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Durante sus seis años como primer coroner del condado de Los Ángeles, nunca había dejado de asombrar al doctor Eric Parker lo rápidas que corrían las noticias. Por muy lejos que estuviese el lugar, parecían materializarse de la nada, como cristalizaciones de la curiosidad malsana del hombre. Debía de haber un centenar de ellos reunidos ya alrededor de la casa: papanatas. Y, por supuesto, la prensa. Ésta, especialmente, atraída por el olor de la muerte.

Los dos agentes uniformados que hacían guardia en el camino de la casa hicieron señas a Parker para que se detuviese y la multitud, como una ameba humana, rodeó inmediatamente el coche. Con gesto rápido mostró su distintivo a uno de los agentes e intentó ignorar los micrófonos que le metían en la cara y la enmarañada guerra de preguntas con que le acosaban.

—Doctor Parker, ¿puede usted decirnos qué ocurre?

—¿Es Duffy?

—¿Está muerto? ¿Qué pasó?

Los agentes empujaron hacia atrás a la multitud y Parker mostrando agradecimiento aceleró el coche al atravesar la verja. El patio de ladrillo situado delante de la casa estaba atestado de coches en blanco y negro y sin distintivo. Parker detuvo el Chevy detrás de la furgoneta negra del forense y al bajar del coche observó que Mike Steenbargen salía, cartera en mano, por la puerta principal de la casa cuya fachada estaba cubierta de mosaico.

—Jefe —saludó Steenbargen a Parker, e hizo un gesto hacia la calle—. Parece que esto se está convirtiendo en un verdadero carnaval.

—Sí —reconoció Parker, mirando hacia la multitud que se agolpaba.

Dejando aparte el hecho de que ambos hombres eran altos y estaban mediando la cuarentena, los dos eran un compendio de contrastes. Parker era todavía fuerte, un atleta que había ganado condecoraciones en tres deportes en sus días de universidad. Parecía más joven de lo que era, con el pelo castaño oscuro y muy pocas canas, y su rostro, inteligente, tenía un redondo y suave aire juvenil. Steenbargen era fuerte y grueso; el pelo y el bigote completamente grises. Mientras Parker llevaba unos pantalones caqui arrugados, sin americana y sin corbata, con las mangas de la camisa rosa subidas hasta los codos, Steenbargen iba pulcramente vestido con una americana gris de tweed, pantalones grises muy replanchados, camisa blanca y corbata a rayas grises y rojas.

De algún modo, su forma de vestir reflejaba sus estilos tan claramente distintos. Parker era inquieto, estaba en constante movimiento, propenso a dar saltos intuitivos. El inspector jefe era firme como una roca, conservador y metódico, realista en sus planteamientos.

Durante sus tres años de asociación, Parker consideraba que sus diferentes estilos, más que chocar, se complementaban el uno al otro. Steenbargen era a Parker lo que la tierra al fuego. En la escena de un crimen, no había nadie tan absolutamente meticuloso como Steenbargen, y Parker se alegraba de que el inspector hubiese llegado primero para coordinar el asunto. Parker repitió la pregunta de los periodistas:

—¿Es Duffy?

Steenbargen asintió.

—Garantizada la primera página.

Parker lanzó una mirada aprensiva hacia el camino. John Duffy, comediante polifacético, actor, escritor y cantante, había sido lanzado a la fama, primero como cómico de a pie en espectáculos de entrevistas televisivas a última hora de la noche, luego a través de varios papeles de cómico loco en películas de gran éxito del género «fiesta de confraternidad» y más recientemente como protagonista en la serie televisiva de éxito La vida es dura. Su humor era salvaje, totalmente irreverente y, a propósito o no, esa imagen había sido acrecentada por las proezas de su vida real, como en la última fiesta de Todos los Santos, cuando acudió a la fiesta de disfraces del gobernador vestido de bolsita de té (completamente desnudo debajo de una bolsa de papel llena de té auténtico) y se tiró a la bañera de hidromasaje. Esos trucos habían convertido al comediante, en cuatro cortos años, en el héroe de la generación que no había cumplido los treinta. Sus hazañas ahora solamente se contarían y habría un poco menos de risa en el mundo.

