Una versión más frágil de la mujer de la fotografía de casa de Duffy, y con los ojos enrojecidos, estaba esperando, sentada en el sofá en la oficina exterior de Parker. Steenbargen presentó a Parker y Joan Duffy intentó esbozar una sonrisa que no le llegó a los ojos y se desvaneció rápidamente.
Era pequeña y pálida, hasta el punto de parecer anémica, y llevaba el cabello, negro y largo, hasta los hombros, con el estilo rizado e informal de moda. Tenía los ojos grandes, de color verde grisáceo, la boca era pequeña y la nariz y la barbilla muy puntiagudas. Llevaba un traje bermellón con una blusa color marfil y zapatos de tacón a juego con el traje.
Parker la invitó a pasar a la oficina y le puso una silla delante de la mesa.
—¿Puedo ofrecerle algo? ¿Café?
—No, gracias.
Parker se dirigió hacia la parte de atrás de su mesa y Steenbargen se sentó en una silla, al lado de la ventana. Ella llevaba un pañuelo en la mano, y empezó a retorcerlo.
—Acabo de terminar la autopsia de su difunto esposo —comenzó Parker.
Ella pareció sorprendida.
—¿Ya?
—Sí.
—¿Está usted absolutamente seguro de que es John? ¿No hay ningún error?
—Estamos seguros.
—¿No tengo que identificar su… cuerpo?
La gran influencia de la televisión, pensó Parker.
—No es necesario, señora Duffy. Le identificamos por sus huellas dactilares.
Esperaba que no le pidiera ver el cuerpo. O tocarlo. A veces alguien lo hacía, para asegurarse de la realidad de lo ocurrido, como el pellizcarse para estar seguro de que no era sólo una pesadilla.
—¿Qué sucedió? —preguntó—. ¿Cómo murió?
—La causa oficial de la muerte es ahogamiento. El cómo es otra cosa. Sabemos por sus vecinos que su esposo era un buen nadador.
—Sí. Muy bueno.
—Y que nadaba con regularidad cada mañana, a las seis.
—Nadaba antes de ir al estudio. Normalmente, alrededor de las seis o las seis y media.
—Por eso es por lo que no sé por qué se ahogó, señora Duffy. Las condiciones del oleaje eran normales y no pude encontrar en él nada físicamente anormal. Por supuesto, no tendremos todos los datos hasta que tengamos los resultados de toxicología.
Joan Duffy secó las lágrimas que se le formaban en los ojos con el pañuelo arrugado. Sus ojos eran su mejor rasgo, pensó Parker. Eran suaves y expresivos y tristemente bellos. Sin embargo, la tristeza le venía de lejos, de más allá de los sucesos de la mañana. Se necesitaban años de acondicionamiento para adquirir aquella mirada.
—Encontramos una gran variedad de medicamentos en la casa, señora Duffy. Junto con algunas Quaaludes y unos restos de cocaína.
—John estaba bajo una gran presión. La presión de su trabajo, la presión de la fama, la presión de sí mismo —se detuvo ahí, como si eso lo explicara.
—¿Qué clase de drogas tomaba?
Su mirada evitó la de Parker.
—No lo sé exactamente.
Hizo una pausa y luego preguntó ansiosamente:
—¿Tuvieron algo que ver las drogas con la muerte de John?
—No lo sabremos hasta que lleguen las pruebas del laboratorio.
Abrió el bolso.
—¿Le importa que fume?
—No, hágalo.
Sacó un paquete de Benson & Hedges bajo en nicotina, extrajo un cigarrillo con dedos temblorosos y, como un prestidigitador, Steenbargen hizo aparecer un encendedor con gesto caballeroso. Encendió el cigarrillo y ella le dio una profunda chupada exhalando después el humo.
—¿Utilizaba cocaína de forma considerable?
Su tono se volvió defensivo.
—No más que cualquier otro de la profesión.
—No sé lo que eso significa —dijo Parker.
—No estaba informada de lo que John hacía —dijo con acidez—. Lo que hacía no me lo decía. Él sabía que yo desaprobaba esa clase de cosas.
Parker jugueteó con el bolígrafo de la mesa, dándole vueltas despacio, hasta que apuntó a la mujer.
—¿Cuánto tiempo ha estado usted casada, señora Duffy?
—Cinco años —dijo, cruzando sus delgadas piernas—, Pero antes habíamos vivido juntos durante dos años.
A Parker le pareció que la mujer no tendría más de veintiocho o veintinueve años.
—Debía usted ser muy joven cuando se conocieron.
