El telón de fondo sobre el que se desarrolló la política del régimen a finales de los sesenta y comienzos de los setenta fue el de una protesta social creciente y cada vez más claramente dirigida en su contra. Ya hemos aludido a los fenómenos huelguísticos y a la disidencia de las organizaciones profesionales; baste ahora con recordar que la protesta social, que fue creciendo lentamente hasta 1967, lo hizo de forma considerable a partir de 1973 y alcanzó sus cotas más altas en los primeros meses posteriores a la muerte de Franco. No fue una protesta que tuviera propósitos exclusivamente socialistas o revolucionarios, ni, por sí misma, resultaba capaz de producir el cambio del régimen, pero demostraba hasta qué punto la sociedad se había independizado del Estado. Ni siquiera puede decirse que fuera principalmente el resultado de las organizaciones de la oposición, aunque éstas constituían el germen de un sistema de partidos que en el futuro recibiría estos apoyos sociales. De la importancia de estos últimos una buena muestra puede ser la evolución de la prensa más crítica. La revista Cambio 16, quizá la publicación más relevante en este momento dentro de ese sector, que como tal fue suspendida durante tres meses, pasó de 15 000 a 115 000 ejemplares.
Otro telón de fondo de la situación fue también el terrorismo, incapaz de sustituir al régimen, pero que era una prueba constante de su impotencia represiva, ya que sólo servía para movilizar contra él a una parte de la sociedad vasca, solidarizada inmediatamente con los autores de atentados. A estas alturas, sin embargo, la brutalidad terrorista había enajenado a ETA la relativa benevolencia con que parte de la oposición la vio hasta comienzos de los setenta. En el momento del atentado contra Carrero el PCE, que en esos momentos iba a ver cómo eran juzgados sus dirigentes sindicales de Comisiones Obreras, mostró su repudio decidido a ETA. La condena fue todavía mayor cuando, en septiembre de 1974, se produjo el estallido de una bomba en la cafetería Rolando, de Madrid, que pretendía asesinar a policías de servicio en la Dirección General de Seguridad y, en realidad, supuso la muerte de simples clientes del establecimiento. Para la realización de este atentado prestaron ayuda personas procedentes del comunismo que, inmediatamente, sin embargo, fueron condenadas por el PCE. Una tendencia de éste —y de la oposición en general— fue considerar que los actos terroristas eran obra de movimientos de extrema derecha, cuando la realidad fue que la trayectoria de ETA resultaba ya inequívoca para demostrar su voluntad de provocar el derramamiento de sangre en la idea de que ése era el mejor procedimiento para conseguir el cumplimiento de sus fines.
La represión, combinada con el apoyo de una parte importante de los vascos a ETA, contribuye de alguna manera a explicar la última división del nacionalismo radical antes del final de Franco. Hubo un sector que tendió a combinar la acción violenta con actos no terroristas; este sector fue denominado ETA Político-Militar, y de él surgieron agrupaciones sectoriales como fueron el Frente Obrero o el Frente Cultural. En realidad, los «polis-milis» eran el sector de ETA más radical en términos ideológicos, pero la práctica no exclusivamente terrorista les fue llevando a una acción más estrictamente política: en definitiva, de esos frentes surgió la coalición de partidos conocida como Herri Batasuna. Sin embargo, como siempre, en el seno de ETA lo que predominó no fue esta actitud, sino el puro activismo terrorista que representaba ETA Militar, en la que el debate ideológico estuvo reducido al mínimo. Desde comienzos de los setenta los atentados se extendieron a la totalidad del territorio nacional y no sólo al País Vasco: de ahí la creación de los llamados «comandos especiales» (bereziak). En estos últimos tiempos del franquismo ETA, que había pasado ya por casi todas las fórmulas de extrema izquierda, recibió una importante influencia anarquista. Este movimiento, tan frecuente en la historia española, no alcanzó, sin embargo, verdadera relevancia en la fase de transición, a pesar de que hubo algunos grupos dedicados a la acción violenta y en 1974 sería ejecutado un militante de esta significación (Puig Antich).
En el final de la época franquista la violencia terrorista se situó en un nivel que, por desgracia, estuvo destinado a prolongarse en los primeros tiempos de la transición.
