Lo sucedido con la cultura española durante la fase final del franquismo resulta significativo de lo que políticamente era éste y también de la actitud de la sociedad española en relación con la política. En principio podría pensarse que en este período, ante las tensiones sociales y la inminencia de un cambio de régimen, hubiera aumentado la beligerancia de los medios culturales respecto del sistema político, pero, en realidad, no fue así, al menos en todos los casos. Esto, a su vez, no quiere decir que hubiera progresado el conformismo de la cultura española, sino que ésta, como la propia sociedad, se desarrollaba al margen del sistema político, con el que entraba en periódico conflicto y del que discrepaba muy mayoritariamente, pero respecto al cual ni siquiera sentía la necesidad de actuar de modo beligerante en la mayor parte de los casos.
Mientras que en el terreno del pensamiento o las ciencias sociales se partía de presupuestos que eran por completo ajenos al mundo político oficial, la literatura perdió en buena parte la exagerada pretensión social y política de otros tiempos, sustituyéndola por el experimentalismo no directamente vinculado a la necesidad de mostrar una posición política o aún ética. Ésta, no obstante, no por ello dejó de existir, aunque no se tradujera de forma tan clara en el texto. El arte pudo presenciar algunos ejemplos de compromiso político, pero también utilizó el arma de la ironía o de la parodia.
Curiosamente en el teatro y en el cine, especialmente susceptibles a la acción de la censura, la beligerancia en algunos casos concretos fue muy significativa. En el terreno cultural se hizo, por tanto, tan patente como en el social la existencia de un abismo entre la España oficial política y la real, en este caso cultural, ambas autónomas y sin estorbarse la mayor parte del tiempo. Pero, de cualquier modo, resulta evidente que el año 1969 debe ser considerado como decisivo en la cronología de la última década de la dictadura franquista. A partir de él se hizo mucho más presente la preocupación por la realidad política del país y por su futuro también en los medios culturales, y de ello derivó buena parte de la temática y del tratamiento elegido.
Si se examina superficialmente la evolución del pensamiento y de las ciencias sociales en la última década del franquismo se llega a la conclusión de que los dos términos en los que podría resumirse son homologación y recuperación. Fue, en primer lugar, característico de este período el hecho de que no existiera el género de interminable debate sobre la peculiaridad nacional de otros tiempos. No encontramos en el mundo cultural de este momento, por tanto, esa presencia del trágico pasado español característica de la primera fase del régimen o ese trasfondo de la escisión de la cultura española en dos como consecuencia del exilio. Por el contrario, las interpretaciones que se hicieron acerca del pasado español, incluso el más reciente, tendieron a homologar lo sucedido en España con la trayectoria de otros países del mismo entorno. Así se pudo apreciar en Historia contemporánea, donde incluso la interpretación oficial y propagandística del régimen cambió, convirtiéndose en más veraz. Se produjo, además, también un fenómeno de multiplicación de los cultivadores de cada rama de las ciencias sociales y humanas que no sólo hace difícil resumir las posturas y los campos de interés, sino que es un testimonio del enriquecimiento cultural de la vida española y del logro definitivo del pluralismo en su seno. El término recuperación indica también otro rasgo muy característico de estos momentos. En realidad, no proviene el fenómeno de esta década final del régimen, sino que fue algo anterior, pero ahora se aceleró vertiginosamente. A finales de los años sesenta, por ejemplo, la tradición liberal y «krausista» que en otro tiempo había sido considerada como una porción nefanda del pasado nacional, se convirtió ya en objeto de serios e imparciales estudios. De los setenta data el comienzo del estudio de la tradición izquierdista, marxista o no, así como la aparición de las muy escasas aportaciones españolas al marxismo (Sacristán, Tierno…). Resulta también muy representativo del momento el interés de los científicos sociales —historiadores, sociólogos, politólogos…— por los años de la experiencia republicana, lo que indica ya la inminencia de la reaparición de una convivencia democrática (así como el deseo de la misma), pero evitando, en este caso, toda la confrontación que dio al traste con ella. Si en este período final del franquismo se produjo el rescate de una parte de la intelectualidad del exilio, el proceso continuaría durante la etapa posterior, ya en la transición. En ella, además, como definitivo testimonio de la autonomía del mundo cultural respecto del político, alcanzarían su mejor expresión movimientos y actitudes engendradas entre 1965-1975 y, sobre todo, de este período del tardofranquismo se heredó una cierta holgura de la vida cultural española en lo que hace referencia a sus aspectos materiales, es decir, unos ciertos circuitos culturales, un público lector y universitario y una estructura cultural mínima, pero superior a la de cualquier otra etapa anterior. Incluso se puede decir que la transición adquirió en este período inmediatamente precedente una sensación del sentido reverencial merecido por la cultura. Pero ello no quiere decir necesariamente que hubiera una voluntad de actuación política o social en quienes la protagonizaron. En estos momentos, por ejemplo, en el terreno del pensamiento hubo una vuelta hacia el individualismo y un «neonietzscheanismo», posturas ambas lejanas al compromiso de otros tiempos, aunque quienes lo practicaran fueran disidentes respecto del régimen.