—¿Cuál ha podido ser la causa?

—Ahogamiento.

—¿Accidental?

—No veo nada que indique lo contrario —dijo Steenbargen—. No hay signos externos de violencia. Ninguno que no hubiera podido causar el rompiente, en todo caso.

Dudó un segundo, como si intentase pensar en un modo fácil de dar la noticia y luego dijo:

—Hay restos de un polvo blanco en un espejo sobre la mesilla de noche del dormitorio, y también un frasco vacío de Elavil.

Si la noticia preocupaba a Parker, no lo dio a entender.

—¿Cuándo fue encontrado el cuerpo?

—Sobre las nueve cuarenta y cinco.

Steenbargen dejó la cartera en el suelo y sacó rápidamente una pequeña libreta de anillas del bolsillo interior de la americana. La abrió bruscamente y leyó:

—El vecino de la puerta de al lado, John Spitzer, estaba tomando café en el porche y le vio en el rompiente. Llamó a los médicos de urgencia. Llegaron a las diez cero dos y le hicieron un electro. Dio plano.

—¿Intentaron reanimarle?

—Intentaron desfibrilar, pero ya había muerto.

—¿Hay algún testigo del suceso?

El inspector se encogió de hombros.

—Supongo que no.

—¿Qué hay de los parientes cercanos?

—Estoy trabajando en eso ahora.

Dejó la libreta y sacó una pequeña agenda negra del bolsillo de la chaqueta.

—También encontré esto al lado del teléfono de la cocina, pero aún no he podido examinarlo. Aparentemente el tipo tenía mujer e hijo. Encontré algunas fotos en la habitación, pero no parece que hayan estado viviendo aquí. Hay ropa de mujer en el armario, pero no la suficiente para una esposa que viva ahí todo el tiempo. Y la casa está desordenada.

—¿Quién es el encargado de la investigación?

—Kuttner.

—¿Kuttner? ¿Qué está haciendo aquí?

—La mitad de la Metro está aquí, junto con la subcomisaría de Malibú al completo.

Aunque los presuntos homicidios eran raramente llevados por los inspectores locales, a Parker no le sorprendió escuchar que un capitán como Kuttner había hecho todo el camino desde el centro para encargarse de éste. Para un caso como aquél saldrían todos, especialmente si había posibilidad de salir en las noticias de las seis.

Parker se frotó el cuello, suspiró, y comenzó a andar hacia la casa.

El espacioso salón bullía de agentes uniformados y de inspectores de paisano. El arquitecto había hecho todo lo posible para llevar el exterior al interior de la casa; y lo había conseguido bastante bien. La luz del sol penetraba a raudales por las claraboyas del techo abovedado y a través de las paredes de cristal que daban al mar. El suelo era de pizarra negra y unas rocas enormes, como las del montículo que acababa en la playa, habían sido utilizadas para modelar los pies de varias de las mesas de cristal de la sala. Las superficies de las mesas estaban llenas de una colección de botellas de cerveza, periódicos y cajas abiertas de galletitas. En un pequeño trozo de pared entre ventanas había una enorme chimenea con la parte delantera de madera envejecida y una garza asimétrica en forma de ola encrespada. El mobiliario estaba atiborrado de bejuco.

—No está mal el despliegue —comentó Steenbargen al pasar por una serie de puertas correderas de vidrio hasta un patio a dos niveles con piscina, pegado vacilantemente a la ladera de la colina.

Unas escaleras de madera bajaban por la colina hasta una pequeña cala en forma de herradura, protegida por un promontorio alto y rocoso a cada lado. Debido a la privacidad de la playa, sólo los propietarios de las casas de por encima tendrían el privilegio de vislumbrar aquel cadáver y unos cuantos de ellos estaban reunidos detrás de la barrera de cinta amarilla que los agentes habían dispuesto a unos cuarenta metros alrededor del cuerpo. Parker pudo oír cómo su nombre corría por entre el público cuando se agachó por debajo de la cinta y se dirigió hacia el grupo de agentes y de sus propios hombres vestidos con monos marrones, caminando pesadamente por la blanda arena. La fresca brisa olía a sal y a algas que se descomponían bajo el sol de la mañana.

