La descolonización tardía: Guinea y el Sahara

Mientras tanto, la verdadera descolonización española se llevaba a cabo no sin tensiones internas, pues las posturas al respecto de Carrero, partidario de no hacerla, y Castiella, obligado a ser su promotor para conseguir Gibraltar, eran radicalmente distintas y, además, contradictorias en su mismo fundamento. Así se explica el cambio de política en el transcurso de un corto plazo de tiempo: en 1958-1959 el Sahara y Guinea fueron declaradas provincias españolas, pero ya a comienzos de la década de los sesenta se apreció que en el segundo caso la situación era insostenible, como se demostraría también con el transcurso del tiempo en el primero. No obstante, la descolonización se realizó siempre en contra de la forma de ver las cosas de una parte considerable y muy influyente de la Administración española. La política de Castiella fue descolonizadora, y en ella fue seguido puntualmente por los miembros de la carrera diplomática por simple realismo. Pero en Presidencia, junto a Carrero, los funcionarios veían la descolonización como una tortura propia (parecía que les «arrancaran la piel a tiras», comentó un diplomático). Eso explica que si, por una parte, Franco se inclinaba por la postura descolonizadora por el simple hecho de que su prudencia le hacía ver que no podía evitarla, aunque sus afectos naturales le condujeran por otro camino, Presidencia hacía poco o nada para facilitar la operación. Ése fue un factor muy importante a la hora de explicar el fracaso en el que desembocaron las últimas llevadas a cabo.

Un aspecto importante de la descolonización española es que marca una diferencia con el régimen portugués de Salazar, con el que la dictadura española tuvo importantes semejanzas. Para Portugal las colonias representaban más desde todos los puntos de vista, pero, además, Salazar ejerció unas responsabilidades políticas más directas en materia exterior que Franco, a estas alturas más despegado de ellas. Si desde finales de los cincuenta el régimen español definitivamente había abandonado una configuración política fascista, el portugués, muy lejano a ella, se endureció, en cambio, a partir de este momento. En paralelo con esta actitud, el salazarismo, muy en la línea que Carrero mantenía en España, asimiló las colonias a provincias, realizó inversiones públicas y promovió una legislación igualitaria, al mismo tiempo que promovía la imagen de que Portugal no era un país pequeño y que existía una especie de cultura luso tropical que unificaba la metrópoli con sus antiguas posesiones americanas y actuales africanas. El intento tenía necesariamente que fracasar (de hecho, en 1961 Portugal perdió su primera colonia, Goa) y provocó un enfriamiento de las relaciones hispano lusas. La última ocasión en que se entrevistaron Franco y Salazar fue en 1963.

Portugal no sólo se negó a informar a la ONU sobre sus territorios colonizados, sino que no aceptó que España lo hiciera e incluso no la apoyó en su reivindicación sobre Gibraltar. Se rompía así una solidaridad de dictaduras nacida durante la Guerra Civil española y persistente hasta esos momentos.

Sentados estos parámetros, que permiten entender la final descolonización española, podemos examinar ahora los dos casos en que se ejemplificó.

Guinea tenía para su viabilidad como nación los inconvenientes de la distancia de 300 kilómetros existente entre la isla de Fernando Poo y la zona continental y de la diversidad étnica de los habitantes de ambas zonas. La isla había sido colonizada desde antes y contaba incluso con una élite criolla relativamente desarrollada. La colonización española de la zona continental había sido muy tardía, de modo que sólo entre 1926 y 1935 se ocupó el interior. Además, la propia composición étnica era inestable, pues la etnia «fang», guerrera y del interior, avanzaba hacia la costa, superponiendo esta presión con la de los españoles hacia el interior, con el propósito de convertir en reales unas fronteras que los tratados internacionales les habían concedido. La colonización española pretendió, de un modo relativamente semejante a como lo hicieron los portugueses, ejercer un papel tutelar evitando la diferenciación de razas. Por eso, en el momento de la concesión de la independencia el representante del Gobierno español, Fraga, aseguró que España había sido una potencia colonizadora más que colonialista.