Mientras en el mundo académico o en la alta cultura se producía esta evolución, algunas publicaciones contribuyeron de forma especial a difundir y popularizar los valores que subyacían en estas actitudes. De ellas merecen citarse dos revistas, Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, que no subsistieron tras la transición. La primera fue, en su origen, un semanario cinematográfico, que en 1968 adquirió el carácter de generalista y difundió un ideario de izquierdas, habitualmente lejano de cualquier referencia a la situación española. Ya un número dedicado al matrimonio (1971) le valió una suspensión por cuatro meses —durante los cuales el editor fundó una corrosiva revista humorística—, pero en 1975, cuando al referirse a la revolución portuguesa dejó caer alguna referencia a España, la suspensión se prolongó hasta más allá de la muerte de Franco. Cuadernos para el Diálogo nació en 1963 como revista mensual de inspiración católica y espíritu posconciliar. Desde 1969 se podía ya considerar como una revista del conjunto de la oposición al régimen y en 1973 adoptó un tono izquierdista cuando los acontecimientos de Chile provocaron una crisis en su equipo redactor. Más cercana a los planteamientos políticos y españoles, Cuadernos para el Diálogo contribuyó a crear un importante vínculo de solidaridad entre cultura y política y, dentro de ésta, entre los diferentes sectores de la misma.
Quizá en ningún terreno resulta más evidente el cambio acontecido a mediados de la década de los sesenta que en literatura o, más precisamente, en la narrativa. Ahora los nuevos escritores, o los convertidos desde sus posturas originarias, trataron despectivamente los propósitos de los que habían tenido protagonismo durante el franquismo intermedio: aquélla, según Santos Fontela, habría sido «la generación de la berza», prosaica, adusta y provinciana, y la nueva sería «la del sándalo», cosmopolita, artificiosa y experimental. A veces los mismos críticos —Castellet— o editores —Barral— que habían propiciado la fórmula anterior se convirtieron en defensores de la nueva. Anécdotas aparte, parece evidente que, en definitiva, al final del social realismo se llegó por cansancio. Los narradores y los poetas sociales sintieron que su compromiso y su literatura populista (en realidad, más bien antiburguesa) que habían tratado voluntariamente de evitar las exquisiteces para llegar a un público que nunca había tenido, no habían servido para derribar al régimen y no habían tenido otro resultado que empeorar la calidad de su obra. Además, en un momento en que la primera fila de la oposición contra el régimen estaba en manos de los periodistas poco sentido podía tener que los escritores se centraran en ella.