De repente ella se inclinó hacia adelante y aplastó el cigarrillo apenas comenzado en el cenicero de cerámica que había en el brazo de la silla y empezó a pasarse la mano por la frente pensativamente.
—Yo era una estudiante de segundo de la Universidad de Illinois. John estaba actuando con Second City. Le fui a ver una vez y me enamoré. Era tan salvaje y tan loco en el escenario, tan fuera de control. Algunos amigos me llevaron entre bastidores y nos presentaron, y fue química instantánea. Al cabo de cinco minutos me pedía que saliéramos y tres semanas más tarde me mudaba a su apartamento.
Parker intentó analizar qué clase de «química instantánea» podía despedir aquella mujer. Obviamente, lo que había atraído a Duffy no había sido físico o sexual, al menos algo que Parker pudiera ver. Debía de haber satisfecho necesidades psicológicas y emocionales más profundas en aquel hombre. Parker se preguntaba cuáles serían.
Su mirada se hizo distante y dijo en un tono que parecía amargo:
—Dejé mi educación por John. Lo dejé todo.
—Tengo entendido que ustedes vivían separados.
Ella asintió.
—Sí.
—¿Desde hacía cuánto tiempo?
—Dos meses.
Parker le mostró la libreta que habían encontrado en casa de Duffy.
—¿Es esa la escritura de su esposo?
La miró fijamente por un momento.
—Sí.
—¿Escribía su marido chistes de esta clase?
Ella asintió.
—A veces. Si escuchaba algo que le gustaba y quería recordarlo. ¿Por qué?
—Está en la primera página de una libreta nueva —le dijo Parker—. Creí que podría darnos alguna idea de su estado de ánimo de aquella última noche.
Ella le estaba mirando.
—Probablemente no sea nada —dijo Parker—. Sólo otro chiste de suegras: «El suicidio es una forma tardía de estar de acuerdo con la madre de tu mujer».
—Tiene usted razón. Probablemente no sea nada.
Parker recogió la libreta.
—Lo siento. Tengo que hacerle estas preguntas. ¿Estaba deprimido… insatisfecho con su trabajo?
Ella vaciló.
—A John le parecía como si su talento se estuviera malgastando en La vida es dura. Quería hacer otras cosas. Películas. Teatro. Algo más desafiante.
Parker asintió con la cabeza.
—¿Cuándo habló usted con él por última vez?
—La penúltima noche.
—¿Cómo le encontró?
—Preocupado.
—¿Le dijo por qué?
Su rostro se inquietó. Dudó y luego dijo:
—Yo quería pedir el divorcio. John quería hablarme de ello. Quería que volviéramos juntos —cruzó sus brazos sobre el cuerpo protectoramente—. No veo cómo mis asuntos personales tengan algo que ver con su trabajo, doctor Parker.
Parker ofreció a la mujer una sonrisa paliativa para suavizar lo que estaba a punto de decir.
—En algunos casos, señora Duffy, hacemos lo que se llama una autopsia psicológica para determinar el estado de ánimo del difunto anterior al tiempo de su muerte —hizo una pausa—. Para eliminar la posibilidad de un suicidio.
La espalda de la mujer se puso rígida y la suavidad abandonó sus ojos.
—¡John no se suicidó!
—Probablemente no, pero teniendo en cuenta la evidencia, me temo que es una posibilidad que hemos de considerar.
—¿Evidencia? —saltó Joan Duffy—, ¿Qué evidencia?
—El psiquiatra que trataba a su marido dice que estaba deprimido. Lo suficiente como para darle una medicación antidepresiva. Está esta nota…
Ella ondeó la libreta en el aire y la cerró de golpe sobre la mesa de Parker.
—Esto no significa nada, ya se lo he dicho. Y no me importa lo que estuviera tomando. ¡John no se mató!
—Lo siento, señora Duffy, pero éstas son preguntas que tengo que hacer. Me doy cuenta de que debe ser un momento duro para usted.
La reacción de la mujer ante la sugerencia de un suicidio había sido fuerte, pero no poco común. La aceptación de la posibilidad de un suicidio venía a menudo acompañada de la aceptación de, al menos, una responsabilidad parcial por aquel acto definitivo e irrevocable. Parker mantuvo la voz suave, para calmarla.
—No estoy intentando curiosear, créame, y puedo asegurarle que cualquier cosa que usted diga será guardada en el más absoluto secreto. ¿Puedo preguntarle qué le hizo decidirse a divorciarse de su esposo?
