16

La calle Cole estaba justo a la salida de la autovía en las afueras de Inglewood, a casi medio kilómetro del LAX. El vecindario daba la sensación de pertenecer a la clase obrera. En las aceras había hileras de olmos achaparrados y modestas casitas de estuco. La única cosa que la diferenciaba de las otras del bloque era su perentoria necesidad de pintura y de un jardinero. El trozo de delante, que presumiblemente había sido césped en otro tiempo, parecía como si hubiera sido rociado con un herbicida tóxico (Agent Orange). Un Hyundai sedán marrón estaba en el camino junto a la casa. La luz se derramaba suavemente a través de las cortinas corridas al otro lado de las ventanas delanteras. Había muy pocos coches aparcados en la calle.

En el momento en que Parker apagaba el motor, las ventanas del coche fueron sacudidas por el estruendo de un 747 despegando de una pista en algún lugar cercano. No era de extrañar que los árboles del bloque fueran achaparrados, pensó.

Por el volumen de la música rock que sonaba dentro de la casa, el vivir en una zona de paso de vuelos de LAX debía de haber deteriorado el oído de Emily Braxton. Parker salió del coche y se dirigía hacia el camino de la entrada cuando otro ruido le dejó perplejo. Éste no era el del motor de un avión a reacción. Era el grito de terror, continuo y agudo, de una mujer, y salía de la casa.

La puerta delantera se abrió de golpe y Emily Braxton salió tambaleándose, retorciéndose y debatiéndose espasmódicamente, intentando golpear el fuego que la envolvía de cintura para arriba. Era una antorcha humana. Su pelo y su ropa estaban ardiendo, y su cara agonizante, cubierta por una pavorosa llama azul.

Extendió los brazos hacia Parker, implorante, y luego el grito que destrozaba los nervios se apagó, mientras hacía una pirueta y se desplomaba sobre la acera.

Parker se quitó la chaqueta de un tirón y corrió hacia ella. Trabajó frenéticamente, intentando sujetar su cuerpo retorcido mientras apagaba las llamas, y finalmente ella perdió el conocimiento y se quedó inmóvil. En lo que parecía una eternidad, pero que probablemente no fuesen más de diez segundos, consiguió extinguir el fuego. De pronto, oyó el sonido de un coche poniéndose en marcha, un motor rugió y al otro lado de la calle, un Corvette rojo salió disparado del bordillo, con las luces apagadas.

Sin pensarlo, Parker corrió a la calle, para intentar mirar el número de matrícula del coche, y tuvo que tirarse hacia el otro bordillo para evitar que el coche, que iba coleando casi fuera de control, le golpeara. Al caer se dio la vuelta sobre un hombro y rodó, poniéndose a cuatro patas, a tiempo de ver las luces traseras parpadear y desaparecer dando la vuelta a la esquina.

Corrió hacia su coche, cogió la radio de un tirón, dio instrucciones para que el servicio de guardia llamase a los médicos de urgencia y luego volvió a prestar atención a Emily.

Estaba tendida, hecha un montón inmóvil, con las piernas en posición fetal. Su ropa había ardido dejando ver la piel quemada y con ampollas, y el cabello y las cejas habían desaparecido por completo. Al agacharse para buscarle el pulso, su nariz percibió un olor por debajo de la carne y del cabello quemados, débil pero inconfundible: éter. Eso explicaría el color azul de las llamas que la envolvían.

Le puso los dedos en la garganta. Estaba conmocionada, pero viva. Parker se levantó y por primera vez se dio cuenta de que había gente mirándole desde las puertas abiertas de sus hogares.

Un terrier pequeño cruzó corriendo la calle hacia él, ladrando, y Parker golpeó el suelo con el pie para pararlo. El perro puso el freno, pero continuó provocando desde una distancia segura. La mujer negra propietaria del can le llamó para que volviera, desde la casa del otro lado de la calle, pero no le hizo caso.

Un hombre pálido de aspecto rudo, que llevaba puesta una camiseta de verano subió corriendo por la acera, echó una mirada a la cosa retorcida del pavimento y murmuró:

—¡Jesús!

—Está bien —le tranquilizó Parker—. Pertenezco al servicio del coroner del condado.

El hombre entrecerró los ojos y luego los abrió, reconociéndole.

—¡Ey! Usted es aquél cómo se llame. Le he visto en la televisión… ¿el coroner?

Hubo un fuerte estallido y se oyó un ruido de cristales rotos dentro de la casa. El humo salía por la puerta delantera que estaba abierta. Parker miró a Emily y le puso por encima la chaqueta, que era todo lo que podía hacer por ella hasta que llegasen los de urgencias.