Desde octubre de 1974 a octubre de 1975 ETA asesinó a 22 miembros de las fuerzas del orden público y 14 civiles, pero más significativo es el hecho de que en los días siguientes a las ejecuciones de septiembre de 1975 pararon en el País Vasco unas 200 000 personas, en solidaridad con los dos militantes de ETA que habían perdido la vida. Este dato testimonia el importante apoyo social del movimiento y la distancia existente entre el País Vasco y el régimen franquista. Por otro lado, desde 1973 el terrorismo no se limitaba sólo a ETA, sino que se extendía también a grupúsculos de origen comunista prochino, como el PCE reconstruido y la OMLE (Organización Marxista Leninista de España). El primero creó los GRAPO (Grupos Revolucionarios Armados Primero de Octubre) precisamente con ocasión de esas ejecuciones, y actuó con particular brutalidad, pero estuvo carente de cualquier apoyo social como el que ETA tenía en una parte de la sociedad vasca. Sus militantes fueron personas de extracción social humilde, procedentes de medios industriales en crisis (por ejemplo, de la construcción naval) que debían utilizar armas robadas a las fuerzas policiales y ni siquiera disponían de medios económicos para editar sus panfletos. Cuando llegó la democracia apenas llegaron a 15 000 votos (datos de 1982). Pero en los momentos finales del franquismo los GRAPO jugaron un papel de gran importancia en el sentido de que fomentaron una acción represiva del régimen que reveló sus peores aspectos. El decreto antiterrorista que a ellos (y a ETA) les fue aplicado con carácter retroactivo preveía responsabilizar no sólo a los que defendieran el terrorismo, sino a los que trataran de «minimizarlo».
Toda esta protesta social y estos fenómenos terroristas no pueden hacer olvidar que, aunque por el momento tuviera una presencia muy inferior en los medios de comunicación, en realidad en el futuro habría de desempeñar un papel mucho más decisivo otro tipo de oposición, que luego constituiría el núcleo del arco parlamentario español a partir de las elecciones de 1977. Si la totalidad de los dirigentes de Alianza Popular procedieron de la clase política del régimen franquista, al menos la mitad de los de Unión de Centro Democrático vinieron de la oposición democrática, «moderada» o de los sectores a caballo entre la reforma y la oposición. Por otro lado, también resulta imprescindible hacer mención de la evolución del PSOE y del PCE, que perfilaron sus liderazgos y sus posturas en un momento en que ya se adivinaba el declinar definitivo del régimen.
La llamada oposición moderada pareció tener en estos momentos un protagonismo muy inferior al de la protesta social o a las actuaciones terroristas, pero debe tenerse en cuenta que su papel no residía tanto en la confrontación inmediata y directa como en el ofrecimiento de una alternativa de futuro organizada en partidos políticos, semejantes a los existentes en esa Europa en que las propias autoridades del régimen franquista afirmaban que nuestro país debía permanecer. Esta evidencia, especialmente obvia para las jóvenes generaciones de la burocracia estatal, explica que con el transcurso del tiempo se fuera produciendo un desvanecimiento de los límites entre oposición y régimen. Hubo, en efecto, en esta fase final del régimen una «zona colchón» —así ha sido denominada— de la política española en que era inequívoca la voluntad de democratización, pero con discrepancias estratégicas o disparidad de procedencias; unas y otras serían sustituidas por la voluntad de conducir al país en concordia hacia la democracia.
Gran parte de la oposición moderada se había identificado en el pasado con la persona de Don Juan de Borbón, quien en esta fase final del franquismo acentuó su discrepancia con el régimen y reunió en su entorno periódicamente a grupos de seguidores que le veían como alternativa liberal a una Monarquía, como la de su hijo, que por el momento parecía en exceso involucrada con el régimen. El problema de estas personalidades siempre fue que su brillantez personal parecía evitar que actuaran con una cierta capacidad organizativa, al mismo tiempo que la ausencia de cualquier tipo de centro directivo o comité monárquico vedaba también la conveniente continuidad en la acción. José María de Areilza, por ejemplo, se presentó en los años finales del régimen como el ejemplo de una derecha civilizada, democrática, liberal y constitucional, pero ésta era precisamente la actitud más irritante para los sectores más opuestos a todo tipo de cambio en el régimen. Eso explica que fuera objeto de reacciones airadas en los círculos oficiales, en especial por el propio Carrero, incluso cuando no tenía una actuación propiamente política. En sus memorias califica a estas persecuciones como «ridículas» (incluso se trató de evitar que obtuviera un premio periodístico) y deja claro que ya había trasladado a Don Juan Carlos, con quien se entrevistó una quincena de veces en 1969-1975, sus esperanzas monárquicas. Areilza había fundado un partido cuya efectividad fue mínima. Tampoco cabe atribuírsela muy grande al inspirado por Joaquín Satrústegui, quien jugó un papel importante como iniciador e inspirador de los primeros grupos políticos liberales. Por su parte, Calvo Serer, cuya actuación en el pasado como mentor de cierta versión monárquica de extrema derecha ya conocemos, había inspirado, desde una óptica democrática, el diario Madrid y tras su cierre, actuó como independiente en la Junta Democrática, compuesta principalmente por el PCE.
Otros dos grupos que habían formado parte en el pasado de esa oposición moderada fueron los democristianos y los seguidores de Dionisio Ridruejo. Es muy posible que el momento decisivo para la Democracia Cristiana española fuera a mediados de la década de los sesenta, a partir de la cual su influencia resultó ya decreciente, pero en los setenta todavía podía esperar jugar un papel de primer orden en un futuro sistema de partidos políticos en España, homologable al modelo europeo.