Su disposición había mejorado algo, pero su tono seguía siendo precavido.
—John había cambiado. No era el hombre con el que me casé. Acostumbraba a ser amable, considerado. Desde que llegó a esta ciudad, se había vuelto cruel.
Parker pensó en el cabello rubio sobre la almohada de Duffy. No quería destruir la imagen que ella tuviera de su difunto esposo, pero tenía una sensación incierta con aquel caso, como si fuera a necesitar toda la ayuda que pudiera obtener. Y la fuente principal estaba sentada justo frente a la mesa.
—¿Había otra mujer?
Se llevó la mano a la garganta. Parker temió que pudiera explotar, pero sólo preguntó:
—¿Por qué me hace usted esa pregunta?
—Porque hay pruebas de que había una mujer en la casa de la playa ayer noche.
—El muy hijo de puta —murmuró, apartando rápidamente la vista. De nuevo se formaron lágrimas en sus ojos. Se echó hacia atrás en la silla como un boxeador cuyos excesivos movimientos le hubieran dejado demasiado exhausto para seguir—. El estrellato puede hacerle cosas a un hombre. Toda la atención de admiradoras que le adoran. Cada día recibía cartas por correo, ofrecimientos de mujeres mucho más bonitas que yo. Me gusta pensar que intentó resistirse. Estoy seguro de que era duro para él. A pesar de la apariencia de macho que le gustaba dar, era muy inseguro. Necesitaba confianza en ese sentido, sentirse querido. Durante mucho tiempo, hice ver que no lo veía. Mientras no fuese algo serio, mientras volviese a casa después del trabajo, no decía nada. Pero luego empezó a estar fuera de casa toda la noche. Y luego recibí aquella nota. Aquello fue la última gota.
—¿Qué nota? —preguntó Parker.
Sacó otro cigarrillo y Steenbargen repitió su actuación de mago con el encendedor. Su mano temblaba violentamente mientras él se lo encendía.
—Era un corazón con una flecha que lo atravesaba. En el corazón estaba escrito: «Duffy + Mia».
—¿Mia?
—Mia Stockton. La actriz que compartía los honores con John en La vida es dura.
—¿Averiguó usted quién envió la nota?
Ella negó con la cabeza.
—Estaba firmado: «Un amigo». Eso es todo. Enfrenté a John con eso y él intentó negarlo. Dijo que él y Mia eran sólo amigos, pero yo sabía que mentía. Hice algunas averiguaciones y supe que llevaba más de un año con ese pequeño romance de camarín. Estaba desolada. Me sentí totalmente traicionada. Fue entonces cuando le dije que se fuera.
Cruzó de nuevo las piernas y se repantigó aún más en el asiento. Parecía estar encogiéndose, como si se sintiese más pequeña después de admitir los pecadillos de su esposo.
Parker anotó el nombre de Mia Stockton sobre el taco que tenía delante y escribió al lado: «¿La otra mujer?».
—¿De qué color tiene el pelo Mia Stockton?
—Rubio.
Y rápidamente añadió:
—Pero es teñido.
Parker y Steenbargen intercambiaron miradas.
—¿Quién más era íntimo de su esposo, señora Duffy? Alguien con quien él haya podido hablar en los últimos días.
—Harvey Brock.
—¿Quién es?
—El mejor amigo de John —su tono se volvió fríamente hostil—. Al menos eso creía John.
—Obviamente, usted no.
—No, yo no lo creía. Las drogas que John pudiera estar tomando procedían probablemente de Harvey. Intenté prevenir a John, pero no quiso escucharme. Harvey era su buen compañero. Después de todo lo que John había hecho por él, no podía darse cuenta de que Harvey quería que se diera de bruces.
—¿Y por qué iba a querer eso?
Le dio una chupada al cigarrillo y se inclinó hacia adelante para sacudir la ceniza en el cenicero de la mesa.
—Por celos. John triunfó y Harvey no. Los dos comenzaron juntos con Second City. Cuando John se tomó un descanso en La vida es dura, mandó llamar a Harvey. Incluso creó para él un personaje a tiempo parcial para que actuase en el espectáculo: Kowolski, el mecánico.
—Ah, sí —terció Steenbargen—. El chico tartamudo que siempre parece como si se hubiese revolcado sobre el aceite del cárter.
—Ése es —dijo Joan Duffy.
Parker arqueó una ceja mirando a su inspector jefe, que se encogió de hombros. Luego prosiguió:
—¿Y dice usted que el tal Brock era la conexión de su esposo con las drogas?
