11

El vigilante de la puerta del estudio hizo una llamada y luego dio a Parker una serie de instrucciones sobre cómo llegar al plató de La vida es dura, que hubiese abrumado a Einstein.

Por un momento Parker pensó en pedirle al hombre que le repitiese las instrucciones desde el principio, pero eso hubiera sido impropio en cierto modo. ¿Qué haría un detective de verdad? Parker reflexionó, muy consciente de que estaba de nuevo haciendo de policía y de que no estaba totalmente justificado que lo hiciera. Sin embargo, no podía dejar que el caso Duffy fuera mal llevado sólo porque todos los demás tenían miedo de hacer tambalear el barco. Tenía que insistir independientemente y si era necesario hacer sus propias investigaciones para satisfacer su propio código ético. Y si su código era más estricto que el de la mayoría, que así fuera.

Parker dejó su coche a la entrada del estudio y siguió a pie. Pasó entre dos estudios de sonido enormes como hangares y bajó la calle desierta de una ciudad de decorado, llena, hilera tras hilera, de falsas viviendas. Dio la vuelta a la esquina de la calle de la ciudad y se encontró en un polvoriento pueblo del oeste. Otros cien metros más y se paseaba por la acera arbolada de un tranquilo barrio de las afueras. Unos gritos le hicieron volverse. Eran los del estudio vocalizando el placer colectivo de ser aterrorizados por un gran tiburón blanco de unos cien metros. Parker siguió andando.

Cinco minutos más tarde, se dio cuenta de que se había perdido. En la colina por encima suyo, de apariencia agorera incluso a plena luz de día, había una vieja y lúgubre casa victoriana completa, con buhardilla y antepechos. Parker no iba a preguntar direcciones allí. Janet Leigh lo hizo y mira lo que le había sucedido. Dio la vuelta y volvió al pueblo del oeste y preguntó a un vaquero que estaba cargando su seis tiros preparándose para recibir las instrucciones para el tiroteo del estudio de sonido número seis. Parker lo encontró sin mucho trabajo, pero demasiado tarde. Un tramoyista le informó de que La vida es dura había parado para comer, pero que probablemente podría encontrar a Mia Stockton en el economato del estudio.

Esta vez no se perdió. El economato estaba atestado y la joven camarera del mostrador de enfrente miró a Parker como si fuese un completo imbécil cuando le preguntó si le podía señalar a Mia Stockton. Ella le señaló una rubia con un suéter de cuello cisne, sentada a una mesa y hablando con un par de hombres de negocios japoneses a la caza de estrellas. Los hombres rebosaban de alegría cuando un relaciones públicas del estudio les presentó. Tenía que ser un hombre de relaciones públicas, pensó Parker, porque se inclinaba más que los japoneses.

Parker se mantuvo retirado hasta que las reverencias hubieron terminado y luego dio unos pasos adelante vacilando, y se sintió, por alguna extraña razón, ligeramente nervioso. Normalmente las personalidades del espectáculo no le producían ninguna alteración; sabía mejor que nadie que todos serían iguales cuando dejasen de respirar. Pero algo en aquella mujer le hizo reaccionar. De nuevo la química misteriosa.

Aunque de pecho generoso, era pequeña, chiquita. No era hermosa, ni siquiera bonita en realidad. Atractiva sí, pero no bonita. Tenía unos buenos y protuberantes pómulos y los ojos grandes y extremadamente azules, pero su nariz era grande y tenía los dientes bastante salidos. Sin embargo, esas imperfecciones hacían de algún modo su cara más interesante de lo que lo hubiera sido sin ellas. Ella iba a empezar a morder su bocadillo de atún, pero se detuvo cuando levantó la vista y vio a Parker.

—¿Sí?

—No quisiera estorbar su almuerzo, señorita Stockton…

—No tiene importancia —dijo y dejó el bocadillo sobre la mesa. Quitó una servilleta de papel del servicio de mesa de al lado y alargó una mano—. ¿Bolígrafo?

Parker le dio el suyo.

Lo tuvo suspendido sobre la servilleta y dijo:

—¿A quién?

—Eric Parker.

Ella escribió: «A Eric, Mia Stockton» y se lo entregó.

Parker lo miró y decidió arriesgarse. Se lo devolvió.

—¿Me podría hacer un gran favor? ¿Me podría usted poner aquí qué estaba usted haciendo en casa de John Duffy anteanoche?