—¿Tiene una manguera? —preguntó apremiante.

—Sí, claro —dijo el hombre corpulento, vacilando todavía.

—Entonces vaya a buscarla, ¡rápido! —le ordenó Parker.

Parker dejó a Emily y corrió por el camino de delante buscando una salida de agua. Descubrió una medio oculta entre los arbustos, cerca de la puerta principal. La abrió toda y se empapó completamente. Temblando por la impresión del agua fría, mojó su pañuelo, se lo puso sobre la nariz y se metió en la casa.

El fuego estaba empezando a afianzarse en aquel momento, pero el humo era espeso. Las llamas parecían estar concentradas en el centro de la habitación, en la que un sofá y dos sillas atestadas ardían intensamente. Parker se agachó, corriendo de habitación en habitación, buscando otras posibles víctimas, pero no pudo encontrar ninguna.

Para cuando volvió a la sala de estar, el fuego se había extendido, lamiendo las paredes y amenazando con cortarle la salida. Estaba aturdido y desorientado, y el humo era tan espeso que no podía ver la puerta. Sabía que debía moverse de inmediato o sería rápidamente envuelto por los humos tóxicos que se desprendían de los muebles que ardían. Hizo una conjetura y se lanzó a la carrera. El aire de la noche era fresco, le pareció agua clara de manantial para su garganta en carne viva cuando salió tambaleándose, tosiendo y con náuseas, hasta el césped. Unas manos fuertes le sostuvieron y una voz la preguntó:

—¿Está usted bien?

Parker intentó parpadear para que le salieran las lágrimas debidas al escozor de los ojos. Era el hombre corpulento de abajo de la calle.

—Sí, estoy bien.

El hombre asintió y le dejó ir cuando llegaron dos vecinos corriendo con mangueras de jardín enrolladas.

—¿Hay alguien más ahí?

—No lo creo —consiguió decir Parker entre ataques de tos. Señaló la boca de riego y le dijo al hombre que mojase primero las paredes para intentar que las llamas no llegasen al techo. El hombre levantó la manguera mientras los otros dos corrían alrededor de la casa buscando más salidas de agua.

Parker se volvió y fue tambaleándose hacia Emily, tomando aire a grandes bocanadas. Se arrodilló a su lado y le volvió a tomar el pulso. Levantó los ojos, aturdido, cuando se oyeron las sirenas dando la vuelta a la esquina y el patio delantero se llenó de firmes pisadas. Consiguió levantarse justo cuando dos jóvenes del servicio médico llegaron hasta él.

—¿Está usted bien?

Parker asintió con la cabeza y les indicó que debían atender a Emily. Lo hicieron rápidamente, buscando indicios de vida, cubriéndola con una sábana y una manta y empezaron a ponerle una endovenosa. Parker se apartó a un lado para hacer sitio a los bomberos que llegaban en aquel momento. Al hombre corpulento le quitaron su manguera de jardín y le dijeron que despejase la zona.

Era duro ser un héroe, pensó Parker con ironía, al ver al hombre volver a su propio patio. Ya no había lugar para aficionados. Demasiados profesionales. Se quedó respirando profundamente y esperando que su cabeza se pusiera en orden. Luego fue a hablar con los médicos de urgencia.

—¿Cómo está?

—¿Quiere, por favor, despejar el área? —comenzó a decir bruscamente uno de ellos, y luego levantó la vista y reconoció a Parker—. Oh, hola, doctor Parker —dijo poniéndose en pie—, ¿Qué está usted haciendo aquí, señor? —El hombre no lo dijo, pero el resto estaba implícito en la pregunta: aún no está muerta.

—Yo la saqué.

El médico hizo un gesto con la cabeza.

—Sus constantes vitales no son buenas. No sé si lo superará. El pulso es de uno treinta. El BP está en setenta y está bajando rápido.

—¿Respiración?

—Treinta y ocho y superficial.

—¿Dónde la llevan?

—El Westbrook ER es el que está más cerca. Ya hemos llamado. Nos están esperando.

Los ojos de Emily se abrieron repentinamente y empezó a mover la boca como un pez, jadeando en busca de aire. Parecía que intentaba decir algo. Parker se inclinó y puso la oreja cerca de su boca, llena de ampollas, recibiendo una buena vaharada de cabello quemado, que era un rastrojo de alambre quebradizo y ennegrecido. El sonido que salió de su garganta era algo entre un chirrido y un resuello y luego perdió de nuevo el conocimiento.

Parker se quedó mirando cómo la ponían suavemente en una camilla y la metían en la parte de atrás de la ambulancia.