Ella asintió.
—Le pillé un día pasándole un gramo a John en el escenario. Le reñí por eso. Le dije que no le estaba haciendo a John ningún favor dándole droga, pero él ya lo sabía. Le dije que se apartara de nosotros.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará unos cuatro meses.
—¿Dónde le puedo encontrar?
Le dio una última chupada al cigarrillo y luego lo apagó, aplastándolo.
—Probablemente puedan hablar con él en el Comedy Store de Hollywood. Creo que está actuando allí ahora, en la sala pequeña. Es un humorista.
Parker asintió y lo anotó también.
—¿Quién más?
—Sol Grossman, el agente de John y su empresario. Ha sido como un padre para John durante los últimos seis años.
—¿Alguien más?
Pensó por un momento.
—Quizás el productor del show, Byron Fenady.
Parker intentó no reaccionar a la mención del nombre de Fenady. Tomó los números que ella le dio de los dos hombres, y luego sonrió y se puso en pie. Le pidió de nuevo disculpas por hacerle pasar por todo aquello y los ojos de ella empezaron a empañarse una vez más.
—Es curioso —dijo ella, lloriqueando—. Ayer me había hecho perfectamente a la idea de que John estaba fuera de mi vida, era todo lo que deseaba. Y ahora…
Parker le cogió el brazo con simpatía y la acompañó hasta la puerta. Cuando la abrió, ella le preguntó:
—¿Cuándo sabrá usted los resultados de las pruebas del laboratorio?
—Dentro de unas horas.
—Me gustaría saberlo.
Parker le prometió que la llamaría en cuanto lo supiera y le preguntó:
—Una pregunta más, señora Duffy. ¿A quién conocía su esposo que conduzca un Porsche rojo?
—A Harvey Brock. ¿Por qué?
—Uno de los vecinos vio un Porsche rojo en la zona esta mañana, eso es todo.
Y pidió a Steenbargen que acompañase a la mujer hasta la salida.
El teléfono sonó y Cindy le dijo que Kuttner estaba en la línea. El capitán no pudo disimular la alegría de su voz cuando Parker le habló de su informe preliminar.
—Entonces no hay posibilidad de que fuera un homicidio, ¿no es así, doctor? Quiero decir que incluso si el tipo estaba tan chalado que creyó que el agua era aire, era culpa suya, ¿no? No fue asesinado.
Parker vaciló y luego pronunció la palabra mágica que haría que aquél fuese el día del policía.
—No.
Kuttner le dio las gracias, agradecido, sabiendo que ahora podría enfrentarse a las cámaras e informar de que había sido resuelto un caso más.
Steenbargen volvió cuando Parker estaba colgando.
—¿Quieres comer? Yo invito.
—¿En Chasen o en Ma Maison?
—Creo que con Ma ya está bien.
Lo raro de la oferta hubiera sido suficiente como para tentar a Parker, aunque no hubiese estado hambriento, que lo estaba. La fama de ahorrativo del inspector jefe era legendaria; se rumoreaba que incluso llevaba su propia cuchara de plata, que utilizaba para comer de los platos de los demás, pero Parker nunca la había visto ni le había pedido que se la enseñara. No quería que le decepcionara el encontrarse con que el rumor era falso.
Ma Maison era la sala de máquinas dispensadoras del final del pasillo. La sala estaba antes en el piso de seguridad, pero la habían cambiado arriba cuando comenzó el temor al SIDA.
Steenbargen compró dos bocadillos de atún envueltos en plástico y dos cafés, y se sentaron a una mesa cercana a dos ayudantes varones con batas verdes que intercambiaban lascivos pronósticos sobre sus próximas citas. Por el tono optimista de la conversación, su miedo a la temida enfermedad había sido puesto en cuarentena con éxito en el piso de abajo.
—¿Qué opinas? —preguntó Parker, dándole un mordisco a su bocadillo.
—¿Sobre la viuda? Lo siento por ella. Parece como si Duffy le hubiera hecho pasar malos ratos, pero no sé. Algo no va.
Parker levantó la cabeza. Los instintos de Steenbargen raramente se equivocaban. El hecho era que él sentía lo mismo. Seguían rondándole en la cabeza aquellas abrasiones abdominales.
—Primero intenta restarle importancia sobre el uso de droga de Duffy, luego dice que se encolerizó con ese tipo, Brock, porque le pasó al chico un gramo de coca. Si el chico no tenía un gran problema de drogadicción, ¿entonces por qué ese pánico por un despreciable gramo? También saltó de mala manera con la sugerencia de suicidio.