En narrativa el cambio producido en la mitad de la década había sido anunciado por libros precedentes. La aparición de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, una novela tan decisiva como La colmena o El jarama, significó el comienzo de un cambio al hacer protagonizar la trama narrativa el diálogo con la realidad de la subjetividad del protagonista, frente a lo habitual hasta entonces, que no era sino la presentación de la misma. Por otro lado, la publicación de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, también en ese año (1962), supuso un primer acicate para el experimentalismo. Durante al menos una década la mejor novelística hispanoamericana ejerció una influencia muy positiva sobre la narración española. Se puede considerar que tres novelas aparecidas en 1966 son expresivas de los cambios que acontecieron en la narrativa. En Últimas tardes con Teresa Juan Marsé presentó un espectáculo de decepción por la política y un relato crítico respecto de los propios opositores. Cinco horas con Mario, de Delibes, constituye un buen ejemplo de las preocupaciones estilísticas que iban a caracterizar la etapa y, por otro lado, describe la tragedia de una mentalidad abierta ante la ruindad de un ambiente de oscuro conservadurismo provinciano. Por su parte, Goytisolo, uno de los más caracterizados representantes de la narrativa social, en Señas de Identidad inició una especie de autobiografía espiritual destinada a meditar sobre España y su ser vital, a los que acabó otorgando una descripción negativa o condenatoria. No fue, sin embargo, Goytisolo el único de los escritores que antaño habían practicado el realismo social y que ahora emprendieron otras sendas. Caballero Bonald, en Ágata, ojo de gato, presentó una narración mítica, no la de una realidad social, y García Hortelano evolucionó también hacia el subjetivismo y el humor en El gran momento de Mary Tribune.
El año 1969 puede también ser considerado de una importancia cardinal en la literatura española. Durante él la Editorial Planeta otorgó sus dos premios literarios más importantes a dos exiliados —Sender y Rodoreda—, al mismo tiempo que se producía una eclosión de experimentalismo —Delibes, Parábola del náufrago; Cela, San Camilo 1936— y empezaba a hablarse del novelista que resultó maestro de las nuevas generaciones (Benet). Los propios novelistas que habían iniciado su obra en la década de los cuarenta optaron ahora por el experimentalismo, que puede considerarse como una tendencia consolidada hacia 1973 y que declinaría a partir de 1975. Así, Cela y Delibes eligieron la senda del barroquismo y la complicación sintáctica. Torrente Ballester, que había iniciado su obra con la novela falangista Javier Marino y que en Los gozos y las sombras (1957-1962) eligió una estructura y temática característica de la novela del XIX en La saga-fuga de J. B., apareció embebido en un mundo culturalista y fantástico. Quizá, sin embargo, se pueda decir que la prosa densa y hermética del ya citado Juan Benet resulte la más representativa de las nuevas tendencias.
Como había sucedido en los años cincuenta, fue una antología de Castellet (Nueve novísimos poetas, 1970) quien dio cuenta de las nuevas tendencias surgidas en la poesía española y también en este caso se produjo una sustitución de un mentor poético (Machado) por otro (Cernuda). De todos modos, hay que tener en cuenta que los nuevos poetas, como los novelistas, demostraron un más acentuado cosmopolitismo que les hizo elegir sus influencias en el mundo hispanoamericano, a través de la recuperación de la herencia de la generación de 1927 (Aleixandre publicaría en 1968 Poemas de la Consumación y ahora se asumió también la herencia de la revista Cántico) o de algunos heterodoxos vinculados con el surrealismo como Carlos Edmundo de Ory. La nueva poesía se caracterizó por su libertad formal, su estrecho contacto con la cultura de los medios de comunicación contemporáneos, su exotismo y artificiosidad y su voluntad experimental, perceptible en el uso de la escritura automática y sincopada o procedimientos como el collage. Arde el mar, de Gimferrer, es un buen ejemplo de estas nuevas tendencias, pero también en Celaya es posible encontrar una dedicación a la poesía concreta y experimental, o Gil de Biedma se revolvió contra los que denominaba «poetas de receta», expresión que aplicó a los modos líricos de los cincuenta. La misma voluntad experimental resulta perceptible, desde luego, en el teatro.
Las obras de Buero Vallejo de esta época, como El tragaluz, se desenvuelven en un espacio mucho más complejo y muestran esa voluntad también perceptible en los representantes del nuevo teatro (Ruibal, García Pintado, Rodríguez Méndez…). Ahora la presencia de los temas políticos fue indirecta y alegórica, y no testimonial y precisa.
Pero todo valía, sobre todo para lo que Lázaro Carreter denominó «el teatro soterrado». Al mismo tiempo que éste, se dio también un tipo de espectáculo dramático o función (término muy empleado en este momento) que venía a ser un collage de intención política como forma de amenazar la realidad existente, presentándola de forma desgarradora o sarcástica. Marsillach, por entonces compañero de viaje del PCE, que en 1968 presentó el Marat-Sade, de Weiss, en 1969 hizo una interpretación del Tartufo, apenas un mes antes de la crisis de octubre, que, con la anuencia del saliente Fraga, le permitió manifestarse de forma muy sarcástica respecto de los ministros del Opus Dei.