Kuttner saludó a Parker con una deferente inclinación de cabeza. Era un hombre rollizo, de cuello grueso, cara roja y una nariz amoratada de bebedor, como un puño magullado. A Parker le gustaba la mayoría de los oficiales de policía con los que tenía que tratar, pero no Kuttner, que era propenso a ser obtuso y quien, de hecho, no tenía razón alguna para estar allí. Era un administrador, su trabajo estaba en alguna oficina, y se encontraba allí solamente por la publicidad.

Kuttner se apartó y un silencio expectante cayó sobre el grupo mientras Parker se ponía en cuclillas y retiraba la envoltura blanca de plástico.

El cuerpo estaba sobre su espalda, la boca y los ojos parcialmente abiertos y llenos de tierra. La cara cianótica, la piel de gallina y amoratada, y la nariz y la boca exudaban una espuma blanca y esponjosa, característica de los casos de ahogamiento. Las mejillas y la barbilla con hoyuelo estaban cubiertas de una barba de dos o tres días. A pesar de la espuma y de la barba, y a pesar del hecho de que Parker no veía mucha televisión, especialmente comedias tontas de situación como en la que había figurado Duffy como estrella, enormemente popular, reconoció el rostro. Le levantó un párpado, luego el otro. Ligeros signos de hemorragia petequial.

Las almohadillas del electrocardiograma seguían aún en el pecho y había marcas circulares sobre el corazón, donde los médicos habían intentado desfibrilar.

Parker reparó en la pequeña incisión en el cuadrante superior del hígado donde había sido insertado el termómetro.

—¿Cuál era su temperatura?

—Treinta y cuatro seis —respondió Steenbargen.

—¿Y el agua?

—Dieciséis seis.

Dio la vuelta al cuerpo para ponerlo sobre el estómago. No había señales de lividez donde el cuerpo se había apoyado, posiblemente debido a la acción agitadora del rompiente. El cuerpo tenía la piel de gallina y bastante arañada por haber sido arrastrado a lo largo del fondo del océano. La mayor parte de las abrasiones iban del rosáceo claro al blanco (post mortem), pero algunas de ellas mostraban una clara reacción vital, probablemente causadas por él mismo como resultado de la convulsiva lucha del hombre por el aire. Diez o doce centímetros por encima del bañador, Parker vio también una doble línea recta de abrasión roja, lo que significaba que había ocurrido antes de la muerte. Le dio de nuevo la vuelta al cuerpo. Las líneas rojas de piel irritada aparecían también en el abdomen.

Parker cogió la mano derecha e inspeccionó las yemas de los dedos. Estaban arrugadas, signo inequívoco de que el hombre estaba vivo cuando entró en el agua. Por debajo de las uñas había una sustancia oscura: sangre y suciedad. Probablemente suya, pensó Parker. El clásico hombre agarrándose a un clavo ardiendo, a cualquier cosa que estuviese a mano, incluyéndose a sí mismo.

—Envuélvele las manos —le dijo a Steenbargen, y se levantó. Miró hacia el mar sobre el que el sol reverberaba y en el que la vela naranja de una barca escoraba por la brisa.

—¿Y el viento y la corriente?

Steenbargen consultó su libreta.

—Tres nudos dirección noreste. Las olas son de unos sesenta centímetros y el viento de unos nueve kilómetros. Hay una ligera corriente, pero nada que un nadador medio decente no hubiera sido capaz de dominar.

Hizo una pausa.

—Ya lo he hecho.

Parker le miró con curiosidad.

—¿Qué cosa?

Steenbargen dio unos golpes al lado de su cartera.

—Cogí una muestra del agua.

Parker sonrió. Demasiados inspectores cometían el error de dedicarle demasiada atención al cuerpo en el escenario de la muerte. Steenbargen, mejor que nadie que Parker conociese, comprendía la importancia que el entorno podía jugar en proporcionar las piezas concluyentes que faltaban del rompecabezas. Si lo había.

