Para entender la fase final del franquismo no basta con aludir a la política interna del régimen ni a la de la oposición, sino que también es preciso tener en cuenta el contexto exterior. Éste influyó de una forma evidente en las últimas semanas de la vida del régimen, cuando se planteó de manera dramática esa última guerra de Marruecos que, en realidad, fue el conflicto del Sahara, pero, aunque todo ello influyera de una manera menos decisiva en los acontecimientos, no cabe la menor duda de que en los últimos años del franquismo se había ido haciendo patente que España vivía en una situación muy peculiar en el contexto de la Europa occidental, a la que pertenecía, y de la defensa occidental, en la que estaba inevitablemente integrada. A pesar de que el desarrollo económico estuviera ya consolidado, España mantenía una peculiaridad política que la hacía ser tan sólo admitida en el mundo europeo de una forma muy particular. En realidad, todas estas contradicciones sólo se resolverían, con el transcurso del tiempo, después de la transformación de las instituciones políticas españolas en la transición hacia la democracia.
Para llegar a comprender la política exterior del régimen es preciso remontarse a mediados de la década de los sesenta y empezar por tener en cuenta las personalidades y los programas de los sucesivos ministros de Asuntos Exteriores. Fernando María de Castiella llegó al Ministerio en 1957 y su permanencia en él hasta 1969 le convierte en el más duradero responsable de la política exterior durante el franquismo; como tal, muchos de los dirigentes posteriores de la diplomacia española se formaron a su lado.
Nacionalista, Castiella había sentido la atracción de la Falange en tiempos juveniles, aunque también estaba ligado a la familia católica del régimen, que fue quien lo promovió a puestos diplomáticos de primera importancia, en primer lugar a la embajada ante el Vaticano y luego al propio Ministerio. En su talante político Castiella resulta muy semejante a otros ministros aparecidos en estos momentos: aunque su compromiso con el régimen fuera indudable, su realismo y su competencia técnica le empujaban hacia una mayor capacidad de adaptación respecto a los parámetros diplomáticos en que se situaba la España del momento. Eso le hacía proclive a una institucionalización del régimen. Su actitud en política exterior a menudo fue revisionista, sobre todo respecto a la relación con Estados Unidos, de la que creía que España no obtenía los beneficios suficientes. En relación con otros aspectos de la política exterior Castiella introdujo un especial sesgo por la lucha descolonizadora del Tercer Mundo que derivaba de algunas posturas previas —la alianza con el mundo árabe, por ejemplo—, pero que ahora tuvo un especial sentido porque de esta manera quiso resolver el contencioso hispano británico de Gibraltar. La dificultad de esta política nacía de la evidencia de la inserción de España en el mundo occidental, a pesar de sus instituciones políticas: de los viajes oficiales que hizo (más de sesenta), tan sólo uno estuvo dirigido a Hispanoamérica y sólo el 10 por 100 a países árabes, lo que da idea de cuál era ya la ubicación de España en el mundo. Un intento de establecimiento de una peculiar relación económica con Iberoamérica en 1971, cuando ya no era ministro Castiella, concluyó en nada porque Europa y Occidente eran ya los lugares naturales de referencia para España.
Brillante y viajero, pero también a menudo superficial e intemperante, Gregorio López Bravo, ministro entre 1969 y 1973, dio a la política exterior española una vertiente más netamente occidentalista por lejana a tentaciones tercermundistas; en su época, además, el Ministerio de Asuntos Exteriores alcanzó nuevas competencias, sobre todo en materia de comercio exterior y de cooperación técnica, y se produjo la apertura, tan sólo en términos económicos, hacia el este de Europa. Sus sucesores, López Rodó y Cortina, no llegaron a durar suficiente tiempo como para que sea posible definir una política exterior de perfiles propios. De todos modos, el primero, al menos, dejó claras sus intenciones al sustituir a López Bravo: se trataba de seguir las mismas líneas que su antecesor, pero de una forma más discreta, pues a Carrero le molestaba su mezcla de brillantez y exceso de activismo. Cortina, más que llegar a ser autor de una política exterior, se podría decir que se vio, como tantos otros políticos de la etapa final del franquismo, dominado por los acontecimientos.