Si los poetas recuperaron en este momento a Cernuda, lo mismo hicieron los autores teatrales con Valle-Inclán: la atracción por él se explica precisamente en función de los propósitos sociales y políticos mencionados. Uno de los autores dramáticos citados recordará que el autor gallego fue capaz de «hacer la caricatura de los grandes gestos; no se lamenta, sino que se destruye». Incluso para denominar este género de espectáculos teatrales Nieva llegó a inventar una nueva palabra, «reópera». Respecto al teatro más convencional destinado al público habitual cabe decir que, a partir de la mitad de la década de los sesenta, tuvo lugar la decadencia en el favor del público de Paso, sustituido por un Casona vuelto del exilio o Antonio Gala, cuyo humor y dominio del lenguaje le proporcionó alguno de los mejores éxitos del momento. Una de las huelgas más sorprendentes que aconteció el año de la muerte de Franco fue la de actores, en la que tuvieron protagonismo no sólo figuras conocidas por su adscripción política, sino también personajes muy populares sin particular adscripción política.
Resulta difícil presentar un panorama completo de la heterogénea pluralidad de tendencia de la pintura española en la última etapa del franquismo. A partir de finales de los sesenta hubo una cierta politización en los medios de las artes plásticas, pero esto no significó necesariamente una modificación de los estilos estéticos. Hubo, sin embargo, una cierta vuelta hacia la figuración, entrando, por tanto, en crisis la hegemonía del expresionismo abstracto, que se había convertido en predominante en los primeros sesenta. Siempre hubo una tradición de estas características en la pintura española de la posguerra, a menudo dotada de una cordial humanidad que ensalza a los seres humanos humildes o al mundo cotidiano que les rodea (López García, López Hernández…), pero la vuelta al realismo tuvo a partir de la mitad de los años sesenta un sentido en buena medida vinculado con el compromiso. Genovés y Canogar en estos momentos resultan una buena muestra de una figuración que asumía los valores de la vanguardia y resultaba, al mismo tiempo, comprometida. Pero también hubo otras: por ejemplo, en línea irónica o paródica, éste fue el caso de Eduardo Arroyo o del Equipo Crónica. A través de imágenes narrativas que utilizaban el lenguaje plástico del cartel o de las aleluyas populares del XIX se dio en la obra de estos artistas una imagen muy corrosiva tanto del franquismo como de su interpretación del pasado español. Hubo, en fin, fórmulas de expresionismo social de contenido no ya político, sino partidista (el grupo «Estampa popular», Ibarrola…). Los propios expresionistas abstractos acentuaron su desgarro (Rivera, Retablo por las víctimas de la violencia). Al mismo tiempo, sin embargo, algunos de los más jóvenes pintores en torno a «Nueva generación» mostraron su despegue del casticismo y la negrura del informalismo de «El Paso» y se mostraron desenfadadamente ajenos al compromiso, proclamándose «apolíticos e irrespetuosos». Su búsqueda de un colorido y sus declaraciones iconoclastas más que nada fueron otros tantos síntomas de un cambio de sensibilidad todavía poco decantada. Entre los nuevos pintores, quizá Gordillo y Villalba, no relacionados con ese grupo, resultaran los más influyentes. La ironía del primero sobre la propia tarea pictórica (y no sobre los aspectos de la realidad política, como en el caso de Arroyo o «Equipo Crónica»), y su rechazo de los valores matéricos y gestuales señalaron una senda de la que se alimentaron las nuevas generaciones. En arquitectura la época ofrece a la vez el panorama de la destrucción urbanística de gran parte de las costas mediterráneas como consecuencia del turismo, pero también de una «arquitectura de autor» de valor excepcional en la que sobresalieron, en tendencias muy variadas, Bohigas, Fernández Alba, Sáenz de Oiza, Bofill, etc.