—¿Qué le parece? —preguntó Kuttner, intentando no parecer preocupado.

Parker miró al capitán a los ojos y supo al momento lo que el hombre quería oír. Muerte accidental. Sin juego sucio, sin complicaciones, sin investigación. Con una celebridad como aquélla sería una situación explosiva, con todo el mundo y con su hermano clamando por saber lo que se estaba haciendo al respecto. Parker no podía culparle; eso era lo que él también deseaba.

—No veo nada que no concuerde con un ahogamiento accidental —dijo Parker sinceramente—. Quiero ver la casa.

—Claro, claro —dijo Kuttner sonriendo aliviado.

—Ya he terminado —dijo Parker a los ayudantes del forense vestidos con mono—. Pueden llevarlo dentro.

Kuttner siguió a Parker y a Steenbargen escaleras arriba hacia la casa. Cuando llegaron arriba, la cara de Kuttner estaba rojísima y respiraba pesadamente. Coronaria en unos dos años, conjeturó Parker, pero no lo dijo. De todos modos, Kuttner nunca escucharía su opinión.

El dormitorio estaba en la parte noroeste de la casa, también era acristalado en su mayor parte, y reverberaba con el rítmico embate de las olas. Algunos del gabinete de identificación e inspectores de paisano estaban examinando el enorme armario y los cajones del escritorio de bejuco. La inmensa cama estaba por hacer y el cubrecama acolchado color púrpura estaba amontonado a los pies de la cama. Las sábanas parecían no haber sido cambiadas en tres semanas por lo menos.

Parker se dirigió hacia la mesilla de noche que había al lado de la cama. Encima de ella, delante de una fotografía de color enmarcada, había un espejo de mano espolvoreado con restos de polvo blanco, una hoja de afeitar y una pajita roja de bar. Al lado, había un frasco marrón destapado, que llevaba pegada una receta. Parker lo cogió y miró la etiqueta: «John Duffy. Elavil, 25 mg. Uno al día para la ansiedad. No rellenar». El doctor que lo había prescrito era L. Somers.

—¿Qué es eso? —preguntó Kuttner con inquietud entre resuellos.

—Elavil. Amitriptilina. Un antidepresivo.

Parker se inclinó y miró la fotografía 8x10 enmarcada. En ella, Duffy y una mujer bastante corriente de pelo negro de unos veintitantos años estaban junto a un pony Shetland de doradas crines en el que estaba montado un niño de pelo rubio de quizás unos cuatro años. Las oscuras y bien parecidas facciones de Duffy se veían alegres y sus ojos oscuros centelleaban con juvenil malicia, como si acabara de pensar en alguna extravagante diablura. Su sonrisa era electrizante, salvaje, y hacía que la sonrisa de la mujer pareciese desvaída e insegura.

Mientras miraba la fotografía, algo que había sobre la almohada atrajo la mirada de Parker. Alargó la mano y lo cogió cuidadosamente con dos dedos. Era un cabello humano de unos treinta centímetros de largo. Lo levantó y lo inspeccionó más de cerca, a la luz de la ventana.

—Quizás me equivoqué en lo de que su esposa no vivía aquí —dijo Steenbargen.

—No si su esposa es la de la fotografía —respondió Parker—. Este cabello es rubio. Al menos en su mayor parte. ¿Tienes un sobre?

Steenbargen sacó un sobre pequeño de papel de manila de su cartera y Parker metió el cabello en él. Mientras el detective sellaba y etiquetaba la prueba, Parker abrió completamente el cajón de la mesilla de noche.

—¡Uf! —dijo Parker desconsolado—. Aquí hay problemas.

Steenbargen y Kuttner se acercaron. Al descubierto, sin ningún intento para ocultarla, había una pequeña bolsita de plástico conteniendo lo que parecía ser, quizás, unos quince gramos de cocaína.

—Es el mundo del espectáculo —dijo Steenbargen, intentando, sin conseguirlo, dar una nota frívola.

—Dejémoslo a un lado —ordenó Parker. Miró a Kuttner—. Y no lo mencionemos a nadie hasta que sepamos lo que tenemos ahí. No quiero que nadie actúe precipitadamente.