—Eso no es anormal —dijo Parker.
—Quizás no. Pero podría haber otras razones por las que no le gustase la palabra «suicidio».
—Como el seguro.
Steenbargen asintió.
—Me interesaría saber si hay una póliza en algún sitio con el nombre de Duffy. Especialmente una con una cláusula de beneficio por accidente.
Parker sonrió. Siempre el poli, pensó.
—Quizás deberías comprobarlo.
—Quizás lo haga. Y también me gustaría comprobar qué estaba Brock haciendo al visitar a Duffy tan temprano por la mañana.
—Si era Brock. Hay más de un Porsche rojo en Los Ángeles.
Steenbargen le miró.
—Y hay más de una rubia en Nantucket, pero eso no nos ha detenido nunca antes, ¿no?
Cuando Steenbargen se fue, Cindy llamó a Parker para decirle que Kubuchek estaba allí; le dijo que le hiciera pasar. El toxicólogo, con ojos de sueño, entró sin una palabra de saludo y arrojó las cinco páginas de su informe sobre la mesa de Parker.
—Alcohol, cocaína, Valium y amitriptilina —le dijo mientras Parker cogía el informe—, Al chico le gustaban las drogas. Pero si está usted buscando una razón por la que Duffy se ahogase, la tendrá que encontrar en otra parte. Las cantidades no eran suficientes como para causar problemas mayores. Yo diría que había ingerido las sustancias un mínimo de cuatro horas antes de entrar en el agua.
Parker echó un vistazo al informe. Alcohol, .02 por ciento, Valium, 0,1 microgramos por mililitro, Amitriptilina, 0,05 microgramos por mililitro. Kubuchek tenía razón: no había forma de que Duffy hubiera experimentado un efecto farmacológico combinado con aquellas cantidades.
—Aquí no veo cocaína.
—No, pero encontré benzoylecgonina, .01 microgramos por mililitro en la sangre, .5 microgramos por mililitro en el hígado.
La cocaína se descomponía rápidamente en el sistema, pero la benzoylecgonina era uno de los productos de esa descomposición. Aparecía dos horas después de la ingestión de la droga y permanecía en la sangre hasta doce horas después.
Parker pasó rápidamente las páginas.
—¿Qué más ha analizado usted?
—La mayoría de las drogas comunes y las toxinas. Debido al factor tiempo, me concentré en lo que se encontró en la casa, más los hipnóticos más importantes, opiáceos y barbitúricos. Nada.
—¿Y el agua que había en el estómago y en los pulmones?
—La misma composición química que la muestra que trajo Steenbargen. Las partículas en el estómago y en el esófago son típicas algas de océano. Duffy se ahogó en el océano, seguro.
La pregunta es por qué, pensó Parker.
—¿Cuándo es la conferencia de prensa?
—A las dos. Por consideración a las noticias de las seis en el lejano este. Es un gran país y se ha de considerar la diferencia horaria cuando se tiene una estrella muerta.
Kubuchek no le deseó suerte. Tampoco era que Parker lo esperase. Las relaciones entre los dos hombres hacía tiempo que se habían vuelto tirantes, desde el incidente de Delaney.
Roger Delaney había sido un sheriff suplente al que habían matado de un disparo en el cumplimiento del deber. Cuando el informe de la autopsia se hizo público revelando que el alcohol en la sangre del agente era de un 15 por ciento en el momento de su muerte, hubo gritos de protesta en el departamento del sheriff y por parte de los parientes de Delaney, que insistieron en que el derribado oficial había sido un abstemio estricto. Se solicitó una investigación, pero antes de que ésta pudiera llegar a llevarse a cabo, Parker se enteró de que el error era debido a uno de los ayudantes del laboratorio de Kubuchek quien, por accidente, había cambiado las etiquetas de dos muestras. Parker, al darse cuenta de que tendría que rectificar, perdió el control, y delante del personal de su laboratorio le reprendió severamente. Una vez calmado, Parker se dio cuenta de que había cometido un error y pidió disculpas al hombre por haberle avergonzado públicamente. Pero aunque Kubuchek aceptó verbalmente las disculpas, continuó sintiendo resquemor y desde aquel momento su relación había sido fríamente educada.
—Gracias por haberlo hecho tan deprisa.
Kubuchek sonrió peculiarmente.
—No hay problema.
—Yo no hubiera podido tener tanta suerte —murmuró Parker para sí mismo mientras el toxicólogo salía por la puerta.