Si los ministros de Asuntos Exteriores dieron su matiz personal a la política exterior española, ésta se desarrolló siempre en un marco permanente que le proporcionaban sus vinculaciones con determinadas potencias, así como respuesta a problemas concretos, producto a la vez de la herencia histórica y de las circunstancias del momento. Tal y como había quedado definida después de 1953, la política exterior española tenía como referente fundamental la vinculación con Estados Unidos, que desde el final de los años cincuenta no tuvieron el menor inconveniente en defender la entrada de España en la OTAN, inaceptable para muchos países europeos, en especial Bélgica, los Países Bajos y los nórdicos. Respecto de los norteamericanos, con los que, como sabemos, se mantenía una relación de indudable desigualdad en perjuicio de España, hubo una postura a veces un tanto irritada por parte de Castiella, que no tuvo inconveniente en mostrar a veces una actitud de ribetes neutralistas, mientras que la de Franco era, muy de acuerdo con su mezcla de prudencia y «cazurrería», mucho más conformista: refiriéndose a esta cuestión de las relaciones con Estados Unidos decía que si «no hay más remedio que casarse, mejor es hacerlo con la rica del pueblo». Sus documentos íntimos revelan que era muy consciente del peligro nuclear que significaba la cercanía de Torrejón a Madrid, así como del hecho de que no se podía considerar ya a España como una posición de retaguardia frente al peligro comunista; también le preocupaba que los norteamericanos se mantuvieran cercanos a Marruecos. La posición de Carrero fue semejante, a pesar de que en algún texto admitió que «los norteamericanos han resuelto su problema, pero nosotros no hemos resuelto el nuestro». De los norteamericanos juzgó positivo el anticomunismo, pero los calificaba de «infantiles» y era perfectamente consciente de que tan sólo el Pentágono estaba bien dispuesto hacia la España de Franco. La posición de Castiella, en todo caso, tenía sus antecedentes y era compartida por el conjunto de la carrera diplomática: ya Martín Artajo se había quejado de los escasos beneficios económicos que España obtenía de los pactos. En estos años el embajador Garrigues resumió muy bien la relación entre ambos países con estas palabras: «Ellos quieren sólo la prórroga de los tratados; nosotros, la revisión para que España tenga parte en las decisiones».
Lo malo para la España de Franco fue que los norteamericanos en ocasiones dieron sorpresas desagradables, como, por ejemplo, la caída de un avión portador de una bomba atómica en Palomares (Almería) en 1966. Claro está que en otras ocasiones se cedía gratuitamente ante el aliado: Muñoz Grandes autorizó, sin más, que en Rota fueran estacionados submarinos dotados con misiles nucleares. Desde fines de 1967, ante la eventualidad de una renegociación del tratado, que había sido renovado por vez primera en 1963, fue creciendo la insatisfacción española y especialmente la de Castiella, así como su nivel de exigencia. El ministro español afirmó que la colaboración española no debía darse por garantizada, mientras se quejaba de que la flota norteamericana visitara Gibraltar y reclamaba más ayuda militar y económica. La negociación, en que participó junto a él el general Diez Alegría por la parte española, se convirtió en auténticamente crispada entre el verano de 1968 y el de 1969: fuentes españolas mencionaron la posibilidad incluso de cesión de las bases a Francia. La verdad es que existía una incomprensión de fondo de difícil solución: los norteamericanos se quejaban ante lo que creían pretensiones desmesuradas en un momento en que tenían problemas más importantes, como era el de Vietnam, mientras que los españoles no obtenían el apoyo diplomático que requerían de Estados Unidos respecto del resto de sus aliados europeos en materias tan importantes como el Mercado Común Europeo o Gibraltar, ni tampoco conseguían modificar el status de sus acuerdos con Estados Unidos, siempre consistentes en un trato entre desiguales. La realidad es que resultaba por completo imposible que los dirigentes norteamericanos obtuvieran del legislativo la anuencia para suscribir un tratado con España. Aunque Castiella modificó su postura en un sentido flexible, su original dureza deterioró gravemente su posición ante Carrero y ése fue el motivo principal de su desplazamiento del Ministerio. López Bravo llegó a un nuevo acuerdo en el verano de 1970: al final había triunfado la tesis de Franco, para quien «si no negociamos, ¿qué vamos a hacer?».