La realidad es, sin embargo, que si por algo se caracterizó la presencia española en Guinea fue por un tono clerical y por una consideración del indígena como ser inferior y, por tanto, sometido a tutela. Ya desde comienzos de siglo una cuarta parte de los españoles eran miembros del clero. Después de la Guerra Civil éste tuvo, además, un papel decisivo en el llamado Patronato de Indígenas, aun considerando a la mayor parte de éstos como menores de edad y, por tanto, sometidos a tutela estricta e incluso a un sistema de prestaciones de trabajo. Sólo los «emancipados» tenían derecho al pleno ejercicio de sus derechos, incluido el de propiedad. Había, pues, barreras raciales que obedecían a estereotipos, principalmente el del negro como ser bárbaro y disoluto. Los propios reclutas españoles que hacían el servicio militar en Guinea eran considerados superiores a los negros. Nada más que en 1959 fue abolido el Patronato, y sólo en los sesenta se planteó una manifiesta voluntad de homologación por parte de las autoridades españolas. Mientras tanto, a diferencia de lo que sucedió en Ifni y en el Sahara, España obtuvo indudables beneficios económicos de la explotación de Guinea. A comienzos de la década esta posesión española tenía una renta relativamente alta para el continente y uno de los índices de exportación más elevados. El número de braceros nigerianos —unos 60 000 en el momento de la independencia— es un buen testimonio de esa prosperidad.

Los movimientos nacionalistas surgieron ya en los años cincuenta: hubo una protesta en el seminario y fue creado un movimiento curiosamente denominado Cruzada de Liberación. Sin embargo, sólo en los años sesenta, mucho después de que la descolonización se hubiera iniciado por parte de otras potencias, se planteó una posibilidad semejante en Guinea. En 1962 Carrero Blanco hizo un viaje a ella, ocasión que dio lugar a una manifestación de protesta y la entrega de un escrito por parte de nacionalistas moderados. A estas alturas la posición española se había identificado ya con la de quienes defendían la descolonización. En 1964 se le concedió una cierta autonomía y se celebraron elecciones municipales y provinciales, dando lugar a una proliferación de partidos que seguían alineamientos tribales más que ideológicos. A finales de 1968, tras la visita de una misión de la ONU, se celebró un referéndum en el que fue votada la independencia.

Pero ésta no trajo ni la libertad ni la prosperidad a la antigua colonia, que tenía el grave problema de su heterogeneidad: la antigua Fernando Poo proporcionaba el 80 por 100 de los ingresos presupuestarios y nunca llegó a tener una fuerza política semejante. Peores resultaron las consecuencias de la intromisión de los antiguos colonizadores: las autoridades oficiales españolas ofendieron de forma gratuita al que iba a ser el primer dirigente de la Guinea independiente, al que, por otra parte, apoyó el notario español García Trevijano, representante de importantes intereses económicos españoles y franceses. Pero lo más grave fue la propia dirección política de la Guinea independiente. Su principal dirigente, Macías, fue un dictador sanguinario que practicó el asesinato político generalizado, aplicándolo a sus propios ministros y haciendo emigrar a una porción considerable de la población. Era previsible que lo hiciera, pues, aunque era conocido por su actitud colaboracionista —había sido consejero de Obras Públicas en el Gobierno autónomo—, durante la conferencia constitucional preparatoria de la independencia no había dudado en alabar a Hitler. Su condición psicológica enfermiza se aprecia en el hecho de que se quejara del exceso de banderas españolas, una vez obtenida la independencia (quiso hacer desaparecer la del consulado español). La barbarie de su Gobierno se ocultó después, como en tantos otros países de África, bajo la denominación de «socialismo científico», la creación de un partido único «de los trabajadores» y una demagogia anticolonialista que culpó a los españoles de todos los males imaginables. Así se explica que en 1972, tras elaborar una nueva constitución, se llegara a una muy grave tensión entre metrópoli y colonia. A fines de 1975 se produjo una simultánea expulsión de los embajadores de los dos países y, por tanto, a una virtual ruptura de relaciones entre la antigua colonia y la metrópoli.