Aunque los contactos para llegar a la constitución de una fórmula de cooperación entre todos los que se decían vinculados a esta fórmula política se remontan a los años sesenta, sólo en 1973, cuando ya no faltaba tanto para la muerte de Franco, fue creado el Equipo de la Democracia Cristiana del Estado Español. De él formaron parte los grupos democristianos españoles, la Unió Democrática de Catalunya y el PNV. Aunque no sin discrepancias, en especial en torno al modelo de Estado, la semitolerancia gubernamental permitió a los democristianos españoles celebrar sus reuniones sin interferencias e incluso con cierta publicidad a lo largo de 1975. De todos modos, el papel de la Democracia Cristiana —más genéricamente, del catolicismo liberal y progresista— fue fundamentalmente difundir el ideal democrático, pasando muchos de sus miembros a otras opciones, algunas de ellas situadas más a la izquierda. A partir de 1973, con ocasión del derrocamiento del Gobierno chileno de izquierdas, presidido por Allende, con anuencia inicial de los democristianos, un grupo de seguidores de Ruiz Giménez, del que formaba parte, por ejemplo, Gregorio Peces Barba, pasó a engrosar las filas del PSOE. Resulta significativo que ese mismo año se fundara la asociación Cristianos por el Socialismo. Por su parte, Dionisio Ridruejo, obligado al exilio después de la reunión de Munich, regresó de nuevo a España y sus declaraciones valientes y cáusticas le valieron procesos en 1962 y 1972. Su grupo, al que cabe conceptuar como liberal-social, no llegaría, sin embargo, a desempeñar un papel verdaderamente importante en la transición debido al fallecimiento de su dirigente poco antes de la muerte de Franco.
Democristianos y partidarios de Ridruejo pretendían, a pesar de su condición de grupúsculos, constituir en un futuro partidos políticos de implantación española, pero ésta no era la pretensión de otros sectores cuyo surgimiento en ese momento es un buen indicio de la difusión de la oposición en medios sociales y geográficos distintos de los hasta ahora habituales. En realidad, tanto en el País Vasco como en Cataluña la oposición había tenido una trayectoria peculiar, pero fue en estos momentos en los que los sectores de centro alcanzaron el definitivo perfil que mantuvieron a partir de la transición. A mediados de los años sesenta el PNV perdió la característica confesional que había tenido hasta el momento, mientras que el sindicato nacionalista ELA-STV se definió como socialdemócrata. En Cataluña el declinar del franquismo coincidió con la aparición de la fórmula política destinada a tener mayor éxito a partir del momento de la transición. Esta opción estuvo, desde un principio, vinculada a la persona de Jordi Pujol, quien, como gran parte de la clase política de la España de la transición, se inició en la vida pública en círculos católicos. En mayo de 1960 fue el principal protagonista de una protesta contra Franco, con ocasión de una visita del dictador a Cataluña, que le supuso la tortura y una condena de la que cumplió dos años y medio de cárcel. A partir del cumplimiento de la sentencia su vida se centró no tanto en lo propiamente político y partidista como en la reconstrucción de la cultura y la conciencia de peculiaridades catalanas. Convergencia Democrática de Catalunya no apareció sino a finales de 1974 con elementos de distinta procedencia, incluso de izquierda, como era el caso de Roca Junyent; sus primeras apariciones públicas se produjeron el mismo año de la muerte de Franco. Al margen de la configuración de partidos políticos, es necesario recalcar el importante cambio producido durante la fase final del franquismo en el catalanismo. La desaparición de buena parte de los mitos historicistas provocada por la obra del historiador Vicens Vives, la conciencia de pluralidad —un libro de Pujol definió la inmigración como «problema y esperanza» de Cataluña—, la conciencia de la vinculación a España y la crítica a la limitación social del catalanismo tradicional, visible en el libro de Solé Tura acerca de Prat de la Riba, contribuyeron a facilitar la integración de nacionalismo, marxismo crítico y catolicismo progresista en un esquema interpretativo común que creó una conciencia unitaria y solidaria y que habría de jugar un papel de primera importancia en la definición del enfoque dado por la Constitución de 1978 al problema de la organización territorial del Estado.
Por el momento los movimientos regionalistas y nacionalistas tuvieron, por el momento, en el resto de España una importancia limitada. No obstante, el origen remoto de una agrupación de carácter nacionalista andaluz fue más antiguo que el de CDC: los orígenes del andalucismo político han de remontarse a la elección en 1966 como concejal de Sevilla por el tercio familiar de Alejandro Rojas Marcos. De su actuación y la de sus seguidores derivó en 1972 la creación de la Alianza Socialista de Andalucía, de la que deriva el andalucismo actual.
