Si hay algo que explica la crisis de 1969 —no tanto su origen como su forma de desarrollarse— es precisamente el declinar de la personalidad humana de Franco, que dos años antes había cumplido ya los setenta y cinco años. Si Franco hubiera mantenido su capacidad política en plena forma, no habría fracasado de una manera tan evidente en el mantenimiento de ese arbitraje que siempre había sido el motivo más obvio de su dirección sobre las fuerzas vencedoras en la Guerra Civil. Los dignatarios extranjeros que le visitaron en estos años, como, por ejemplo, Vernon Walters, lo han descrito como un anciano que apenas si musitaba unas palabras durante las entrevistas y que si a veces eran oportunas, a menudo ni siquiera se referían a aquello de lo que se hablaba. Por eso mucho más largas y provechosas resultaban, en cambio, las entrevistas con Don Juan Carlos.
De cualquier modo, la decadencia física de Franco no basta para definir la situación histórica que puede designarse como tardofranquismo. Otros rasgos decisivos del mismo fueron la carencia de un rumbo claro, los problemas de orden público, la fragmentación de la clase política, la proliferación de liderazgos antagonistas y una evidente parálisis a la hora de enfrentarse con los problemas más candentes. El franquismo en esta fase final dio una sensación patente de degradación como régimen político. Si esta realidad contrastaba con un pasado en que pareció ser aceptado sin apenas oposición, lo sucedido en este momento final permite entender la transición a la democracia que se produjo a continuación.
El Gobierno de octubre de 1969, cuyo vicepresidente era Carrero Blanco, fue calificado de monocolor por sus adversarios y como tal ha quedado en la historia de España. López Rodó, sin embargo, cuestiona la oportunidad de tal calificación en sus memorias y presenta argumentos no desdeñables. A fin de cuentas, el nuevo ministro de Relaciones Sindicales (García Ramal) tenía mayor antigüedad en Falange que Solís y del equipo de éste procedían Fernández Miranda, nuevo secretario general del Movimiento, y Licinio de la Fuente, ministro de Trabajo. Por si fuera poco, además, con Alejandro Rodríguez de Valcárcel por vez primera llegaba a la presidencia de las Cortes un político de extracción falangista, y, por ello, fue saludado su nombramiento como testimonio de habilidad. Sin embargo, de lo que no queda la menor duda es que el binomio Carrero-López Rodó había conseguido una influencia política abrumadora que acabaron padeciendo a medio plazo. De la Comisaría del Plan procedían cuatro de los 11 nuevos ministros (aunque alguno, como Monreal, acabara teniendo sus enfrentamientos con López Rodó). El hecho de que Franco mantuviera unas relaciones especialmente afectuosas con López Bravo podía pensarse que atribuyó a éste una fuerza política singular en la cartera de Exteriores que ahora pasó a desempeñar. Pero si Carrero y López Rodó habían conseguido un claro predominio en el Gobierno eso no quiere decir que lo tuvieran en la totalidad del sistema político franquista. Resulta, en este sentido, muy revelador que en un programa redactado por Carrero para Franco, en enero de 1971, mostrara su voluntad de desarrollo político, procurando la aprobación de las asociaciones políticas y las buenas relaciones con las Cortes. Este lenguaje, como esos puntos programáticos, parecían en principio destinados a satisfacer a los sectores más afines al Movimiento o a los sindicatos.
Pero si Carrero lo utilizó la razón estriba en que se sintió obligado a ello por el carácter levantisco que muy pronto fue perceptible en parte de la clase dirigente del régimen y que le permite asegurar a López Rodó que el Gobierno se vio inmediatamente sometido a un proceso de «acoso y derribo». Hay que citar, en primer lugar, a los perdedores en la crisis. Fraga, que, como tantos otros ex ministros en parecidas circunstancias, conceptuó lo sucedido como un «gran desastre nacional», fue el más activo opositor de Carrero, mientras que Castiella se sumió en la inactividad y Solís se mostró contemporizador. En abril de 1970 dimitió Silva, insatisfecho por no haber logrado la cartera de Exteriores ni colocado en el Gobierno a alguno de sus colaboradores. Franco lamentó que abandonara el Gobierno un «ministro que lo hacía bien», pero, en realidad, debió preocuparse porque, de este modo, se automarginara la familia católica. En 1971 un antiguo influyente miembro del Gobierno, que no se identificaba con la tendencia Carrero, el almirante Nieto Antúnez, pidió a Franco que no se apoyara tan sólo en su poder carismático, sino también en la «fuerza moral» de un equipo. Con ello parecía indicar que sus antiguos compañeros de gabinete carecían de ella.