Los ojos se le dilataron. Eran demasiado azules para ser verdaderos, pensó Parker. Lentillas, probablemente.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Eric Parker. Doctor Eric Parker. Primer médico forense del condado de Los Ángeles.

Sus ojos sólo mostraron curiosidad.

—¿Qué le hace pensar que yo estaba en casa de John?

—Dejó usted algo suyo —le dijo Parker—, Un cabello.

—Hay muchas rubias por ahí. ¿Cómo puede usted estar seguro de que es mío el cabello que encontró?

—Puedo arrancarle uno ahora y cotejarlos —ofreció Parker.

Sonrió pensativamente.

—Digamos que le ahorro a usted el trabajo y a mí misma el daño y reconozco que era mío. Duffy era un desastre en la casa. Ese pelo pudo haber estado allí durante meses.

Parker negó con la cabeza.

—Lo fechamos. Fue dejado allí el domingo por la noche. Hecho científico.

Ella se encogió de hombros.

—Bueno, ¿quién soy yo para discutir con la ciencia? —Sus ojos azules hicieron una valoración rápida e indicó una silla con la mano—. Bueno, coroner, ¿va usted a seguir ahí de pie todo el día o se va a sentar? ¿Quiere comer?

Sin esperar respuesta, le hizo una señal al camarero. Parker no protestó. No había desayunado y su estómago empezaba a emitir quejas. Ella cogió su bocadillo de atún y le dio un mordisco.

—No es que quiera ser mal educada comiendo delante suyo, pero tengo que volver al plató dentro de veinte minutos. Vamos como locos. Hay que reescribir los guiones.

Un camarero trajo la carta y Parker le echó un vistazo. Todos los bocadillos tenían nombre de estrellas del cine y de la televisión que habían sido del agrado de la gente.

—¿Qué toma usted?

—Un Lloyd Bridges.

Era de imaginar. Parker pidió un John Wayne (rosbif poco hecho) con arroz y café.

—Están cambiando los dos últimos episodios —prosiguió Mia— intentan crear una prolongación. Yo haré de… —Hizo una pausa y se encogió estoicamente de hombros—. No va a funcionar, así que, ¿para qué hablar de ello?

Parker no hizo ningún comentario, más absorto en un asunto de verdadera importancia: una pizca de la ensalada de atún había ido a parar, inexplicablemente, a la nariz de la mujer.

—¿Qué pasa? —preguntó ella al darse cuenta de que él la miraba fijamente.

—Nada —decidió dejarlo estar. Así sería más fácil el trato con ella.

El camarero volvió con el café de Parker y éste utilizó la interrupción para comenzar su serie de preguntas.

—¿Eran amigos, usted y Duffy? —preguntó, probando un sorbo. No era muy bueno, como esperaba.

Mia Stockton le dio otro mordisco al bocadillo.

—¿Es ésa la pregunta?

—No. La pregunta es ¿cuánto?

Su mirada era desafiante.

—Todo lo que se puede ser —hizo ademán de seguir con el bocadillo y luego decidió aclarar las cosas directamente—. Se lo van a decir los demás con pelos y señales, así que mejor se lo explico yo misma de inmediato. Cuando el show comenzó a emitirse John y yo tuvimos un lío. Era lo que vulgarmente se diría «caliente e intenso». Hubiese podido durar mucho.

—¿Y?

—No duró.

—¿Por qué?

—Probablemente ya lo sabe a estas alturas. Duffy tenía un problema con las drogas. Cocaína. Usted es médico. No tengo que decirle qué es lo que eso le hace al instinto sexual de un hombre. Eso puede perjudicar mucho un romance. Cuando las cosas se enfriaron, nos hicimos amigos —hizo una pausa, pensativa—. Lo sentía por John. Soy del tipo maternal. Y eso, cuando lo pienso, es posible que fuese lo que él quería desde el principio.

Parker seguía mirando fijamente la mota de atún en la nariz.

—¿Tiene usted algún problema con eso? —le preguntó con un cierto tono de fastidio.

—Tengo un problema con aquel cabello. Estaba en la almohada de Duffy. ¿Qué hizo usted, arroparlo?

—En realidad, sí —dijo con tono casi sarcástico—. John me telefoneó sobre las nueve el domingo por la noche y me pidió que fuera. Parecía estar mal y fui.

—Como una madre —dijo Parker con escepticismo.

