Los apartamentos Keops estaban en West Hollywood, al final de una calle estrecha que salía de Vine. Parker se identificó ante un policía de patrulla, quien le indicó un lugar para aparcar delante de un par de coches color blanco y negro.
El sitio era una extravagancia de los años veinte, una parodia de una escena de bazar en un decorado de la película El egipcio. Era el atrio de una casita de estuco de un piso, con techo de teja roja y un toldo de lona a rayas que cubría las ventanas. Una arcada en punta, flanqueada por guardias egipcios de yeso, sentados, daba a un patio en el que una fuente obstruida por algas, gorgoteaba y silbaba.
Unos cuantos habitantes del edificio estaban delante de sus puertas mirando lo que hacía la policía, pero en su mayoría, las cortinas estaban corridas sobre ventanas sin luz y las puertas completamente cerradas. Era la clase de lugar en el que la visión de un uniforme de policía haría que sus ocupantes, lloriqueando y con los ojos húmedos, se metieran en sus agujeros a la carrera a esperar a oscuras hasta que el peligro hubiera pasado.
El número ocho estaba al final del patio. Parker hizo una señal al agente que había en la puerta y entró.
La sala de estar estaba mal ventilada y era tan pequeña, que apenas había espacio para los cuatro policías de paisano y los hombres del gabinete de identificación que estaban barriendo la casa en busca de huellas. Las paredes eran de yeso, los muebles baratos y mediocres. Había señales de estar habitada: un cenicero lleno de colillas sobre la mesita de fórmica, una chaqueta de sport tirada sobre el respaldo de una silla desgastada, una caja de Ho-Hos abierta sobre la endeble mesa de comedor… Un mostrador de fórmica separaba la sala de estar de la cocina y sobre él había un barrigudo narguile de cristal. Un equipo estéreo y aproximadamente una docena de libros de bolsillo ocupaban las estanterías empotradas en la pared, y enfrente había un aparato de televisión Zenit de diecinueve pulgadas sobre una mesilla de ruedas.
Un agente del sheriff, alto y pelirrojo, que Parker reconoció por haberlo visto en casa de Duffy, entró por el pasillo en arco que había junto a la cocina. Saludó a Parker con expresión de cansado de la batalla y se presentó como Wolfe. Llevaba puestos unos pantalones marrón oscuro y una chaqueta de pana color tostado, con un alfiler dorado y pequeño en la solapa, con el número «187», el número del código penal de California para casos de asesinato.
Wolfe se pasó una mano por la parte de atrás de su muy untuoso cabello y dijo:
—Gunderson y yo habíamos pasado para preguntarle a Brock por qué estaban sus huellas por toda aquella bolsa de plástico llena de cocaína que encontramos en casa de Duffy. Parecía como si hubiese muerto un par de horas antes de que llegásemos.
—¿Cuándo fue eso?
—Debe hacer una hora. Llamamos y no nos contestaron. Pensamos que era un poco raro, porque el coche de Brock estaba fuera y podíamos oír la música que salía de la casa, así que Gunderson fue a buscar al administrador y él nos abrió. Le encontramos en el dormitorio. Sobredosis, diría yo. Llamamos a los médicos de urgencia, pero ni siquiera intentaron reanimarlo.
Hizo una pausa y miró a Parker con curiosidad.
—Muy bueno lo de esas huellas. ¿Cómo lo supo?
—No estaba seguro —dijo Parker—, Era sólo una conjetura. Hablé con Brock ayer noche y me dijo un par de cosas que me extrañaron.
Parker le siguió hasta el único dormitorio del piso. Cuando entraron en la pequeña habitación, un fotógrafo estaba tomando fotografías de Brock, que estaba echado en la cama sobre su lado derecho, de espaldas a la puerta. Llevaba puestos unos téjanos gastados y una camisa deportiva a flores; no llevaba zapatos. El fondillo de los téjanos estaba oscuro en el lugar por donde la muerte había relajado su esfínter.
Steenbargen salió del cuarto de baño de al lado.
—¡Hola, jefe!
Parker devolvió el saludo y se quedó muy quieto en medio de la habitación, abarcándolo todo.