El nuevo pacto sustituyó las llamadas «bases de utilización conjunta» de 1953 por «facilidades concedidas en bases españolas» e insistía más en los aspectos técnicos, culturales y de cooperación económica, pero persistía el trato desigual. España no era un aliado de Estados Unidos en términos estrictos y sólo en caso de un conflicto global al que se viera arrastrada adquiriría plenas responsabilidades. En caso de conflicto menor —como los muchos que se dieron en el mundo—, de hecho, los norteamericanos utilizaron las bases en territorio español como puntos de apoyo o aprovisionamiento sin tener en cuenta la actitud española, aunque con el paso del tiempo ésta tendiera a hacerse crecientemente restrictiva. En el fondo, desde 1953 hasta el final de la existencia del régimen, se repitió siempre la situación peculiar que se había dado a la hora de llegarse a los pactos. Estos nunca hubieran podido ser suscritos por el legislativo norteamericano, pero, además, si éste en los años cincuenta era especialmente sensible al peligro comunista, ahora, en los setenta, resultaba ya muy reticente frente a los compromisos exteriores, sobre todo con países dictatoriales, pues, en definitiva, una situación como ésa era la que había llevado a la guerra de Vietnam.
Los dirigentes de la política exterior norteamericana más conservadores, incluido Kissinger, querían la integración de España en la OTAN, pero la oposición de buena parte de sus miembros (sobre todo, los del norte de Europa) vetaba también esta posibilidad de una mayor integración española en Occidente. A su vez, el hecho de que señalaran ese resultado como el más deseable les servía para argumentar el menor número posible de cambios de contenido a la hora de la renegociación de los pactos.
Si la relación con los norteamericanos padecía esas incomprensiones y desfases de intereses mutuos, en el caso de los países europeos todavía fue peor, pese a las apariencias. Ya hemos visto que en torno a la posible aproximación al Mercado Común Europeo hubo divergencias de importancia en el seno de la clase dirigente del franquismo y que alguno de los más reticentes estaban en la cúspide del sistema político. En fecha tan tardía como 1961 Franco todavía consideraba «quiméricos» los proyectos de unificación europea, lo que permite poner en duda la perspicacia que en muchas ocasiones se le ha atribuido respecto de la política exterior. A pesar de ello, ese mismo año se tomó la decisión de solicitar algún tipo de asociación con el Mercado Común, lo que testimonia que el puro realismo generado entre los diplomáticos y los expertos económicos también podía imponerse en las altas esferas de aquel régimen.
En febrero de 1962 la España de Franco presentó su petición de «asociación susceptible de llegar a la plena integración en el Mercado Común». Adviértase que la frase no suponía, de entrada, ingreso, sino tan sólo adhesión por una vía secundaria, aunque pudiera adquirir otras características con el transcurso del tiempo. Lo que interesaba de forma principal eran las negociaciones comerciales. En cambio, en la petición, que revestía la forma de carta escrita por Castiella, no se hizo alusión a la asunción por parte de España de los principios en los que se fundamentaba el Mercado Común. En el momento de la redacción del borrador el marqués de Casa Miranda, uno de los diplomáticos que participaron en la misma, le indicó a Castiella: «Tú verás si hay inconveniente en que afirmemos que nosotros no hacemos reserva alguna en lo que respecta a la adhesión». De hecho, hubo una redacción en estos términos que acabó desapareciendo. No obstante, la presentación se hizo ante los ministerios correspondientes con solemnidad y un especial énfasis en algún caso relativo a un país especialmente benevolente, como el de Francia.
A pesar de ello, el impacto de la petición en los medios del europeísmo fue escaso porque España tenía, en realidad, un interés secundario, al menos en comparación con otros países que hicieron una petición semejante. En Europa tuvo el régimen de Franco algunas naciones que, sin considerar a su régimen como un igual, no tuvieron excesivos inconvenientes en propiciar un acercamiento (Alemania y Francia, por ejemplo), pero los países del Benelux y los del norte —principalmente Bélgica y Noruega— fueron mucho más reticentes. Eso impidió siempre la entrada en la OTAN, pero también el avance rápido hacia un acuerdo con el Mercado Común Europeo. Las resistencias políticas fueron grandes en determinadas instancias, como por ejemplo el Parlamento Europeo, a pesar de que entonces sólo 33 de los 142 miembros eran socialistas. En el Consejo de Europa hubo un informe muy negativo sobre la España de Franco realizado por una comisión de izquierdas, pero luego se aceptó otro, más complaciente, del que fue autor el líder conservador británico Macmillan: en él se aseguraba que era mejor mantener con España una cierta asociación que favoreciera una España estable y lejana a una posible re-edición de la Guerra Civil. Cuando aparecieron estas reticencias por parte española se redactaron informes que aseguraban que en España se «evolucionaba sin cesar» y «no había partido único propiamente dicho». Estas palabras, de un informe redactado por Fraga, testimonian la flexibilidad de la nueva generación de dirigentes. Pero la posterior reacción contra los reunidos en Munich arruinó esta actitud condescendiente.
