10

Parker no podía dormir. Las extrañas abrasiones del cuerpo de Duffy no se apartaban de su mente. No las podía explicar, y eso hacía de ellas un misterio que tenía que ser resuelto.

Quizás debiera bajar hasta la playa y mirar más detenidamente, intentar encontrar un testigo, pensó. Quizás alguien vio a Duffy disponiéndose a nadar.

Parker sonrió. Ahí estaba él, usurpando las funciones de la policía, pero… ¡qué demonios!, no hacía ningún daño. Sería sólo como… una pequeña salida de pesca. Nunca se sabía. Era mejor esto que quedarse contemplando el techo.

A las seis y cuarto Parker se dirigía en coche por la autopista de la costa, a través de una neblina gris que empañaba el parabrisas, cuando vislumbró la figura recortada del Point Dume a través del regular batir de los limpiaparabrisas. Point Dume. Al menos era fonéticamente correcto, pensó mientras ponía el intermitente.

La estrecha cinta de la carretera serpenteaba a través de un espeso bosque de altos eucaliptos, por laderas de diminutas flores amarillas y grandes casas irregulares con canchas de tenis, hasta que terminaba en una calle frente a la playa. Parker viró a la derecha. Vio que la cinta amarilla de la policía seguía frente al camino de la casa de Duffy al cruzar lentamente por allí. Unos ochocientos metros más arriba terminaban las casas y cincuenta metros más allá también terminaba la calle, conectando con un trozo corto e inacabado de carretera que subía desde la playa hacia un rudimentario callejón sin salida. Había un indicador torcido y oxidado: Nautilus.

Parker aparcó, apagó el motor y caminó hacia la espesa niebla. Se detuvo en el enlodado acantilado que daba sobre la playa. Más allá de la línea del rompiente, en el mar color pizarra, media docena de incondicionales del suri, con trajes impermeables, estaban sentados sobre las tablas esperando una ola decente. Por lo que se veía, tendrían que esperar bastante tiempo. El océano estaba gris y plano, el rompiente, desmayado.

Un sendero estrecho y sucio bajaba por el acantilado y Parker bajó con cuidado por él. Cuando llegó a la arena, un practicante de surf, rubio claro, que llevaba un traje impermeable sin mangas, emergía de las olas llevando su tabla.

—Perdóneme… —le llamó Parker a voces, y echó a andar hacia él.

El chico se detuvo, entrecerrando los ojos con suspicacia. Tenía unos veinte y pico de años. Sus brazos eran morenos y muy musculosos.

—Las olas no están bien hoy —observó Parker, intentando una conversación despreocupada.

El chico encogió los hombros con indiferencia, pero no dijo nada.

—¿Vienes a menudo aquí?

—Siempre que puedo —respondió el chico.

Parker miró a su alrededor. A su izquierda, la playa terminaba en un promontorio alto y rocoso que sobresalía del mar, impidiendo cualquier vista de la cala en forma de herradura que se dominaba desde la casa de Duffy.

—¿Estuviste aquí ayer?

El muchacho lo pensó.

—¿Ayer? Lunes. Sí. ¿Por qué?

Parker sacó la cartera y le enseñó su distintivo al muchacho.

—Me gustaría hacerte algunas preguntas. Estoy en la oficina del coroner.

—¿Del coroner? —los ojos azules del chico se agrandaron.

Parker asintió con la cabeza.

—¿A qué hora llegas aquí normalmente?

—Sobre las seis. Intento practicar un par de horas antes de ir a trabajar.

Parker guardó su identificación.

—¿Dónde trabajas?

—Arriba en el Sand Castle. Soy camarero.

—¿Cómo te llamas?

—Steve Patton.

Parker sonrió, intentando quitar algo del recelo de los ojos del muchacho.

—¿Se ve alguna vez algún buzo con escafandra en esta zona, Steve?

—De vez en cuando.

—¿Y ayer?

El muchacho buscó en la memoria y su cabeza se movió afirmativamente.

—Pues en realidad sí. Al menos creo que fue ayer. O quizás hará un par de días.

—¿Dónde estaba el buzo? —preguntó Parker.

—Aquí mismo. Salió del agua y subió por allí —dijo señalando la parte delantera del acantilado por la que Parker acababa de bajar.

