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—El cuerpo sin embalsamar es el de un varón caucásico bien desarrollado y bien nutrido; la edad declarada, treinta y cuatro años, mide un metro y ochenta centímetros de alto y pesa ochenta kilos —iba diciendo Parker monótonamente frente al micrófono suspendido sobre la mesa de autopsias—. Su pelo es castaño oscuro y los ojos son marrones. El rostro presenta cianosis azul rojiza y la piel tiene apariencia de piel de gallina, especialmente en ambas extremidades.

Observó la presencia de lividez en las partes posteriores y de rigor mortis en la parte superior del cuerpo. Las piernas presentaban muy poco rigor. La temperatura del hígado a las 10.57 era de 33.6. Le levantó los párpados y vio unos cuantos puntitos de hemorragias petequiales en su parte interior; luego miró en cada una de las ventanas de la nariz con un otoscopio. Las membranas mucosas de la nariz estaban severamente ulceradas, posiblemente por algún irritante como la cocaína. Parker presionó sobre el tórax y una espesa espuma blanca exudó libremente de las narices y de la boca.

Despacio, metódicamente, Parker examinó el cuerpo, palmo a palmo, con una lupa, recitando marcas identificadoras y cicatrices. La espalda y la parte posterior de los hombros presentaban numerosas abrasiones lineales poco profundas, pero su apariencia blanco rosácea indicaba a Parker que eran post mortem. La contusión roja e inflamada del segundo nudillo de la mano derecha, eso era otra historia.

—Ésta es ante mortem –le dijo Parker a Petronelli, que asintió con la cabeza.

Cogió la mano y la inspeccionó cuidadosamente, observando las arrugas de las yemas y la materia marrón oscura debajo de las uñas. Con un par de tijeras quirúrgicas recortó cada una de ellas y las colocó en su propio sobre de pruebas, marcándolo claramente con el número de identificación del finado. Firmó cada sobre, anotó el tiempo, y el nombre de Petronelli como testigo.

Una vez hecho eso, Parker prosiguió con su inspección del dorso, observando varias abrasiones post mortem más. A la derecha de la mitad del abdomen se detuvo.

—Abrasiones lineales rojo oscuro con equimosis —comentó— cinco centímetros por encima del ombligo, que se extienden desde el costado derecho hasta la línea axilar posterior, hacia el lado izquierdo del abdomen. La región lumbar también muestra líneas de abrasión rojo oscuro similares, que van de izquierda a derecha.

Se inclinó para verlo más de cerca. La piel estaba roja e inflamada; indudablemente un tipo de quemadura por fricción. Se dirigió a Petronelli:

—¿Qué cree usted que puede haber ocasionado esto?

El bajo y calvo patólogo se inclinó sobre el cuerpo, mirando a través de la lupa. Petronelli era uno de los especialistas forenses más capacitados, y era por eso que Parker había querido que le ayudara en aquel caso. Petronelli se incorporó y sacudió la cabeza con indecisión.

—Algunas de estas heridas parecen indudablemente arañazos de uñas. Esta otra, no lo sé. La piel está irritada. Es una clara reacción histamínica. ¿Qué llevaba puesto?

—Sólo el bañador —dijo Parker—. Los trazos de abrasión estaban casi unos diez centímetros por encima de su bañador.

Petronelli movió la cabeza.

—¿Hay rocas en la zona en la que se ahogó? —preguntó.

—No lo sé. No sabemos lo lejos que fue, ni siquiera dónde.

El ayudante intentó restarle importancia.

—¿Está usted seguro de que esto sucedió mientras se ahogaba? Quizás lo que lo causó ocurrió antes de que se metiese en el agua.

—Quizás —reconoció Parker. Pero seguía preocupado.

Continuó, terminando el examen externo con la observación de una contusión rectangular ante mortem, en la pantorrilla derecha. En el dibujo estándar de la parte anterior y posterior de un cuerpo sin facciones y sin cabello, Parker dibujó las zonas de las lesiones ante mortem, intentando darles la forma aproximada, luego, con su propia Nikon de 35 mm, tomó un par de fotos de primer plano de las abrasiones de los costados y de la contusión de la pantorrilla.

Verificó los oídos con un otoscopio.

—Edema hemorrágico, oído medio, tímpano izquierdo fracturado, edema hemorrágico, senos petrosos.

No le sorprendió encontrar agua en los senos esfenoidales, y extrajo una muestra con una jeringa.

