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Parker introdujo su tarjeta en la ranura de al lado del ascensor y apretó el botón del piso de seguridad del Centro de Ciencia Forense. Estrictamente controlado, el piso de seguridad estaba abierto las veinticuatro horas del día para hacerse cargo de las más de cinco mil autopsias que se realizaban allí anualmente.

El código de la sección 27491 del Gobierno de California establecía que el deber de la oficina del coroner del condado era el de investigar y determinar las circunstancias, el modo y la causa de todas las muertes del condado «distintas a las naturales». Además de las muertes debidas a accidentes, suicidios y asesinatos, esa amplia clasificación incluía también todas las muertes de las residencias de ancianos y las producidas por enfermedad que no hubiese sido tratada por un médico durante al menos veinte días. De las cincuenta mil muertes anuales en el condado de Los Ángeles, el servicio del médico forense investigaba aproximadamente una de cada tres. Eso normalmente originaba que la plantilla de mil quinientas personas tuviese unos días muy ocupados, y los lunes eran siempre los días de más ajetreo.

Cuando salió del ascensor, Parker vio que aquel lunes no iba a ser una excepción. Una procesión de camillas se alineaba contra la pared del pasillo fuera de la sala de autopsias, con su cargamento envuelto en sábanas esperando turno, con una paciencia que sólo los muertos podían tener. Parker nunca había creído en aquel viejo mito de que la luna llena saca a relucir a los locos. Luna llena, luna nueva, no importaba. Llegaban a la fiesta cada sábado por la noche, sin considerar la fase lunar.

Se detuvo en el tablón de asignaciones y estaba comprobando las autopsias programadas para la mañana, cuando el doctor Jim Phillips, primer oficial de operaciones, llegó con una tablilla y un sujetapapeles.

—Buenos días, jefe.

—Hola Jim. Acaban de traer un cuerpo, el de John Duffy.

Phillips enarcó una ceja.

—¿La estrella de televisión?

—Sí. Yo mismo haré la autopsia en cuanto terminen de tomar las huellas digitales y las radiografías. Tenía que ayudar a Petronelli. Vuelve a asignar el suyo de las once, ¿quieres?

Phillips comprobó el tablón.

—De acuerdo. Se lo traspasaré a Schaffer.

Parker le miró dudando.

—Ya tiene tres para hoy…

Phillips se encogió de hombros.

—Lo hará. Haría seis si se lo pidieran.

Schaffer era uno de los patólogos jóvenes más prometedores de Parker. Llevaba sólo un año en el departamento, pero ya había aprendido más de lo que la mayoría aprendían en tres. Ambicioso, brillante e impaciente, Parker se recordaba a sí mismo cuando comenzó. Parker señaló el pasillo con un ademán.

—¿Un fin de semana cargado?

Phillips asintió y consultó su tablilla.

—Homicidios, veintitrés. Suicidios, quince. Por accidente, veintinueve. Probables muertes naturales, cuarenta y siete. Sin determinar, cinco. Veinticuatro de las naturales las he hecho pasar al depósito sin autopsia. Diecisiete muestran complicaciones suficientes como para ponerlas en la lista de espera.

Hizo una pausa y luego dijo:

—Hazme un favor, habla con Kubuchek.

—¿Cuál es el problema?

—Tengo certificados de defunción parados en doce casos porque no puedo conseguir los resultados del laboratorio de toxicología. Cada vez que intento hablar con él se enfada y empieza a gritar que tiene pocos ayudantes. ¡Por Dios, todos estamos mal de ayudantes!

Todo lo que Parker pudo decir fue:

—Hablaré con él.

La escasez de personal se había agudizado mucho en los últimos tres meses. Necesitaban desesperadamente dos patólogos y tres toxicólogos, pero las solicitudes de Parker habían caído en saco roto y el trabajo extra había empezado a cobrarse su peaje. Las conversaciones se habían vuelto tensas y cortantes. Los ánimos se habían acalorado. Incluso con los horarios de trabajo ajustados, se iban quedando cada vez más atrás. Se tenía que hacer algo, rápido, pero Parker no sabía qué.

