Boomer, la sorpresa de cumpleaños de Ricky, dejó oír un aullido en cuanto Parker se detuvo a la entrada. ¿Qué deben pensar los vecinos?, se preguntó Parker, sobresaltándose. Por alguna razón, los sonidos que emitía Boomer no parecían ser los de un perro, y mucho menos los de un cachorro. Sonaban como algo… sobrenatural. Se podría perdonar a los vecinos si pensasen que se estaban llevando a cabo algunos misteriosos experimentos en la modesta casa de madera rojiza de su médico forense. Los gemidos recordaban La isla del Dr. Moreau.
Parker cogió la bolsa con los comestibles que había comprado en el Hollywood Ranch Market después de salir del Comedy Store. No conocía muy bien a sus vecinos, iba temprano a trabajar y normalmente volvía tarde, e imaginaba que a veces le miraban con aprensión. La clase de trabajo que hacía no ayudaba mucho. Había visto que habían trabado relación más rápidamente con aquella chica nueva de enfrente… ¿cómo se llamaba? ¿Gianella?
Gianella vendía helados en una furgoneta pintada con los colores del arco iris.
Parker entró; luego rodeó el caballete que había en medio de la sala en el que estaba el cuadro que pintaba en aquellos momentos, un paisaje pastoril, y dejó la bolsa en la cocina. Eso hizo aullar aún más fuerte al dorado perro labrador.
Parker abrió la puerta de la habitación de invitados e inmediatamente el animal se le echó encima y le babeó los pantalones. Parker acarició al perro y luego examinó los periódicos del suelo del cuarto de baño. Por supuesto, estaban limpios. Encontró lo que buscaba en el suelo de la habitación, al lado de la cama. Dos. Y el suelo era de madera. Sólo sería hasta el sábado, se recordó a sí mismo mientras iba limpiando la suciedad del perro. Después, sería asunto de Ricky.
Un rápido paseo montaña abajo confirmó la total indiferencia de Boomer a los árboles, arbustos, bocas de riego y demás lugares habituales preferidos por los perros para hacer sus necesidades y el incipiente pensamiento de Parker de que él era definitivamente una persona para tener gatos. Boomer y él volvieron y se encontraron con Pat Clemens dando vueltas por las escaleras de la entrada, vestido con un chándal Fila rojo.
Parker tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse del cuadro. No se había dado cuenta de que hacían ropa de diseño para tallas especiales. Clemens parecía un John Candy y la inversión que había hecho en su nuevo Fila le hacía parecer un globo rojo. Su apariencia, decía el redondo abogado, le daba ventaja en los tribunales, donde más de un adversario se sorprendía al encontrarse frente a un lustroso y bien armado F-14.
Clemens había llevado el divorcio de Parker seis años antes y, desde entonces, se había convertido en uno de sus mejores amigos. Tres meses antes, después de decidirse a poner su imagen corporal más a tono con su imagen en la sala del tribunal, el abogado regordete había prometido perder veinte kilos y para ayudarle, Parker se había comprometido a correr con él cuatro noches por semana. Desde el comienzo del programa, Clemens decía haber perdido cinco kilos, aunque según Parker no lo parecía. Le parecía que el abogado estaba igual, y mientras Parker estuviera presente, el hombre se negaba a poner el pie en una balanza. Parker tenía la impresión de que la única forma de saber con seguridad si Clemens decía la verdad, era haciéndole entrega de una notificación con el descubrimiento.
—Me olvidé de llamar —se disculpó Parker.
—No importa —dijo Clemens haciendo ver que Boomer le arrollaba—. Ya me imaginé que probablemente estarías ocupado. Te vi en las noticias de las seis. Sólo me detuve para descansar un minuto.
Parker miró alrededor.
—¿Dónde está tu coche?
—Arriba de la montaña —intercambió húmedos besos con el perro y lo apartó—. Intentaba el recorrido largo.
Parker rió. En tres meses nunca había visto a Clemens completar uno de sus llamados «largos recorridos». Normalmente acababa sólo medio, montaña abajo, que era por lo que sospechaba Parker que siempre insistía en correr por su vecindario. Parker, que siempre tenía que acabar solo el trozo cuesta arriba, se estaba convirtiendo en un corredor de montaña.
—¿Te ayuda a correr más esa ropa?
—Cuando te ves bien, te sientes bien —gruñó Clemens mientras se agachaba hasta tocarse los pies.
—Pronto llevarás una cinta para el sudor.
Clemens buscó en el bolsillo de los pantalones del chándal y sacó una cinta amarilla. Parker volvió a reírse.
—Primero tienes que sudar.
El abogado asintió y luego lanzó una mirada preocupada hacia la montaña.
—¿Y si luego me llevases hasta el coche?
—Claro.
Clemens señaló al perro, que todavía corría alrededor del enorme hombre con alegría algo alocada.
—¿Ha ido?
—No.
—Quizás tenga retención anal.
—No te lo parecería si vieras la habitación de huéspedes.
—A lo mejor tiene agorafobia.
—Has hablado como un verdadero abogado. ¿En qué estás trabajando? ¿En un alegato sobre la capacidad disminuida?
—No te preocupes —le dijo Clemens a Boomer—. Aún te libraré.
Entraron en la casa. Parker compró la diminuta casa de dos habitaciones poco después de su divorcio y, según sus cálculos, todavía estaría pagándola bien entrado el siglo xxi, si es que conseguía llegar tan lejos. No le había importado que estuviese sobrevalorada, ni que el dominio sobre el lado de la colina que daba a Hollywood fuese débil, como mucho. La había comprado por la vista.