—¿Conseguiste ver a la persona?

—No. Estaba ocupado. Además, no creo que el tío se quitase siquiera la capucha ni la escafandra. Sólo las aletas y el depósito. Me acuerdo porque el chaval tenía problemas para subir por el sendero y pensé: «Qué tontería. El chaval lo tendría más fácil si pudiera ver».

—Si el buzo no se quitó ni la capucha ni la escafandra, ¿cómo sabes que era un hombre?

—No sé —dijo Patton encogiéndose de hombros—. Es sólo la impresión que me dio. Si era una mujer, era una mujer grande.

—¿Como cuánto?

—Más de metro ochenta.

—¿Qué hizo el buzo cuando llegó arriba? ¿Tenía un coche aparcado arriba?

—No lo sé. No aparcamos ahí arriba. De todos modos, como le dije, estaba ocupado —el muchacho miró de soslayo—, ¿Y esto de qué va?

—Estamos investigando un ahogamiento que ocurrió ahí en la playa.

—Quiere usted decir el del tío ése, ¿Duffy?

—Mmmm.

El joven puso cara de confusión.

—¿Tuvo algo que ver con eso el submarinista ése?

—No que yo sepa —respondió Parker vagamente. Anotó la dirección de Patton y el número de teléfono y volvió a subir por el acantilado.

Cuando llegó arriba, el indicador torcido fue la primera cosa que le llamó la atención. El pie de Nautilus.

La concha acaracolada con su interior color perla tenía muchas cámaras. Como en este caso, reflexionó Parker. Tenía una sensación extraña acerca del buzo. Cuando hubiera completado su investigación, cuando hubiera hecho todo el camino a través de todas las complejas cámaras, ¿estaría la solución ahí, al pie del Nautilus?

A algunos hombres les da la bienvenida al trabajo el olor del café recién colado. La bienvenida a Parker a las ocho de la mañana fue el hedor acre de la carne y del cabello quemados. Era como darte de bruces contra una pared.

Por lo que parecía, tendría que ponerse a trabajar y ayudar, pensó Parker. Llamó a un inspector joven, Madden, que iba corriendo hacia el ascensor, con una mano sobre la nariz y la boca.

—Lleva esto al laboratorio de la policía —le pidió Parker, dándole el cenicero que había cogido del camerino de Harvey Brock. Estaba metido en una bolsa de plástico dentro de un sobre de papel de manila.

—Ten cuidado con él. Diles que tiene que ver con el caso Duffy. Quiero saber si las huellas que hay en él, es un cenicero, concuerdan con las huellas de la bolsa de cocaína que se encontró en el dormitorio de Duffy. ¿Lo has entendido?

Madden levantó la mano justo para mascullar:

—Lo he entendido, jefe —y luego agarró el sobre y salió corriendo.

El pasillo del piso de seguridad estaba totalmente obstruido por camillas, con sus caigas tapadas por cubiertas de plástico. Parker levantó la punta de una de ellas. La cosa retorcida y carbonizada guardaba poca semblanza con algo humano.

Maurie Abramson, el jefe de medicina legal de Parker, salió por la puerta de la sala de almacenaje principal y Parker le preguntó:

—¿Qué tenemos aquí?

—Fuego en una pensión de mala muerte —dijo Abramson. La voz del hombre siempre le había recordado a Parker una cuerda de violín afinado demasiado tenso; ahora, sonaba más tenso que de costumbre—. Empezó hacia las tres de esta madrugada. El típico edificio sin salida de incendios en la calle mayor. Se quemó todo el edificio. Hasta ahora hay nueve muertos, pero se supone que la cifra aumentará.

Parker frunció el entrecejo.

—¿Provocado?

—No lo saben todavía —Abramson señaló con una mano pálida y pequeña hacia el corredor y se quejó—. ¿Qué se supone que tengo que hacer aquí? No tenemos sitio, no tenemos personal. La situación es ridícula.

—Estoy de acuerdo —fue todo lo que Parker pudo decir.

—Hay que hacer algo —dijo el doctor, barrigudo y con gafas.