Se culpaba a sí mismo de la situación. Nunca había destacado por su habilidad política. Su intolerancia hacia la mentalidad burocrática, más su fiera protección del departamento, habían llevado en parte a la presente crisis. Cuando Harry Brewster, el oficial administrativo del condado, se hizo el remolón con las demandas de Parker de fondos adicionales, éste cometió el error de dirigirse a la Junta de Inspectores pasando por encima de él. Brewster interpretó el hecho como un intento deliberado de ponerle en un aprieto políticamente y utilizó su larga alianza con el inspector Tartunian para asegurarse de que las solicitudes fueran desestimadas. Ahora todos sufrían por ello.

Antes de subir, Parker se detuvo en la sala de autopsias. Las seis mesas de acero inoxidable estaban todas ocupadas y Parker experimentó un intenso sentimiento de orgullo al mirar a su personal vestido para la intervención e inmerso en su trabajo. Para alguien de fuera aquello hubiera podido parecer extraño, pero para Parker aquella sala era la razón y el logro de su vida.

En la escuela de medicina de la Universidad del estado de San Francisco, todos los compañeros de Parker creyeron que le había dado una locura temporal, a causa de estudiar demasiado, cuando anunció su decisión de especializarse en patología forense. Le supusieron cinco años de aprendizaje en anatomía y patología clínica y otro año más de patología forense, antes de que pudiera ser apto para el examen de la Junta de Patología Americana; ninguno de sus amigos pudo comprender que un estudiante de sus posibilidades perdiese tanto tiempo, o el resto de su vida, de hecho, especializándose en un campo que ofrecía tan poco en cuanto a retribución o a prestigio.

Lo que no podían comprender era que a Parker le había atraído por la misma razón por la que a ellos no. Ya que los estudiantes de más talento se orientaban naturalmente hacia especialidades médicas más lucrativas, tales como psiquiatría, cirugía y cardiología, Parker vio en la medicina legal un campo libre para correr, un campo en el que un hombre con habilidad, con visión, podría llegar rápidamente a la cumbre de su profesión. Y en aquellos tiempos Parker tenía prisa.

La verdad era que Eric Parker era un hombre de acción. Desde que podía recordar, siempre había querido ser el mejor en lo que hiciera, tanto si era en los estudios, como en el fútbol, como en gastar las bromas más pesadas de la facultad. Su ambición, que a veces le había causado problemas, también había sido el fuego que le había mantenido e inflamado su determinación. En patología forense había visto un campo en el que un hombre podía ser capaz de diferenciarse.

Después de acabar medicina, Parker volvió a su casa, a Los Ángeles, y después de estar durante un año como médico residente en el Centro Médico del USC, pasó a trabajar para el servicio médico forense de Los Ángeles, dirigido entonces por el legendario Milton Ebenstein.

Una figura distante y severa, Ebenstein, rechoncho, bajito y masticador de puros, dirigía a su personal con mano de hierro. Viudo y sin hijos, el gran hombre había sido traído de Nueva York seis años antes con la promesa de un nuevo Centro de Ciencia Forense con todos los adelantos, cuya construcción había supervisado y que, por consiguiente, se había convertido en su hijo. El jefe, muy a menudo, no se iba del centro en varios días y su desconcertante costumbre de aparecer de repente a cualquier hora del día o de la noche dio pie a que se creyera el rumor de que el hombre nunca dormía y lo supervisaba todo, rumor que el mismo Ebenstein no hizo nada para disipar.

—No soy Dios —decía a los miembros de su personal que no le gustaban—, pero estoy lo bastante cerca de ustedes como para que sea mejor que no me hagan enfadar.

Parker había sido un hombre con prisas y en aquellos primeros dos años se había dedicado de lleno a su trabajo con pasión, ofreciéndose de buena gana a trabajar por las noches, horas extra, domingos y en aquellos desagradables casos de cuerpos descompuestos, que la mayoría de los patólogos aborrecía. Fue en uno de aquellos días, después de que todo el mundo se hubiera ido a casa, cuando Parker, que daba fin a la autopsia de un joven traficante de drogas al que habían disparado y enterrado en una tumba poco profunda por el cañón Topanga, sintió una presencia a su espalda y se volvió para encontrar al Gran Hombre mascando pensativamente la colilla de su puro, mirándole. A pesar de la ventilación suplementaria de la sala, que estaba destinada específicamente a los casos de descomposición, el hedor de la putrefacción del cadáver era casi sofocante; sin embargo, Ebenstein parecía impertérrito indicándole con gestos a Parker que acabase.

