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Parker estaba revisando el informe de toxicología y tomando notas cuando Steenbargen volvió inesperadamente. El inspector se dejó caer sobre el sofá y se frotó los ojos.

—He pensado en acompañarte a la conferencia. Podrías necesitar apoyo moral. Incluso he pedido prestados un par de pompones a la animadora principal, hija de un amigo mío.

Parker sonrió.

—Gracias. Podría necesitar uno o dos vítores antes del final.

—Tengo entendido que ya ha llegado el informe de toxicología.

Parker asintió con la cabeza y se pasó una mano por el pelo. Le informó de lo que Kubuchek había encontrado y Steenbargen dio un respingo.

—¿Qué vas a hacer?

—Lo único que puedo hacer —respondió Parker, encogiéndose de hombros—. Decirlo todo tal como es.

—¿Estás seguro de que quieres hacer eso?

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

—Quizás deberías minimizar la cuestión de la droga —dijo Steenbargen, probando.

Parker levantó las manos.

—¿Cómo? No puedo ocultarlo. Si intento dar un rodeo, se me acusará de querer encubrir este hecho. Está aquí en el informe para cualquiera que quiera desenterrarlo. Es una situación sin salida.

—Habrá alguien a quien no le va a gustar —dijo Steenbargen.

—¿Es que crees que no lo sé? No acepté este trabajo para ganar un concurso de popularidad. Los médicos forenses no gustan a nadie. A los políticos no les gustamos porque los muertos no votan. Las familias de los difuntos nos ven como entrometidos repulsivos, que gozan mutilando a sus muertos. Los médicos nos miran como a médicos policía. A la policía no le gustamos porque investigamos las muertes sospechosas de los presos de sus celdas. A los propietarios de residencias de ancianos tampoco, porque ponemos al descubierto el hecho de que sus pacientes se mueren a causa de una mala nutrición y de descuido. Demasiado a menudo es un maldito y desagradecido trabajo. Pero sólo conozco una forma de hacerlo.

Steenbargen se puso las manos detrás de la cabeza y se echó hacia atrás, sonriendo.

—Me hubieses decepcionado si hubieses dicho otra cosa.

Parker había estado angustiado por la conferencia de prensa, preguntándose cómo debía llevarla. El comentario de Steenbargen le ayudó a tranquilizarse.

—Gracias —dijo con una media sonrisa—. ¿Cómo han ido las cosas con Somers?

—Había estado tratando a Duffy por depresión y drogodependencia durante cuatro meses. El tipo era adicto a la cocaína y a los estimulantes. De eso se componía su depresión. Cuando se derrumbase, se derrumbaría del todo. La última vez que Somers le vio, hace dos semanas, Duffy estaba en un verdadero estado depresivo. Somers dijo que no hacía más que darle vueltas a cómo había podido hacer de su vida un desastre tan absoluto.

Hizo una pausa significativa.

—Dijo que incluso habló de acabar con todo.

—¿Suicidio?

Steenbargen se encogió de hombros.

—Somers dice que no sabe, que Duffy no fue muy preciso y que no quiso aclararlo. Su impresión es que Duffy hablaba metafóricamente, más como si fuera a dejar el show de televisión para irse a vivir a algún sitio de las montañas, que de matarse. Hablaba mucho de eso. Según Somers, Duffy estaba totalmente quemado en el show. Pero dijo que no podía descartar la posibilidad de que Duffy hablara literalmente. Dijo que el chico parecía diferente en su última visita. «Desesperado» fue la palabra que utilizó.

—¿Eso fue hace dos semanas?

El inspector asintió.

—Tenía una cita la semana pasada, pero no apareció. Somers cree que la razón pudo ser que le había dicho a Duffy en la visita anterior que tendría que ir a desintoxicarse. Habían convenido en que le haría una revisión en el hospital Betty Ford, pero Duffy no se presentó. Y escucha esto: Somers llamó a Joan Duffy y le explicó lo serio de la situación, que Duffy se estaba destrozando y que tenían que sacarle de las drogas, pero ella se lavó las manos del asunto. Le dijo que ella ya lo había intentado, y que estaba harta de hacer de niñera. Añadió que tenía los nervios destrozados y que si Duffy quería matarse, ella no podía impedírselo.

—No es extraño que reaccionara a la sugerencia del suicidio.

—Claro.

Parker se miró el reloj y dijo:

—Es el momento de andar los últimos metros.

—Quizás aún llame el jefe y se suspenda —dijo el inspector, esperanzado.

—Es una mala película. Esta es aquella en que el verdugo ata al chico en la cámara de gas y le dice: «Cuenta hasta diez y respira profundamente. Es más fácil así».

En el ascensor, se les unió Charles Rademacher, el oficial del departamento de información pública, quien preguntó:

—¿Está usted seguro de que no quiere que lleve yo este asunto?

Parker sonrió burlonamente.

—¿Y decepcionar a todos mis admiradores? Gracias por el ofrecimiento, pero lo haré yo. Sáqueme de apuros si le hago señas.

—Por supuesto —dijo Rademacher.

El pasillo del primer piso estaba atestado de periodistas y el trío se abrió paso a empellones a través de la multitud hasta las puertas del auditorio, intentando ignorar las preguntas que les hacían a gritos.

La sala estaba llena y los tres hombres tuvieron que avanzar a empujones hasta llegar al estrado. Rademacher y Steenbargen se sentaron cada uno a un lado del atril. Parker arregló sus notas y miró de soslayo la intensa luz de los focos de las cámaras.