Wolfe empezó a decir algo, pero Parker le hizo callar con un gesto de la mano, mientras sus ojos vagaban por las paredes, el suelo, el techo. El inspector parecía desconcertado de que el forense no hiciese ningún gesto hacia el cuerpo, pero Parker sabía que el cuerpo no iba a ninguna parte. Era una lección que intentaba inculcar a sus alumnos: el escenario y el cuerpo podían contar a menudo historias distintas, y si se iba demasiado deprisa se podían pasar por alto detalles importantes. En este caso no parecía haber nada, ni salpicaduras de sangre, ni agujeros de bala, ni yeso desconchado.
La desgastada alfombra, como en la sala de estar, era del color de la suciedad y, como en la sala de estar, era difícil decir si aquello era deliberado. El traje de «Rocky» de Brock estaba sobre el asiento de una butaca al lado de la cama, y cerca de él había una plancha de vapor de pie sobre una raída tabla de planchar. Había una guitarra con las cuerdas rotas apoyada sobre una pared. Sobre el barato escritorio de fórmica, pegado a la pared, había una gran bolsa de plástico de cremallera, llena de polvo blanco, un paquete de algodones Johnson y Johnson y una bolsita de plástico con una cantidad muy pequeña de algo que parecía marihuana.
—Parece como si Brock traficara —observó Steenbargen—. Debe de haber más de cincuenta gramos aquí, y en el armario hay material para empaquetar.
Sobre la mesilla de noche había una cuchara de té con una bolita de algodón, una botella de agua destilada de litro, una jeringa quirúrgica y un globo de plástico rojo de cuyo extremo salía más polvo blanco. Parker conjeturó que el polvo era heroína. A menudo se utilizaban globos de plástico, o profilácticos, para empaquetar grandes cantidades de esa droga. Inspeccionó el final de la aguja de la jeringa. Era una medida pequeña y en la punta había sangre incrustada.
Todo indicaba que Brock se había estado «chutando», inyectándose una mezcla de heroína y cocaína. Según la pureza de la heroína, no hacía falta calentar la mezcla. Una pequeña cantidad de cada droga podía mezclarse en la cucharilla y hacer una solución añadiendo el agua destilada. Un algodón pequeño se dejaba caer entonces en la cuchara y la solución se hacía pasar a la jeringa a través del algodón, que filtraba la mayoría de las impurezas. Los drogadictos decían que la sensación que seguía era como ganar la carrera de los cien metros en los juegos olímpicos de verano… los que todavía estaban vivos para contarlo.
Parker pasó al otro lado de la cama. Los ojos de Brock estaban medio abiertos y vidriosos y tenía la cara azul oscuro. La punta de la lengua le salía por entre los labios entreabiertos y una estalactita de saliva pardusca le corría por entre la comisura de la boca y manchaba la almohada debajo de la cabeza.
Parker esperó a que el fotógrafo terminase y luego puso a Brock sobre su espalda. La lividez era manifiesta en el lado derecho de su cara y de su cuerpo. Parker apretó un dedo contra la piel color púrpura. Palideció mínimamente, lo que significaba que la sangre ya había empezado a coagularse. Le tocó la cara y el cuello. La piel estaba aún caliente y no había signos de rigidez. Miró a Steenbargen.
—¿Has tomado la temperatura?
—Treinta y seis cuatro.
Parker inclinó la cabeza.
—Yo diría que ha muerto hace al menos dos o tres horas.
Cogió cada una de las manos de Brock y examinó las venas de los dorsos y las venas interiores de cada brazo. No pudo detectar marcas, pero eso no significaba mucho. La aguja de aquella jeringa era «cutánea» y cualquier pinchazo que hiciera cicatrizaría en seguida.
—¿Ha estado por aquí su novia?
—No ha venido nadie por aquí —dijo Wolfe.
—Estaba en el Comedy Store con Brock ayer noche. Emily no sé qué. Ella podría saber lo que ha sucedido aquí, o al menos ayudarnos a aclarar la hora exacta de la muerte —entonces le vino el nombre—. Braxton.
—Lo comprobaré —dijo Steenbargen y salió.
Parker pidió una silla y entró en el diminuto armario, iluminado por el fulgor de una bombilla de veinticinco watios que había en un portalámparas encima de la puerta. Le trajeron una silla y Parker se subió a ella.