Quizá lo más característico de este período de la historia de la oposición al franquismo sea la aparición de unos sectores que, no siendo rotundos opositores del régimen, en el sentido de que se situaran al margen de su legalidad, tampoco cabe considerarlos, en puridad, como adictos (y mucho menos al inmovilismo). A mediados de 1973 se creó un grupo de pensamiento denominado «Tácito», que tenía un reflejo ante la opinión pública gracias a sus artículos en Ya, el cual venía a suponer una importante deriva hacia la disconformidad de la actitud mantenida por la familia católica del régimen. En «Tácito» se encontraron quienes militaban en la oposición y quienes, en el seno del régimen, mantenían una posición tendente a la transformación del mismo hacia pautas democráticas desde una óptica evolucionista del franquismo.
Luego, durante la transición, reaparecieron en los grupos de centro, principalmente en UCD. Los artículos firmados por «Tácito» tuvieron una importante repercusión y en alguna ocasión concluyeron con el procesamiento de sus autores.
Si todo ello demostró la peculiar evolución de uno de los sectores en los que durante el pasado se había apoyado el régimen de Franco, todavía fue más inesperada la del carlismo y de una parte del falangismo. En realidad, durante el tardofranquismo estas dos fuerzas políticas no sólo no aceptaron el arbitraje de Franco, como había sido lo habitual en tiempos pasados, sino que incluso se situaron al margen del régimen, escindidas en un sector mayoritariamente juvenil que, en la práctica, se situaba en una oposición al régimen, muy poco diferenciada de los otros grupos de esa significación, y otro, más convencional y de mayor edad, que podía permanecer fiel al régimen, pero tenía también tentaciones de considerar que sus esencias estaban siendo corrompidas por los gobernantes. Se puede, por tanto, hablar de una auténtica heterodoxia de los ortodoxos. Sólo una visión anacrónica que trate de interpretar desde la óptica del presente acontecimientos del pasado puede quitar importancia a este tipo de oposición.
En realidad, el apoyo de estos dos grupos no era en absoluto desdeñable a fines de los años sesenta. Otra cosa es que sus afiliados acabaran desembocando en otros grupos políticos.
El carlismo, una vez decepcionadas sus esperanzas de convertir al hijo de Don Javier, Carlos Hugo, en candidato oficial al trono, evolucionó hacia una postura que en apariencia puede parecer inesperada, pero no lo era tanto. En la práctica el carlismo había vivido en un estado latente, manteniendo su organización en algunos sitios —principalmente en Navarra—, pero sin enfrentarse con la organización del Movimiento.
Dimitido en 1955 Fal Conde como delegado de Don Javier, la presencia de éste o de sus hijos en territorio español hizo mucho por cambiar la actitud de los vinculados con esta tradición política. Si en otro tiempo habían aceptado ser dirigidos por los notables de esa adscripción, ahora los más jóvenes, que exigían más activismo y que sin duda estaban muy influidos por la crisis del catolicismo, conectaron directamente con el propio pretendiente.
Se produjo así una profunda transformación del tradicionalismo al que el propio Don Carlos Hugo acabó definiendo como socialista, autogestionaria y federal, lo cual poco tenía que ver con la tradición de este movimiento, pero que conectaba con los pronunciamientos habituales en la oposición de la época. En el fondo, sin embargo, la identificación entre socialismo y carlismo tenía una cierta lógica: el tradicionalismo siempre había tenido una vertiente popular que lo enfrentaba a la Monarquía de la Restauración —frente al socialismo Vázquez de Mella había hablado de un cierto «sociedalismo»— y, además, la tradición del sindicalismo libre barcelonés había demostrado que podía tener un apoyo entre parte de los trabajadores. Por otro lado, la propia postura de Don Juan Carlos le incitó al carlismo a recalcar su distancia respecto al régimen. El cambio en el carlismo se pudo ir apreciando en el modo de celebración de su reunión anual en Montejurra, que fue cambiando de significado con el transcurso del tiempo. Romería de carácter religioso hasta 1966, el acto fue politizándose progresivamente. Ya en 1972 los carlistas defendían una Monarquía socialista y en 1974 la tradicional reunión en Montejurra se hizo bajo la advocación de la autogestión. Más adelante Montejurra apareció en la propaganda carlista como «un grito del pueblo». Incluso desde 1968 existieron unos grupos armados (o de acción) del carlismo que no tuvieron empacho en realizar algunos atentados y atracos. Claro está que no todos siguieron al pretendiente carlista y a sus juventudes por esta senda. La misma asistencia a las reuniones de Montejurra, que a finales de los sesenta concentraba a 70 000 personas, se redujo en los setenta a 5000 o 6000. Los sectores más renuentes a este tipo de transformación de la política oficial del carlismo fueron desenganchándose progresivamente, y cuando en febrero de 1975 Don Javier acabó abdicando en su hijo Carlos Hugo se reunieron en torno al hermano menor, Sixto. Con tales actuaciones el carlismo fue caminando hacia el suicidio cuando llegó el momento de la transición, pero esto mismo es revelador de unos tiempos en que la oposición parecía tener casi todo a su favor entre la