España a la muerte de Franco

El último año de la vida de Franco ofrece una imagen de patetismo que, sin embargo, resulta compatible con la del esperpento por su obcecación en mantenerse en el poder, el ambiente de su entorno familiar y el aire grotesco de algunas de las conspiraciones políticas que se desarrollaron entre los bastidores del escenario del agonizante dictador. En julio de 1974 su enfermedad había sido una tromboflebitis provocada por una callosidad como consecuencia de un calzado demasiado duro que utilizaba —signo de su austeridad— porque se lo regalaban. El último año de su vida lo dedicó prácticamente a re-aprender a hablar y a andar; para conseguirlo su médico le hizo narrar sus campañas de Marruecos o desfilar. Fue su deseo de responder a la misión que creía tenía atribuida, en unos momentos conflictivos provocados por la «marcha verde», lo que le hizo volver a ejercer el poder, probablemente inducido por parte de la clase política del régimen y de su propia familia.

Las características de su jornada diaria, dedicada a recibir a decenas de personas, aunque ante ellas apenas pudiera articular palabra, o de sus distracciones sedentarias, como ver la televisión, agravaron sus males. Pero, sobre todo, lo hizo su impresionabilidad, producto de la edad, de la enfermedad de Parkinson y del impacto que sobre una persona como él, cuya vida había estado centrada en la guerra de Marruecos, causaron las noticias procedentes del Sahara. Una de las personas que estuvo con él en octubre de 1975 —el ex-ministro Silva Muñoz— lo describe tan emocionado como para abrazarse y ponerse llorar. Sin embargo, él nunca había considerado fundamental la presencia española en el Sahara, salvo como procedimiento para defender las Canarias; a través de mensajeros personales a Hassan que denotan su escasa confianza en Arias, tomó las decisiones fundamentales sobre la crisis, que estaba, pues, ya resuelta en lo esencial en el momento de su muerte. El 15 de octubre de 1975 sufrió un primer infarto, seguido por otros dos los días 19 y 20, debidos además a su deseo de mantener una vida normal cuando obviamente no estaba ya en condiciones de hacerlo. A partir del 23 de octubre su situación era gravísima y sus problemas de circulación le provocaron una peritonitis de la que fue operado el 3 de noviembre; a partir de ese momento cada vez que los médicos resolvían un problema del agonizante general se planteaba otra complicación en su estado de salud. La larga agonía que a partir de ese momento tuvo induce a la piedad humana. Cualquier historiador debe tener en cuenta también el impacto que su duración produjo sobre la sociedad española, que fue acostumbrándose a su desaparición, lo que en los sectores más conservadores hubiera podido, de haber sido súbita su desaparición, crear una conmoción mucho mayor, y en la oposición facilitó la prudencia. Toda España se acostumbró poco a poco a vivir un acontecimiento trascendental.

Con Franco agonizó también su régimen. Dotado de conciencia del deber, prudente y hábil, sin embargo el juicio más positivo que de Franco puede hacerse quizá consiste en recordar lo que no fue: su régimen violó habitualmente las libertades y los derechos de la persona, resultó excepcionalmente cruel durante muchos años y, nacido en una guerra civil, consistió, sobre todo, en su perduración, marginando a una parte considerable de España. Pero, al mismo tiempo, no fue un sistema totalitario como otras dictaduras contemporáneas. Al franquismo le han atribuido sus partidarios el desarrollo económico de los años sesenta o la Monarquía de 1975, pero el primero se produjo mucho más en el transcurso de su existencia que gracias a él, y la segunda cambió sustancialmente las pautas de convivencia de los españoles. Con todo, ambas cosas hubieran sido imposibles de haber sido el franquismo un régimen totalitario. Así como en la sociedad española había ido creciendo el sentimiento de libertad, como crece la hierba en las junturas de las losas de un patio empedrado, en la sucesión prevista habría una esperanza a la recuperación de las libertades. Don Juan Carlos de Borbón, que en plena agonía de Franco había tenido que evitar la dimisión de Arias Navarro, era atacado por la izquierda e ignorado por el centro, mientras la derecha quería manipularlo, pero estaba destinado a jugar un papel crucial en la posterior transición en paz a la democracia. Las semanas en que ejerció, por segunda vez, la responsabilidad de jefe de Estado interino fueron su primer aprendizaje. Se había resistido a asumirla y sólo lo hizo cuando supo que Franco no se recuperaría. Aparte de enfrentarse con problemas como el citado, debió tomar algunas iniciativas importantes para conseguir que su padre no adoptara una actitud demasiado taxativa contra el régimen y para que los militares confiaran en él; para ello visitó a las tropas destacadas en el Sahara y contribuyó a que los Estados Unidos ayudaran a España en la resolución del problema saharahui o, incluso, la oposición comunista se situara en una cierta actitud de expectativa ante los acontecimientos. Para estas dos últimas iniciativas envió un emisario que consiguió los resultados apetecidos. Pero lo que le esperaba resultó más complicado todavía.