Mayores problemas causaron, no obstante, otras instancias institucionales del régimen. Sin duda, mucho más homogéneo que el Gobierno al que sustituyó, el de 1969 pudo hacer frente de una forma más coordinada a los problemas políticos que a ambos se plantearon. El asunto MATESA se convirtió en las Cortes en un instrumento de protesta por parte de la clase dirigente de procedencia movimentista contra el Gobierno, pero éste liquidó la cuestión por el procedimiento de decretar una amnistía en octubre de 1971 que dejó libres a 3000 presos, pero también a los responsables políticos que ni siquiera habían sido juzgados todavía por aquella cuestión. Franco había asegurado a Navarro Rubio que la cuestión quedaría en «agua de borrajas», pero de esta manera inevitablemente quedó planeando sobre ellos una perpetua sospecha, sin que los beneficiados por la fórmula sintieran la decisión como algo mínimamente satisfactorio.
El propio presidente de la empresa denunció a casi cinco centenares de personas que habían cometido el mismo tipo de irregularidades administrativas que él con las divisas concedidas para la exportación. En cualquier caso, una solución tan chapucera, que no hacía sino multiplicar los motivos de queja incluso por parte de los beneficiarios, sólo resulta concebible en un momento en que Franco había iniciado su declive vital. La decisión, de cualquier manera, fue suya y no de Carrero, ni tampoco del Consejo de Ministros, en el que ni siquiera se abordó la cuestión.
Algo parecido puede decirse de los nuevos interrogantes acerca de la sucesión surgidos poco tiempo después del nombramiento de Príncipe de España. En diciembre de 1971 se anunció el noviazgo de Don Alfonso de Borbón con María del Carmen, la nieta de Franco. El papel de Don Alfonso como presunto o posible candidato del Movimiento y los sindicatos al título de heredero ya ha sido señalado y era obviamente potenciado por este matrimonio, que tuvo lugar en marzo de 1972 y del que llama la atención el error en la estrategia conyugal del contrayente masculino (había sido descartado en parte por su soltería). El matrimonio estuvo precedido por toda una serie de tensiones. Don Alfonso se consideraba jefe de la Casa de Borbón y el propio Don Juan Carlos debió pedir a Franco que no usara el Toisón de Oro que Don Jaime, el padre de Don Alfonso, le había concedido. Este último, después de haber solicitado que se le concediera el título de Príncipe de Borbón, hubo de conformarse con el de Duque de Cádiz, pero insistió en ser considerado como segundo en la línea sucesoria; su mujer tenía un puesto en el protocolo más relevante que el de su madre y su abuela. Al parecer, hubo incluso en algún momento una cierta tensión entre Don Juan Carlos y Franco, quejoso de que no se aceptara la concesión del título de príncipe para el marido de su nieta. Fue el propio Príncipe de España quien propuso la fórmula adoptada finalmente como prueba de su voluntad de «colaboración y unión» y con la promesa de nombrarles luego infantes de España. Una situación como ésta es sólo imaginable con el declinar de una voluntad tan firme como la que había tenido Franco, y que ahora, por vez primera, se hallaba notoriamente influido por el medio familiar. El propio Carrero debió soportar que la mujer del Jefe del Estado le reprochara la presencia de «incapaces y traidores» en el Gobierno. «Quienes le rodean y su familia no es lo mejor», le dijo a uno de sus colaboradores. En las memorias de López Rodó el capítulo relativo a 1972 se denomina «el año de la boda», prueba de hasta qué punto las incidencias familiares se entrecruzaban con la vida pública.
