13

La oficina de Sol Grossman era un pequeño edificio de estuco de una planta, estilo Tudor, en La Ciénaga, frente a un puesto de hamburguesas Fat Boy. El rótulo de la puerta decía «Administración Grossman», y el mensaje de bienvenida de la alfombra decía «Límpiese los pies».

Dentro, casi perdida en medio de un alborozo de flores de seda, una recepcionista baja, atenta y de ojos almendrados, miraba a Parker con estudiada indiferencia. Como ella no tenía prevista su entrevista, no iba a admitirle así como así.

—Soy el doctor Parker —dijo Parker al cabo de un momento—. Vengo a ver al señor Grossman.

—Tendrá que esperar —dijo la chica. Boodry se está retrasando.

Por la forma en que dijo el nombre, Boodry era aparentemente alguien importante, esperado y al que se le permitía el retraso, aunque fuese grande, pero Parker no reconoció el nombre. Probablemente era una estrella de rock, pensó. No estaba al día en estrellas de rock. Su interés decayó con la desaparición de los Beatles.

—¿Le puedo ofrecer algo?

—No, gracias.

Parker se sentó y cogió un ejemplar de la revista «People». La ojeó, experimentando una sensación de prensa popular ya conocida, y cuando comprobó la fecha vio que tenía casi dos años. Una buena señal, sentenció de mala gana. Dirección austera, nada de cosas superfluas.

Más allá del vestíbulo, un hombre gritaba, y luego gritó otro, todavía más. Aunque amortiguados por la puerta, aún se les podía oír con toda claridad, haciendo cada uno de ellos observaciones clasificadas X sobre los orígenes del otro.

—¡Eres un maricón, Grossman! ¡Un maricón!

Parker cogió de nuevo la revista «People», algo tras lo cual poderse esconder, y poco después la lucha a gritos salía a campo abierto. Un hombre enorme como un oso, con la cabeza rapada que parecía un huevo de dinosaurio, salió dando zancadas por el pasillo, haciendo estragos con su capa púrpura en una fila de higueras de seda. El gigante se detuvo cuando vio a Parker y le apuntó con un dedo amenazante.

—¡Y usted también es un maricón!

Parker se le quedó mirando sin comprender. Por debajo de la capa, el cuerpo musculoso del hombre amenazaba con romper la malla bordada de lentejuelas púrpura que llevaba y su cabeza, cuando la bajaba, mostraba una diana llena de colores.

Parker no se movió y el gigante, aparentemente satisfecho de haber dicho la suya, fuera lo que fuese, salió dando un portazo. A través de la puerta cerrada aún podía oírse al hombre repitiendo sus acusaciones de femineidad al tráfico del exterior.

La chica del escritorio esperó hasta que el edificio dejó de temblar para decirle a Parker que el señor Grossman le recibiría ya.

Parker se levantó y vio a un hombre que se le acercaba desde donde estaban las higueras. Iba a bajar la cabeza, pero la mano con pulcra manicura que le alargó parecía bastante amistosa.

—¿Doctor Parker? Lo siento. Debe haber sonado horrible. El equipo A en celo.

Grossman tenía cincuenta y tantos años, grueso, de complexión rosácea que hacía resaltar su pelo oscuro y un bosquejo de barba impecablemente arreglado. Si no hubiera sido por el traje de seda azul de quinientos dólares, Parker lo hubiera tomado más por un granjero menonita que por un directivo de Hollywood de gran poder. Le dijo a Parker que le siguiera y luego se volvió a la chica.

—No quiero ser molestado. Por nadie.

—¿Y Boodry?

—Especialmente por Boodry.

Parker siguió a Grossman por un vestíbulo estrecho y acristalado. Detrás de los cristales, había varias mujeres trabajando, inclinadas sobre calculadoras. Ninguna de ellas tenía máquina de escribir.

—Boodry es un coñazo —dijo desapasionadamente—. Creo que le han golpeado demasiadas veces. Se le debe haber soltado algo.

—¿Qué es, un luchador?

Grossman asintió con la cabeza y suspiró.