El techo era demasiado bajo para poder ponerse de pie y tuvo que doblar las rodillas y poner el cuello de lado para evitar golpear las placas de aislamiento con la cabeza. En la repisa de encima de la barra de la ropa había una balanza de cruz de gran precisión y un cajón de escritorio de poca profundidad lleno de avíos: bolsas de plástico, librillos de papel, un filtro, un juego de cartas, hojas de afeitar, un pote grande de Manitol y una botella de éter. Manitol era un laxante en polvo para lactantes que a menudo utilizaban los traficantes de cocaína para cortar la pureza e incrementar las ganancias de su producto, y el éter se utilizaba en el proceso de extracción de la droga. Parecía que Fenady hubiese tenido razón: además de su número poco cómico, Brock había tenido una actividad suplementaria nada divertida.
Parker se apoyó contra el estante y miró el techo. El techo de la habitación era sólo de yeso, como las paredes, y al menos medio metro más alto. Empezó a empujar con suavidad las placas de sesenta por sesenta. La mayoría de ellas no se movieron, pero una cedió con facilidad y la levantó. Un policía servicial le alcanzó una linterna y Parker metió la linterna y la cabeza por el agujero.
Como había sospechado, era un techo falso, suspendido del de yeso original. El espacio era de aproximadamente metro veinte por metro veinte y de unos setenta y cinco centímetros de alto, un escondite pequeño y acogedor para guardar golosinas fuera de la vista de fisgones. Sin embargo, el único premio que contenía el lugar era un rollo de aislante de fibra de vidrio envuelto en papel de aluminio.
—¿Hay algo ahí arriba? —le preguntó Wolfe.
—Sólo un rollo de aislante de fibra de vidrio —le dijo mientras bajaba—. Échele un vistazo, de todos modos.
Parker empezó a examinar la ropa que colgaba de la barra de debajo del estante. La mayoría de las mudas de su número estaban allí, así como su ropa de calle habitual. Lo que Parker encontró más interesante fue el traje de buzo de neopreno negro, colocado entre dos bolsas de prendas de vestir.
Apartó la ropa. Sobre el suelo, parcialmente oculta por un talego de lona marrón, estaba una botella de aire comprimido con las correas de submarinista todavía sujetas a ella.
—¿Han mirado si había huellas en esto? —preguntó Parker a Wolfe.
—Aún no —respondió el inspector.
—Necesito un par de guantes.
Uno de los hombres encargados de las pruebas le llevó un par de guantes de algodón blancos, se los puso y abrió el cordón de la parte superior de la bolsa.
La bolsa contenía un equipo de buceo básico: tubo flexible, gafas, aletas, cuchillo, chaleco salvavidas hinchable, cinturón de plomo para contrarrestar la flotabilidad. Básico, excepto por una cosa. En el fondo de la bolsa había un segundo cinturón de plomo. Se parecía al otro excepto por dos peculiaridades: llevaba trece kilos y medio de peso en lugar de los siete kilos del otro cinturón y la hebilla era de un diseño especial que Parker no había visto nunca antes. En lugar de la hebilla usual de desenganche rápido, que podía accionarse fácilmente con una mano en caso de emergencia, ésta tenía un mecanismo de clip, que se soltaba por medio de una anilla disparadora, accionada por un alambre corto.
Parker lo estaba metiendo todo en la bolsa cuando Steenbargen entró en el dormitorio con un trozo de papel.
—Hay una Emily B. en la libreta de direcciones que hay al lado del teléfono en la salita. He marcado el número, pero comunica.
Parker asintió con la cabeza y se levantó.
—Quiero que esta bolsa de lona sea llevada al centro después de que le miren las huellas dactilares, y también el traje de buzo que hay colgado ahí.
—¿Traje de buzo? —preguntó Steenbargen dándose cuenta de su significado.
—¿Qué pasa con esas cosas de submarinismo? —preguntó Wolfe entrecerrando los ojos—, ¿Tienen algo que ver con Duffy?
Parker les contó su conversación aquella mañana con Steve Patton, el camarero que practicaba el surf. Wolfe anotó el nombre y el número de teléfono en su libreta y preguntó:
—¿Está usted diciendo que Brock ahogó a Duffy?