La cuestión del Sahara, en teoría, parecía menos problemática que la de Guinea desde el punto de vista de una posible descolonización. Estaba ocupado por unas decenas de miles de nómadas, unos setenta mil de acuerdo con el censo realizado por las autoridades españolas ya en los años setenta, que apenas habían cambiado su forma de vida en el transcurso de los siglos, trasladándose de unas zonas a otras de acuerdo con el ritmo estacional de las lluvias. Esta población tenía una cierta identidad cultural propia, en cuanto que su lengua, el «hassanía», sólo tiene identidad con un 75 por 100 del árabe. Siempre habían vivido en una forma de organización social y política preestatal, aunque con una cierta relación con las autoridades marroquíes y mauritanas. En 1934 España tenía tres puntos costeros: sólo durante la Guerra Civil fue sometido todo el territorio y fundado El Aaiun. En principio, por tanto, el Sahara parecía controlable para una descolonización tardía pero poco conflictiva. Pero no fue así por una acumulación de factores muy diversos que van desde el cambio muy rápido acontecido en aquella región, pasando por la conflictividad internacional en el norte de África y por la propia incertidumbre de la dirección política española.

Nada cambió en el Sahara hasta que el descubrimiento de importantísimos yacimientos de fosfatos, que si tuvo lugar en 1945, se tradujo en el terreno económico con el comienzo de la explotación en 1969. Fue Carrero quien llevó la iniciativa de explotación de esos recursos, para lo que se emplearon medios muy importantes. El primer embarque de mineral se produjo en 1972, tras haber preparado una explotación a cielo abierto y construido una larguísima cinta transportadora que concluía en un embarcadero situado tres kilómetros en el interior del mar. Toda esta empresa económica se había llevado a cabo con gran discreción e incluso desde 1972 se impuso la ley de secretos oficiales en relación con todo lo que se refería al Sahara. En 1975, el año en que se produjo la decisión de abandono por parte de España, tuvo lugar un incremento considerable en el precio mundial de los fosfatos. Uno de los países limítrofes (Marruecos) era un gran productor de este mineral, indispensable para los fertilizantes, y en el caso de adquisición de estos nuevos yacimientos se podía pensar de él que llegaría a jugar un papel decisivo en el mercado mundial. Desde finales de los años sesenta la ganadería nómada saharaui perdió importancia —sólo unas 8000 personas fueron conceptuadas como pertenecientes a esta actividad económica en el censo indicado— y, en cambio, aumentó el número de españoles civiles (algo más de 17 000). Los primeros nacionalistas saharauis surgieron, como suele ser habitual, en los medios burocráticos inferiores o incluso entre las tropas indígenas.

Durante bastante tiempo el Sahara estuvo muy alejado de las preocupaciones de la política exterior española. Franco había apoyado en 1963 las reivindicaciones de Marruecos respecto a su frontera con Argelia, pero nunca consiguió una colaboración sincera y una amistad efectiva por parte del rey Hassan II. Éste en 1969 había obtenido Ifni, pero al año siguiente ya anunció al yerno de Franco que su reivindicación siguiente era el Sahara. España, en torno a la misma época en que abandonaba Guinea, dio la sensación de que estaba dispuesta a hacer lo propio con el Sahara convocando un referéndum. De hecho, en la ONU se había aprobado una resolución favorable para la autodeterminación con consulta previa a las partes interesadas, y España había venido votando a favor de esta decisión siempre que se volvió a plantear. El abandono del Ministerio por Castiella explica que, a partir de este momento, España pasara a adoptar una posición mucho menos coincidente con la voluntad de los países del Tercer Mundo.