Las sirenas gimieron y cesaron cuando un Chevrolet blanco del servicio de incendios con las luces de advertencia puestas, se detuvo detrás del coche de bomberos, seguido de dos coches color blanco y negro del departamento de policía de Los Ángeles. Un par de hombres vestidos con trajes oscuros salieron del Chevrolet. Uno de ellos, un hispano alto con la cara picada de viruelas, se dirigió hacia los policías y les dio instrucciones de que precintaran el lugar. El otro, un tipo a lo Clint Eastwood que no parecía tonto, buscó al capitán de bomberos, que hablaba con los hombres que tenía dentro de la casa a través de su radio y empezaron a conversar. El capitán de bomberos hizo gestos en dirección a Parker y los dos hombres se acercaron.

—¿Doctor Parker? —dijo Eastwood—. Terry Heisman, de Incendios. Tengo entendido que usted vio lo que sucedió.

—No vi cómo comenzó el fuego —dijo Parker—, Estaba aparcando el coche cuando la mujer salió de la casa.

El hispano se acercó y Heisman le presentó como su compañero, George Gonzales. Parker les contó lo que había visto.

—¿De qué año era ese Corvette?

—Un modelo antiguo, diría yo. Los últimos tres números del número de matrícula eran 381.

—¿Pudo usted ver al conductor? —preguntó Heisman.

—No.

—¿Cree que quienquiera que fuese tenía algo que ver con esto?

—No lo sé —les dijo Parker—. Nadie más que la chica salió de la casa. Pero el que conducía tenía una prisa condenada por salir de aquí.

—¿Cómo es que estaba usted en el lugar? —preguntó Gonzales.

—Vine para hablar con la chica, sobre su novio. Lo encontraron muerto en su piso esta tarde.

Heisman levantó los ojos de su libreta.

—Muerto. ¿Cómo?

—Aún no lo sé seguro, pero parece que por sobredosis.

El mensáfono del capitán se encendió y una voz anunció a través del receptor que el fuego estaba apagado. Cortaron el agua y tres bomberos salieron de la casa con máscaras de gas y hachas.

—Veamos lo que tenemos —dijo Heisman, dirigiéndose hacia la parte trasera del Chevrolet.

Los dos inspectores se quitaron las chaquetas de sport y del maletero del coche sacaron dos chaquetas de lona y dos pares de botas de goma que acto seguido se pusieron. Cogieron dos linternas de nueve acumuladores y se dirigieron hacia la casa, seguidos del capitán de bomberos y de Parker.

El fuego había quemado los interruptores de la casa y el interior estaba oscuro. Heisman atravesó la puerta y barrió la sala con la linterna. Desde el centro hasta la pared del fondo estaba todo ennegrecido y se habían hecho agujeros en la pared. Los pies de Parker chapoteaban en la alfombra empapada. Había cristales rotos por todas partes. La atmósfera era espesa, húmeda, casi sofocante por el olor del carbón.

Heisman fijó su linterna en el montón de muebles quemados y destrozados del centro de la habitación y se dio una vuelta por ella. Se agachó, cogió un lápiz y empezó a remover los escombros del suelo. Metió el lápiz por el cuello de una botella marrón y la levantó.

—Tiene usted un olfato de miedo, doctor —dijo Heisman—, Éter.

Volvió a poner la botella en el suelo y hurgó un poco más. La luz dio sobre algo cegadoramente brillante. Un trozo de espejo roto. Heisman lanzó a su compañero una mirada de inteligencia.

—Aquí es donde empezó —dijo, pasando la luz sobre la ennegrecida barriga de metal de un narguile.

Parker lo miró y examinó el resto de la habitación. Sus ojos se detuvieron sobre una endeble silla de respaldo recto, con patas metálicas, caída en un rincón. Algo relacionado con la presencia de la silla en la sala le inquietaba. Era el tipo de silla más adecuado para una cocina. Se acercó a ella y la examinó más de cerca.

La silla estaba caída de lado y el calor había deshecho el asiento y el respaldo, que antaño habían sido marrones. A su lado, destrozada sobre el suelo, había una lámpara de cerámica chamuscada, de esas que se hacen a miles y se venden en sitios como el K-Mart por doce dólares. Estaba mirando fijamente la silla cuando Gonzales le distrajo tocándole el codo.

—¿Ha olido eso?

Parker olió el aire. Junto al del éter, había otro olor, penetrante y distinto.

—Amoníaco.