juventud, mientras que el Movimiento quedaba condenado a resultar la imagen misma de lo caduco. También en el mundo juvenil falangista siguió un rumbo semejante. De hecho, siempre hubo una potencial disidencia falangista, aunque hasta fines de los sesenta tuvo una relevancia muy pequeña. Es cierto, por ejemplo, que durante la guerra mundial esa vociferante actitud pro-Eje pareció ser capaz de imponerse y protagonizó algunos actos estridentes (como el atentado de Begoña), pero a finales de los cuarenta Falange se sumió en el silencio, y cuando reapareció en los cincuenta no hubo más que algunos gestos de protesta por parte de individuos aislados, sin verdadera trascendencia. El historiador de esta tendencia y significación que los ha narrado asegura de ellos que fueron intentos «de existencia corta y final triste». Llama, en efecto, la atención el desfase existente entre la virulencia con la que se expresaban algunos dirigentes del falangismo radical (González Vicén, Ezquer…) y la capacidad que mostraron para integrarse en el poder político. Pero, como en el caso del carlismo, la situación cambió entre los jóvenes falangistas principalmente a fines de los sesenta. Un llamado Frente de Estudiantes Sindicalistas, de esta inspiración, actuó en la Universidad desde 1963, con un apoyo no desdeñable; el futuro presidente Aznar dirigió su rama dirigida a la Enseñanza Media. Desde comienzos de los sesenta existieron, además, unos Círculos Doctrinales José Antonio, integrados en el Movimiento pero cada vez más críticos respecto de él. En 1970 trataron de promover una reunión en Alicante de la que habría de salir una promotora de la Falange autónoma con respecto del régimen. El hecho de que existieran estos sectores de falangistas descontentos obligó a que, a partir de 1970, el aniversario del acto fundacional de este partido no se celebrara ya en el Teatro de la Comedia, sino en el Consejo Nacional, donde no resultaba previsible que pudiera haber un gesto de discrepancia.
A fin de cuentas, no es una casualidad que el carlismo pretendiera convertirse en socialista, porque en estos momentos esta adscripción, reducida a un puñado de exiliados y un puñado de jóvenes en el interior no hacía tanto tiempo, se convirtió en punto de coincidencia de sectores muy diversos, pero que estaban destinados a desempeñar un papel de primera importancia en la España del futuro. Para ello lo primero imprescindible era que la dirección tradicional del partido fuera sustituida por otra más adaptada a la realidad de la España de la década de los sesenta: en la segunda mitad de ésta el dirigente del partido era un octogenario que llevaba casi una treintena de años al frente del mismo. Caracterizaron a Rodolfo Llopis durante su largo período de dirección del socialismo español una fuerte prevención contra el espontaneísmo del interior y una voluntad de guardar las esencias del partido, lo que acabó por perjudicar posibilidades de desarrollo futuro. Sin embargo, no deben escatimársele méritos en lo que respecta al mantenimiento de una alternativa democrática y en su presencia internacional (que para los dirigentes del régimen resultaba más irritante que la actividad de los militantes del interior).
En realidad, en el interior de España el socialismo había seguido un rumbo que poco tenía que ver con los deseos y la estrategia de Rodolfo Llopis. En 1967 celebró su Congreso el Moviment Socialista de Catalunya, cuyas principales figuras, todavía actuantes hoy, aparecieron entonces con una decidida pretensión de autonomía con respecto a la dirección del exterior. Al año siguiente fue fundado el Partido Socialista del Interior, que no era otra cosa que la nueva denominación del grupo de seguidores de Tierno Galván, quien en 1965 había militado en el PSOE, pero, porque fuera demasiado indisciplinado o porque causara un problema de liderazgo a Llopis, fue prontamente expulsado. El PSI fue casi exclusivamente un partido de profesores universitarios dirigido por la personalidad inevitablemente absorbente de Tierno. Respecto del PSOE exiliado tenía dos novedades importantes, que conectaban mejor con la evolución de la España de la época: la desaparición del anticomunismo y un cierto tono libertario.
Aunque el PSI logró algunos apoyos exteriores, no habría de ser, sin embargo, el verdadero renovador del PSOE. Tampoco fue obra de un sector muy representativo del ambiente de finales de los sesenta, el catolicismo progresista que representó la USO.
Este mundo se identificó en ocasiones con el pasado del anarcosindicalismo y reivindicó la independencia entre sindicato y partido, pero una parte de él llegó a formar Reconstrucción Socialista y, más adelante, la Federación de Partidos Socialistas, pero carecía del prestigio de unas siglas históricas. En realidad, la misión de renovar el PSOE correspondió a tres grupos de jóvenes dirigentes del mismo, de procedencias geográficas distintas y de militancia, en algunos casos, relativamente reciente: Múgica y Redondo eran los principales animadores del socialismo vasco, Castellanos representaba al de Madrid y Alfonso Guerra y Felipe González, los más recientes en la militancia socialista, dirigían la organización sevillana, procediendo el último de los sectores que en la capital andaluza seguían las inspiraciones del democristiano Giménez Fernández.