Abramson era extremadamente competente, pero muy susceptible y Parker había tenido que aplacarle más de una vez, cuando estaba a punto de ponerse histérico. Parker echó un vistazo a la sala de almacenaje, altamente refrigerada, en la que un ayudante estaba manejando con habilidad un elevador de carga para izar hasta un estante una bandeja de fibra de vidrio que contenía un cadáver envuelto en una bolsa de plástico. Las bandejas se apilaban de cinco en cinco desde el suelo hasta el techo, un verdadero almacén de muertos.

—¿Cuántos fulanos tenemos? —preguntó Parker.

—Treinta y dos —respondió Abramson.

—Arréglalos y ponlos en espera.

El «arreglar los cuerpos» era un procedimiento por el que a los cuerpos se les empapaba con una fuerte solución de formalina y se cubrían luego con un compuesto endurecedor parecido a la grava que los preservaba hasta que les llegaba el turno.

—Te echaré una mano con las víctimas del fuego.

Hacia las diez y media Parker había completado dos autopsias, ambas víctimas de haber inhalado humo y la mayoría de las camillas habían desocupado el pasillo. Se duchó, intentando quitarse como podía todo el olor que se le quedaba pegado, pero aún quedaba un residuo en sus narices cuando se dirigía hacia su oficina.

—Es usted un hombre muy popular esta mañana —le dijo Cindy, alargándole un grueso fajo de recados. Había empezado a mirarlos cuando notó que ella señalaba con los ojos a su espalda y Parker se volvió para ver a un hombre de mediana edad alto y bien vestido, que estaba allí, de pie.

—Doctor Parker —empezó el hombre— mi nombre es Ashcroft. A mi hijo le asesinaron hace dos semanas en Westwood. Benjamín Ashcroft.

—Recuerdo el caso —dijo Parker. Un estudiante de arte de la universidad de Los Ángeles, de diecinueve años. Al chico le habían disparado y matado por alguna razón no aparente mientras se dirigía a su coche después de una clase nocturna. Parker había extendido el certificado de muerte y, según tenía entendido, el cuerpo había sido entregado para su entierro la semana anterior.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Ashcroft?

—Quisiera las pertenencias de mi hijo.

—¿Aún no le han sido entregadas? —preguntó Parker, desconcertado.

Ashcroft negó con la cabeza.

—Parece haber cierta confusión. El personal de abajo dice que hay alguna clase de «custodia» sobre ellos, pendiente de una investigación —la voz del hombre se le cortaba y se le formaban lágrimas en los ojos—. Había una medalla de San Cristóbal. Era un regalo de cuando cumplió catorce años. Mi mujer y yo… —El dolor ahogó de nuevo las palabras del hombre.

Parker acompañó compasivamente al hombre hasta una silla y le dijo que se sentara; luego cogió el teléfono de Cindy. Podía no ser capaz de hacer nada acerca de la escasez de personal, pero tan seguro como que existía Dios que podía hacer algo por aquello. Si no podía aliviar la carga del hombre, al menos no tenía que ser responsable por aumentarla.

Telefoneó a la división de investigaciones y le llevó unos cuatro minutos determinar que la orden de «custodia» era el resultado de un error por omisión, el inspector del caso de la policía de Los Ángeles había dejado de firmar la orden de entrega, y corregir el fallo.

Parker se disculpó ante el afligido padre por la confusión y le acompañó hasta la puerta, sintiendo un brote de compasión por el hombre. Intentó imaginar cómo se sentiría si su propio hijo, Ricky, fuese derribado por la bala de algún insensato francotirador, cómo saldría adelante.

En los días malos, cuando se enfrentaba con la locura, creciente al parecer, Parker pensaba a menudo en si, de poder hacerlo de nuevo, escogería traer un niño inocente a este mundo. Después veía en su imaginación la sonrisa de Ricky y cualquier duda se desvanecía instantáneamente. Esa sonrisa le permitía atravesar el horror, una de las pocas cosas que tenían sentido en medio de tanta locura.

Cindy apenas pudo esperar a que Parker hubiese cerrado la puerta de fuera para preguntar:

—¿Es cierto?

—¿Qué?

—Lo de Duffy. ¿De veras lo asesinaron?

A Parker le estremeció la pregunta.