—Y para sobrevivir —replicó con desenvoltura—. Mi carrera estaba ligada a la suya. Tengo talento, indudablemente, pero John era el espectáculo. Quería asegurarme de que estaba contento.

Parker no creyó que sus motivaciones fuesen tan simples o tan interesadas. Quizás simplemente no quería creerla.

—Pero ¿no podía usted hacer nada?

—Nadie podía. Había estado haciendo el loco durante mucho tiempo. La cocaína y todas las drogas, y estaba realmente trastornado porque su mujer lo dejase y se llevase al niño. De eso fue de lo que hablamos casi todo el rato.

—¿Quiere decir el domingo por la noche?

—Sí. Dijo que quería a su familia más que a nada y que sabía que la estaba destruyendo. Por un momento iba a arreglarse, a ponerse en orden; al siguiente gritaba que iba a dejar el show, al infierno con todo el mundo. No era racional. Por eso fue por lo que me quedé con él. Tenía una extraña sensación. Como si fuese a hacer algo fatal. Le había visto con subidas y bajadas antes, pero nunca tan drásticamente.

—¿Pensó usted que podría hacerse daño?

—No estoy segura. Supongo que es lo que pensé. Continuamente decía que no era bueno para nadie, ni siquiera para sí mismo. Luego se quedó sin cocaína y empezó a ponerse realmente como loco.

—¿Qué hizo?

—Empezó a telefonear, intentando encontrar más.

El bocadillo de Parker llegó. Le dio un mordisco e inmediatamente supo por qué había conseguido llamarse John Wayne. La carne estaba más dura que el demonio.

—¿Fue entonces cuando llamó a Harvey Brock?

Sus ojos le miraron con curiosidad.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Harvey me lo dijo.

—Ah.

—¿Quiere usted decirme lo que sucedió?

Ladeó la cabeza y lo miró con aire circunspecto.

—Creí que había hablado usted con Harvey.

—Y he hablado. Me gustaría escuchar su versión.

—Harvey le dijo a John que no tenía y John se volvió loco. Le llamó cabrón… disculpe mi francés. Le dijo que le había llevado consigo todos estos años y que era mejor que Harvey le consiguiera algo si quería que la relación continuara.

—Una agria conversación.

Mia se encogió de hombros.

—Nada fuera de lo corriente. John siempre le estaba haciendo lo mismo a Harvey, humillándole delante de otras personas, utilizándolo como su botones. En especial cuando estaba drogado.

La mente de Parker estaba trabajando.

—¿Por qué lo consentía Harvey?

—No tenía elección. John controlaba su vida. Si John quería, con sólo chasquear los dedos Harvey estaría acabado. Harvey le detestaba, detestaba saber esto, pero no podía hacer nada.

—Podía intentarlo.

—No lo sé. Supongo que a un nivel psicológico profundo Harvey sabía que todo lo que podía conseguir era a través de John.

—¿Estar a la sombra de Duffy era mejor que no poder estar?

—Algo así.

Ella siguió con su bocadillo. Parker esperó a que ella le mirase de nuevo.

—¿Qué piensa usted de Brock?

Ella le miró llanamente.

—No muy bien.

—¿Por qué no?

—John se estaba destruyendo, y Harvey ayudaba a este proceso.

—¿Conscientemente?

Se encogió de hombros.

—No se lo sabría decir —añadió—. De cualquier forma, no me gustan los traficantes de droga, sea cual sea su motivo.

—¿Brock traficaba con más gente que no fuese Duffy?

Apartó la mirada, como si ya hubiese dicho demasiado.

—Byron le echó del plató por traficar.

—¿Fenady?

Ella asintió.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tiempo. Se lo tendrá que preguntar a Byron.

Parker podía ver que no quería hablar de ello. Pensó que ya seguiría luego, si era necesario.

—¿Cómo se acabó la conversación con Brock?

—Supongo que Harvey le dijo a John que la conseguiría más tarde y que se la llevaría antes de que se fuese al estudio por la mañana.

Ésa debió de ser la razón del temprano viaje a la playa, y no dudosos sentimientos de preocupación.

—¿A qué hora fue esa llamada?

—Supongo que sobre las once.

—¿A qué hora se fue usted?

—No estoy segura. Cerca de las dos. Finalmente conseguí convencer a John de que se tomase un Valium sobre la una. Después se calmó y le metí en la cama.