Por otro lado, durante los años centrales de la década de los sesenta había existido una pugna entre Marruecos y Mauritania por el Sahara español nacida, en el fondo, de que el primero ni siquiera reconocía la legitimidad del segundo para ser un país independiente. Cuando llegaron a ponerse de acuerdo en torno a 1968 —en adelante actuaron de forma coordinada respecto del Sahara— a las partes interesadas y limítrofes de las que hablaban las resoluciones de la ONU se sumó Argelia, un régimen político de componente revolucionario y mucho más anticolonialista que la monarquía marroquí.

Mientras tanto, por si fuera poco, se producían conflictos de pesca por la extensión de las aguas jurisdiccionales marroquíes y por la pronta actuación de grupos armados. Por si fuera poco, la situación se fue agravando desde la perspectiva española porque, por un lado, los países africanos denunciaban el mantenimiento de una situación anacrónica por colonial, mientras que la Administración española actuaba de una forma manifiestamente dilatoria. Da la sensación de que Carrero pretendió mantener una posición de resistencia a ultranza en la esperanza de llegar, a lo sumo, a una independencia ficticia controlada en la práctica por la potencia colonizadora. Arias tuvo una política mucho más incierta, probablemente porque la política interna le resultaba mucho más apremiante. De cualquier modo, la política española, entre el inmovilismo y la incertidumbre, supuso en la práctica, como lo afirmó el embajador español ante la ONU en esos momentos, «ganar tiempo para, en definitiva, perderlo».

Los modestos ensayos de supuesto autogobierno por la Administración española —la creación de una asamblea o Yemáa— fueron tan tardíos e inauténticos que llegaron a ser contraproducentes de cara a la ONU: uno de los saharahuis enviados para demostrar su deseo de continuar vinculados a España confundió «represión» con «representación». Además, el partido organizado con la colaboración de aquélla muy pronto fue desbordado por el nacionalismo auténtico cuando llegó el momento de la verdad. Desde 1970 existió éste con una afiliación bastante nutrida —unas 5000 personas— y protagonizó incidentes de importancia. De la represión de las manifestaciones, que ya causaron muertos en 1970, se pasó a las acciones armadas en 1973. El Frente Polisario, denominación que adoptó este nacionalismo, pronto obtuvo el apoyo total de Argelia, que si no lo creó, admitió al menos campamentos de exiliados y combatientes en el interior de su frontera (Tinduf).

Es probable que esa situación contribuyera de forma poderosa a que las autoridades españolas de entonces optaran por una actitud proclive a la pronta celebración de un referéndum de autodeterminación, pero cuando faltaban unos meses para que se llevara a cabo Marruecos acudió ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya pidiéndole una sentencia acerca de si se podía considerar que el Sahara fuera térra nullius —es decir, un territorio sin dependencia de ninguna autoridad estatal— antes de la llegada de los españoles. Al mismo tiempo, la ONU, que había aceptado este recurso sin votos en contra, envió una misión al Sahara que pudo comprobar que el número de los que apoyaban a Marruecos o al partido ligado con la Administración española era muy reducido. Mientras tenían lugar las deliberaciones en el alto tribunal se produjo un cierto acercamiento de posiciones entre el Frente Polisario y España: en la práctica cesaron los combates y se intercambiaron los prisioneros.

Así las cosas, la capacidad de acción de la Administración española se vio deteriorada hasta el extremo, aparte de por la propia incertidumbre, por la definitiva enfermedad de Franco. En octubre de 1975 el Tribunal de La Haya dio la razón a España respecto de la celebración de un referéndum, aun admitiendo que los habitantes del Sahara en tiempos remotos habían tenido cierta relación con autoridades marroquíes y mauritanas. Marruecos reaccionó inmediatamente dando por supuesto que el TIJ le había confirmado en sus razones. Hassan II anunció la llamada «marcha verde», que pretendía ser una especie de peregrinación pacífica de miles de civiles desarmados, pero que daba la sensación de poder concluir en un enfrentamiento armado por el simple hecho de que les acompañaban también tropas. El sentido del deber, pero también la obstinación de Franco en no abandonar el poder, le llevaron a presidir un Consejo de Ministros en estos dramáticos momentos y ahí empezó su enfermedad definitiva.

