendo ingresadas en aquel momento, quejándose y pidiendo un calmante. A veces, pensó Parker sombríamente, la ley de promedios no se cumplía y entonces era cuando todo sucedía al mismo tiempo.

El personal del hospital estaba demasiado ocupado para ayudarle. Parker pudo ver a Emily en una cama, detrás de una cortina parcialmente corrida. Estaba muy inmóvil y parecía estar inconsciente. Parker se acercó a la cama y se quedó a su lado, intentando valorar su estado, que parecía haber empeorado.

—Emily —dijo quedamente, pero no hubo ningún indicio de que ella pudiera oírle.

Parker se quedó mirando a la destrozada chica. En su trabajo, él se consideraba, primero y ante todo, un investigador forense, pero ahora había tenido lugar un cambio sutil, y empezaba a considerarse un detective de homicidios.

Le pusieron una mano en el hombro. Parker no estaba seguro de si era amable, o simplemente cansada.

—Lo siento, no se admiten visitas —dijo una voz de hombre.

Parker se volvió para encontrarse con un doctor joven, de bata blanca, con gafas de gruesa montura de acero y bigote caído. Tendría todo lo más treinta años, pero en aquel momento parecía mucho mayor, probablemente porque habría estado trabajando durante dieciséis horas seguidas, sin más descanso que algún sueño corto. En su chapa ponía que era el doctor Franklin.

Automáticamente, Parker mostró su propia identificación, sin molestarse en hablar, y Franklin la aceptó sin comentarios. Si se estaba preguntando por qué el médico forense del condado se había presentado de repente en la sala de urgencias sin anunciarse, no lo evidenciaba su mirada sombría y sin ganas de discutir. Dos personas cansadas, pensó Parker.

—Su estado es crítico —dijo Franklin, aproximándose para comprobar el estado de Emily—. Sufre quemaduras de primer grado en más del ochenta por ciento de la parte superior de su cuerpo y todavía está en coma. Todo lo que podemos hacer es intentar estabilizarla y luego llevarla a un centro de quemados.

—¿Cómo la está tratando? —preguntó Parker.

Franklin hizo una especie de movimiento de impotencia.

—No podemos hacer mucho. Intentar reponer los líquidos que ha perdido. Mantener baja su temperatura.

Parker asintió.

—¿Ha dicho algo?

—No. No ha recuperado el conocimiento. Y aunque lo hiciera, dudo que fuera capaz de hablar. Tiene la laringe y la tráquea muy quemadas.

Lesión por inhalación. Parker había temido eso. En muchos casos era fatal.

Franklin vaciló.

—¿Es oficial —preguntó finalmente, añadiendo rápidamente—, o es usted un familiar, o un amigo?

—Es oficial.

—Ah —dijo Franklin, cambiando sutilmente de actitud. La cautela y la amabilidad desaparecieron de su voz.

—Las próximas veinticuatro horas serán un período crítico para ella. Francamente, yo no tendría demasiadas esperanzas.

—Gracias.

Bruscamente, Parker apartó la mirada y salió al pasillo, dirigiéndose hacia la puerta, pero un grito airado: «¡Eric!», le hizo darse la vuelta. El doctor Jonas Silverman bajaba por el pasillo, fijando en él una mirada que podía compararse con el sistema de dirección de un misil guiado por la cólera.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le preguntó Silverman chillando—. ¿Has venido tú mismo a espiar? ¿Tu gordo y curioso detective no reunió bastante porquería para complacerte?

—Jonas…

—No intentes defender tus acciones, Eric —le cortó abruptamente Silverman—. No quiero oírlo. Has traicionado mi confianza. Me mentiste.

Parker miró a su alrededor. Incluso en medio del jaleo del hospital, la gente se había detenido, mirando.

—¡Eres un mentiroso!

—¡Ey! Tranquilízate, Jonas —dijo Parker intentando contener su propia cólera. Había sido un día largo y duro y no quería otra diatriba—. Prometí esperar a archivar el informe durante un par de días. No te hice ninguna clase de promesa de no investigar.

Silverman continuó chillándole.

—¡Esta vez has ido demasiado lejos! Siempre te defendí, pero ahora comprendo cómo te has vuelto. El poder se te ha subido a la cabeza. No sólo has traicionado nuestra amistad, has traicionado a nuestra profesión.

—En realidad, estaba defendiendo nuestra profesión —dijo Parker apaciblemente—, Y como amigo, como un viejo y buen amigo, no puedo dejar que la amistad, o cualquier otra cosa, interfiera con el trabajo que tengo que hacer.

—¡Condenado loco! —gritó Silverman encolerizado—. ¡El sistema no funciona de esa manera! ¡Si así fuera, estaríamos trabajando entre la espada y la pared, siempre pendientes del siguiente ataque y no se haría nada! Se cometen errores y se corrigen. Ningún sistema es perfecto. Pero esta especie de apuñalamiento por la espalda sólo lo destruye.

Parker sintió una punzada de culpabilidad por haber ido por detrás de la espalda de Silverman, pero no la suficiente como para aceptar aquella clase de injurias en público. Se dio la vuelta para irse, pero Silverman se lo impidió, cogiéndole del brazo.