Parker iba pensando en todo aquello mientras tomaba un bocado de ensalada de patatas. Era una historia conocida. Un hombre sin importancia podía conseguirlo todo: fama, fortuna, una familia que le quería, una amante consagrada (si la quería), y luego sacrificarlo todo por una droga que sabía que le iba a destruir. Destruía a todo el mundo, no había excepciones. A algunos más tarde que a otros, de acuerdo, pero por la diferencia no valía la pena arriesgarse, era la diferencia entre estar arruinado o muerto.

—No sé qué le pasó —dijo Mia—. Quizás fue el show. Estamos en un hoyo. Ponen otra serie de éxito frente a nosotros, y cuando normalmente estaríamos seguros de tener una cuota del treinta y cuatro, hemos llegado a bajar hasta el veintisiete.

—¿Intentó la cadena retirar el programa?

—Se habló de ello, pero no lo sé. Ahora es una pregunta de dudosa respuesta.

Parker mordió de nuevo su John Wayne y decidió que aquélla no era una de las reses del duque… tenía que ser de las de sus hombres.

—He oído que Duffy estaba pensando en dejar el show.

—Había hablado de ello.

—¿Cuál era su problema? ¿Sólo las drogas?

—Eso era parte de su problema. La otra parte era… ¿ha visto usted el programa?

—Debo confesar que no.

Ella asintió con perspicacia.

—No me lo diga. Usted sólo ve televisión educativa.

—En realidad no miro en absoluto la televisión.

—Seguramente le va mejor —dijo—, Duffy hacía el papel de un adivino que utilizaba su falsa psique para tratar con su mujer, yo, y con nuestros dos hijos adoptados, uno mejicano y otro chino. Suena a estupidez, ¿verdad?

Ella era la adivina, pensó Parker.

—Tengo que admitir que sí.

—Eso es lo que pensaba Duffy. Especialmente después de fingir que no lo era durante dos temporadas. Ya no podía más. Hacía tres o cuatro meses que le había dado por soltar largas arengas en el plató sobre la idiotez de los guiones. En los últimos episodios le había dado por actuar así. Recitaba sus diálogos de forma que su desdén fuera patente.

—Eso debió hacer feliz al productor.

—John quería hacer su propio show, uno en el que él tuviese el completo control artístico. Tenía una idea para una serie cómica, era estupenda, sobre un escritor al que su mujer recluye en una institución psiquiátrica después de un inicio de depresión y acaba siendo el padre confesor y el jefe de terapia de la sala. Una especie de Alguien voló sobre el nido del cuco en comedia.

Parker asintió. Parecía como si todo el mundo tuviese una idea de éxito seguro para un programa de televisión de impacto. Se preguntó si ambas eran la misma. Prosiguió:

—¿Sabía algo de la nota que Joan Duffy recibió sobre ustedes dos?

Su bocadillo se detuvo camino de la boca y lo dejó como si de repente hubiera perdido el apetito.

—Sí.

—¿Tiene alguna idea de quién lo mandó?

—No.

La inseguridad de la respuesta hizo que Parker pensase que estaba mintiendo, pero no insistió sobre el tema. Por el momento.

—¿Con quién, además de con Brock, habló Duffy aquella noche mientras estuvo usted allí?

Lo pensó.

—Sol Grossman.

—¿Su agente?

Ella asintió.

—Sí.

—¿De qué hablaron?

Vaciló de nuevo.

—Del tratamiento de la idea de John.

—¿Qué pasaba con ella?

—John creía que estaba terminada, pero Sol pensaba que había que trabajarla más. Que la idea no había sido madurada suficientemente.

—¿Eso es todo?

Se tocó un lado de la nariz sin llegar a dar con el atún.

—Sí.

De nuevo Parker pensó que mentía, pero decidió no seguir con ello tampoco.

—Mientras estoy aquí, me gustaría hablar con Fenady. ¿Está por ahí?

—Creo que está supervisando una toma al otro lado del estudio. Para Ángeles de la calle. Es su otra serie.

—Parece estar muy ocupado.

Ella se encogió de hombros y se quedó taciturna.

En un intento de alegrarle el humor, Parker le preguntó:

—¿Sabía que tiene ensalada de atún en la nariz?

Ella le miró, pero su expresión no cambió.

—¿Cuánto hace que está ahí?

—Quince minutos.