—¿Curioso, verdad? Un hombre puede convertirse en una figura pública sólo porque es tan grande como un camión… y puede hablar. Tiene sus propios dibujos animados los sábados por la mañana. Le conseguí un papel importante en Superman VIII y acabamos de firmar un contrato de seis cifras altas con Mattel para una colección de juguetes de «Boodry la Bestia».

—¿Y no está contento?

—Boodry nunca está contento. Está empezando a vivir su papel del cuadrilátero: un gigante relegado a vivir en un mundo de débiles y maricones —se detuvo frente a una puerta—. Ya hemos llegado.

La oficina de Grossman era tan espartana como el resto del lugar. En la pared, un diploma enmarcado diciendo que era contable diplomado. Sobre la mesa, una calculadora, el instrumento de su profesión. En el rincón, una higuera de seda, que no necesitaba ni abono ni agua… una buena señal, reflexionó Parker. Dirección austera. Realmente muy austera.

Parker se sentó en una de las dos sillas.

—Los tenemos de todas clases —dijo Grossman, sin venir a cuento, pero refiriéndose aparentemente a Boodry—, ¿En qué puedo servirle?

Parker pensó que Grossman no parecía especialmente afligido por la muerte de uno de sus principales clientes.

—Tenemos que comprobarlo todo, ¿comprende? —comenzó Parker—. Cuando tenemos esta clase de muerte, en la que se ve envuelto alguien…

—Una estrella —dijo Grossman, esperando. Por primera vez, se le veía impaciente.

—Tengo entendido que Duffy le llamó la noche antes de morir —dijo Parker.

Se produjo un sutil cambio en la expresión del hombre y sus ojos adoptaron una mirada poco franca.

—¿Dónde ha oído usted eso?

—Grabaciones telefónicas —mintió Parker—. Malibú es conferencia.

Grossman frunció los labios pensativo y asintió.

—Así es.

—¿Él estaba solo?

—Que yo sepa, sí.

—¿De qué hablaron?

Grossman se encogió de hombros.

—De lo que normalmente hablábamos… de dinero. John quería dinero y yo no quería dárselo.

—¿Por qué no, si era suyo? ¿O no lo era?

—No lo hubiera sido durante mucho tiempo si hubiese tenido un fácil acceso a él. Las retiradas de dinero de John habían sido excesivas últimamente y había estado mintiendo sobre para qué eran. Yo sabía para qué eran. Todos lo sabíamos.

—Cocaína.

Grossman asintió, y por primera vez sus ojos castaños parecieron tristes.

—Se estaba matando con esa mierda. Le dije que tenía que salirse, buscarse ayuda y una vez tras otra prometió que lo haría, pero ambos sabíamos que mentía.

—¿Así que cortó las entregas?

—Por su propio bien —explicó el hombre—. Le di instrucciones al contable de que no le diera dinero en efectivo a John, salvo para sus necesidades más inmediatas. Todo lo demás, los gastos de la casa, los pagos del coche, el seguro médico, la mujer y el niño, los talones para sus padres, pasaba por mí.

—¿Y estuvo de acuerdo con ese arreglo?

Grossman se encogió de hombros.

—Sabía que lo hacía por él.

—¿Cuánto dinero quería el domingo?

—Dos mil quinientos.

Mia Stockton no lo había mencionado. Parker se preguntó por qué.

—¿Qué dijo él cuando no se lo quiso dar?

—Estalló —dijo Grossman—. Le dije que no podía evitarlo, que no había dinero disponible, y no lo había.

—¿Y dónde estaba?

Grossman se recostó, controlando la situación, aparentemente relajado.

—Todo el dinero de John está inmovilizado en inversiones a largo plazo y de baja liquidez que requieren pagos continuos. Me aseguré de que fuese así. Centros comerciales, bienes inmuebles. Lo repartí de esa forma, complicada, todo comprado a la vez y que no fuese fácil de desembarazarse… al menos sin pensar, para que no pudiese deshacerse de ellas. Cuando pedía dinero, yo podía decirle legítimamente que no podía dárselo porque se arriesgaba a lo que fuera.

—¿No era un poco peligroso? —preguntó Parker—, ¿Teniendo en cuenta el problema de las drogas de Duffy y la naturaleza inestable del trabajo en televisión? Si lo he entendido bien, todo lo que ganaba el chico iba a parar a una especie de pote sin fondo donde daba vueltas indefinidamente, necesitando siempre más y más para estar disponible. ¿Qué hubiera pasado si el programa hubiese fracasado? ¿Cómo se hubieran hecho los pagos?