Los pasos gracias a los cuales se llegó a la victoria de los renovadores del socialismo español fueron lentos y estuvieron sometidos a dura controversia hasta el desenlace definitivo. Sólo en 1967 la dirección socialista contó con una representación importante del interior (siete personas); dos años después por vez primera apareció en las reuniones de la dirección en el exterior Felipe González. En 1970 Llopis admitió ya una cierta división de las responsabilidades: él se responsabilizaba de la representación internacional del partido, mientras que en España el predominio le correspondía a quienes allí estaban. En 1971 la UGT pasó a ser dirigida por una especie de comité mixto entre el interior y el exterior, con predominio del primero, en que ya Nicolás Redondo fue la figura más destacada. Pero el momento decisivo se produjo en 1973, cuando, tras una serie de escaramuzas previas, los renovadores del interior se impusieron a Llopis, que no aceptó el resultado del Congreso, celebrado en Francia. En realidad, la victoria sobre Llopis fue más obra de los dirigentes vascos y madrileños que de los sevillanos, pero éstos iban a predominar inevitablemente porque contaban con un Felipe González cuya condición de líder ya se adivinaba. Con el paso del tiempo habría de convertirse, en palabras de Haro Tecglen, en «el primer rostro del antifranquismo». No obstante, la victoria de los renovadores no fue definitiva hasta comienzos de 1974, pues al menos un tercio de los afiliados del exterior y una décima parte de los del interior de España siguieron a Llopis, quien mantenía sólidos apoyos en los medios socialistas internacionales y, además, contó en esta ocasión con el apoyo temporal de Tierno. Sin embargo, la imposibilidad de llegar a un acuerdo entre ambos y la mayor confianza de la Internacional Socialista en los jóvenes dirigentes del partido hizo que finalmente la tendencia renovadora obtuviera la victoria. Con ello, sin embargo, no desaparecieron las dificultades internas. A lo largo de 1973, por ejemplo, Guerra y González dimitieron en la dirección del partido; eran ellos los que mantenían una postura más radical que se oponía a que accedieran a la dirección del partido los sectores de la Democracia Cristiana que por entonces lo hicieron.
El definitivo triunfo de la tendencia renovadora, consolidación del anterior, tuvo lugar en el otoño de 1974, con ocasión de un Congreso celebrado en Suresnes, cerca de París. La limitada fuerza del socialismo, cuando apenas faltaba un año para la muerte de Franco, se aprecia con simples datos estadísticos: el PSOE tenía unos 2500 militantes en el interior (una quinta parte de ellos en Guipúzcoa) y 1000 en el exterior. La dirección elegida supuso la victoria definitiva de Felipe González (que ocultaba su nombre bajo el seudónimo de «Isidoro»), pero tan sólo la logró gracias a exponer el informe político y, sobre todo, a la voluntaria marginación de Nicolás Redondo. Las decisiones del Congreso, al margen de la elección de los dirigentes, se caracterizaron por un manifiesto tono radical que repudiaba el capitalismo y los llamados «bloques militares», incluido el occidental. No obstante, se había situado en unas buenas condiciones para tener un futuro prometedor en términos electorales. En primer lugar tenía a su favor la continuidad simbólica con el pasado de la izquierda y representaba bien un radicalismo que le permitió conectar con una parte importante de la sociedad española, especialmente la más joven, pero que resultó momentáneo, pues ya entonces se adivinaban también en él elementos de una actitud pragmática. Podía, pues, hacer una «transición», paralela a la que en España tendría lugar con la democracia. Era, además, un grupo político cuyo interclasismo podía resultar atractivo para buena parte de la sociedad española: una elevada parte de su dirección estaba formada por universitarios (en la propia UGT un tercio de los militantes eran profesionales). En definitiva, Suresnes no fue un golpe de Estado, sino la culminación de un proceso; supuso, en parte, una renovación generacional e ideológica, pero sobre todo dejó al PSOE en una situación que habría de revelarse óptima a medio plazo para que obtuviera la hegemonía sobre la izquierda española. La renovación del partido se había producido justo en el momento en que habría de proporcionar mejores resultados a sus dirigentes.