Una vez Parker se hubo duchado y cambiado, encontró a Ebenstein esperándole en el pasillo.

—Quiero verle en mi oficina —le dijo.

Ebenstein raramente recibía visitantes en su santuario privado y, cuando entró, Parker se sintió privilegiado, aunque un poco nervioso. Era por la tarde, pero la enorme oficina estaba completamente cerrada y oscura, a excepción del riel de luces que iluminaban directamente la enorme mesa de despacho que parecía un sarcófago. Ebenstein había concebido ex profeso este efecto para dar a los visitantes la sensación de que estaban en presencia de la divinidad, y esa impresión también la recibió Parker, al sentarse en un sofá fuera del círculo de luz, mirando cómo el anciano llenaba dos vasos de plástico con Remy Martin. Ebenstein alargó a Parker uno de los vasos y dijo:

—La mayoría de los patólogos se precipitaría en un trabajo como el que acaba usted de hacer para acabar pronto.

Parker bebió afectadamente un sorbito de brandy, intentando matar el olor y el gusto del hombre muerto que persistía en su nariz y en su garganta.

—Yo creo que hay que emplear el doble de tiempo en un caso de descomposición. La putrefacción puede encubrir un montón de cosas.

—Obviamente —dijo Ebenstein, sonriendo.

Y luego añadió:

—Tiene usted mucho que aprender, Parker.

—Sí, señor.

El anciano dio unos golpecitos en el borde del cenicero con la ceniza de su puro.

—Y le voy a enseñar.

A partir de aquel día, Parker estuvo bajo el ala del Gran Hombre. Asimiló su técnica, su forma de pensar, su pasión por la verdad. Cuando Shirlee Cummings, la rubia y exuberante diosa del sexo de la pantalla, fue encontrada muerta en el salón de su mansión de Beverly Hills, rodeada de un misterioso despliegue ritual de velas votivas y flores de funeral, Ebenstein designó a Parker para que practicara la autopsia.

Algunas fuentes que alegaban haber sido íntimos de la estrella especularon en la prensa sobre la posibilidad de un asesinato, diciendo que la rubia sexy se había dedicado a la «magia negra» y a la «adoración del diablo», y cuando el veredicto de Parker se hizo público: «Probable suicidio resultante de una intoxicación aguda debida a una sobredosis de barbitúricos y de alcohol», el grito de «encubrimiento» surgió inmediatamente.

De hecho, había habido un encubrimiento, pero no de la clase de conspiración que los entusiastas difundían. Parece ser que la atractiva estrella, queriendo que su escena final fuese la más inolvidablemente hermosa, había encargado ella misma las flores y las velas, se había puesto un camisón de lame plateado, y después de tragarse cincuenta Seconales con un cuarto de litro de vodka, se había estirado en el centro del altar que ella misma había adornado para esperar la muerte.

Desgraciadamente, las pastillas y el alcohol no le sentaron bien. Shirlee se vomitó encima, luego corrió hacia el cuarto de baño, vomitando por todo el camino. Por las huellas encontradas por la policía y por los forenses encargados de la investigación, se dedujo que resbaló sobre el suelo vomitado, justo a la puerta del cuarto de baño, se había caído de cabeza al water, y allí fue encontrada a la mañana siguiente por su doncella.

La fiel sirvienta, en un intento de salvar algo de la dignidad de su señora, había llevado el cuerpo al lugar de descanso proyectado, pero fue interrumpida por la llegada del agente de la señorita Cummings, antes de que pudiese hacer una limpieza adecuada.

