El tardofranquismo: el Gobierno Arias Navarro

En realidad, casi el único elemento de continuidad entre el Gobierno de Carrero y el de Arias Navarro fue la decadencia irremediable de la salud física de Franco. Cada vez más senil, un Franco inexpresivo, que articulaba mal y que andaba con pasos cortos y sin bracear o que ante las visitas no articulaba palabra y daba la sensación de asfixiarse, o acababa llorando, resultaba patético. Fraga ha narrado en sus memorias una de sus últimas entrevistas con él en la que sacó la sensación de que «escuchaba, pero no oía», por lo que «daba grima» pensar que mantenía en sus manos un poder que le resultaba imposible ejercer. López Rodó, por su parte, en las suyas afirma que en la última entrevista que tuvo con Franco éste le oyó «sin mover un músculo de la cara» y que en su entorno se decía que pasaba días enteros sin pronunciar una palabra. Esta situación física del Jefe del Estado contribuye a explicar que el paréntesis de la crisis constituyera, como dice el último político citado, un auténtico «frenesí» que luego él mismo describió como una «caza de brujas».

Si en las crisis anteriores se había hecho patente el resquebrajamiento del carácter de Franco, ahora el nombramiento de Arias Navarro fue el testimonio de la definitiva crecida de su entorno familiar en la política del régimen. En él, en realidad, Carrero nunca había tenido mucho predicamento y, en cambio, sí lo tenían el almirante Nieto Antúnez y Arias Navarro: no lo debió tener tampoco Girón, que se movió mucho en estos días, ni Fernández Miranda, que era la opción más previsible. En la opción final por Arias pudo tener también influencia Rodríguez de Valcárcel, como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino. En definitiva, parece cierta la afirmación de Fraga: a Franco «se le hizo la combinación testamentaria». Es muy probable que la política del franquismo no sea susceptible de tantas interpretaciones a base de intrigas esperpénticas de camarilla como se han hecho, pero de haber alguna merecedora de ellas, fue ésta.

Fernández Miranda, que como vicepresidente había alimentado esperanzas, fue marginado, a pesar de haber actuado con decisión para evitar extralimitaciones como las del general Iniesta, director de la Guardia Civil, quien dio unas instrucciones desmesuradas que habrían podido producir graves alteraciones de orden público.

Don Juan Carlos no fue en absoluto consultado en el transcurso de la gestación del nuevo gabinete. Si la Presidencia anterior había sido responsable de promover una Monarquía, aún muy diferente de la que se plasmó en la realidad con el paso del tiempo, ésta, en cambio, no había protagonizado esa operación en absoluto. Cabía, por tanto, pensar hasta qué punto el cambio del régimen no ponía en cuestión la sucesión.

Al frente del Gobierno fue situado Carlos Arias Navarro, un personaje que sigue guardando no pocos interrogantes para los historiadores porque la etapa en que estuvo al frente de la política española resulta imprescindible para explicar la posterior transición y porque, al mismo tiempo, da la sensación de haber estado dominado por el curso de los acontecimientos. No tardó, de todos modos, en mostrar sus limitaciones. No era un personaje relevante del régimen que pudiera tener consigo un equipo o un programa gubernamental para el momento más difícil en la vida del franquismo. Pronto se vio que su apariencia de energía encerraba, en realidad, vacilación y que, si era capaz de convencerse de la necesidad de una reforma política, esos propósitos los mantenía durante poco tiempo porque sus sentimientos estaban con el mantenimiento de lo que ya existía. El propio Franco parece haber dudado al poco de promoverle de la oportunidad de su elección. Sin embargo, los malévolos juicios de Fernández de la Mora, según el cual se trataba de «una mente sin ideas y una personalidad débil, influible y versátil», deben atribuirse a una enemistad política. Arias, al que el propio Carrero, que lo había nombrado ministro por intervención de Franco, consideraba carente de «criterio», ha tenido el inconveniente de que ni él mismo ni ninguno de sus colaboradores más estrechos nos han dejado unas memorias para explicar su gestión.

En el Gobierno de Arias hubo un círculo de responsabilidad fundamental —Carro en Presidencia, García Hernández en Gobernación, Cabanillas en Información— y un cierto grado de continuidad mínima con el pasado en las responsabilidades económicas (a Barrera se le otorgó, con la vicepresidencia, la responsabilidad principal) o en materia social (Licinio de la Fuente). García Hernández, Barrera y De la Fuente fueron nombrados vicepresidentes, pero esta categoría administrativa no recibió atribuciones ni significó nada. Otros nombramientos que hizo para cubrir los puestos de ministros recayeron sobre personas que a menudo estaban por debajo del nivel exigible para esa responsabilidad. Con frecuencia hubo entre los ministros deslealtades y carencia de propósito común: uno de los ministros aseguró que si ya en la época de Carrero se había puesto en duda su capacidad para presidente al lado de Arias, como director de orquesta, «parecía Von Karajan». En los ministros, como conjunto, cabe percibir una clara tendencia reactiva respecto de la época en que Carrero Blanco representaba casi todo en la política española: los relevos de cargos políticos de nivel menor fueron muchos (un centenar y medio de altos cargos) y voluntariamente se quiso dar la sensación de una cierta ruptura de la continuidad respecto de la etapa inmediatamente precedente. Franco le dio a un ministro saliente la explicación de que había aceptado tantos cambios porque «cada torero con su cuadrilla», pero esta explicación tuvo consecuencias graves para la definitiva fragmentación de la clase política del régimen.