A partir de este momento el PSOE así renovado pudo ir convirtiéndose en una especie de polo de atracción de sectores muy diversos que habían adoptado el adjetivo «socialista» sin tener tras de sí el prestigio de las siglas históricas. Pronto hubo incorporaciones procedentes del antiguo FLP o de Reconstrucción Socialista; además, la celebración de una Conferencia Socialista Ibérica, aunque de momento no concluyó en un resultado unitario, permitió establecer los primeros contactos entre los partidos de esta denominación, muchos de los cuales acabaron luego ingresando en el PSOE. Éste, a la altura de la muerte de Franco, era todavía un partido con grandes carencias, pero también con indudables posibilidades. No tenía una organización suficiente, pero ya en 1974 Felipe González se instaló en Madrid y empezó a montarla; buena parte de los dirigentes futuros del partido ingresaron en este momento. Carecía de un movimiento sindical fuerte, a diferencia de lo habitual entre los partidos socialistas de Europa del norte, pero el apoyo exterior nunca le faltó, y aunque, por ejemplo, en Madrid y Sevilla era mucho más un partido de estudiantes y jóvenes profesionales que de obreros, consiguió finalmente desarrollar UGT gracias, en gran medida, a militantes procedentes del sindicato USO.
Sin embargo, para no pocos el PCE era entonces, a comienzos de los setenta, el partido de izquierda al que le habría de corresponder un mayor protagonismo en la España democrática. En ese momento no sólo tenía mayor afiliación y mejor organización que el PSOE, sino que además no era manifiesto que éste fuera capaz de conectar con el ambiente del momento, mientras que, en apariencia al menos, el PCE parecía adaptarse a las circunstancias sin, al mismo tiempo, dar espectáculo de desunión o de conflictividad interna. En efecto, con un liderazgo absolutamente puesto en manos de Santiago Carrillo, se fue progresivamente independizando de la Unión Soviética, mientras que adoptaba una flexible postura ideológica que le hizo romper, por vez primera, con el aislamiento que en él había sido característico desde el final de la guerra mundial.
Si el PCE había aceptado la invasión de Hungría por los soviéticos en 1956, en cambio mantuvo una posición muy crítica respecto de la de Checoslovaquia, en 1968: incluso sus dirigentes llegaron a afirmar que ellos querían para España una situación política semejante a la existente durante la «primavera de Praga». La reacción del PCUS fue inmediata y airada y, sin duda, influyó en que surgiera una disidencia, a finales de 1969, protagonizada por dos antiguos funcionarios soviéticos. Mayor relevancia tuvo, no obstante, la de Enrique Líster, un personaje histórico importante dentro del PCE que, además, gozó del apoyo directo de la URSS. Líster llegó incluso a fundar un minúsculo partido denominado PCOE y hasta 1973 desempeñó un papel relevante en una organización vinculada a la propaganda exterior soviética, la Conferencia Mundial por la Paz. El PCUS criticó en alguna ocasión a los dirigentes españoles, pero Carrillo siguió manteniendo relaciones estrechas con una parte considerable del movimiento comunista internacional proclive a la autonomía con respecto a los soviéticos, como los partidos de Rumanía, Corea del Norte e incluso China.
Al mismo tiempo, sin embargo, adoptó también una postura tendente de manera muy clara a atraerse a sectores más amplios de la población que los que constituían la clientela tradicional del comunismo. De ahí, por ejemplo, que las declaraciones de Carrillo procuraran recalcar los aspectos positivos que para el comunismo tenía la revuelta estudiantil de 1968 o el posterior acercamiento de católicos y comunistas. La peculiaridad de la situación española favoreció, además, la insistencia en los principios democráticos: en consecuencia, la estrategia del PCE se resumió en la propuesta de un «pacto por la libertad». En 1973 su Manifiesto-programa postuló para España una «democracia nueva» que tenía un impreciso contenido; además, antes de llegar a esta situación ideal preveía una larga etapa de transición caracterizada por una sedicente «democracia política y social», que permitiría la subsistencia del pluralismo político. Incluso el PCE admitió la presencia de España en el Mercado Común, que en un momento inicial había repudiado. Lo que, en cambio, no experimentó ninguna alteración apreciable fue la forma de regirse internamente el partido, que siguió obedeciendo a los principios del rígido «centralismo democrático». Santiago Carrillo dominó claramente en él; un tercio del comité central tenía más de sesenta años, pero Carrillo incorporó también a jóvenes dirigentes del interior que, aunque podían significar una disminución de su poder y tenían un talante bastante diferente, por el momento mantuvieron la absoluta disciplina característica de una organización clandestina y animada por una fe entusiástica. Ésta muchas veces llevaba a hacer desaparecer la diferencia entre la reivindicación de la libertad y la afiliación comunista: aunque el PCE perdió a algunos intelectuales, que pasaron a una postura de extrema izquierda, un porcentaje muy elevado de la nueva generación en el terreno cultural pasó por sus filas, aunque lo hiciera de manera temporal y sin identificarse verdaderamente con los principios ideológicos en los que se basaba, que sólo fueron asimilados muy superficialmente.