El hombre extendió las manos.

—No había otra forma. Si John hubiese tenido acceso libre a sus fondos, se hubiese quedado sin blanca en un año. Todo se le hubiese ido narices arriba. Claro que era un riesgo, pero si le hubiesen dado rienda suelta, hubiese sido seguramente así.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Parker—, Sin el sueldo de Duffy, ¿cómo se harán los pagos?

—Lo mismo que hubiese sucedido si se hubiese cancelado la serie. Se vende algo.

El pote se sigue removiendo, pensó Parker.

—No había elección —repitió Grossman con tristeza, como si intentase convencerse a sí mismo. O quizás a Parker—. Cierto, el chico se volvió loco. Acaba de ver a Boodry. La misma clase de locura. Exactamente el mismo problema. Bueno, no exactamente el mismo… Boodry es sólo un idiota. Pero no le durará mucho tiempo el enfado, del mismo modo que a John no le duró nunca. En el fondo John sabía que lo estaba haciendo por él. Yo he llevado a ese chico durante seis años. Le quería como a un hijo.

Por alguna razón, Parker lo dudaba. Era más probable que le hubiese querido como a una máquina de hacer dinero.

—El psiquiatra de Duffy dice que estaba abatido, especialmente desde que su mujer le dejó. ¿Se había dado usted cuenta?

—Nada que no hubiese visto antes. John hablaba de Joan, claro. Echaba de menos a su hijo. Pero tenía confianza en que podría hacer que volvieran.

—Entonces, ¿no le pareció que estuviese excesivamente deprimido últimamente?

Grossman se pasó la mano por la barba, pensativo.

—No, excesivamente no. John había tenido altibajos, pero los tenía desde que le conocí. Era un maníaco-depresivo. Le voy a echar realmente de menos —sonrió—. Es raro, pero nunca pensé que yo diría eso.

—¿Por qué no?

—Porque John podía resultar verdaderamente molesto. Al menos una vez a la semana me decía a mí mismo que el dinero no compensaba los disgustos y que lo mejor que podía hacer por mí era enviar al tipo al infierno, dejarle.

—Pero no lo hizo.

—No —dijo Grossman, mirando seriamente a Parker—, Porque con todos los disgustos que me daba, John tenía algo… una cualidad inocente y adorable que me impedía enfadarme con él. Como he dicho, le quería como a un hijo.

El hombre parecía bastante convincente… Parker se preguntó por qué, pues, no le dejaba convencido del todo. Quizás porque estaba acostumbrado a que todo el mundo en Hollywood intentase proteger una imagen. Si Grossman había adoptado a propósito la imagen de un granjero menonita, la verdadera imagen de la honestidad ascética, quizás era para convencer a sus clientes de que era algo que no era.

—El psicoanalista dice también que Duffy habló de dejar el programa de televisión.

Grossman se rió.

—Duffy hablaba de un montón de cosas. De montar una banda de rock. De hacer de protagonista en su propia película. De dar la vuelta al mundo en barco. De hacerse leñador en los bosques del noroeste. Variaba de día en día, siempre algo distinto, pero nunca hizo nada y nadie le tomaba en serio.

Quizás aquel era el problema, pensó Parker.

—¿Entonces sólo era palabrería?

—¿Lo de dejar la serie? No podía dejar La vida es dura, por mucho que lo hubiese querido. Irse antes de que el programa se convirtiese en un subproducto, hubiese significado tirar una tonelada de dinero, sin mencionar la posibilidad de un litigio. Pero respecto a su reputación, aún hubiera sido peor. En este negocio los actores clave no rompen contratos, y mucho menos en medio de un gran éxito. Eso es un suicidio profesional. Nadie se volvería a arriesgar contigo de nuevo.

—Ya, supongo que no —replicó Parker.

—No supongo —dijo Grossman rápidamente—. Seguro. Estamos hablando de muchos millones de dólares invertidos en un tío; eso es lo que cuesta poner algo en el aire, y si se va a ir sin ninguna razón, arrastrándolo todo tras él… —Grossman hizo un gesto exagerado de impotencia—. Bueno, no habría nada que yo quisiera hacer; con eso no le quedaría más que vagar por la ciudad, y mucho menos cabría esperar otras ofertas.