En estas circunstancias no puede extrañar que las negociaciones tardaron nada menos que cinco años en comenzar. El factor político fue decisivo en ello: siempre los países de la Comunidad dejaron bien claro que los requisitos políticos eran fundamentales para poder llegar a esa plena integración. Carece de lógica, por tanto, la afirmación de la prensa oficial española de entonces, que clamaba contra un supuesto intervencionismo en la política interna, pues si se quería entrar en un club se debían aceptar las reglas en que se basaba. Aun así, a pesar de que la petición española de asociación con el Mercado Común no trajo ningún resultado en lo que respecta a la evolución política del régimen, sin duda consolidó e incluso hizo irreversibles las reformas económicas de fines de los cincuenta. Sólo en el verano de 1970 se llegó a un acuerdo con el Mercado Común tras largas conversaciones, aceleradas en la fase en que fue ministro López Bravo. En realidad, el acuerdo era bastante limitado, pues no pasaba de tratarse de un convenio preferencial que daba a España el tratamiento de «país mediterráneo», sin otra calificación que permitiera expectativas de una mayor vinculación entre las dos partes. Lo importante fue, sin embargo, que inmediatamente tuvo unas repercusiones muy positivas sobre el comercio español: las exportaciones de nuestro país crecieron un 30 por 100 respecto a los países de la Comunidad, mientras que el ritmo era tan sólo del 20 por 100 en relación con el resto del mundo. Además, y sobre todo, López Bravo supo describir de manera muy correcta el impacto del acuerdo cuando aludió a la «irreversibilidad práctica» del acercamiento español a la Europa comunitaria. Pero eso no significó un mayor grado de identificación en términos políticos. De hecho, la España de Franco siguió siendo aceptada por la Europa política con muchas reservas y con la esperanza de que cambiara cuanto antes. Así, por ejemplo, cuando Carrero fue asesinado sólo se logró por parte de los diplomáticos de Franco que impidiera la residencia a 14 «etarras» cerca de la frontera española, y de ellos más de la mitad ni siquiera pudieron ser localizados. Cuando el ministro alemán de Exteriores, Walter Scheel, estuvo en España, las autoridades del régimen tuvieron que aceptar que tuviera lugar una entrevista con figuras de la oposición. Franco se limitó a ironizar diciendo que a uno de los interlocutores del alemán —Areilza— él mismo le había nombrado para todos los cargos que ocupó en su vida.
Al tener que aceptar una situación como ésa —un representante de un país amigo exigía entrevistarse con la oposición al sistema— el Jefe del Estado reconoció la realidad del aislamiento político del régimen. Los temores al aislamiento se reprodujeron durante el franquismo en el intervalo de no muchos años y, como ya se ha dicho, las ejecuciones de septiembre de 1975, al hacer patente la realidad de lo que era el régimen, parecieron rememorar la situación de España al final de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, además, la España de Franco no podía contar con el apoyo católico que había tenido en aquella fecha, al menos parcialmente y con matices. Las relaciones entre la España de Franco y el Vaticano fueron manifiestamente malas durante el tardofranquismo, en especial en la época de López Bravo, hasta el punto de provocar un intercambio epistolar entre el Papa y Franco y una tensa e impertinente entrevista del ministro de Asuntos Exteriores español con el primero. Franco solía ser prudente en materia de conflictos con la Iglesia («la carne de cura es indigesta», le dijo a Alonso Vega), pero estaba confuso e irritado con el desvío de la misma respecto de su régimen.
En el último texto íntimo que escribió acerca de esta cuestión, que motivó varios redactados de su mano, llegó a asegurar no ya que «los del Concilio» ignoraban todo acerca de España, sino que la posición de Roma era «una puñalada» contra él y su régimen.