Esperaba que ella riese, sonriera, hiciera algo, que al menos se quitase la mota, pero simplemente se le quedó mirando. Por alguna razón, a Parker le hizo sentirse como un idiota.

—Si parece que esté dando vueltas por todos sitios, es porque no sé adonde voy.

—¿Y adónde quiere ir?

—No estoy seguro. Quizás a ninguna parte.

Ella levantó una mano.

—Entonces, ¿por qué está haciendo esto? Si se ahogó, se ahogó. ¿Tenemos que seguir hablando de ello para siempre? ¿Por qué no podemos simplemente celebrar el oficio religioso?

—No estoy seguro de que «se ahogase».

Eso la detuvo.

—¿Qué quiere usted decir? Dijo en la conferencia de prensa…

—Que Duffy se había ahogado. Y se ahogó. Sólo que no estoy seguro de cómo.

Arrugó el ceño, perpleja.

—¿Cómo se ahoga uno?

—De varias maneras —le dijo Parker—, Por accidente. A propósito. Con ayuda.

Se quedó con la boca abierta, incrédula.

—¿Qué está usted diciendo? ¿Que se suicidó o que fue asesinado?

—No —le aseguró—, Pero hay algunos aspectos incomprensibles que no han sido explicados a satisfacción, así que tengo que investigar todas las posibilidades. Y por favor, no se altere si lee en el «Los Ángeles Times» de hoy lo mal interpretado que he sido precisamente en este tema.

Ella no estaba segura de lo que quería decirle y Parker no se molestó en explicarlo.

—¿Oyó alguna vez que Duffy expresase temor por alguien? ¿O por algo?

—No —dijo de inmediato—. No era el tipo de hombre que se asusta de algo físico. Cuando algo le atemorizaba era mental, emocional. Como el temor al éxito.

—O el temor a perder a su mujer y a sus hijos.

Su mirada era fría.

—Sí.

—Si sabía eso, ¿cómo se lió usted con él? —preguntó Parker, para satisfacer su propia curiosidad, más que nada.

—Él no se sentía así hasta que tuvo el niño. No estoy segura de cuándo cambió. Hace un año, quizás. Cuando la flor se marchitó. Nosotros y el espectáculo. Cuando él se dio cuenta de que no era el cielo —sonrió débilmente—. Cuando se dio cuenta de que era una mierda, de que todo era una mierda.

Parker la estudió por un momento. Aquélla era la primera indicación de que podía estar bajo tensión.

—Hay algo más —dijo él entonces—. Encontramos una libreta en la mesilla de noche de Duffy. Había hecho una lista de chistes cortos, uno de los cuales era: «El suicidio es una forma tardía de estar de acuerdo con la madre de tu mujer». ¿Debiera preocuparme eso?

—Naturalmente. Uno debiera preocuparse siempre por los chistes malos.

Muy bien, pensó Parker, y decidió que de ella le gustaban su franqueza y sus modales directos. Ni palabras ni movimientos vanos. A pesar de sus problemas, parecía segura y llena de confianza, rasgos que encontraba atractivos en una mujer. Quizás sólo era una máscara de actriz y luego, de nuevo, quizás no lo era. Sería interesante descubrirlo.

Después, como siempre, pensó en Eve, y adonde había llevado aquello. Se encogió de hombros con un gesto rápido. Si te caes de un caballo te tienes que volver a subir en seguida, porque si no siempre tendrás miedo a cabalgar.

—Si tengo alguna pregunta más, ¿puedo llamarla a casa?

Ella sonrió, viendo a través la transparencia de la estratagema.

—¿Aún tiene aquel bolígrafo?

Se lo dio y ella apuntó su número sobre una servilleta de papel.

—Normalmente estoy en casa después de las siete.

Él inclinó la cabeza y se guardó la servilleta en el bolsillo superior; luego alargó la mano para coger su cuenta, pero ella la apartó antes de que pudiese alcanzarla.

—En esta ocasión no —dijo, y su voz indicaba que lo decía en serio. Se puso en pie bruscamente.

—Una pregunta más —dijo Parker—. Si fuese ensalada de pollo, ¿se la hubiese dejado ahí todavía?

Ella sonrió y se fue, dejándole solo en la mesa con los restos de John Wayne y de Lloyd Bridges. Testaruda, pensó, mirando cómo se iba. Intentó recordar si le gustaban las mujeres testarudas, pero hacía tanto tiempo, que ya no estaba seguro.