—Supongo que ya estamos listos para pasar al interior —dijo Parker seleccionando un escalpelo de la colección de instrumentos de la bandeja.

Comenzó la incisión en el hombro izquierdo, haciendo un arco perfecto a través de los músculos pectorales y terminando en el mismo lugar exacto en el hombro contrario. Terminó la tradicional Y biseccionando el arco con un profundo corte vertical hacia la sínfisis púbica. Unos cuantos cortes más dejaron al descubierto los órganos del cuello y la caja torácica.

Con un par de tijeras de costillas, Parker cortó el cartílago del esternón y levantó la placa pectoral como si fuese la pieza de un rompecabezas. Los potentes extractores acoplados a la mesa luchaban contra los gases que habían comenzado a formarse desde el mismo momento en que la vida había cesado, pero el olor seguía allí, un olor como ningún otro, el húmedo y empalagoso perfume de la descomposición.

Parker examinó los órganos al descubierto. La Fortuna no tenía favoritos allí. Ésta era la forma en la que todas las vidas terminaban, tanto las de los ricos y famosos como las de los pobres y oscuros, un inventario impersonal bajo la dura luz de los fluorescentes.

Después de extraer 200 mi de sangre del corazón con una jeringa y de enviarla con el toxicólogo al laboratorio para su inmediato examen, Parker extrajo la lengua, la laringe y la tráquea y observó si tenían alguna lesión. No encontró ninguna. A continuación sacó los pulmones y los colocó en el platillo de acero inoxidable de la balanza que había a los pies de la mesa. Observó su apariencia esponjosa y su peso, el derecho pesaba 800 gramos, el izquierdo 750; y luego los abrió. Encontró la presencia de un edema pulmonar agudo y una gran cantidad de agua. Ahí no había sorpresas.

Parker utilizó jeringas para extraer muestras de sangre de los ventrículos derecho e izquierdo del corazón. No estaba coagulada y tenía un color rojo oscuro. Dio las muestras a Petronelli y le pidió que comprobase el nivel de magnesio (una notable diferencia entre los ventrículos podría ser una indicación bien fundada de ahogamiento en agua de mar). Luego siguió trabajando con el escalpelo. Unos cuantos movimientos hábiles más y el órgano estuvo en su mano.

La parte derecha del corazón estaba dilatada y se notaba fofa, un hecho que confirmó la balanza: 320 gramos. Lo lavó y comenzó a diseccionarlo, como un mecánico hábil que examinara un carburador. Las arterias coronarias y pulmonares, los ventrículos, las válvulas y la aorta aparecían todos ellos normales, con pocas señales de cambio aterosclerótico.

Siguió con el sistema gastrointestinal. La misma mucosidad parecida al merengue estaba presente en el esófago, y también vómitos y trozos de material similar a las algas. El estómago y el duodeno estaban distendidos y contenían una cantidad de agua considerable, pero no alimentos, lo que significaba que Duffy no había comido al menos dos horas antes de haber ido a nadar.

Los contenidos del estómago ayudaban a veces a establecer el momento de la muerte, pero en este caso no sería necesario. La ausencia de lividez, el principio de rigor mortis y la temperatura del cuerpo con relación a la temperatura del océano indicaban que Duffy no había escogido aquella mañana en particular para alterar su rutina acuática. Parker tomó una muestra de agua del estómago antes de continuar con los intestinos grueso y delgado, que no presentaban nada extraordinario.

El hígado aparecía ligeramente graso y con congestión aguda, al igual que el bazo, el páncreas, los riñones y la vesícula biliar. Duffy tenía aún su apéndice. Mientras Petronelli sacaba muestras líquidas de esos órganos, Parker terminaba el sistema nervioso central. Con una precisión rápida hizo la incisión biauricular, moviendo el escalpelo a través de la parte superior de la cabeza de oreja a oreja. Unas incisiones más a cada lado de la cabeza y se desprendió toda la cara, permitiendo bajarla por delante del cráneo, como una máscara elástica. Cualquier falso rostro que un hombre mostrase al mundo, con la muerte se le enfrentaba cara a cara.