Puesto que los detalles no tenían que ver con la causa de la muerte, el servicio forense y la policía de Beverly Hills no vieron la necesidad de hacer pública la información. Pero la persistente aparición de rumores, más otras ruidosas acusaciones de uno de los ex maridos de la señorita Cummings, que estaba escribiendo un libro sobre el pretendido encubrimiento, produjeron la suficiente presión pública para que se reabriera el caso un año más tarde. Aunque una junta de investigación apoyaba el fallo de Parker, cedió ante las presiones de la colonia del cine para mantener el resto de la historia en secreto y más tarde la nube de misterio siguió flotando sobre la muerte de Shirlee Cummings.

Fue el caso Cummings el que hizo famoso el nombre de Parker a escala nacional. También fue el caso Cummings el que hizo que Parker se jurase a sí mismo que nunca más intentaría ocultar los hechos de una muerte. Después del caso Cummings, Parker siguió recibiendo publicidad a nivel nacional. Su trabajo siguió destacándose en los procesos de varios sensacionales casos de asesinato, siendo el más espectacular la muerte a cuchilladas del rico industrial Paul Cavendish. Con una nueva técnica inventada por Parker se hizo un molde negativo de las heridas provocadas por el cuchillo, inyectándoles una sustancia cargada de mercurio llamada metal de Wood. Cuando la sustancia se hubo solidificado, se extrajo y proporcionó una réplica en tres dimensiones de la hoja del cuchillo. Una pequeña mella en la punta del molde donde el cuchillo había golpeado el hueso encajaba perfectamente con un cuchillo encontrado en posesión del hijo ilegítimo de Cavendish, Jonathan Dodson. Consiguió la condena del descontento y desheredado joven y también el que la prensa le pusiera a Parker la etiqueta de «El joven fenómeno de la patología forense».

Cuando Ebenstein anunció su retiro en 1980, no sorprendió a nadie que recomendara a Parker ante la Junta de Inspectores del condado para que le sucediera. A la edad de treinta y nueve años, Eric Parker se convirtió en el coroner más joven de la historia de Los Ángeles, y durante los seis años en los que había ocupado el cargo, había buscado infatigablemente a los doctores y técnicos jóvenes más prometedores y había procurado conseguir el equipo más moderno, asegurando así la reputación del Centro de Ciencia Forense como uno de los mejores departamentos de investigación médica del país.

Ahora, unos cuantos políticos obstinados, amenazaban con destruir aquello que Parker había construido con tanto trabajo, y todo por motivos mezquinos. No se lo permitiría. No les podía permitir eso. Atravesaría de alguna forma esa barricada, siempre lo había hecho. Había intentado pasar una vez rodeando a Brewster; esta vez, si hiciera falta, pasaría a través suyo.

Parker se dio una vuelta por la sala, parándose brevemente para inspeccionar el trabajo de cada doctor. Se detuvo para mirar cómo Dwayne Brown, la última adquisición de su personal, sacaba el corazón y los pulmones del cuerpo de un varón oriental de edad. La técnica del joven era chapucera. Demasiada sangre. Parker tomó nota mental para hablar con él más tarde. Una cosa que Parker intentaba inculcar a sus estudiantes era la importancia de la pulcritud. Demasiado a menudo, la actitud de los estudiantes de patología era de descuido; el paciente estaba muerto, luego, ¿qué importancia tenía eso?; pero, al igual que en cirugía, demasiada sangre podía encubrir pruebas evidentes y hacer que un patólogo diagnosticara erróneamente.

Parker había jugado a menudo con la idea de pedir a los alumnos de su clase semanal que se vistieran de esmoquin para practicar una autopsia. Si tuvieran que pagar sus propias cuentas de tintorería, quizá tendrían menos propensión a la chapuza. Parker sonrió para sus adentros. ¿Y por qué no? Hablaría de eso con Tom Barnes, del USC.

El doctor Ron Schaffer levantó la vista de la mesa cuando pasó Parker y le dijo a través de la mascarilla:

—¿Puede usted concederme un minuto, jefe? Me gustaría que me diera su opinión sobre algo.

Sobre la mesa había un hombre caucásico de unos treinta y cinco años. Le habían quitado la parte superior del cráneo y el cerebro. Parker vio el agujero redondo de la frente, justo por encima del puente de la nariz.

—¿Herida de pistola?