La propia madurez de la sociedad española para las formas democráticas de convivencia y ese mismo deseo de ruptura con el pasado constituyen sendos factores decisivos para explicar el llamado «espíritu del 12 de febrero». Contra todas las previsiones, que nacían de su pasado como director general de Seguridad y de lo que resultaría su futuro, Arias Navarro hizo en esa fecha de 1974 una inicial declaración de intenciones en la que afirmó desear «un consenso articulado, operacional y crítico», manifestando así una voluntad de reforma política dentro de las habituales coordenadas del sistema. Si bien se mira, sin embargo, el contenido concreto de ese programa era francamente limitado: consistía en la reforma de la Ley Sindical y la aprobación de una Ley de Régimen Local, otra de Asociaciones y de un sistema de incompatibilidades. Por un momento, con todo, pudo dar la sensación de que se iba a iniciar una senda de apertura que era la que prestaba a Arias Navarro el lenguaje utilizado por los reformistas del régimen que le hicieron algunos de sus primeros discursos.

Pero el espíritu de febrero se desvaneció en marzo, cuando el arzobispo de Bilbao (Añoveros) suscribió un documento que produjo tan desmesurada reacción, que estuvo a punto de provocar la expulsión del citado prelado de España. La pastoral se refería a la «identidad específica del pueblo vasco» y a su derecho a conservar su «patrimonio espiritual», y se entiende, sin duda, desde la perspectiva de la actitud de buena parte del clero de la diócesis. Aunque no contenía nada directamente subversivo (ni tampoco contrario a la doctrina de la Iglesia), Tarancón recomendó que, vistas las circunstancias por las que atravesaba la relación entre Iglesia y Estado, no se leyera.

Cuando se hizo se pasaron unos días de exasperación. Tarancón tuvo lista la excomunión de quien pretendiera expulsar de su diócesis a Añoveros, quien durante mucho tiempo dispuso de un avión para transportarle. Incluso Fraga considera en sus memorias lo sucedido como un «paso en falso» del Gobierno. Tres ministros estuvieron a punto de dimitir y sólo la intervención del sector más moderado del Gobierno (Cabanillas, Carro…) y del primado cerca de Franco recondujo la situación. Añoveros abandonó su diócesis, pero sólo de forma voluntaria y temporal en el incidente más grave entre el régimen y la Iglesia de toda la historia de ambos. Franco contribuyó, en uno de sus arranques de prudencia política, a evitar que se prosiguiera en el rumbo del enfrentamiento que revelaba por dónde iban los verdaderos sentimientos del presidente del Gobierno.

Mientras tanto las circunstancias se convirtieron rápidamente en difíciles para el nuevo Gobierno por razones objetivas y exteriores. A estas alturas era ya patente el impacto de la primera crisis provocada por la elevación de los precios del petróleo, pero, además, entre la primavera y el verano de 1974 entraron en picado en Europa dos regímenes dictatoriales que tenían no escasos puntos de coincidencia con el franquismo.