—¿De qué estás hablando? ¿Dónde has oído eso?

Ella cogió un ejemplar del Times de encima de su mesa y se lo pasó. Al desdoblarlo, el titular de la primera página le saltó a la vista: «el coroner dice que el asesinato es una posibilidad en la muerte de la estrella». Al instante se le formó un nudo en el estómago.

—¿Y bien? —preguntó ella con expectación.

—No.

—¿No dijo usted eso?

—Le dije a la periodista que el asesinato era extremadamente improbable —dijo Parker débilmente.

—Según el artículo, no parece que fuera eso lo que usted dijo —observó Cindy.

—No. No creí que lo que dije pareciera algo así.

Se llevó el periódico y los recados a su despacho y se sentó a leer. Tenía que reconocer el mérito de Alexis Saxby; ella había hecho un impresionante número sobre el alambre, andando entre la realidad y la ficción con la habilidad consumada que sólo un maestro de la insinuación podía exhibir. Había utilizado lo que admitió «off the record» con extractos de la conferencia de prensa y citas de «fuentes anónimas próximas al difunto cómico», sobre la considerable utilización que Duffy hacía de la cocaína y de otras drogas recreativas, para hacerlo aparecer como si hubiera alguna conspiración para encubrirlo y como si las circunstancias de la muerte de la estrella fuesen, en realidad, mucho más sospechosas de lo que se había hecho público. Incluso los «sin comentarios» de Parker habían sido habilidosamente puestos en un contexto que les hacía parecer viles. La «representación proporcional» de Brock se limitaba a una cita negando las afirmaciones de que Duffy se drogase, calificando tales acusaciones de «difamaciones baratas, procedentes de la malicia de las personas». Evidentemente, no había sido una de las «fuentes anónimas» de Saxby. Parker se preguntó quiénes serían.

Parker dejó el diario, pensando que hubiera tenido que seguir sus primeros instintos; el titular del «asalto» no hubiera podido ser peor que éste para él. Estuvo pensando en telefonear a la mujer y decirle lo que pensaba de ella, pero desestimó la idea. Le daría la vuelta para hacer que pareciese que él intentaba mantener la verdad oculta.

Se sintió intranquilo mientras le echaba un vistazo a sus mensajes. El alcalde Fiore; Smrek, miembro de la Asamblea del Estado, Kuttner, Joan Duffy. Dos docenas de periodistas. Todos debían querer conocer la historia. Más significativo que quien había llamado era quién no lo había hecho: Tartunian. Después de su conversación del día anterior, Parker hubiera esperado que al menos ya le hubiera llamado, amenazándole con la castración. Algo se estaba cociendo. Parker se sintió como un soldado durante el silencio tenso que sigue al fuego, sin munición y esperando el gran ataque.

El teléfono se encendió y Cindy le dijo por la línea interior que el alcalde estaba en la línea.

—Eric —le dijo Frank Fiore ásperamente— ¿qué demonios está pasando ahí?

—¿Con qué? —respondió Parker, intentando parecer inocente.

—Tú sabes condenadamente bien con qué. Con el caso Duffy. Mi teléfono no ha dejado de sonar en toda la mañana. Senadores del estado, ejecutivos de televisión, productores, todo el mundo quiere saber qué pasa.

—Le dije a todo el mundo lo que pasaba en la conferencia de prensa de ayer…

—Entonces, ¿qué es esa historia del Times?

—Una cita errónea.

—¿No lo dijiste?

—No exactamente.

—¿Qué quiere decir «no exactamente»?

—La periodista me preguntó si el asesinato era una posibilidad y yo le dije que sí, pero muy remota. Además, se suponía que era «off the record».

—Eso ayuda —se burló Fiore—, Puedes decirle a todo el mundo que no presten atención al asunto, que se supone que era «off the record». Pareces bastante necio, Eric. En la conferencia de prensa dices que fue un accidente. Ya fue malo que sacases a relucir el asunto de la droga, pero al menos aseguras que es un accidente. Luego dices que es un asesinato…

—Yo nunca he dicho que fuera un asesinato —le cortó Parker.