La pluralidad fue todavía mayor en lo que respecta a la cinematografía, cuya trayectoria en los años finales del franquismo estuvo estrechamente entrelazada con la historia general del período. En cine existió, por ejemplo, una «apertura» que, además, tuvo lugar antes que la política, siendo director general García Escudero, a partir de 1962. «No es que en diez años no se haya hecho una política, es que no se ha hecho nada», asegura éste en sus memorias. A partir de este momento hubo unas normas escritas de censura (el porcentaje de las películas que lo padecieron pasó del 10 al 7 por 100), mientras que se fomentó la producción a través del establecimiento de una subvención automática del 15 por 100 de la recaudación. Este nuevo sistema tuvo muchas ventajas, pero también inconvenientes, como, por ejemplo, la inflación de coproducciones, la mayor parte de ellas de baja calidad.
La política de García Escudero en el terreno estrictamente cultural tuvo unos resultados positivos. Emergió un «nuevo cine español» que solió elegir temáticas cercanas a la cotidianeidad, en la que a menudo aparecía el contraste entre lo provinciano y la vida urbana (La busca, de Fons, 1966), una tímida alusión a la disidencia política y a la frustración juvenil (Nueve cartas a Berta, de Patino, 1965) o la tensión de la violencia larvada (La caza, de Saura, 1965). Esta cinematografía de calidad, sin embargo, no alcanzó grandes éxitos internacionales ni tampoco entre el propio público español, a pesar de que éste conservaba gran parte de sus gustos por la producción propia, de modo que la protección al cine benefició de forma principal a la comedia de escasa calidad: La ciudad no es para mí, de Martínez Soria (1965), fue la película con más recaudación en una década. Menos receptivo resultó el público aún ante la llamada «escuela de Barcelona», caracterizada por sus citas culturalistas, su experimentalismo y su hermetismo, que empieza por describir el título de una de sus producciones Dante no es únicamente severo. La confrontación entre los dos mundos —el de Barcelona y el del resto de España— queda retratado en el texto de un crítico de la capital catalana: «En el cine de Madrid aparecen como personajes mujeres feas, que dan la sensación de oler mal y que, después de la más mínima escena amorosa, quedan siempre embarazadas y viven las más grandes tragedias». Los directores barceloneses, aún influyentes, no tuvieron tras de sí una industria, ni siquiera un propósito comercial. Lo tenían, en cambio, al menos en sus orígenes, algunos de los grandes directores del pasado —Berlanga, Bardem, Fernán-Gómez…—, que fueron los grandes damnificados de este período por la persecución de la censura.
Los setenta se iniciaron bajo los peores auspicios para la industria cinematográfica española. El escándalo MATESA redujo temporalmente los créditos hasta el 10 por 100 de los precedentes, fue mayor la arbitrariedad en la concesión de subvenciones y, por si fuera poco, empezó la pérdida de espectadores ante la televisión. Frente a la comedia ramplona centrada en el «voyeurismo sexual». —No desearas al vecino del quinto (1970) fue la segunda película española en recaudación hasta 1987—, en el cine de los años setenta había ya abundantes testimonios de disidencia política.
Quizá tres películas son especialmente representativas de esta actitud: Canciones para después de una guerra, de Patino (1971), testimonio de la dificultad de presentar el inmediato pasado; El espíritu de la colmena, de Erice (1973), en que aparece el trasfondo de la resistencia armada al sistema político y social, y La prima Angélica, de Saura (1973), que ya bordea el más o menos explícito antifranquismo. El estilo oblicuo e intelectualizado de Carlos Saura quizá resulte la mejor expresión de la realidad del lenguaje cinematográfico en ese momento final del franquismo. Lo curioso del caso —que demuestra un creciente antifranquismo en la sociedad— es que un cine como ése resultaba rentable desde el punto de vista económico: la citada película de Saura costó 12 millones y recaudó 80, y su productor, Querejeta, se convirtió en uno de los más potentes de la industria. Pero quienes no tenían esas pretensiones culturales e intelectuales también consiguieron éxitos importantes a través de una «tercera vía» que contenía el grado suficiente de accesibilidad para el público y de presentación de temáticas en otro momento consideradas como inaceptables (Españolas en París, de Bodegas, 1969).