—Se utiliza en el proceso de extracción de la droga —dijo Gonzales—. Primero se disuelve la cocaína en agua destilada y se mezcla con éter, luego se añaden unas cuantas gotas de amoníaco. Eso separa las impurezas. La parte superior se quita y se seca sobre alguna superficie, en este caso, probablemente ese espejo de ahí. El residuo se rasca y se fuma, normalmente en un narguile con un poco de hierba.

Heisman se levantó.

—La mano de la chica debía temblar demasiado. O bien vertió el éter, o lo puso demasiado cerca de una de esas velas y pegó un estallido. No es muy difícil con todo eso.

—¿Cómo puede alguien ser tan tonto como para acercar éter a una llama? —preguntó Parker.

Gonzales se encogió de hombros.

—Si esa gente tuviese cerebro, no estarían haciendo esa porquería, ¿no?

Parker lo admitió en silencio.

—Es mejor decírselo a los de estupefacientes —le dijo Heisman al capitán de los bomberos, que transmitió el mensaje a través de su radio.

Mientras los dos inspectores de incendios escudriñaban los escombros de la sala de estar, Parker le pidió prestada una linterna al capitán y pasó por una puerta que daba a la cocina.

El fuego no había llegado allí, pero probablemente hubiese supuesto una mejora. Los grandes drogadictos no eran generalmente buenas amas de casa y Emily Braxton no era una excepción. Había platos y vasos sucios, cajas abiertas de galletas saladas y dulces, botellas de vino vacías y un tarro de margarina de cacahuete Skippy, desparramados por los aparadores y en el fregadero. Algunos potes, cuyo contenido había hervido hasta secarse, estaban sobre la encimera de la cocina, llena de grasa incrustada. La principal atracción era, sin embargo, la maltrecha maleta marrón que había abierta encima de la mesa, en un rincón de la cocina.

Parker fue hacia ella y enfocó el interior con la linterna. Estaba vacía. Pasó el dedo índice por la tela de nylon marrón. Quedó un trazo visible sobre la delgada y casi imperceptible capa de polvo que cubría la superficie. Parker acercó su dedo a la luz. Estaba blanco.

Los dos cierres de la maleta estaban rotos, forzados, a juzgar por su aspecto retorcido y los arañazos del metal. Parker inspeccionó uno de los cierres detenidamente y advirtió unas diminutas hebras amarillas de algún material sintético que se adherían a él. El equipaje no llevaba etiquetas que indicasen a quién pertenecía.

Había tres sillas de plástico marrón alrededor de la mesa, primas de la víctima del fuego de la sala de estar. Una de las sillas había sido llevada de la cocina a la sala. ¿Por qué?

Volvió a la sala de estar y pasó la linterna por el techo de por encima de la silla caída. Era escayola sólida. Allí no había placas para insonorizar. Movió la cabeza. Ella necesitó otra silla en la sala, así que cogió una de la cocina, de manera que… ¿qué? Su mente empezaba a encontrar algo sospechoso en todo.

Volvió de nuevo a la cocina y barrió la pieza con su linterna. Había una puerta al lado del fregadero, entreabierta. Fue hacia ella, la abrió y salió al exterior, al aire fresco de la noche.

Un pequeño porche de cemento daba a un patio diminuto sofocado por la maleza, rodeado de una alta valla de madera. Parker fue hasta la puerta de la verja, cerrada con un pestillo, y la abrió. Un enorme gato gris, sorprendido por la intrusión humana, bajó de un salto de la tapa de un cubo de basura y salió corriendo calle abajo. La sorpresa había sido mutua. Parker se detuvo un momento esperando que el corazón se le calmase y luego volvió por la verja. Al volver hacia la casa, la luz dio sobre algo que había en el suelo de cemento del porche, de lo que no se había percatado al salir, y se agachó para verlo más de cerca.

Era una pequeña mancha circular de polvo blanco salpicada con pedacitos de piedra blanca. Parker volvió despacio hasta la callejuela, buscando más polvo de aquel por el patio, pero no pudo encontrar más.

Heisman había llegado hasta la cocina y estaba pasando el haz de luz de su linterna por las paredes cuando Parker volvió.

—Hay unos restos de polvo en esa maleta que hay ahí que podrían ser cocaína.

Heisman se encogió de hombros con indiferencia.

—Eso es para los de estupefacientes. Yo investigo incendios provocados y aquí no veo ninguna evidencia de que haya sido provocado.

Volvieron a la sala de estar. Un hombre con cara de halcón y vestido con traje oscuro y corbata apareció en la puerta principal y miró a su alrededor con cautela. Una voz detrás suyo dijo:

—Venga Sam, muévete. Quiero estar en casa a medianoche.