Hassan II, por su parte, tuvo suerte y habilidad. A Don Juan de Borbón, que le reprochaba haber aprovechado las circunstancias críticas que vivía España, con Franco en la agonía, el rey marroquí le repuso: «Dígame qué otro momento sería mejor para plantear la cuestión saharaui». La decisión de la «marcha verde», en realidad preparada desde mucho tiempo antes, evitaba cualquier crítica interna y consiguió el apoyo de buena parte de las naciones africanas o del Tercer Mundo. Argelia, por su parte, actuó en la ONU de una forma incoherente y falta de habilidad, aceptando dos resoluciones sucesivas propuestas por ella misma y Marruecos, que en el fondo eran contradictorias, pero que al final dejaban en manos del segundo la situación. Por otra parte, el bloque soviético no adoptó una posición decidida ante el conflicto, mientras que el de los países occidentales preferían de manera clara a Marruecos.

La actuación española, a partir del momento de la enfermedad de Franco, constituye un ejemplo de la debilidad y la parálisis manifiestas de los regímenes dictatoriales, aparentemente tan sólidos, en los momentos cruciales. Para evitar el choque con los marroquíes las tropas españoles se retiraron 10 kilómetros de la frontera y esperaron allí, mientras que desde Madrid se seguían dos caminos de respuesta paralelos. Mientras que, de forma sucesiva, los ministros Solís y Carro se trasladaban a Marruecos a negociar con su monarca, el embajador Piniés mantenía la postura de autodeterminación en la ONU. A España le correspondía no sólo la razón, sino también la obligación de actuar de acuerdo con los mandatos de la ONU y en coherencia con la línea mantenida hasta entonces, pero con Franco al borde de la muerte el régimen no podía acumular un problema más, y éste podía ser muy grave al implicar derramamiento de sangre. En noviembre, como consecuencia del Tratado de Madrid, España pactó con Marruecos y Mauritania una administración conjunta. En realidad, ésta siempre fue ficticia, pues los marroquíes pronto empezaron a ocupar el territorio saharaui y en la práctica se entregó el territorio destinado a ser descolonizado a Mauritania y Marruecos. Ya antes se había decidido la llamada «Operación Golondrina», es decir, el puro y simple abandono de la que por el momento seguía siendo una provincia española.

Sólo luego se votó en las Cortes la llamada Ley de Descolonización. España, por los acuerdos con Marruecos —Mauritania acabó retirándose de la zona—, vendió dos tercios de la sociedad explotadora de los fosfatos, aunque a un precio ridículo, y recibió seguridades de mantener sus derechos pesqueros, que luego no se tradujeron en nada tangible. Los apremios causados por la situación interna habían obligado a los dirigentes españoles del momento a confiar más en Marruecos que en Argelia, pero de esta manera se entregó el destino de los saharauis a quien no tenía ningún interés en la independencia. Instaladas en el Sahara las autoridades marroquíes y mauritanas, consiguieron de la dócil Yemáa que aceptara la división del territorio en dos zonas para cada uno de los ocupantes. De nada sirvió el intento de Argelia o del propio secretario general de la ONU de al menos compartir la administración del Sahara. Con todo ello el régimen se libró de un problema interno, pero no evitó que el conflicto siguiera existiendo en el norte de África, pues el Frente Polisario, armado por Argelia, impidió que el dominio de Marruecos sobre el Sahara fuese pacífico y estable o que la explotación de los fosfatos resultara fructífera. Pasado un cuarto de siglo todavía las decisiones de la ONU sobre el derecho de autodeterminación del Sahara están por cumplirse.