Nada, en efecto, sería más erróneo que juzgar a priori que esa transición iba a resultar fácil. En el momento patético de la desaparición del general Franco había factores que permitían pensar que el futuro estaba destinado a presenciar una multiplicación de problemas y algunos parecían incluso de índole trágica. Por vez primera pareció quebrar el proceso de desarrollo económico iniciado a partir del Plan de Estabilización de 1959; además, existía una separación tan patente entre las instituciones políticas y la realidad de la sociedad española, que bien podía esperarse que el resultado del mismo fuera algún tipo de estallido social.

A partir de 1973 las economías del mundo occidental, que habían experimentado un crecimiento auto sostenido a partir de la reconstrucción de la posguerra, sufrieron una grave crisis. La causa desencadenante más inmediata fue el incremento de los precios del petróleo, que entre enero de 1973 y el enero siguiente subieron un 500 por 100 como consecuencia de la actitud adoptada por los países productores. Hubo, sin embargo, también otros factores coadyuvantes como las deficiencias del sistema monetario internacional y la tendencia seguida en todo el mundo occidental a incrementar el sector público de una manera muy considerable. La crisis, que se manifestó inicialmente por una crecida considerable de los precios en el bienio 1974-1975, tuvo como consecuencia que se pusiera en cuestión la estrategia «keynesiana» mantenida hasta el momento como principio fundamental de la política económica ante situaciones de crisis: si en otros momentos el estancamiento y la inflación parecían incompatibles, ahora se mostraban coincidentes, entenebreciendo drásticamente las expectativas económicas del futuro.