Aparte del caso de Grecia, el fin del Portugal «salazarista» representaba mucho para un Franco que en una ocasión había recalcado hasta tal punto la identidad peninsular como para decir que los dos países eran hermanos siameses y que si uno perecía el otro habría de «cargar con el muerto». El mayor temor que los sucesos portugueses crearon en el régimen derivó de la posibilidad de que actitudes semejantes a la de los oficiales portugueses se dieran también en España. La acción opositora en los medios militares, principalmente en los juveniles, fue una iniciativa del PCE y se inició en 1970, aunque desde finales de la década de los sesenta existió en dicho partido una voluntad de lograr, al menos, la neutralidad del Ejército español; de ahí la difusión de propaganda específicamente dirigida a este propósito. Pero el factor desencadenante de la organización de la disidencia en el mundo militar fue el ejemplo de la revolución portuguesa. Sólo parece haberse plasmado en una organización en el verano de 1974 con la gestación de la Unión Militar Democrática, que llegó a atribuirse la pertenencia de 300 oficiales. Esta cifra parece bastante exagerada teniendo en cuenta que estuvo organizada tan sólo en Madrid y Barcelona. Sus miembros parecen haber procedido fundamentalmente de sectores católicos poco conformistas, desde donde desembocaron en posiciones próximas al PCE o, posteriormente, el PSOE. Sus propuestas, muy moderadas pero intervencionistas en sentido político, no llegaron a cuajar en una actividad importante. Cuando la organización fue descubierta no había optado claramente acerca de si quería una presencia política del Ejército, como en Portugal, o tan sólo una evolución en sentido democrático, pero la UMD creó un llamado Comité Táctico, destinado a intervenir en contra de un golpe de Estado con propósito regresivo. En julio de 1976 fueron detenidos un comandante y 10 capitanes, que, juzgados en ese mismo año, fueron condenados a penas entre dos y ocho años de cárcel. En el verano de 1974 había sido cesado también en su puesto militar el general Diez Alegría, en quien algunos veían una especie de Spínola a la española, es decir, un general liberal capaz de favorecer la transición a la democracia, como en el caso de Portugal, pero que se había mantenido dentro de los límites de la más estricta disciplina. En realidad, el exceso de politización experimentada por el Ejército durante la dictadura le vacunó contra los intentos de darle la vuelta en contra de Franco. La prevención con respecto al intervencionismo jugó luego un papel positivo durante la posterior transición a la democracia.

El espectáculo de lo acontecido en Portugal influyó de forma directa en la política española, tanto para estimular las esperanzas de la oposición como para incrementar la irritación de los sectores más reaccionarios. De forma inmediata estos últimos reaccionaron unánimemente ante el posible peligro de que el destino del régimen fuera parecido: Blas Piñar tronó contra los «enanos infiltrados» que socavaban el régimen desde el interior, y en septiembre de 1974 se declaró por completo contrario al Gobierno. En cuanto a José Antonio Girón, que representaba a la Falange más pura y en las fases iniciales del Gobierno había parecido próximo, o al menos influyente, por dos veces advirtió al Gobierno contra los peligros de una posible blandura. Girón en cierto sentido resultaba más peligroso para Arias porque contaba en su Gobierno con elementos afines, como Utrera Molina. Como le había sucedido a Carrero, Arias Navarro también se vio inmediatamente influido por el búnquer político, siendo su caso especialmente grave porque una persona como el anterior presidente nunca había provocado la menor duda en cuanto a sus propósitos, y sí era éste su caso, especialmente grave por cuanto en el fondo estaba mucho más cercano a esos sectores puramente partidarios del mantenimiento inalterado del régimen. En junio de 1974, clausurando definitivamente el «espíritu del 12 de febrero», Arias identificó al pueblo español y el Movimiento Nacional. A la muerte de Franco tan sólo habían sido aprobadas dos de las disposiciones anunciadas por Arias y ambas eran claramente intrascendentes e insuficientes. En enero de 1975 Arias consiguió de Franco, tras una crisis parcial en la que se desprendió del componente más avanzado de su Gobierno, un Estatuto de Asociaciones que obligó a que tuvieran al menos 25 000 afiliados y estuvieran implantadas en 15 provincias, pero una disposición como ésa no atrajo a la integración en el asociacionismo absolutamente a nadie. Las asociaciones, durante tanto tiempo un caballo de batalla, dependían en su vertebración legal del Consejo Nacional, lo que impedía que pudieran resultar atractivas para cualquier tipo de sector de la vida española que no estuviera ya integrado en el Movimiento. En el verano del mismo año fueron aprobadas nuevas disposiciones sobre incompatibilidades que ni siquiera se aplicaron y que tampoco hubieran supuesto nada especial desde el punto de vista político.

Mientras tanto, a la incertidumbre creada por una reforma política que no se llevaba a cabo —pero se anunciaba y luego desmentía— hubo que sumar la creada por la salud de Franco. En julio de 1974 una primera enfermedad le obligó a ceder temporalmente sus poderes a Don Juan Carlos; un día antes se había creado la primera entidad unitaria de la oposición, la Junta Democrática. El Príncipe de España, desde el momento de su nombramiento, había tratado de mantener una cierta independencia con respecto al régimen, contactando con elementos moderados de la oposición y tratando de explicar en el exterior que de alguna manera acabaría produciéndose una evolución en sentido democrático, pero sin explicar cómo. Logró, al menos, que existiera una cierta expectativa hacia su persona que hubiera resultado inimaginable en 1969, cuando fue nombrado. La aparición por estos años de libros y artículos sobre el futuro de la Monarquía y el régimen y el papel del Príncipe así parecen demostrarlo.