La contrapartida fue que para muchos —en los medios universitarios, por ejemplo— la oposición se identificó en la práctica con el comunismo. Así, aunque siempre con enorme lentitud, se fue produciendo una cierta ampliación del área de influencia comunista, que, además, se nutrió de nuevas incorporaciones o de posibilidades de colaboración con otros grupos. En 1974 se sumó al partido una agrupación denominada Bandera Roja, que se había separado de él en 1969, en que había elementos intelectuales de importancia; uno de ellos, Comín, se convirtió en el estandarte de la incorporación de los católicos al comunismo.
Claro está que al mismo tiempo salían del PCE otros grupos políticos que lo consideraron excesivamente reformista o moderado. A mediados de la década de los sesenta surgió en los medios de la emigración comunista un autodenominado PCE Marxista-Leninista, de tendencia pro-china. De él nació luego el Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico, al que ya hemos visto practicando el terrorismo en los años setenta. Pero no fue ése el único grupúsculo de extrema izquierda surgido del PCE. Del PSUC surgió el Partido Comunista Internacional, luego convertido en Partido del Trabajo de España, y también algunos núcleos trotskistas, agrupados definitivamente en la Liga Comunista Revolucionaria. Algún sector de extrema izquierda no tuvo esa procedencia, sino que derivó de la ETA más obrerista, como, por ejemplo, el Movimiento Comunista, y otro, la Organización Revolucionaria de los Trabajadores, todavía tuvo una procedencia más curiosa, al venir sus militantes de organizaciones obreras de apostolado católico y de ahí derivar hacia el comunismo pro-chino. Más inesperado fue el hecho de que una organización de estas características alcanzara a tener el predominio en el movimiento sindical —Comisiones Obreras— de toda una provincia, la de Navarra.
Una vez descritos los grupos de oposición política al régimen de Franco en sus últimos tiempos, es preciso volver a la realidad novedosa que también aparece en el título del presente epígrafe, la de una colaboración entre los diferentes sectores del movimiento opositor al régimen. En realidad, la historia de esa oposición es también la de una persistente desunión, producto en gran medida de la Guerra Civil e inevitable hasta el momento mismo en que apareció en lontananza inmediata la muerte de Franco.
Más que derribar a éste, lo que la oposición pretendió en los momentos finales del franquismo era, en realidad, obtener, mediante una acción colectiva, las garantías precisas para que fuera posible una transición hacia la democracia real y estable.
Fórmulas de colaboración parcial entre la oposición existieron siempre en ocasiones puntuales. Hubo, por ejemplo, protestas colectivas por la manera en que se planteó y desarrolló el referéndum de la Ley Orgánica de 1967. En 1970 la visita del ministro de Asuntos Exteriores alemán motivó una entrevista con Tierno, Ruiz Giménez, Areilza y Satrústegui, quienes también se dirigieron al secretario de Estado norteamericano poco tiempo después. Ese tipo de colaboración fue, de todos modos, ocasional, y si demostraba la indigencia del régimen respecto de las naciones democráticas europeas, al mismo tiempo pudo ser acusada de provocar el intervencionismo exterior en la vida política interna. Una colaboración más amplia y sin recurso al exterior tuvo su origen en Cataluña, en donde a finales de 1972 se creó la Asamblea de Cataluña como resultado final de una evolución histórica, debido a ello los sectores de oposición siempre estuvieron más cercanos entre sí, por las razones ya reseñadas, que en otras áreas geográficas españolas. En octubre de 1973 fueron detenidos los miembros de la comisión permanente de la Asamblea, que desempeñó un papel absolutamente crucial en la Cataluña de la transición.
En el resto de España no se llegó a la formación de una organización unitaria antes de la muerte de Franco, aunque los esfuerzos en este sentido se hicieron cada vez más frecuentes y parecieron poder llegar a fructificar. En el verano de 1974 se presentó en París la Junta Democrática, que, animada por el PCE, atrajo a individualidades situadas más a la derecha y relacionadas más o menos estrechamente con Don Juan de Borbón (García Trevijano, Calvo Serer, etc.). Luego hubo grupos políticos que se fueron sumando a ella, como, por ejemplo, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván o, durante algún tiempo, el partido carlista. En realidad, era patente que ingresar en esta organización no era otra cosa que tomar posición ante el inmediato futuro; por eso puede decirse que lo importante de esta agrupación no fue el hecho de su existencia o de sus colaboraciones, sino la dinámica inmediata que creó.
Si la Junta Democrática estuvo animada por el PCE, el PSOE, con la colaboración de la Democracia Cristiana, creó la Plataforma de Convergencia Democrática, mucho más plural (incluso hasta el abigarramiento), a través de la cual se criticó a la Junta desde una óptica a menudo izquierdista. La Plataforma, a diferencia de la Junta, pareció optar por el federalismo como forma de organización territorial de España. En el fondo, sin embargo, hubo siempre una identidad de fondo en la expectativa de un sistema democrático a la muerte de Franco. Sería exagerado decir que la oposición organizada de esta manera jugó un papel absolutamente decisivo en la transición que se iniciaría inmediatamente después, pero sin ella no puede entenderse ésta en absoluto.