Desde finales de los años sesenta se había planteado la necesidad de elaborar un nuevo Concordato entre la Iglesia y el Estado. El Vaticano había solicitado en 1965 a los Estados que gozaban del privilegio de presentación la renuncia al mismo, y el Papa se lo solicitó a Franco individualmente en 1968. El Jefe del Estado mantuvo entonces la postura de que ésta sólo podía realizarse en el contexto global de las relaciones entre ambos poderes, que, por tanto, debía ser negociada de forma completa. En 1971 se llegó a la redacción de un proyecto por parte del Vaticano y el embajador Garrigues que introducía escasísimas modificaciones (como sustituir la presentación de los obispos por parte del Estado por una simple prenotificación del nombramiento por parte de la Iglesia). Originariamente no llegaba a la mayoría el número de los obispos españoles que hubieran deseado que concluyera la confesionalidad del Estado: la mayoría, sin embargo, estaba a favor de la supresión del fuero eclesiástico. En teoría la Iglesia podía quejarse de que no se habían cumplido todas las previsiones del Concordato de 1953, pero eso no hubiera hecho otra cosa que multiplicar unos privilegios obsoletos. El Estado, por su parte, había elegido la negociación completa como medio de resistencia frente al intento de que desapareciera su papel en el nombramiento de los obispos. Pero si ya los puntos de partida eran distintos, la permanente situación de tensión entre Iglesia y Estado en el franquismo final hizo la negociación definitivamente inviable.
Muy pronto el proyecto resultó anacrónico, y tanto los obispos españoles como la prensa y la propia Roma se mostraron mucho más propicios al establecimiento de acuerdos graduales entre los dos poderes. Ni siquiera éstos se demostraron posibles a lo largo de 1972: en el mes de octubre el ministro López Bravo declaró ante Tarancón, refiriéndose a las relaciones entre Iglesia y Estado, que por parte de éste se había llegado a un límite porque «el vaso está lleno y basta una gota más para rebosar». En enero de 1973 visitó al Papa, y la conversación fue tan áspera que luego Pablo VI contó a Tarancón que por tres veces le había hecho un gesto para que abandonara la sala.
Cuando López Rodó sustituyó a López Bravo intentó reanudar la negociación. A fines de 1973 Casaroli, el responsable de la diplomacia vaticana, estuvo en España con el propósito de reanudar la negociación: probablemente se pensaba en Roma que, ante una posible situación de inestabilidad después de la muerte de Franco, era mejor precaverse con la firma de un tratado. Pero el intento era ya tardío e inviable. La apariencia de que se volvía a un clima triunfal en las relaciones y la convicción de que se quería eludir la consulta a la jerarquía española lesionó el proyecto. Ya en 1974 Roma era consciente de que no debía precipitarse estableciendo una nueva relación. Una visita de los cardenales españoles al Papa en octubre y las persistentes malas relaciones acabaron por convertir en imposible cualquier acuerdo.
Si López Bravo no consiguió mejorar las relaciones con este antiguo pilar del apoyo externo del régimen de Franco, en cambio su nombre se vinculó al establecimiento de un nuevo tipo de relaciones con la Europa del Éste. Como ya sabemos, habían existido contactos subterráneos entre el régimen franquista y la Unión Soviética en los años cuarenta y cincuenta. Ya en la época de Castiella una actitud pragmática por ambos lados permitió un cierto acercamiento: la carta de Kruschev a Franco en 1961 aludiendo a los problemas mediterráneos venía a ser una especie de reconocimiento tácito del régimen por parte de la URSS (no se olvide que los soviéticos nunca reconocieron a la República en el exilio). A partir de 1966 los países del Éste se mostraron dispuestos a mantener relaciones con España, y aunque el PCE hizo todo lo posible por retrasarlas, a fines de la década el proceso de establecimiento de relaciones comerciales resultó ya imparable. En la época de Castiella se iniciaron con Rumanía (1967) y a ella siguieron Polonia (1969) y Bulgaria y Checoslovaquia (1970). Desde 1967 los pesqueros rusos empezaron a recalar en Canarias. Ya en 1970 López Bravo se detuvo en Moscú para mantener un contacto directo con las autoridades soviéticas, pretextando una escalada técnica, y meses después tuvo un contacto directo en Nueva York con el ministro de Asuntos Exteriores de la URSS; dos años después se firmó un tratado comercial con este país. En 1973 visitó España el ministro de Pesca ruso y hubo también contactos con la China Popular. A las relaciones comerciales les siguieron las plenas: la primera Embajada española en un país del Éste fue establecida en la Alemania Democrática. La espectacularidad del establecimiento de estas relaciones diplomáticas no puede hacer olvidar, sin embargo, que en realidad representaban relativamente poco, incluso desde el punto de vista comercial, para una España integrada cada vez más en Occidente.