También el carácter levantisco de las instancias vinculadas con el Movimiento puede ser interpretado por esta debilidad, que no tenía antecedentes, del Franco anciano. Como quiera que sea, de entre los más radicalizados de estos medios surgió la protesta contra la trayectoria gubernamental, que a veces se expresó con voces y programas contrarios surgidos de la derecha. El Gobierno de 1969 tuvo, por ejemplo, como cerrada enemiga a una extrema derecha clerical y nacional-católica, representada por Blas Piñar, que veía en la política seguida desde el poder una amenaza para lo que habían sido las fundamentales características del régimen hasta el momento o que pedía actitudes drásticas contra la oposición. También en 1972 hizo su reaparición en el escenario político un caracterizado representante de la vertiente más fascista del régimen, Girón, quien siempre fue respetado en los círculos del Movimiento y no cesó de mostrar discrepancias respecto de la línea tecnocrática.
Lo paradójico es que el Gobierno de 1969, al que le surgía esa oposición a su derecha, sólo hubiera podido ser definido como «aperturista» en el caso de que se atribuyera este calificativo a Carrero, lo que resulta inaceptable; además, en muchos aspectos siguió una neta trayectoria involutiva. La sustitución de Silva Muñoz por Fernández de la Mora, teórico de un «Estado de obras» que alcanzaba su legitimidad por hacerlas, venía a significar la desaparición de esa familia católica, ahora tan sólo representada por Monreal, cuya cartera de Hacienda le condenaba a una ejecutoria exclusivamente técnica. La tesis del «Estado de obras», por otra parte, no era sino la ampliación y racionalización de unos planteamientos precedentes sobre una base ya conocida, la de la extrema derecha monárquica de la etapa republicana. Por otro lado, aunque, como sabemos, los expedientes sancionadores disminuyeron, la prensa, bajo la responsabilidad de Sánchez Bella, recibió una presión efectiva, incluso mayor, por procedimientos indirectos como llamadas telefónicas. Además, como único personaje que parece haber sentido una fuerte prevención respecto de Don Juan Carlos, se caracterizó por una dureza y una cerrazón en todos los aspectos de su gestión política.
En otro sentido la postura gubernamental no fue retardataria o regresiva, sino que simplemente respondió más claramente a lo que el régimen había sido siempre en el pasado o atendió de manera coherente a sus presupuestos decisivos. La Ley Sindical de 1971 evitó que el ministro de Relaciones Sindicales fuera elegido de manera más o menos directa por la Organización Sindical oficial e impuso un ministro nombrado por el presidente del Gobierno. Esto, que pudo ser considerado regresivo por los procuradores sindicales, era lo que siempre había sucedido en el régimen y, en definitiva, otra fórmula hubiera supuesto algo equivalente a que, por ejemplo, la familia católica del régimen cubriera por sí misma la cartera de Educación; aun así, cuando en 1974 Arias Navarro quiso plantear un programa reformista, inmediatamente aludió a la necesidad de modificar la Ley Sindical.
Pero el problema político clave, con todo, no fue éste, sino el del asociacionismo político. Fraga se había pronunciado con decisión a favor de él en el Consejo Nacional a fines de 1969 hizo de dicho asociacionismo una bandera principal para justificar una posición aperturista. En realidad, cualquier propósito de llevar a la legislación un pluralismo que existía en el seno del régimen inmediatamente quedó detenido en un marasmo de declaraciones contradictorias, por debajo de las cuales lo que se imponía era simplemente la reticencia de Franco y de Carrero a cualquier tipo de pluralismo político. La afirmación de Fernández Miranda, nuevo secretario general del Movimiento y persona quizá ya más influyente en lo político que López Rodó, de que «decir sí o no a las asociaciones políticas es una trampa saducea, porque la cuestión verdadera era saber si diciendo que sí se decía también lo mismo a los partidos», puede parecer cínica, pero en realidad tenía sentido y coherencia, como se demuestra porque cuando hubo asociacionismo fue el de los partidos. Fernández Miranda sabía que con Franco sería imposible un asociacionismo auténtico, mientras que a Don Juan Carlos, del que había sido profesor, le había aconsejado que en esta materia «planeara sin aterrizar», es decir, que evitara proponer una legislación que fuera a producir unos resultados no auténticos. Por otro lado, el Gobierno debía ser perfectamente consciente de que así como había otros sectores de la vida española capaces de organizarse en asociaciones, no era éste su caso. López Rodó, no obstante, fue partidario de alguna forma de asociacionismo, pero nunca llegó a convencer a Carrero de llevarlo a la práctica.