Lo sucedido en España revistió unas especiales características con respecto al resto de las economías occidentales y no sólo por su carencia de fuentes de energía propias. Nuestro país no había experimentado un crecimiento económico tan largo, pues el comienzo del mismo fue una generación posterior a la de los países europeos que experimentaron el «milagro» posbélico en los cincuenta. Precisamente por ello, la crisis económica pudo afectar de modo más grave a la economía nacional y, además, había un importante factor psicológico en la percepción de la crisis por los ciudadanos derivado de la inmediatez del desarrollo. La propia debilidad del régimen político dictatorial había hecho crecer las expectativas de mejora de nivel de vida en el sentido de que las alzas de salarios no eran limitadas por los acuerdos de patronos, sindicatos independientes y un gobierno democrático. Por si fuera poco, existían una serie de factores que no se dieron en otros lugares y que contribuyeron a agravar la situación española. Mientras que en los países europeos de la OCDE el petróleo representaba el 55 por 100 de la energía consumida, en España era el 66 por 100; además, casi la totalidad de ese petróleo era importado, mientras que en el resto de Europa lo era sólo el 70 por 100. Un fenómeno que había contribuido de manera importante a aliviar las tensiones sociales había sido, como ya sabemos, la emigración, que, además, proporcionaba a través de las remesas de los emigrantes un medio para contribuir a equilibrar la balanza de pagos. Pues bien, si en el período 1961-1973 se había producido un descenso demográfico equivalente a unas 55 000 personas por año, en 1973-1975 el número de los que regresaron fue de unos 140 000, que, como es lógico, contribuyeron a agravar los problemas del mercado de trabajo. El impacto de la crisis fue en España más tardío que en el resto de Europa, pero también estuvo destinado a ser especialmente grave y duradero. Todavía en 1974 el crecimiento fue del 5,7 por 100, pero en 1975 resultó de tan sólo el 1,1 por 100. Esto sucedía al mismo tiempo que la inflación crecía a un ritmo muy superior al de los países de la OCDE: en los tres últimos años del régimen de Franco lo hizo a un ritmo que fue del 11, 15 y 17 por 100, lo que equivalía a estar entre el 4,2 y 6 puntos, respectivamente, por encima de la media de aquéllos. Problemas que hasta el momento no habían existido ahora se presentaron de modo acuciante. En el gran período del desarrollo económico, entre 1964 y 1974, la media del paro se encontraba entre el 1 y el 2,4 por 100 de la población activa, pero en 1975 se aproximó ya al 5 por 100, habiendo aumentado en ese año del orden de la mitad sobre las cifras del año anterior. No sólo permite explicarlo el colapso de la emigración (y la inversión del sentido del movimiento de la población), sino también el estancamiento del desarrollo industrial, que había sido hasta entonces el motor de la creación de trabajo, y la rigidez de las disposiciones laborales. Las perspectivas económicas en 1975 distaban, por tanto, de ser óptimas. El primer año de la transición ha podido, así, ser descrito por dos especialistas (García Delgado y Segura) como «el peor año de la economía española desde 1960 y el más negativo del mundo occidental». Lo peor del panorama fue que no sólo los factores económicos, sino también los sociales contribuyeron a hacer difícil el panorama. La inexistencia de libertades sindicales hizo que la protesta a veces se engendrara por motivos puramente políticos y que, desde luego, no se supiera mantener en el terreno de la responsabilidad: en 1975 el incremento de la productividad fue el más bajo desde 1965, pero el de los salarios reales fue cuatro veces superior. Un sistema político que tendía a desmoronarse se había convertido ya en disfuncional para resolver la conflictividad social española.

Pero en 1975 ¿Se puede decir realmente que el régimen estaba en las condiciones que han quedado descritas con las citadas palabras? ¿Se puede definir su situación como terminal y, por tanto, carente de cualquier perspectiva de supervivencia?

La respuesta a este interrogante puede ser positiva o negativa, de acuerdo con la óptica con que se enfoque.

Desde el punto de vista de la clase política del régimen existía una coincidencia indudable, en especial entre los más jóvenes, de que la muerte de Franco iba a producir cambios importantes y de que la sociedad española había seguido un rumbo autónomo con respecto al sistema político desde hacía tiempo. Como ha narrado Rodolfo Martín Villa en sus memorias, la propia clase política del franquismo era consciente de su carencia de prestigio ante una sociedad en la que había perdido gran parte de un arraigo que en otro tiempo existió, aunque fuera siempre parcial y sectorial, pero que ahora se había desvanecido. Como consecuencia de ello, el régimen había acabado por tomar la decisión de no controlar una porción considerable de la vida nacional y la sociedad española había optado por actuar a su aire, ignorando olímpicamente las instituciones políticas, en parte porque las considerara extravagantes y en parte por su inutilidad práctica.

Lo que en los años finales del régimen fue denominado como «franquismo sociológico» era cada vez menos específicamente franquista, representaba menos al conjunto de la sociedad y resultaba crecientemente disponible para otras opciones.