—Fuera lo que fuese lo que dijiste, vas a tener que hacer una declaración a la prensa negando la historia del «Times» —dijo Fiore irritado—. Tienes que quitarle la espoleta a esa bomba. He sabido que Ed Sarandon, el presidente del SAG está planeando hacer una declaración pidiendo tu destitución.

—Ya lo ha hecho anteriormente —observó Parker—. Es un amigo íntimo de Tartunian. En cuanto a declaraciones, tengo la intención de hacer una esta mañana.

Fiore gruñó:

—¿Has expedido ya el certificado de defunción?

—No.

—¿Por qué?

—No he completado la autopsia psicológica.

—¡La autopsia psicológica! —vociferó Fiore—. ¿Por qué demonios te preocupas por eso?

—Duffy hizo alguna alusión al suicidio en algunos chistes cortos que encontramos al lado de su cama. Tenía una depresión aguda. Es remotamente posible que se suicidase…

—¡Remotamente posible! Si eso llega a los diarios, estás acabado, Eric. ¿Por qué insistes en complicar las cosas?

—No las complico —dijo Parker a la defensiva—. Sólo estoy intentando llegar a la verdad.

—¿Quieres la verdad? —le espetó con impaciencia el alcalde—. Yo te la diré. La verdad es que la mejor cosa que podrías hacer posiblemente, por ti mismo y por tu departamento, sería aclarar esto lo más rápidamente que puedas y en la forma más sencilla posible. Olvídate de esa innecesaria autopsia psicológica. Hasta ahora tienes un precioso y limpio accidente. ¿Por qué ensuciarlo? ¿Por qué quieres hacer infeliz a la gente?

—Quiero hacer mi trabajo —dijo Parker—. Lo que aún no he mencionado es que encontramos quince gramos de cocaína en la mesilla del dormitorio de Duffy, y media docena de otras drogas. Lo que aún no he mencionado es que las huellas de Duffy no estaban en la bolsa, lo que indica que fue puesta allí después de que se fuese a nadar.

—¿Qué significa eso?

—No sé lo que significa —admitió Parker—. Sólo sé que es otra complicación. No tenemos, como tú dices, un precioso y limpio accidente. Tenemos un montón de preguntas sin respuesta, que no tengo la intención de enterrar.

La cólera desapareció de la voz de Fiore y dijo con preocupación:

—Ya sabes lo que pienso de ti, Eric, como persona y como profesional. Creo que te lo he probado más de una vez. Pero esta vez las cosas están fuera de mis manos. No te puedo ayudar. Todo lo que puedo hacer es aconsejarte. Acláralo. Ahora. Y mientras tanto, no estés disponible para hacer ningún comentario. Hay gente a tu alrededor que ha estado esperando esta oportunidad. Cualquier cosa que digas la usarán en tu contra.

—Te lo agradezco, Frank. Gracias.

Parker colgó, muy preocupado por los comentarios de Fiore. Aunque Parker trabajaba para el condado y no para la ciudad, Fiore había sido siempre uno de los que más le habían apoyado, y también un amigo personal. Durante su primer año como coroner; cuando estaba bajo el fuego de varios poderosos grupos pro derechos civiles de los negros, por apoyar la versión del departamento de policía de Los Ángeles sobre la muerte a tiros de un joven negro que no iba armado que había estado tomando drogas psicodélicas, el alcalde, un liberal abiertamente partidario de los derechos civiles, se había manifestado claramente en defensa de Parker. Y a pesar de haber tenido el fuerte apoyo de la comunidad del espectáculo en sus dos últimas campañas, Fiore había sido un incondicional apoyo de Parker durante el asunto de DeWitt. Parker no podía tomarse a la ligera el hecho de que ahora pareciera en retirada.

Llamó inmediatamente a Rademacher y le dio instrucciones para que emitiese un comunicado a la prensa desmintiendo la historia de Saxby y luego telefoneó a Joan Duffy.

—¿Es cierto lo que dicen los periódicos de que John fue asesinado? —preguntó con voz apenada.

—No —le respondió Parker—. Esa historia era inexacta y una completa sorpresa. Vamos a emitir un comunicado sobre eso esta mañana, y se extenderá un certificado de defunción estableciendo que la causa de la muerte fue por «ahogamiento, presumiblemente accidental».