Para evitar la denuncia por parte del Movimiento de esta detención en el proceso de transformación política y para controlarlo Fernández Miranda, que por vez primera había prescindido de la camisa azul falangista, recurrió al nombramiento de un vicesecretario general (Valdés Larrañaga) que era un falangista de larga trayectoria. A estas alturas, sin embargo, el aparato juvenil del Movimiento era difícilmente controlable: cuando Valdés afirmó en un mitin falangista que este ideario había sobrevivido gracias a Franco oyó sonoros abucheos. El propio Franco reprochó a Fernández Miranda incapacidad —«falta de batuta»— para controlar a la Falange, pero eso era ya muy difícil. Valdés había desplazado de su puesto a Ortí Bordas, quien contribuyó a formar un grupo de jóvenes consejeros del Movimiento y procuradores que actuaron de forma conjunta denunciando la falta de horizontes de cambio institucional en el régimen. De esta manera, empezando por repudiar a Carrero, con el transcurso del tiempo, respondiendo a presiones de la sociedad española, pasaron a aceptar una reforma en sentido democrático. De este sector político salió una buena parte de los reformistas del régimen en la fase final del mismo y al comienzo de la transición (éste es el caso de Martín Villa o Miguel Primo de Rivera).
Al tratar de la política desde la óptica del régimen no hay que olvidar, en estos momentos, que de ella también formaba parte la acción desenvuelta por la oposición.
Ya en los años setenta las malas relaciones con la Iglesia degeneraron en reproches por parte de unos gobernantes cuyo integrismo y falta de capacidad de comprensión de la evolución de la misma llegó hasta el extremo de reprochar a la jerarquía el no haber sido capaz de agradecer la ayuda económica prestada por el Estado. Pero si esta incomprensión era esperable, tampoco el Gobierno (que en la cartera de Gobernación tenía ahora a un moderado —Garicano Goñi— que consideraba el Movimiento como una «entelequia» y que hubiera preferido una reforma política) tuvo reflejos para adaptarse a una situación en que la protesta era creciente y no parecía destinada a remitir. Es cierto que, como escribió por entonces Ridruejo, la oposición era para el régimen una especie de guerrilla que, si le desgastaba, también le servía de elemento galvanizador, pero no lo es menos que un régimen que se había atribuido a sí mismo la condición de guardián del orden público se veía deteriorado inevitablemente por una conflictividad, aunque ésta no en su totalidad tuvo un carácter político. Garicano nunca estuvo dispuesto a enfrentarse con la oposición por cualquier medio y se encontraba a menudo en contradicción en el Consejo de Ministros con un Sánchez Bella que se alineaba con la extrema derecha. Por otro lado, no parecía posible limitar la acción de la oposición ni siquiera recurriendo a las medidas más drásticas. El proceso de Burgos, por ejemplo, no liquidó a ETA, sino que le proporcionó más fuerza al reclutar nuevos terroristas. Desde septiembre Carrero había organizado un servicio dependiente de Presidencia destinado a combatir la subversión: es significativo que estuviera formado exclusivamente por militares y al mando del coronel San Martín. La influencia y la información de este servicio no parecen haber sido buenas, mientras que la mayor parte de los departamentos ministeriales estaban más interesados en causarle problemas que en prestarle ayuda. Al parecer, según cuenta San Martín en sus memorias, interrogado Franco por Carrero acerca de la consolidación del servicio, no contestó «ni que sí ni que no», con palabras ya bien expresivas. En todos los regímenes dictatoriales se llega en su fase final a una «parálisis decisoria» que en España se había alcanzado antes de la muerte de Carrero y de la que esta frase es una excelente prueba.