Después de inspeccionar cuidadosamente los huesos faciales en busca de fracturas, Parker utilizó una sierra eléctrica para hacer un corte alrededor de la cabeza, justo por encima de las orejas; luego levantó la parte superior del cráneo como si fuera un kipá. Cortó metódicamente las membranas y las arterias que mantenían el cerebro en su lugar y luego, con cuidado, liberó el órgano entero con los dedos, trabajándolo hasta que lo sacó con las manos. Seccionó el órgano que, justo la semana anterior, con la ayuda de unos cuantos voltios de electricidad, había hecho reír a la gente de costa a costa, y lo examinó para ver si había hemorragias o lesiones. El órgano se veía perfectamente normal y sano.

Parker se quitó los guantes quirúrgicos y dijo para el informe:

—Salvo otros hallazgos, mi veredicto preliminar es que el sujeto John Hamilton Duffy murió de asfixia como resultado de un ahogamiento accidental. No hay evidencia de trauma significativo ni de engaño. Muestras de sangre, orina, bilis y de los contenidos del estómago y los pulmones han sido tomadas para el análisis toxicológico. Eric C. Parker, Primer médico forense, 12 h. 14’ del 20 de abril de 1987.

Parker se volvió a Petronelli, quien mostró su acuerdo con el informe con un gesto de cabeza.

—Lleve usted mismo esas muestras a toxicología —le dijo Parker a Petronelli—. Quiero estar seguro de que mantenemos la cadena de evidencias.

—Bien.

—Y diles que quiero resultados preliminares para la una y media.

Petronelli enarcó una ceja.

—A Kubuchek no le van a conmover las prisas.

—Si Kubuchek te lo discute, dile que me llame —le respondió Parker.

Steenbargen estaba apoyado contra la pared del pasillo, esperando, cuando Parker salió del vestuario ajustándose el nudo de la corbata.

—¿Cómo ha ido?

—Bien —le respondió Parker alisándose las solapas de la chaqueta.

—¿Algo sospechoso?

Dudó, pensando en aquellas curiosas abrasiones, y luego negó con la cabeza.

—No, a menos que toxicología se presente con algo. ¿Y tú?

—Pss. Pero Kuttner telefoneó; lo que había en el sobre era cocaína. Unos quince gramos, de gran pureza.

Parker había estado seguro todo el tiempo de que sería cocaína pero, con todo, hizo una mueca. Aún hacía más difícil el caso.

—¿Por qué no dejamos que toxicología decida la importancia de la cocaína? Quizás eso le mató.

—Quizás —dijo Steenbargen amablemente—. Pero no lo creo. Kuttner dijo que había una serie de huellas en el sobre. Lo que ocurre es que… no eran de Duffy.

Parker le lanzó una mirada.

—¿Lo cual querría decir que Duffy no la utilizó?

Steenbargen sonrió y esquivó la trampa.

—No necesariamente. Alguien pudo haber llevado el sobre, sacado unas cuantas líneas para él y luego haberlo guardado en el cajón. Pero yo voto porque él no lo utilizó. A: había exactamente quince gramos, B: si el sobre fuera de Duffy, si él lo hubiera comprado, entonces normalmente hubiese sido él quien lo hubiera manipulado.

—¿Estás sugiriendo que podían haberlo depositado después de que él se fuera a dar un baño? ¿Que él personalmente nunca recogió la entrega?

Steenbargen se encogió de hombros.

—¿Y qué puedo decir… salvo que sus huellas no están en el sobre?

Parker decidió que era otra buena razón para no hacer pública mención de la droga hasta que tuviesen una idea mejor de lo que entrañaba todo aquello.

—Esperemos un poco.

Steenbargen asintió con la cabeza y los dos hombres empezaron a andar. Parecían no darse cuenta de las camillas que llenaban el corredor, algunas con cargas preparadas para ser desarmadas, otras, ejemplos del producto terminado, ojos vidriosos, con suturas, cáscaras vacías. Algunas de las caras, serenamente apacibles; otras estaban grotescamente contorsionadas con expresiones de dolor y sufrimiento, como los rostros de los santos mártires de los cuadros medievales.

—Me puse en contacto con la viuda de Duffy —dijo Steenbargen—, En este momento está en tu oficina.

Parker asintió. No le gustaba tratar con esposas repentinamente convertidas en viudas. Su incapacidad para tratar su dolor, para aliviarlo, siempre le hacía sentir incómodamente inútil, impotente.

—¿Cómo se lo ha tomado?

—Bien —respondió el inspector—. Creo que ella y Duffy estaban separados. Ella ha estado viviendo en su casa de Beverly Hills. La casa de la playa era de alquiler.

—¿Y los médicos de las recetas?