—¿Presumiblemente? —preguntó cortante—. Utilizarán eso para que parezca que hay alguna duda. Con su ayuda esa cruel periodista ya hizo que pareciese que John era un terrible drogadicto.

—No puedo controlar a la prensa, señora Duffy.

—Pero puede usted controlar las declaraciones que hace —dijo con amargura en la voz—. No tenía que haber mencionado todo aquello de las drogas.

—Yo sólo expuse los hechos…

—Usted mismo dijo que las drogas no habían jugado ningún papel en la muerte de John —interrumpió—. Entonces, ¿para qué tuvo que sacar el tema? ¿Para qué servía, excepto para difamar la memoria de John y para la glorificación de su propio ego?

La mujer estaba sobreexcitada, su voz temblaba de emoción. Parker intentó calmarla.

—Ésa no era mi intención, se lo aseguro, señora Duffy. Yo no saqué a colación la cuestión de las drogas. Lo hicieron los periodistas. Siento que hayan surgido malas interpretaciones de las declaraciones que he hecho.

Hubo una pausa silenciosa; luego dijo con tono frío:

—El padre de John me telefoneó anoche. Quiere que John sea enterrado en Chicago y he dado mi consentimiento. Es lo que John hubiese querido. Este lugar le estropeó. La funeraria Scribner le dará los detalles.

—Ordenaré que el cuerpo les sea entregado —le garantizó Parker, y consiguió liberarse después de murmurar unos cuantos y torpes tópicos más.

Parker telefoneó abajo y estaba rellenando las disposiciones para la entrega del cuerpo de Duffy cuando llamó Kuttner. Después de tranquilizar los temores del capitán sobre tener que resolver un caso, volvió su atención al certificado de defunción.

No estaba seguro de por qué, quizás era sólo porque su ego estaba herido, o porque sentía como si estuviera cediendo a las presiones, pero a Parker le asaltaban las dudas mientras firmaba el documento. Se fue diciendo a sí mismo que Frank Fiore tenía razón, que tenía que hacerlo al menos por el bien del departamento, no sólo por su propio bien, pero seguía sin estar a gusto con la idea.

Empezó a revisar los asuntos de su mesa. Un pedido de seis microscopios binoculares nuevos para histología. Otra petición del equipo dental de una unidad de rayos X. Una nota de Kubuchek para recordarle que una de las máquinas de cromatografía de gas estaba estropeada y necesitaba una reparación…

No se acababa nunca, pensó Parker. Siempre había algo por resolver. Estuvo tentado de dejar de lado las notas, frustrado, pero luego recordó que un día perdido en su mesa podía transformarse en una semana de cola. Revisó las peticiones, las aprobó todas, garabateó un breve memorándum de acompañamiento para el CAO y le dio el montón de papeles a Cindy. Con la cólera levantada por la muerte de Duffy, aún sería más difícil que le aprobaran las solicitudes presupuestarias, pero él no podía retirarse, ni rendirse. Tenía que seguir presionando.

—¿Me ha vuelto a llamar Brewster? —preguntó.

Cindy denegó con la cabeza.

—Intentémoslo de nuevo —sugirió Parker.

Esperó mientras ella llamaba a la oficina del CAO y la iban pasando de uno a otro, hasta que finalmente le pusieron con un ayudante, Cortez.

—Joe, aquí el doctor Parker. Estoy enviando continuamente solicitudes presupuestarias ahí y no sucede nada. Estoy continuamente llamo a tu jefe y nunca me devuelve las llamadas.

La respuesta de Cortez fue como una grabación:

—No está aquí.

—Ponme con él de todas formas.

—De verdad, no está —dijo Cortez más amistosamente—. Todo lo que puedo hacer es decirle que ha llamado.

—¿Y qué me dices de los fondos que necesito?

—Lo más que puedo hacer es… preguntárselo.

—Y tener una respuesta, ¿cuándo?

—No lo sé.

—Por Dios, Joe —gritó Parker—. ¿Has oído hablar alguna vez de un tipo que está hasta el cuello de caimanes? Yo estoy hasta el cuello de cadáveres. Ya no sé dónde ponerlos. Necesito tener más gente, más aparatos. Más dinero, ¿comprendes?

—Se lo diré.