Probablemente el aspecto de la política exterior española que absorbió más tiempo a sus gobernantes causándoles mayores problemas, incluso en la política interna, fue la descolonización. Tal como esta cuestión fue planteada por Castiella, tenía dos aspectos que en su pensamiento resultaban complementarios. España, por un lado, debía ser beneficiaria de ese proceso descolonizador recuperando Gibraltar, mientras que también tenía obligaciones ante los organismos internacionales, derivadas de su condición de potencia administradora de colonias. Aunque a mediados de los cincuenta la España de Franco había respondido de forma negativa a la pregunta acerca de si tenía a su cargo territorios que no se administraran de forma autónoma, lo cierto es que el propio dinamismo de su presencia en la ONU le obligó a reconocer su condición de potencia colonial en la década de los sesenta. A partir de esa realidad trató de apoyarse en los del Tercer Mundo para conseguir la recuperación de la colonia británica. En realidad, se trataba de problemas sustancialmente distintos, lo que explica que los propósitos de Castiella no triunfaran en lo relativo a Gibraltar.
Como ya había sucedido en otras ocasiones, Gran Bretaña aprovechó la debilidad española en la pos-Guerra Civil para ampliar los límites de su territorio en Gibraltar con la ocupación de una franja más amplia de terreno en el istmo, donde se construyó todo un aeropuerto. Los primeros contactos entre la diplomacia española y la británica en torno a Gibraltar se produjeron a comienzos de los sesenta, intercambiándose documentos que no hicieron otra cosa que testimoniar el alejamiento de las respectivas posturas. A un «Libro blanco» que explicaba la posición británica le siguió uno rojo que describía la española, y en 1961 visitó España, en relación con esta cuestión, el secretario del Foreign Office británico. Quizá fue la distancia entre ambos países en torno al problema lo que motivó la decisión española de llevar la cuestión a las Naciones Unidas, donde quedó clara la estrategia de Castiella, al ser dos países como Camboya y Bulgaria (es decir, uno neutralista y otro comunista) quienes iniciaron los debates en 1963. La ONU propuso en 1964 a los dos países establecer inmediatas negociaciones, pero las posiciones eran demasiado distantes como para que pudiera llegarse a un acuerdo. España insistió en que en el momento de ceder Gibraltar lo había hecho guardándose la posibilidad de recuperarlo, antes de que pudiera ser enajenado a otra nación, y que ello indicaba que no podía ser independiente; además, se quejó del contrabando que desde allí se hacía. En cambio, afirmó estar dispuesta a conceder un estatuto personal para sus habitantes y reconocer los legítimos intereses británicos y gibraltareños. Desde 1966 España interrumpió el contacto terrestre con Gibraltar y en 1969 también el marítimo, presentando además repetidas protestas por la violación del espacio aéreo español como consecuencia de la utilización del aeropuerto citado. Por su parte, los británicos desde un principio reclamaron que se tuviera en cuenta a la población, que en septiembre de 1967 celebró un plebiscito favorable al mantenimiento de la vinculación con la metrópoli británica. Los intentos españoles de ahogar económicamente a Gibraltar fracasaron al utilizar los gibraltareños mano de obra marroquí.
Aparte del deseo de que se tuviera en cuenta a la población de la Roca, había enfoques distintos por parte de los diferentes grupos políticos británicos, aunque coincidieran en las consecuencias finales. Para los laboristas en la España de Franco no podía haber garantía de los derechos humanos, mientras que los conservadores, en definitiva, juzgaban que la posición era el último resto de un imperio que debía conservarse. A la mayor tensión se llegó en 1969, cuando Castiella llegó a proponer barreras de globos cautivos para evitar la utilización del aeropuerto británico, mientras que Fraga proponía la creación de una provincia de Gibraltar, segregando parte de las de Cádiz y Málaga. No llegó a hacerse ni lo uno ni lo otro, porque predominó la prudencia de Franco, quien dijo a su ministro de Asuntos Exteriores que «el único español sin derecho a apasionarse» (por el problema de Gibraltar) era precisamente él. Nada, sin embargo, consiguió López Bravo con una estrategia más posibilista y amistosa consistente, según el mismo, en «pensar juntos». En 1973 de nuevo la España de Franco estaba imaginando procedimientos de dureza para acabar con la situación de Gibraltar, como la construcción de un gran aeropuerto en su proximidad. Pero el conflicto no tenía solución en los términos en los que estaba planteado y añadía un motivo más de enfrentamiento con otro de los países europeos.