—No. Estoy diciendo que hay un testigo que dice que vio a un submarinista saliendo del agua el mismo día y aproximadamente a la misma hora en que Duffy se ahogó. Cuando hice la autopsia, había algunas contusiones en el cuerpo de Duffy que me preocupaban. En aquel momento las descarté por intranscendentes. Ahora no estoy tan seguro.
Wolfe puso cara de preocupación.
—Pero también tenemos a un vecino que vio a Brock llegar en coche hasta el camino de Duffy y salir al cabo de cinco minutos. El tipo hubiese tenido que ser un artista del cambio para ser capaz de ponerse todo eso, meterse en el agua, ahogar a Duffy y salir de allí.
—Patton dice que el buzo salió del agua al pie del farallón donde termina la calle Nautilus. Brock sabía que Duffy nadaba cada mañana. Pudo haber aparcado al final de la calle Nautilus, haberse metido en el agua, ahogado a Duffy y haber ido después a casa de Duffy.
—¿Y para qué si el tipo estaba muerto?
Parker se encogió de hombros.
—Quizás Duffy tenía algo que Brock quería —intervino Steenbargen—. Quizás Brock volvió a por ello.
—¿Como qué? —preguntó Wolfe.
Parker miró a Steenbargen.
—Brock me dijo que tenía una idea para una serie de televisión que era dinamita y que estaba seguro de que se la iba a vender a Byron Fenady, el productor de Duffy. Según la viuda de Duffy y su agente, Duffy había acabado de trabajar sobre el tratamiento de una serie. ¿Se ha encontrado algo en la casa que parezca el tratamiento de una serie?
Wolfe negó con la cabeza.
—No que yo sepa.
Hizo una pausa y dijo vacilante:
—¿Me está diciendo que este Brock asesinó a su mejor amigo por una idea para un programa de televisión?
—No estoy diciendo que nadie matase a nadie —insistió Parker—. Pero todos, Byron Fenady, Mia Stockton y Joan Duffy, dan fe de que Brock estaba celoso del éxito de Duffy hasta el punto de mantenerlo bien provisto de droga, esperando a que Duffy destruyese su propia carrera. Y Duffy aparentemente se tomaba la molestia de humillar a Brock. Le avergonzaba tratándole como a un chico de los recados. Todo eso puede hacer estragos en un hombre. Quizás Brock vio a Duffy como interponiéndose en el camino de su propio éxito. Brock me dijo la otra noche que Duffy había llegado donde estaba porque le había robado todo su material. Quizás decidió desquitarse.
Steenbargen frunció el ceño.
—Si Brock volvió a la casa a coger lo de la serie, ¿por qué iba a dejar quince gramos de cocaína por allí, con sus huellas, sabiendo que la muerte de Duffy haría que la mitad de la sección de estupefacientes de Los Ángeles iría a husmear?
Parker no tenía respuesta para eso.
—Entonces, ¿qué es lo que tenemos aquí? —preguntó Wolfe—. ¿A Brock le dio un ataque de remordimiento y se puso una sobredosis?
—Ya le diré lo que tenemos aquí cuando haga la autopsia —le dijo Parker.
Steenbargen intervino.
—Esta tarde me vino a ver un liquidador de reclamaciones de Aetna. Duffy tenía una póliza de seguro de vida. De medio millón, con una cláusula ADB. Eso haría que fuese un millón en caso de muerte por accidente.
—¿Quién es el beneficiario?
—Joan Duffy. Y escucha esto: El liquidador dice que el importe de la póliza se dobló hace sólo dos meses. Ante la insistencia de la señora Duffy.
—No es de extrañar que la palabra «suicidio» le sonara sucia.
Steenbargen afirmó con la cabeza.
—Todo el dinero de esa maravillosa doble indemnización volaría por la ventana —levantó una ceja especulativamente—. ¿Quizás ella y Brock estaban confabulados para repartirse el dinero?
—¿Como Fred MacMurray y Barbara Stanwyck en Indemnización doble? —preguntó Parker intentando imaginarse mentalmente a Brock y a Joan Duffy en los papeles. Por mucho que lo intentaba, no conseguía que las imágenes permaneciesen enfocadas—. No les veo juntos, pero… no sé.
—Ella ve una forma de hacerse rica y recluta a Brock para que se haga caigo de la ejecución, prometiéndole repartirse las ganancias…
—Si se iba a divorciar de Duffy, iba a conseguir más de medio millón sólo de pensión alimenticia y para la manutención del hijo.