Schaffer asintió.

—Sólo que no hay bala. He seccionado cada centímetro del cerebro. No hay fragmentos, nada. Ni tampoco hay orificio de salida.

Parker miró al doctor con curiosidad, luego se inclinó y examinó la herida de la frente con una lupa. Era idéntica a cientos de heridas de bala de las que él había visto a lo largo de su carrera, hasta el anillo dentado de abrasión alrededor de los bordes de la herida por donde había entrado la bala. Se irguió y señaló los rasguños sangrientos que se advertían en las mejillas y en el cuello del hombre muerto.

—Parece como si hubiera luchado con su asesino.

—Y quienquiera que fuese, tenía buenas uñas.

—¿Dónde lo encontraron?

—En su coche, aparcado en una calle residencial a la salida de Santa Mónica —respondió un hombre que estaba al lado.

Parker no reconoció la voz, y el rostro estaba oculto detrás de la mascarilla.

—Es el Sargento Burke, jefe. Agente de homicidios. Es su caso.

Con el temor al SIDA, incluso a los policías que observaban se les pedía que llevasen vestimenta quirúrgica en la sala de autopsias, por precaución.

—¿Cuándo lo encontraron? —preguntó Parker al inspector.

—Ayer noche, alrededor de las doce.

—Calculo que murió unas dos horas antes —dijo Schaffer.

Parker asintió.

—¿Quién es el finado? ¿Se sabe algo de él?

—Se llama Denhom —dijo Burke—. Era un corredor de bolsa de Beverly Hills. Casado, con dos hijos. Me imagino que recogió a una puta en Santa Mónica, hay muchas trabajando en aquel barrio, y siguió calle abajo imaginando que le harían una fellatio rápida de vuelta a casa. Estaba sentado tras el volante del coche con los pantalones bajados hasta las rodillas.

—Había marcas de pintalabios alrededor de sus genitales —comentó Schaffer.

—La fulana debió esperar hasta que el tipo se hubo bajado los pantalones para que no la pudiera pillar tan fácilmente, y luego debió echar mano a la cartera. Sólo que él la cogió. En la lucha por huir debió entrarle pánico, sacó un arma del bolso y le disparó. Le faltaba la cartera.

—Sólo que, ¿dónde está la bala? —dijo Schaffer inesperadamente.

—Tiene que haber una bala —replicó Burke—, Se le ha debido pasar por alto.

—No se me ha pasado —insistió Schaffer testarudamente.

El policía reflexionó un momento y luego dijo:

—¿Y qué me dicen de una bala de hielo?

—¿Una qué? —preguntó Parker.

Burke asintió.

—Una vez vi un programa de televisión en el que el chico mataba a otro tipo con un carámbano. Se le rompió dentro y se deshizo y nadie pudo encontrar el arma homicida.

Parker movió la cabeza. Hubiera creído que lo mejor de la ciudad tenía suficientes problemas reales a los que hacer frente, como para no tener necesidad de soñar con putas homicidas dando vueltas por las calles, llevando máquinas de hacer balas de hielo portátiles en los bolsos. Pero la imagen del carámbano le dio una idea.

—¿Alguien del vecindario oyó un disparo?

—No.

—¿Buscó usted por los alrededores?

—Por supuesto —replicó el inspector—. No había ningún arma.

—¿Y qué me dice de un zapato?

Por encima de la mascarilla, las pobladas cejas de Burke se fruncieron.

—¿Eh?

—Un zapato de mujer de tacón alto y delgado.

Schaffer miró a Parker con atónita admiración.

—Nunca hubiera pensado en eso.

—Un momento —interrumpió Burke—, ¿Me está usted diciendo que una mujer tendría fuerza suficiente para atravesar el cráneo de un tipo con un tacón alto, de esa manera?

—Probablemente no —dijo Parker.

—Bueno, un zapato de tacón alto no es precisamente un arma de hombre —dijo el policía. Luego sus ojos se abrieron al comprender—, ¡Un travestido!

—O un transexual —dijo Parker—. Sólo es una idea.

—Y muy buena —dijo Burke—. Seguiré esa pista. Gracias doctor.