—De acuerdo —dijo Parker—. Lo consideraré sólo palabrería. Quizás estaba excesivamente ansioso por hacer algo más grande y mejor.

—¿Y quién no lo está? —preguntó Grossman—. Dígame de alguien que no lo esté. Pero uno tiene que actuar juiciosamente, no impetuosamente. Claro, Duffy quería hacer más películas, y podía. Nada le detenía excepto el poder escoger el momento oportuno. Llegaban ofertas sin parar y en cuanto hubiésemos tenido una que no hubiese interferido con el programa de televisión la hubiésemos hecho. Preferentemente sin molestar a Fenady.

—¿Tanta influencia tiene Fenady?

Grossman sonrió misericordiosamente, como si fuese un misionero que intentase enseñar a un aborigen cómo utilizar el cuchillo y el tenedor.

—Todo aquel que puede mantener varios programas de televisión de éxito funcionando es un poder en esta ciudad. Fenady ha tenido más que unos cuantos. Es uno de los pequeños más grandes.

—¿De los pequeños más grandes? —preguntó Parker.

Grossman suspiró profundamente.

—Unas cuantas compañías grandes de producción dominan la programación de las cadenas. A la cabeza están los departamentos de televisión de lo que antaño eran los estudios principales de cine: Universal, Warners, Paramount. En último lugar están los pequeños productores independientes que constantemente se instalan en las cadenas intentando conseguir una idea para hacer un programa piloto. En medio están los pequeños más grandes, distribuidores independientes que han acumulado éxitos y que se han convertido en grandes compañías de producción con personal y equipo de estudio propios. Aaron Spelling, Glen Larson, Steven Cannell, Byron Fenady… éstos son los pequeños más grandes.

—Duffy tenía una idea para una serie nueva…

Grossman gruñó.

—¿A usted no le parecía buena?

—No, tal como estaba.

—¿Hablaron de eso la otra noche?

—Sí, creo que sí.

—¿Qué dijeron?

—John quería que yo la contratase. Le dije que había estado escuchando demasiado a Mia Stockton.

—¿No le gusta Mia Stockton?

—No tengo nada contra ella como persona —dijo Grossman—. Sólo desaprobaba su relación con John. No sólo era dañina para el matrimonio de John, sino que tampoco le hacía ningún bien a su carrera. Ella fomentaba sus ideas sobre el tratamiento de la serie. Dios sabrá por qué. Si John hubiese intentado dejar La vida es dura sus posibilidades de haber hecho un piloto para ese programa hubiesen sido nulas, sin importar lo bueno que hubiese podido ser.

—Por lo que veo, el asunto entre Duffy y Mia Stockton había acabado hacía tiempo.

—Eso es lo que John decía.

—¿Usted no lo creyó?

Grossman negó tristemente con la cabeza.

—Pobre Joan. Se merecía algo mejor que lo que John le daba. Él la insultaba y ella esperaba, aguantando. Las drogas, las mujeres. Ella seguía esperando. Ambos esperábamos.

El agente se movió, incómodo, recordando.

—No me malinterprete. Duffy la quería realmente. Ésa es la tragedia. Sólo que no podía evitarlo. Cuando tuvieron el niño, pensé que podía cambiar, y cambió durante un tiempo… realmente quería al niño… pero luego…

—Los que quieren ser y los que podían haber sido —dijo Parker—. Están tanto tiempo deseándolo y luego, cuando lo consiguen, no saben cómo mantenerlo. Es demasiado triste.

—Una tragedia —convino Grossman.

Parker pensó que no llegaba a ninguna parte. Grossman era como una babosa. Si le pisabas, podía irse a cualquier sitio. Se levantó y dio las gracias a Grossman por su tiempo.

La canción y el baile de Grossman sobre el tener que «proteger» el dinero de sus clientes no había sido demasiado convincente. En el caso de Duffy, con la mente embotada por las drogas, algo de aquel dinero podía desviarse y no encontrar el camino de vuelta a casa.

Los métodos de Grossman justificaban un examen más detenido.