Como es lógico, había dirigentes del régimen que se indignaban contra esta situación, a la que querían hacer frente, pero no sabían bien cómo. Los más jóvenes, sin embargo, se conformaban con ella y buscaban una salida al sistema político, aunque lo hicieran con titubeos e interrogantes. Ya ha sido mencionado el caso del grupo «Tácito», en el que militaron personas procedentes de la oposición al régimen y otras que habían ocupado cargos en él, en uno y otro caso de procedencia católica. Pero no fue éste el único caso. Incluso los sectores falangistas dentro del régimen, que en teoría al menos hubieran podido ser los adversarios más decididos de cualquier tipo de cambio, ofrecieron en sus sectores más jóvenes un cambio hacia perspectivas semejantes. Desde 1966 hubo una dispersión de los falangistas por problemas de legitimismo y de colaboracionismo con el régimen. Lo que interesa principalmente es que un sector juvenil de la clase política partidario del asociacionismo y distante de lo que Carrero Blanco había significado a comienzos de 1973 se configuró como una fuerza política agrupada originariamente tras un manifiesto y luego, ya en el verano de 1975, mediante la formación de un grupo parlamentario autodenominado «independiente». En este grupo, que contaba en sus inicios con cinco consejeros nacionales y otros 15 procuradores, militaron algunas figuras muy destacadas de la UCD, así como apellidos (Primo de Rivera, por ejemplo) que significaban mucho en la historia política del régimen que ahora se desvanecía.

Si enfocamos la crisis del régimen desde el punto de vista no de la clase política que lo sustentaba, sino de la sociedad española, nos encontramos con un panorama paradójico. Es desde luego cierto, como dice Martín Villa, que no hubo «motivaciones apremiantes» en el planteamiento de la transición hacia la libertad por parte de esa sociedad de la que no puede decirse, en términos estrictos, que estuviera fuertemente politizada en contra del régimen. Su actitud era mucho más pasiva y estática, pero ello no quiere decir que no deseara, al menos en principio, el establecimiento de un régimen de carácter democrático. Parece indudable que en la última fase del franquismo, gracias a la mayor tolerancia del poder en materias como la prensa y también al sentido más igualitario de la sociedad española, los principios de carácter democrático se habían ido introduciendo en una sociedad que en otro tiempo pudo ser incluso más autoritaria que el propio régimen. En 1966 se preguntó en una encuesta oficial sobre la actitud ante los principios democráticos y autoritarios: mientras que el 54 por 100 no supo o no quiso contestar, sólo el 35 por 100 dijo que era mejor que las decisiones las tomaran «personas elegidas por el pueblo», frente a la otra alternativa, consistente en que «un hombre destacado decida por nosotros». En 1974 el porcentaje era ya del 60 por 100. Hay numerosas encuestas que sugieren algo parecido. Los valores de conformidad (paz, orden, tradición) eran apoyados en 1966 por el 71 por 100 de la población, por encima de cualesquiera otros, y sólo por el 55 por 100 en 1975; los valores de «disconformidad» (justicia, libertad, democracia) pasaron en el mismo período del 20 por 100 al 33 por 100. El número de los «muy interesados por la política» se duplicó en los últimos años del régimen. En el momento de la muerte de Franco una encuesta reveló que el 72 por 100 de los españoles querían que el Rey diera libertad de expresión y un 70 por 100 deseaba sufragio universal. La libertad religiosa y la libertad sindical eran consideradas por una amplia mayoría como necesarias, y respecto a la libertad de creación de partidos políticos, la más controvertida desde la óptica de la ortodoxia del régimen, se había producido una evolución decisiva en un corto plazo de tiempo. En 1971 sólo el 12 por 100 creía que la existencia de partidos políticos sería «beneficiosa», pero en 1973 era ya el 37 por 100, superando a los de opinión contraria, y en la primavera de 1975 alcanzó el 56 por 100. Esta evolución se entiende muy bien teniendo en cuenta hasta qué punto la cuestión del asociacionismo político estuvo presente en el primer plano de la vida pública española durante tanto tiempo.

Con todas sus contradicciones, la principal de las cuales era una estructura política autoritaria para una sociedad que se deseaba democrática, ése era el panorama de España en el momento de la muerte de Franco. Si una transición no traumática fue posible se debió a este punto de partida, pero también a la capacidad política de quienes la protagonizaron en un momento tan difícil como se desprende de las circunstancias descritas.