Medio cegado, Parker echó un vistazo por el mar de rostros, esperando que la sala se aposentase, lo que sucedió al cabo de un par de minutos, y leyó el informe que había preparado:

—Me temo que no hay mucho para ustedes. Como saben, John Duffy, actor y comediante, murió aproximadamente a las seis de la mañana, mientras nadaba en el rompiente en Point Dume. Sobre la base de la autopsia que he terminado esta tarde, la conclusión preliminar de este departamento es que el señor Duffy murió de asfixia, resultante de ahogamiento. Ahogamiento que fue, presumiblemente, accidental.

Le acosaron inmediatamente con un aluvión de preguntas. Miró a Rademacher, solicitando silenciosamente su ayuda. Sería más fácil si hablasen de uno en uno. Rademacher se encogió de hombros con impotencia.

—¿Qué quiere decir con exactitud «presumiblemente»? —preguntó alguien gritando.

—Eso exactamente —respondió Parker—. Hacemos esa suposición, puesto que no tenemos ningún indicio de lo contrario. No hay pruebas de que haya sido provocado.

—¿Sabe usted por qué se ahogó?

—No. Eso se está investigando en este momento.

—¿Había drogas implicadas en el asunto?

—No entiendo lo que quiere usted decir por «implicadas» —esquivó Parker.

—¿Se le encontraron drogas en la sangre?

No había manera de esquivar aquello.

—Sí, pero no en cantidades suficientes como para haber causado un serio menoscabo de su capacidad natatoria.

—¿Qué clase de drogas?

—Alcohol, Valium, amitriptilina y benzoylecgonina, que es un metabolito de la cocaína.

La revelación causó una conmoción. Los focos parecían volverse más intensos. Parker contestó satisfactoriamente las preguntas sobre las drogas, traduciendo las cantidades a términos legos: bebidas, pastillas y gramos, e intentó explicar que las cantidades exactas eran difíciles de estimar, porque no sabían cuándo habían sido ingeridas.

Por encima del murmullo de las preguntas, se impuso una voz de mujer:

—¿Es cierto que Duffy estaba abatido por la ruptura de su matrimonio?

—No se lo sabría decir —mintió Parker.

—Si estaba abatido, ¿podría eso tener algo que ver con su muerte?

Era la misma voz agresiva. Parker se protegió los ojos e intentó avistar a su propietaria.

—Lo siento —le dijo Parker—. No quiero hablar de conjeturas. ¿Tiene alguien más alguna pregunta? Si no…

—¿Por qué estaba Duffy nadando a las seis de la mañana? —preguntó la mujer. Hubiese sido un buen sargento de instrucción.

—Según los vecinos, iba a nadar cada mañana a las seis. Formaba parte de su rutina.

—Si nadaba cada mañana, ¿no es raro que se ahogase sin ningún motivo aparente?

Parker miró a través de los focos, intentando encontrar a su torturadora.

—La palabra clave parece ser «aparente», ¿no es así señorita…?

—Saxby, del «Los Ángeles Times».

—Saxby —repitió Parker—, Por supuesto que hay un motivo. La gente no se ahoga sin un motivo. Por ejemplo una rampa. O agotamiento. O un ataque al corazón. Sólo que en el caso del señor Duffy en este momento no sabemos cuál fue el motivo. Tendremos que esperar.

—Entonces está usted diciendo que hay algo que no es normal.

—No estoy diciendo nada de eso —insistió Parker, sin ser capaz de dejar de mostrar su irritación en la voz—. La gente se ahoga siempre. El año pasado se ahogaron 196 en el condado de Los Ángeles, para ser exactos. Muchos de ellos por motivos que nunca hemos averiguado.

—¿De veras? —respondió ella, sarcástica—. ¿Y cuántos de esos 196 se ahogaron en el océano, doctor? ¿Y nadando?

Vaya, pensó Parker. Había cogido el informe bienal y utilizaba sus propias municiones contra él. Parker le lanzó una mirada a Rademacher preguntándose qué hacía exactamente para ganarse el sueldo.

—Tres —dijo finalmente intentando sonreír. Un murmullo corrió por toda la sala—. Eso es todo por ahora, señoras y señores. Gracias.

Salió del estrado y le dijo a Rademacher.

—Me ha sido usted de una gran ayuda.

Rademacher levantó los hombros tímidamente.

—Es que creí que lo estaba usted haciendo muy bien.

—Bueno —dijo Parker, descontento con su actuación, y luego se dirigió a Steenbargen—: Mike, salgamos de aquí.

Los periodistas no iban a dejarse despedir así, tan fácilmente. Dieron la vuelta al estrado en masa, cortándoles la salida y siguieron vociferando preguntas. Steenbargen corrió a situarse en medio, abriendo un camino a través de los robustos cuerpos, mientras Parker se dirigía a la puerta «sin comentarios». Aún había más en el pasillo, y Steenbargen tuvo que ponerse fuera de las puertas del ascensor para asegurarse de que ningún periodista conseguía subir con Parker.

Parker dio un suspiro de alivio cuando las puertas se cerraron, dejándole solo únicamente con el zumbido del ascensor y con sus propias dudas reavivadas mientras le llevaba al tercer piso. ¿Por qué se había ahogado Duffy? Parker tenía la extraña sensación de que cuando encontrasen el motivo, sería el malo.