—He conseguido hablar con tres de ellos. La receta de Quaalude era de hacía cuatro años. Las píldoras habían sido vendidas sin receta. El doctor que las había recetado al principio, Kinsey, es un médico de cabecera de Beverly Hills. La última vez que vio a Duffy fue hace tres años. Le hizo la receta de Methaqualone, pero se negó a renovarla cuando Duffy volvió a por más. Dice que el tipo era un adicto a las pastillas y que intentaba tomarle el pelo.

—El doctor que recetó el Elavil, Somers, es un psiquiatra. Confirmó la prescripción y dice que estaba tratando a Duffy de una depresión aguda. Al principio no quería aclararlo, invocando la prerrogativa de un buen doctor con su paciente. Pero mi persuasiva elocuencia finalmente le convenció. Ahora voy a hablar con él.

Cerca del ascensor, un joven inspector con un corte de pelo militar de la patrulla GABAF, Grupo de Asalto de la Brigada Afro-Mejicana, estaba intentando ganar puntos con una ayudante atractiva y pelirroja, y a juzgar por la mirada fascinada de sus grandes ojos verdes y por su risita intermitente, lo estaba logrando. Ella se detuvo tímidamente cuando vio a Parker, pero el poli siguió con la historia.

—Entonces entro yo en la habitación, pistola en mano —iba diciendo el policía— y allí había dos negros sentados a una mesa con hamburguesas, sólo que uno de ellos, éste de aquí… —se apartó e hizo una seña hacia el hombre negro que había en una camilla a su lado. Le faltaba el ojo derecho y parte del cráneo y las sábanas estaban manchadas de sangre y de sustancia gris— no estaba comiendo. El otro comía tranquilamente y vi la botella de dos litros que había sobre la mesa frente a él, y mi compañero y yo nos tiramos encima suyo. El tío se pone a gritar que tengamos calma, y después de haberle esposado y haberle leído sus derechos, dice que claro que conoce al muerto, que es su hermano y efectivamente, cuando miro, los tipos son gemelos idénticos. Así que le hago la lógica pregunta a continuación, que por qué lo hizo y me mira como si yo fuera un subnormal total y dice, ¿es que no lo ves?, ¡mira su hamburguesa!

La pelirroja miró al jefe con nerviosismo, pero Parker sólo hizo un gesto con la cabeza.

—Entonces miro la hamburguesa del tipo muerto y no veo nada raro y el tipo me grita: ¡El panecillo no, la hamburguesa! ¡Mira la hamburguesa! Entonces abro el panecillo y sigo sin ver nada raro y el tipo dice chillando: ¡Es más grande que la mía! ¡Siempre se quedaba con la más grande! ¡Le dije que era mejor que esta vez me la diera a mí! ¡Nunca más volverá a coger la hamburguesa más grande! Y yo le dije: Amigo, tú tampoco vas a tener ninguna hamburguesa durante mucho tiempo —el poli se rió y luego preguntó—: ¿Puedes imaginarlo?

Parker sabía que, de todos modos, él nunca podría imaginar el «porqué». Afortunadamente no tenía que hacerlo. Para él, el asesinato era, normalmente, lo que parecía: muerte por disparo, por golpes, por apuñalamiento o por estrangulamiento. Habitualmente había en ello muy poco misterio. Pero el «porqué» era otro asunto.

La vida estaba llena de días de hamburguesas pequeñas y grandes, pensó, y eso estaba demasiado cerca como para que alguien llegase nunca a dar una explicación. ¿Por qué dos parejas de jóvenes inteligentes y atractivos se subían en el asiento trasero de un coche con una caja de seis botellas y una manguera que bombeaba monóxido de carbono, dejando sólo una nota que decía: «No podíamos seguir»? ¿Por qué un estudiante de matrícula de honor consecutiva, un «muchacho tranquilo y educado» según sus padres, decide durante la semana de los exámenes finales llevar el 38 de su padre a clase y empezar a disparar sobre sus confiados compañeros? ¿Por qué una madre escucha a su bebé llorar durante un año y luego, de repente, le pega hasta matarlo con un rodillo, diciendo: «No podía soportarlo más»? ¿Qué significaba aquello, en el análisis definitivo? ¿Qué no podía soportar? El hecho era que nadie sabía por qué, o en qué momento, él o ella atravesarían aquella línea irrevocable y no querrían aceptar la hamburguesa pequeña.