—No estoy acabado, pero tú sí. Sigue aislándote del resto de la comunidad médica. Ya verás lo solitario que es jugar solo al otro lado de la red —el viejo se detuvo apenas para tomar aliento, antes de seguir con su arenga—, ¿Sabes cuál es tu problema, Eric? No eres leal con nadie más que contigo mismo. Quieres ser un gran hombre, sin importarte lo que les cueste a otros, y te has convertido en tu peor enemigo. Ya te has enemistado con la mayor parte de esta ciudad con tu actitud superior y altanera. ¡Estás acabado como coroner!

Parker se liberó educada, pero firmemente. No podía imaginar qué había hecho saltar al hombre.

—¿Qué encontró Jacobi?

—Nada —dijo Silverman, sonriendo complacido—. Ni una puñetera cosa.

—Entonces, ¿por qué estás tan trastornado con esto, Jonas?

Se puso rojo. Parecía apopléctico.

—¿Por qué? —farfulló—. ¿Por qué? Si tú no lo ves, yo no puedo decírtelo. Hay ciertas normas no escritas en esta profesión, Eric. ¿Cómo puedes volverte contra ti mismo? Sabes cómo están las cosas hoy en día. Sabes lo difícil que es procurar cuidados médicos de calidad en las condiciones en las que nos vemos obligados a trabajar. Sin embargo, a pesar de todo el fuego antiaéreo, seguimos, nos las arreglamos y lo conseguimos. Sobrevivimos porque estamos y porque trabajamos juntos. Por eso es especialmente doloroso cuando uno de los nuestros se convierte en Judas y se pone a destruirnos desde dentro.

—¿Destruir? —Parker no podía creer lo que oía—. Si nosotros no limpiamos nuestra propia casa, nadie más lo hará. Ellos no saben cómo…

Silverman negó con la cabeza.

—Tú no estás intentando limpiar la casa, Eric. Tú estás alimentando tu excesivo ego. Tú no viniste a mí como un hombre, y mucho menos como un amigo para pedirme mi cooperación en este asunto. Si lo hubieras hecho, te la hubiera dado gustoso. En lugar de eso, envías a tu fisgón aquí a andar a hurtadillas, a mi espalda. Tú querías encontrar algo mal aquí, Eric, para poder tener unos cuantos titulares más y presentarte al público como una especie de campeón cruzado de la verdad.

—Eso no es cierto, Jonas…

—¿No? Entonces, ¿por qué no me dijiste lo que pensabas hacer cuando fui a tu oficina?

Parker no supo qué decir. ¿Que después de todos aquellos años de amistad y de respeto ya no confiaba en el hombre? ¿Que los deberes de su profesión le exigían que sacrificase todas las relaciones personales en la búsqueda de la verdad? Las palabras de Silverman dolían, y por primera vez Parker se sintió inseguro de sus propios motivos. Quizás había algo de verdad en lo que el hombre decía, quizás estaba intentando alimentar su propio ego.

—Te has ido a un limbo esta vez —dijo Silverman—. Y yo iré a ver cómo te vas.

Silverman se dio bruscamente la vuelta y se fue, y Parker miró a su alrededor, turbado por las miradas boquiabiertas del personal del hospital, que se había parado para mirar la andanada. Salió rápidamente, pensando en el significado de la última observación de Silverman. Había sonado claramente como una amenaza, pero Parker la descartó, considerándola una afirmación sin sentido hecha en un momento de cólera.

Parker iba por la zona de estacionamiento, perdido en sus pensamientos, cuando el sonido de unos neumáticos que chirriaban le alertó. Un Chevrolet negro de forense paró en el camino frenando ruidosamente a su lado. Steenbargen sacó la cabeza por la ventanilla y dijo:

—Me enteré de tu llamada cuando llegué a la central. ¿Qué sucedió?

Parker se lo contó y el inspector se restregó el bigote encanecido, dudando.

—Esto está resultando demasiada coincidencia para mí. Primero Duffy, luego Brock y Braxton. Todo muertes «accidentales». Dos de ellos relacionados con las drogas, ¿en el mismo día? Lo siento, pero algo está podrido en Dinamarca.

Parker se mostró de acuerdo y luego preguntó:

—¿Sellaste el piso de Brock?

—Sí. La llave está en el centro.

—¿Y el traje de buzo?

—Está en tu oficina. —Miró a Parker preocupado—. Son casi las once y media, jefe. ¿Por qué no das por terminado el día? Se te ve extenuado.

Parker asintió sin comprometerse. Cansado como estaba, sabía que si se iba a casa no podría dormir. Se quedaría sentado mirando las luces. La idea le parecía intolerable en aquel momento. No sólo por los sucesos de la tarde, sino también porque se sentía como un hombre al que le va a llegar el momento del juicio.

—Tienes razón, Mike —dijo Parker, pasándose una mano por el cabello—. Ha sido un día muy largo. Te veré mañana.

Steenbargen siguió pareciendo preocupado.

—¿Estás bien? ¿Quieres ir a algún sitio a tomar algo?

Parker negó con la cabeza cansadamente.

—No. Creo que me voy a casa.

Steenbargen asintió y salió de la zona de aparcamiento. Parker le miró cuando se marchaba, luego se metió en su coche y arrancó.

Esperó casi a estar en el centro, a que Steenbargen estuviese fuera del alcance de la transmisión, cogió la radio y avisó a la seguridad del centro de que iba hacia allí.