Kuttner le lanzó una mirada, pero asintió gruñendo.

El resto de las cosas que había en el cajón eran un bolígrafo y una libreta de espirales amarilla. Con su propia pluma, Parker abrió la tapa de la libreta. En la primera página, con garabatos descuidados e inclinados hacia la izquierda, había una pequeña lista de chistes cortos. Uno de ellos parecía destacarse en la página.

«El suicidio es una forma tardía de estar de acuerdo con la madre de tu mujer».

Parker notó que Kuttner miraba por encima de su hombro.

—¿Qué deduce usted de esto? —preguntó el capitán.

—No lo sé —respondió Parker.

Pasó más páginas, pero no había ya más anotaciones. Cerró el cajón y fue al cuarto de baño, seguido resueltamente por la brigada de policía.

Las paredes del cuarto de baño eran de baldosas azules, el espejo de encima del lavabo grande y las pequeñas luces redondas de su borde iluminaban todas las manchas y motas de pasta de dientes seca de su sucia superficie. El lavabo también sucio, y la imitación de mármol de la encimera a cada lado estaba llena de frascos de desodorante, un tubo medio gastado de dentífrico y una maquinilla de afeitar eléctrica.

Parker corrió la puerta de espejo del botiquín e hizo inventario del contenido. Los estantes hubieran hecho feliz a una farmacia durante un mes: Methaqualone, Xanax, Darvon, Percodet, Benzedrine, más Elavil. Una pastilla para cada estado de ánimo, o para la falta del mismo.

—Quiero que todo lo que hay aquí sea llevado a la ciudad —dijo Parker a su detective—, Y quiero que se llame a cada uno de los doctores que figura en estos frascos. Quiero saber exactamente de qué estaba siendo tratado Duffy.

Volvió de nuevo al dormitorio y preguntó a Kuttner:

—¿Dónde está la cocina?

Kuttner levantó una inquisidora ceja, pero tuvo una idea mejor que la de decirlo. Se frotó la nuca y le dijo a Parker que le siguiese.

La cocina se encontraba al otro lado de la casa y estaba hecha un asco. Platos y vasos sucios atestaban el fregadero y los escurreplatos de cerámica, además de una botella vacía de Stonegate Chardonnay, varias botellas de Lite y una botella casi vacía de vodka Smirnoff. La bolsa de basuras del armario de debajo del fregadero estaba llena y olía como si hiciera varios días que no la hubieran vaciado.

Kuttner y dos de los inspectores miraban con curiosidad desde el dormitorio cómo Parker abría y cerraba las puertas de los armarios. Los estantes estaban escasamente surtidos, con bolsas de Cheetos, Doritos, patatas fritas, una caja de Frosted Flakes, latas de estofado de buey Dinty Moore y spaghetti franco-americanos. Siguió con la nevera.

—¿Qué espera usted encontrar ahí? —preguntó Kuttner.

Parker no respondió. La nevera, como los armarios, estaba poco abastecida. Un paquete de seis Lite, algunas comidas congeladas Stouffer, una barra de mantequilla medio gastada, medio kilo de requesón y un litro de leche descremada, ambos pasados de fecha, un tarro de mayonesa Best Foods, y una botella de plástico de Gulden, con la boquilla incrustada con mostaza seca.

Parker cerró la puerta, satisfecho.

—Liga.

—¿Qué es lo que liga? —preguntó Kuttner, perplejo.

—Esta cocina. La barba de su rostro. El desorden de la casa. El Elavil —dijo Parker, como si fuera evidente—. Todo lo que este tipo tenía en la casa eran porquerías para comer y comida rápida, cosas que no necesitasen preparación. Ésta es la cocina de un hombre deprimido.

Kuttner se puso rígido.

—A mí me gustan los Cheetos y no estoy deprimido.

—Le pueden gustar —dijo Parker—, pero no vive usted a base de Cheetos.

El tono de Kuttner tomó un aire combativo.

—¿Por qué iba a estar deprimido un tipo como Duffy? Estaba en la cumbre.

Parker se encogió de hombros.