Toda la parte trasera de la casa era de cristal, y a través de él las luces de la ciudad latían y relucían en una miríada de intensidades y colores. Pero existía una contradicción. Mientras las ventanas captaban y llevaban dentro de la casa la inmensidad de la ciudad, la casa en sí era tan pequeña que a menudo daba la impresión que no hubiera sitio para moverse. Un factor que contribuía a ello era, desde luego, el constante estado de desorden en el que Parker mantenía el lugar. Todas las superficies disponibles estaban cubiertas con textos de medicina, revistas técnicas y periódicos de investigación.
Sin esperar una invitación, Clemens se fue a la nevera y cogió una lata de Foster de tres cuartos. Parker fue hasta la botella de Cutty y se puso uno bien cargado, y cada cual se llevó su bebida a la sala de estar.
—¿Cómo está ese asunto de Duffy? —preguntó Clemens al cabo de un momento.
—Terminado, espero.
El abogado miró a su alrededor con aversión.
—Necesitas una asistenta. No, lo retiro. Necesitas dos.
Parker escuchó los recados que guardaba el contestador. La Liga de Beneficencia de la policía (que querían un donativo). La fundación Regents (que también quería un donativo). «Los Ángeles Times» (para una suscripción). Ricky.
Parker deseó haber sido él quien llamase a Ricky. El chico estaba siempre en su mente, pero era una especie de recuerdo dulce, un tiempo pasado feliz, más que una presencia inmediata. Los términos del acuerdo de custodia así lo dictaban.
Parker empezó a marcar y le gritó a Clemens:
—Mantén el perro callado, ¿eh? Estoy llamando a Ricky.
Clemens le puso la correa al perro y se lo llevó a las escaleras de delante.
—¡Hola! —como siempre, la voz de Ricky tenía un entusiasmo que sólo un chico de doce años podía reunir, un niño todavía, pero con la certeza que le daban los agitados cambios, de que pronto sería un hombre. Eso siempre dejaba a Parker un poco triste. El hecho de su propia mortalidad y el de la pérdida de la inocencia del chico—. Ya has llegado a casa por fin, ¿eh?
—Sí.
—¿Cómo te va?
—Bien. ¿Y a ti?
—Fantástico.
—¿Y la escuela?
—Mmmm.
—Un día típico en la vida de Rick Parker —dijo Parker riendo—. Fantástico y mmmm. Escucha, está todo listo para el sábado.
—Por eso te llamé. Para estar seguro de que estabas listo.
—Estaré allí —dijo Parker. Hizo una pausa queriendo decir algo más, para hacer una alusión a la sorpresa, pero se contuvo. El chico era muy rápido cogiendo las cosas. Le enseñabas un sombrero y veía un conejo.
—Mamá sale con Matt este fin de semana —dijo.
—Ya lo sé —dijo Parker—. Me lo dijo.
Vaciló un momento y luego preguntó:
—¿Cómo te entiendes con él?
—Es un tipo muy majo. Es más guapo que tú.
Ésa no era la respuesta que Parker esperaba.
—¿Es que no has aprendido? Se supone que nadie es más guapo o más fuerte que tu viejo.
—Lo siento. Es más guapo que mamá. Y rico. Ha prometido comprarme mi propia ciudad.
—No quiero oír hablar del lado rico.
—Estoy bromeando. Sólo es un equipo de béisbol. ¿Se va a casar con él?
—Eso se lo tendrás que preguntar a tu madre.
—Tengo que irme, papá —dijo Ricky—. Aquí está Timmy.
—Te veré el sábado. Te quiero.
—Yo también. Adiós.
Parker colgó y le gritó a Clemens:
—¡Vale!
—Se te ve deprimido —dijo Clemens inmediatamente, al entrar—. ¿Ha pasado algo?
—Eve tiene un novio. Es más rico y más guapo que yo.
—Pues cruza los dedos. Eso te podría ahorrar doscientos al mes de ayuda a la esposa.
Parker se llevó la bebida hasta la ventana y miró el resplandeciente trocito de vista sobre Hollywood.
—¿Quién es él?
—Su jefe.
—Vulgar —dijo Clemens, moviendo la cabeza—, ¿Estás preocupado porque a Ricky le guste demasiado?
—Quizás.
—No te preocupes. Los romances internos nunca funcionan. Demasiado malos. ¿Sabes lo que necesitas? —preguntó Clemens retóricamente—. Una mujer.
—¿Para tenerla y mantenerla?
—¿Y por qué no?
Parker se encogió de hombros.
—Deberías saberlo. Tú te ocupas de los pedazos que quedan cada día.
—Lo digo en serio —dijo Clemens, mirando indiferente hacia el centro—. Estás solo. Esto no es vida para un hombre.
—Tengo mi trabajo…
—Eso es todo lo que tienes. ¿Qué clase de vida es ésa?
—Mi vida —le respondió Parker con firmeza.
—Necesitas la mano serena de una mujer.
—Ya lo intenté. ¿Te acuerdas?
Clemens levantó los brazos. Parker creyó que la cerveza Foster salpicaría el suelo, pero aparentemente no quedaba cerveza que pudiera salpicar.
—Sólo porque no te funcionó la primera vez, eso no significa que no vaya a funcionar la segunda. O la tercera.
Parker ya había oído eso antes. De hecho, había visto fotografías de las ex esposas de Clemens. Por extraño que parezca, todas eran extremadamente bonitas.
—El eterno optimista.
—Absolutamente —exclamó Clemens—. Y en cuanto pierda algo de peso, voy a por la cuarta.
—¿Otra Foster?
Clemens se dio unas palmadas en su abultada región abdominal y dijo:
—Creo que podría.