El propio Franco debía ser consciente, al menos parcialmente, de su ya patente incapacidad para el ejercicio directo del poder, y la prueba es que en junio de 1973 nombró presidente del Gobierno a Carrero. A lo largo de la historia del régimen había habido repetidas especulaciones acerca de la separación de las dos magistraturas que Franco concentró en sus manos desde 1936, pero sólo en el momento final se desprendió de una de ellas. La transición política que conllevaría la muerte de Franco ya parecía inmediata. La mejor prueba de ello reside en el intento de Carrero de formar un Gobierno caracterizado por la pluralidad de su composición (figuraban en él Pita da Veiga, Arias Navarro, Martínez Esteruelas o Barrera, a los que no se puede considerar particularmente vinculados con su persona) y también el deseo de López Rodó de ocupar un puesto político, el Ministerio de Asuntos Exteriores, que le permitiera hablar con más asiduidad e intensidad de política interior con aquella persona a la que le debía su ascenso político. La vicepresidencia recayó en Fernández Miranda, como prueba de la creciente confianza que Carrero sentía por él. El Gobierno de 1973 fue, en definitiva, un Gobierno para la transición hacia la Monarquía, pero también para la continuidad del franquismo, quizá en una peculiar versión en la que el elemento falangista no aparecía en primer lugar. Pero éste permanecía instalado en otras instancias institucionales. No se olvide que en la terna elaborada por el Consejo del Reino para el nombramiento de Carrero también figuraron Fernández Cuesta y Fraga, como alternativa de mayor apertura.
La corta etapa de Carrero en la Presidencia ratifica, no obstante, la impresión de inviabilidad de un régimen en que si el Jefe del Estado era ya octogenario —aparte de padecer Parkinson—, el presidente de Gobierno había cumplido setenta y nueve años en marzo de 1973. «Los años pasan; estoy cansado y tengo la cabeza como un bombo», confió Carrero a un López Rodó que se quejaba del «estancamiento político». Por más que intentara realizar una labor de coordinación entre los ministerios, lo que le faltaba era una directriz de gobierno. De tener alguna, consistió en la pura resistencia. En sus últimas semanas de vida Carrero parece haber pensado en una «ofensiva institucional» de carácter reaccionario. Consideraba la apertura como «una zarandaja» y veía no sólo conspiraciones universales de la masonería, sino de la Democracia Cristiana. El último documento político que salió de sus manos pedía que el Estado se ocupara en «formar hombres, no maricas» (sic), y repudiaba esos «melenudos trepidantes» con cuya música se divertía la juventud.
Pero con todas estas perspectivas de reacción concluyó la «Operación Ogro», con la que ETA asesinó a fines de 1973 al presidente del Gobierno español. Fue la primera actuación de ETA fuera del País Vasco y nadie había pensado en serio que pudiera realizarla, a pesar de que las autoridades policiales desde hacía tiempo pensaban que se podía intentar una acción de secuestro dirigida contra algún miembro de la familia real o de la clase política dirigente. La imprudencia con la que actuaron los miembros del comando en Madrid y la poca vigilancia existente han hecho pesar en extrañas connivencias con sectores del régimen o incluso de la embajada norteamericana. Pero todo ello no tiene fundamento documental objetivo, sino que nace del inevitable recurso de los seres humanos a explicaciones extravagantes cuando se producen acontecimientos sorprendentes.
Resulta dudoso que Carrero hubiera sido capaz de reconstruir la unidad de la clase política del régimen y más lo es todavía que hubiera dado facilidades para una reforma política sincera. Tampoco, en el caso de llevar a cabo una actuación extremista en su reaccionarismo, habría triunfado. Pero no cabe la menor duda de que hubiera sido un dato real del panorama político a la muerte de Franco con el que el Rey hubiera debido contar en la operación de la transición. Los sucesores inmediatos de Carrero no tuvieron el peso específico suficiente en la vida del régimen como para desempeñar ese papel, y por ello la sensación de deriva sin rumbo fijo se multiplicó. Su política fue demasiado titubeante y confusa como para que se pueda pensar que su papel en la historia española de esos momentos fue algo diferente que el presidir la sucesión de acontecimientos en la definitiva descomposición de un régimen que no podía sobrevivir.