—No sabría decirlo, pero a menos que tirase el contenido del frasco de Elavil por la taza del water debió de ser algo, porque a juzgar por la fecha, se había tomado cuatro veces la dosis prescrita. Visto en ese contexto, aquella nota podría tener sentido.

—¿Suicidio? —preguntó Kuttner, frunciendo oscuramente el entrecejo.

—Quizás se fue adentrando en el océano —repuso servicialmente un inspector rubio con bigote, cuyo cuerpo estaba desarrollado como para un anuncio de Jack La Lanne—. Como el tipo de Ha nacido una estrella.

—El chico de Ha nacido una estrella no se metía en el océano, subnormal —le espetó Kuttner quien, obviamente, no quería ninguna ayuda—. Se estrelló con el Ferrari.

—Kristofferson no —replicó el culturista—. James Masón. En la versión original.

Kuttner le miró malévolo. Tenía una lista de antipatías personales, que incluían a los perros y a los niños. Los polis que le corregían, especialmente si eran diez años más jóvenes que él, estaban en el primer lugar.

—James Masón hacía la versión nueva —corrigió Parker al poli joven—, Fredric March, la versión original.

Kuttner, parcialmente compensado, hizo un gesto con la cabeza mientras le decía al subordinado:

—Eso es.

Parker dejó a Siskel y a Ebert y salió al patio para ver cómo subían el cuerpo.

—¿Cómo puede uno deprimirse con una vista como ésta? —dijo Steenbargen apareciendo de repente a su lado.

Millones de rayos solares bailaban en la superficie azul del océano según se extendía hacia el infinito. De haber un Dios, era un impresionista francés, resolvió Parker.

—Creo que podría encontrar la felicidad aquí —dijo Steenbargen.

—Al menos hasta el primer pago de la hipoteca.

—Así es —estuvo de acuerdo Steenbargen—. ¿Cuánto crees que puede costar una casita pequeña como ésta?

Parker se volvió.

—¿Aquí? Millón y medio, quizás dos millones. Pero kilómetro y medio tierra adentro, quizás medio millón.

—Ya, pero fíjate qué es lo que compras aquí. No comprarías sólo una casa, también tendrías tu propio yate de lujo, y con los milagros modernos de la tecnología, pronto navegaría hacia San Francisco.

Parker sonrió sin alegría. Su personal y él hacían a menudo bromas sobre «El Grande», el terremoto que todos los expertos decían que iba a venir, pero la risa era más nerviosa que auténtica. La inevitabilidad de ese sombrío suceso era, de hecho, una de las constantes pesadillas de Parker.

Había intentado compartir su pesadilla: una ciudad en ruinas, dieciséis mil muertos previstos; pero los poderes políticos del momento no querían escuchar. Decían que esa charlatanería de juicio final era sólo otra estratagema para conseguir fondos adicionales. Pero sin embargo, se le echarían rápidamente encima por esta muerte. Diles que toda una ciudad está viviendo un tiempo prestado y estarán sordos y mudos, pero dales una estrella de la televisión muerta y se movilizarán todos, y querrán saber qué se está haciendo para aclararlo.

—Acabo de hablar con Wolfe —dijo Steenbargen, interrumpiendo sus pensamientos—. El vecino de enfrente vio detenerse un Porsche rojo en el camino de Duffy a las seis y cuarto, aproximadamente. Quienquiera que fuese el que conducía se quedó por allí unos cinco minutos y luego salió corriendo como un demonio.

Parker le miró con interés.

—Eso sería cuando Duffy estaba nadando.

—Así es.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada, pero el pensamiento de ambos quedó silenciosamente suspendido. Finalmente Steenbargen dijo:

—Estarán esperando un error en este caso.

Parker asintió.

—Por eso voy a hacer yo mismo el trabajo. Llévalo todo al laboratorio en cuanto puedas, ¿lo harás Mike? Incluida esa libreta. Quiero saber si ésa era la letra de Duffy.

Steenbargen examinó la cara de su jefe y amigo.

—¿Crees que era una premonición?

Parker se encogió de hombros y miró hacia otra parte.

—Si lo era, acertó de lleno.