Steenbargen se encogió de hombros.
—Quizás pensó que el tipo era una mala inversión para el futuro. Quizás le pareció que iba a jorobar su carrera con las drogas y todo eso. También está el motivo de los celos.
—¿Celos? —preguntó Wolfe—. ¿De qué están hablando?
—Hay pruebas de que Duffy era algo mujeriego —dijo Parker, sin especificar—. No estoy desechando por completo la posibilidad, sólo estoy diciendo que no es muy probable. Quizás habría que investigar también los negocios de Sol Grossman. El que le llevaba los negocios a Duffy.
Wolfe se frotó la nuca como si tuviese ahí un dolor repentino.
—¿Qué pasa con él?
—Duffy le llamó la noche antes de morir y le amenazó con pegarle un tiro. Le acusó de deshonestidad y robo.
—¿De dónde ha sacado esa información? —preguntó Wolfe.
—De Mia Stockton —dijo Parker—. Estaba en casa de Duffy aquella noche.
Wolfe hizo una mueca.
—Al capitán Kuttner no le va a gustar esto. Estaba realmente contento con el asunto de Duffy tal como estaba, bien envuelto y bonito. No le va a gustar cuando se entere de que la cinta se está saliendo del paquete.
Parker no podía creérselo. El suicidio hubiese estado bien para Kuttner, pero el asesinato era otra cosa. Un teniente del departamento de policía de Los Ángeles había dicho una vez a Parker que la principal función de un inspector de homicidios era encontrar formas creíbles de convertir homicidios en suicidios, y Kuttner, durante su carrera como inspector, había intentado admirablemente adaptarse a esa descripción en su trabajo.
Un caso que recordaba Parker de hacía años, que Kuttner había investigado y catalogado como «suicidio» era el de un trabajador del muelle, de treinta y siete años, a quien habían apuñalado diecisiete veces con un cuchillo de deshuesar. Kuttner había intentado discutir la conclusión de asesinato de Parker, manteniendo que el hombre se había matado porque sólo la herida de la cuchillada decisiva, que había alcanzado el corazón y casi partido la espina dorsal, había sido mortal, y que los «cortes de defensa» de las muñecas del hombre al intentar defenderse, eran en realidad falsos comienzos mientras intentaba conseguir el ánimo suficiente para cortarse las muñecas.
—Aún puede seguir siendo un precioso paquete —dijo Parker—. La muerte de Duffy puede muy bien haber sido un accidente y no tener ninguna conexión con este equipo ni con la muerte de Brock. Y hasta que se pruebe una conexión, lo mejor que podemos hacer es mantener las cosas bien tapadas.
—Por lo que a mí se refiere —dijo Wolfe— esto es sólo otra sobredosis de un drogadicto.
Parker asintió.
—Y si alguien de la prensa quiere saber algo sobre un equipo de bucear encontrado aquí, que lo busquen en su informe.
Parker y Steenbargen salieron al atrio y el inspector preguntó:
—¿Qué piensas?
Parker se encogió de hombros.
—Tenemos unas veinticuatro horas hasta que la noticia del equipo de buceo se filtre a la prensa. Creo que más nos valdrá tener alguna puñetera información sólida antes de ese momento. Y no creo que ni Wolfe ni Gunderson estén ansiosos por desentrañarlo si Kuttner está tocando retirada.
Steenbargen estuvo de acuerdo.
—Investigaré unas cuantas cosas mañana.
—No sería mala idea —dijo Parker—. ¿Tienes la dirección de la señorita Braxton?
Steenbargen sacó el trozo de papel y se lo dio.
—¿Qué vas a hacer?
—Hablar con ella.
—¿Ahora?
Parker asintió con la cabeza y se miró el reloj.
—Ahora está en casa. Si Brock fue el responsable de la muerte de Duffy y ella lo sabe, podría no estar mañana.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No. Necesito que te asegures personalmente de que ese equipo de bucear llega al laboratorio. Llévalo tú mismo si puedes. Será mejor.
Parker salió del atrio, pasando ante los guardias egipcios, sintiéndose de manera extraña, como un faraón que acabase de escuchar el augurio del destino de su reino.