Parece indudable que el futuro Rey no quería asumir poderes interinos, en la conciencia de que, además, con su previsible reasunción por parte de Franco, podría deteriorarse su figura. No le quedó otro remedio, sin embargo, que el de guardar silencio: a López Rodó le confesó que «no tocaba pelota» y de la reasunción de poderes por Franco se enteró en el mismo momento de producirse, pese a que él mismo le había pedido antes que se produjera. Ya se puede imaginar que el Príncipe padeció lo sucedido como una gran humillación. Seguía, no obstante, funcionando un subterráneo «pacto de familia» por el que su padre hacía afirmaciones que completaban la imagen de la Monarquía como institución dirigida a todos los españoles y susceptible de atraer a la oposición, mientras que el hijo parecía más identificado con el régimen. En el verano de 1975 Don Juan declaró no haberse sometido, en toda su vida, a «ese poder tan dilatado e inconmoviblemente ejercido de Franco», que, en realidad, había nacido con un propósito mucho más circunstancial por obra de sus compañeros de armas. A estas declaraciones le siguió la prohibición de residencia en el territorio nacional.

Quizá la forma más obvia de percibir la situación en el seno del equipo gubernamental en ese momento sea recurrir a las memorias de Utrera Molina, que desempeñó con Arias Navarro la Secretaría General del Movimiento hasta comienzos de 1975, y las de Licinio de la Fuente, su vicepresidente y ministro de Trabajo. El estado de perplejidad gubernamental se remontaba hasta la etapa final de Carrero, durante la cual ya se había hecho patente el elevado grado de discrepancia intragubernamental, que ahora se multiplicó de manera exponencial. El Franco posterior a la muerte de su primer presidente fue un ser desvalido que decía haber perdido el «último hilo que me unía al mundo» y que, según Utrera, decía que ni siquiera sabía en qué consistía el «espíritu del 12 de febrero» del que le hablaba su presidente del Gobierno. Cuando los sectores más reaccionarios en el seno de su régimen le sugerían la posibilidad de que su sucesor, ya designado, no se mantuviera en la órbita del sistema por él regido se conmovía y aseguraba que, aunque debía haber cambios con Don Juan Carlos como Rey, «sé que hay juramentos que obligan». El Gobierno era la expresión misma de la incoherencia. Si Utrera representaba al sector más movimentista, era poco respetado por Girón, que, desde fuera del Gobierno, no eludió las críticas contra él.

Cabanillas y Carro, junto a Arias, representaban la postura de mayor apertura y periódicamente entraban en conflicto con Utrera, quien a su vez excitaba las reticencias de Franco frente a la posición aperturista por el procedimiento de decirle que había quien quería incapacitarle como Jefe del Estado. Por su parte, Licinio de la Fuente, desconectado de cualquier posible dirección de la política gubernamental, se encontró con que, tras elaborar una ley de huelga, el propio presidente se la enmendaba en aspectos sustanciales en pleno Consejo de Ministros. En suma, el Gobierno dio la permanente sensación de estar incapacitado para llevar a cabo cualquier propósito coherente.

Franco, tras su enfermedad, reasumió sus poderes en septiembre de 1974, y a este hecho le siguió una inmediata embestida en contra de aquellos sectores más aperturistas del Gobierno de Arias Navarro, que de esta manera demostraba tener mucha menos unidad y claridad de propósitos de la que parecía haber mostrado en sus declaraciones públicas su presidente. En octubre de 1974 fue cesado Pío Cabanillas, pero con él se solidarizó el vicepresidente económico del Gobierno, Barrera de Irimo, y otros cargos de menor trascendencia, que también debieron ser relevados. Con posterioridad, por las razones ya citadas, se produjo la sustitución de uno de los vicepresidentes, Licinio de la Fuente, por Fernando Suárez, y la de Utrera, incapaz de controlar la fronda falangista, por Herrero Tejedor. Para colmo de males, este último no tardó en morir en accidente de tráfico.

Si el Gobierno de Arias Navarro había en tan sólo tres meses dilapidado su capital político reformista, ahora, en el otoño de 1975, era la viva imagen de la desorientación. Cuando en septiembre de ese mismo año cinco terroristas fueron ejecutados, como procedimiento drástico para cortar las manifestaciones de oposición, se produjo una generalizada protesta en toda Europa contra el régimen. Éste acudió a un procedimiento de respuesta al que ya había recurrido en dos ocasiones anteriores: como en 1970 y 1971, convocó una manifestación en la plaza de Oriente madrileña para que sus partidarios le mostraran su apoyo. Esta exhibición de fuerza tuvo, de nuevo, un cierto aire patético en cuanto que la trémula voz de Franco acusó como siempre al liberalismo, la masonería y el comunismo de los males del presente español. Mientras tanto, se agravaba por vez primera, desde hacía casi treinta años, el panorama de la política exterior española. De ambas cuestiones —la oposición y el contexto exterior— es preciso tratar antes de aludir a las últimas semanas de la vida de Franco.