—Gracias Joe. Y cuando se lo digas, dile que estamos corriendo un riesgo para nuestra salud. Dile que si quiere ser el responsable de un brote de peste en esta ciudad, es asunto suyo, pero que no creo que eso le haga ningún bien a su carrera política una vez el hecho llegue a oídos del público.

—¿Peste?

—Como «bubónica».

—¡Jesús! —resolló el ayudante—. ¿Existe realmente una posibilidad de que pudiera suceder?

—La peste de Brewster. Suena bien, es pegadizo.

—Se lo diré —dijo Cortez apresuradamente y colgó.

Todo era pura invención, desde luego, pero si Brewster no sabía tomarse una pequeña broma…

Las paredes del despacho parecían caérsele encima y sintió la necesidad de salir. Le dijo a Cindy que estaría en la biblioteca y cogió el ascensor para bajar al segundo piso.

La biblioteca estaba vacía. Parker cerró las puertas y se quedó en medio de la sala, empapándose de silencio. En el Centro se referían jocosamente a esta sala como la cámara de los horrores porque, además de los libros de consulta, ofrecía unas exposiciones de casos forenses problemáticos que Parker y su personal habían resuelto.

Estaba el cuchillo y el metal de Wood del caso Dodson que había iniciado la carrera de Parker. Estaba el cráneo de Rupert, el doberman, con sus caninos hincados en una reconstrucción de la cabeza del bebé de los Jackson. El perro, inquieto por el llanto del niño, lo había cogido por la cabeza y se lo había llevado a su madre, matándolo accidentalmente al perforarle el cráneo. La madre fue detenida por asesinato, pero al comparar las marcas de los agujeros con los colmillos del Doberman, Parker demostró que la mujer era inocente y le salvó la vida. Estaban las argollas de tornillo que Volker había utilizado para torturar a la niña de seis años Amy Bender antes de violarla brutalmente y estrangularla.

Los crímenes infantiles encolerizaban especialmente a Parker. Durante todos los años en los que había estado observando la bárbara crueldad del hombre, Parker nunca había logrado insensibilizarse ante ellos. Había algo tan intrínsecamente malvado en ese asalto a la inocencia, que nunca lograría acostumbrarse. El caso Volker había sido particularmente emotivo y después de haber hecho la autopsia a la niña, Parker se había jurado que el monstruo que había destruido a aquel pequeño cuerpo no escaparía al castigo.

Por medio de exhaustivas comparaciones fotográficas con el microscopio electrónico de exploración, el equipo de Parker comparó la forma de las heridas de la carne de la niña con los dientes de un par de argollas de tornillo encontradas en la caja de herramientas de Volker. Su convicción de que cada herramienta tiene sus propios dibujos distintivos estampados en ella cuando se forja, como una huella humana, no sólo había determinado la condena de Volker, sino que también había dado a la ciencia forense una nueva arma para luchar contra otros como él.

Parker se quedó bajo el haz de luz de la ventana, examinando los objetos, símbolos a la vez de las alturas intelectuales y de las depravadas profundidades del alma humana. A veces, como ahora, iba allí cuando estaba deprimido, sólo para recordarse a sí mismo lo que estaba intentando hacer y por qué seguía con ello. ¿Por qué no le podían simplemente dejar que hiciera su trabajo? ¿Qué querían de él?

Puso la mano sobre la caja que contenía las argollas de tornillo y pareció que sacaba energía de ella. Si él había contribuido a eliminar de las calles a una bestia depravada como Volker, había hecho algo de lo que podía estar orgulloso, se dijo. Eso no se lo podían negar.

Cindy estaba al teléfono cuando Parker volvió a la oficina. Apretó el botón y le dijo:

—La concejala Moreno. Creo que es sobre Duffy.

Estaba claro para Parker que no iba a hacer nada aquel día más que hacer de «hombre respuesta» a un puñado de burócratas. También estaba claro que aquél no era el mejor sitio para permanecer «inaccesible a los comentarios».

—Dígale que estaré fuera todo el día —le dijo Parker.

Cindy arrugó la frente, confusa.

—¿Adónde va?

—Voy a seguir un consejo político juicioso —le dijo—. Voy a aclarar un lío.