El hombre con rostro de halcón dio un paso sobre la alfombra empapada, miró disgustado sus zapatos acharolados azul marino, imitación de cocodrilo y exclamó:

—¡Me cago en la…! Estos zapatos me costaron noventa y cinco pavos. ¡De rebajas!

Un hombre mayor, barrigudo, se acercó al hombre de la cara de halcón.

—Te lo vengo diciendo, Sam —comentó alegremente el hombre—. Deberías comprar en Kinney’s, como yo. Entonces no te cagarías en nada.

El hombre tampoco parecía preocuparse demasiado por el resto de su vestimenta. Llevaba una chaqueta a cuadros escoceses rojos y azules, pantalones caqui y un sombrero verde de alpinista, de los que llevan plumas a un lado de la cinta.

—¿Sois de estupefacientes, chicos? —preguntó Heisman.

—Así es —dijo el hombre mayor, acercándose—. Soy Stroud. El anuncio del Gentleman’s Quarterly de ahí es Holmes.

Su expresión reparó en la presencia de Parker y preguntó:

—¿Hay alguien herido?

—La inquilina de la casa está mal. El doctor Parker estaba en el lugar cuando estalló el fuego. Ésa es probablemente la única razón por la que sigue viva.

Holmes se había cogido los pantalones pulcramente planchados y andaba cuidadosamente sobre la alfombra. Stroud le miró divertido y preguntó:

—¿Qué sucedió?

—Parece como si la chica hubiese estado procediendo a la extracción de la droga y se le hubiera derramado éter —dijo Heisman.

Entraron en la cocina y examinaron la maleta. Stroud le quitó la boquilla de plástico a un Tiparillo que llevaba en el bolsillo, se lo puso en la comisura de la boca y empezó a masticarlo. El tedio jocoso había desaparecido de sus ojos y en su rostro apareció una expresión interesada.

—Si había algo aquí escondido, ¿dónde ha ido a parar? La chica no puede haberla extraído toda.

Holmes hizo un gesto interrogante.

—¿Cómo sabemos lo que había ahí? Ni siquiera estamos seguros de que sea coca. Podría ser azúcar en polvo.

—Y ésos podrían ser de piel de cocodrilo auténtica —dijo Stroud, señalando los zapatos de su compañero. Miró los cierres—. Desde luego han sido forzados.

Parker les contó lo de la muerte de Harvey Brock y que tenía un escondrijo en el techo de su armario.

—¿El muchacho traficaba, mm? —preguntó Stroud, con interés.

—Eso parece.

El inspector levantó el ala de su sombrero con el dedo índice.

—¿Cree que esta maleta era la suya?

Parker señaló el cierre de la maleta.

—No lo sé, pero las fibras de ese cierre se lo pueden decir. Parecen fibra de vidrio y había un rollo de aislante de fibra de vidrio en el techo de Brock.

Parker les habló del Corvette y Stroud intercambió miradas con su compañero.

—¿Cree usted que le prendieron fuego a la chica?

Parker se encogió de hombros.

—No lo sé. Como les estaba diciendo a los inspectores de incendios, nadie salió por la puerta principal excepto la chica.

El cuarteto se dirigió al porche, donde Parker señaló la mancha de polvo blanco. Después de examinarla, Stroud se levantó y dijo:

—Podría ser cocaína. La analizaremos, y también los restos de esa maleta.

Y dirigiéndose a Holmes:

—Llama al departamento de investigación y que vengan aquí algunos hombres a recoger pruebas antes de que empecemos a revolver esta casa.

Stroud se tiró del labio inferior.

—Si ha sido un robo de droga, alguien puede haber intentado hacerse el listo y haberlo hecho aparecer como si se hubiese producido un accidente durante el proceso de extracción. El tipo pudo haber cogido la droga, prendido fuego a la chica, salido por la puerta de atrás, bajado por la calleja y luego haber subido por el otro lado de la calle hasta el Corvette mientras usted se detenía.

—¿Por qué iba alguien a arriesgarse tanto a que le vieran? —argumentó Parker—, ¿Por qué no aparcar en la calleja directamente?

Stroud hizo una mueca y asintió ante la lógica de aquello.

—Pondré a alguien en Westbrook por si la mujer recobra el conocimiento y empieza a hablar. Mientras tanto, continuaré con las posibilidades que pueda haber y veré qué nos sale.

Parker les dio el nombre de Wolfe para que pudiesen trabajar con él en el caso y luego preguntó:

—¿Me van a necesitar?

—Si los de Investigación de Incendios han acabado con usted, nosotros también —dijo Stroud—. Necesitaremos una declaración suya, pero eso lo podemos hacer más tarde. Me parece que sabemos dónde encontrarle.