La protesta laboral. El terrorismo

Mientras tanto, el papel de la oposición en la sociedad española se convertía, por vez primera en mucho tiempo, en claramente creciente y se expresaba, además, de muy diferentes modos. La primera mitad de la década de los cincuenta puede caracterizarse por el mínimo de actividad de la oposición, pero en esta fase final del régimen tuvo como rasgo más relevante exactamente lo contrario. De todos modos, con ello no se quiere decir que la oposición pusiera en verdadero peligro al régimen: el franquismo convivió con el crecimiento de la oposición e incluso con el terrorismo. Lo más decisivo, desde un punto de vista histórico, no es sólo que el régimen fuera capaz de soportar esta presión como que tampoco estuviera en condiciones de eliminarla, ni siquiera cuando utilizó los procedimientos más drásticos. El papel más importante de la oposición fue mantener en perpetuo estado de tensión al régimen y privarle de legitimidad y de posibilidades de subsistencia ante una eventual desaparición del dictador, que ya no se presentaba como remota. En esta situación la sola existencia de la oposición obligaba a la clase política a plantearse una posible opción reformista, mientras que la opinión pública, ya emergente gracias a las nuevas condiciones de tolerancia, se sentía genéricamente atraída por esa oposición, aunque tampoco nutriera masivamente sus filas.

Todo este nuevo clima político acabó por influir en la propia oposición, que sólo en estos momentos inició el camino que le llevaría definitivamente a la unidad. Si en un momento el protagonismo lo habían desempeñado pequeños grupos políticos y luego la oposición social les superó en efectividad, ahora pareció darse un principio de ligazón entre unos y otra. En los movimientos reivindicativos de periodistas o abogados hubo incluso una coincidencia de ambos tipos de protesta, lo que constituye un rasgo nuevo en la historia política del franquismo. Si empezamos por tratar esa protesta social, a la que ya se ha aludido en un anterior epígrafe porque forma el telón de fondo de toda la política del régimen, llama la atención cómo a partir de la segunda mitad de la década de los sesenta la relevancia del movimiento estudiantil, al menos en términos relativos, disminuyó, mientras que aparecía cada vez con más pujanza la protesta obrera. Ya en 1968 fue patente la inviabilidad de un sindicato democrático de estudiantes por culpa de una represión que desmantelaba periódicamente sus cuadros y también por las discrepancias internas, surgidas al calor de la revuelta estudiantil de más allá de las fronteras o de las disputas entre grupúsculos radicales. Desde esa fecha fueron habituales los grupos que predicaban el espontaneísmo, la acción directa o el activismo a ultranza. En 1969 estuvo a punto de ser defenestrado el rector de la Universidad de Barcelona. En los tres estados de excepción que se produjeron entre 1968 y 1970 la revuelta de la Universidad (y las sanciones en contra de la misma) jugaron un papel, al menos, semejante y probablemente mayor que el movimiento obrero.

Resulta significativo que los sancionados fueran ahora sobre todo profesores que todavía no habían adquirido la estabilidad docente, pero que acabarían lográndola con el paso del tiempo. Si se lee la lista de confinados como consecuencia del estado de excepción de 1969, se obtiene un panorama bastante completo de lo que sería la clase política del momento de la transición. En la Universidad el franquismo había desaparecido entre los alumnos y casi era una extravagancia entre los profesores, pero eso no ponía en peligro al régimen.

Si el movimiento estudiantil había precedido al obrero en la expresión de disconformidad, en la fase final del régimen de Franco éste tuvo un neto predominio y a él cabe atribuirle, a la vez, la doble condición de factor causante e indicio de la descomposición del régimen. Desde mediados de la década de los sesenta hasta el momento mismo de la muerte de Franco creció vertiginosamente el número de huelgas: parecía como si el desarrollo económico conseguido durante su mandato no tuviera otra consecuencia, en esta fase final, que la de demostrar que las tensiones sociales que había generado no tenían solución en el estrecho marco político vigente.

Las cifras de que disponemos no resultan por completo fiables, pues incluso las de carácter oficial resultan contradictorias —el Ministerio de Trabajo y la Organización Sindical dieron datos distintos—, pero la tendencia resulta muy clara. Ya en 1966 hubo un centenar de huelgas que supusieron 1 500 000 jornadas perdidas; en 1968 las cifras se habían triplicado hasta 309 huelgas y 4 500 000 jornadas perdidas. Por el momento los conflictos se centraban en las zonas tradicionales de protesta obrera: Asturias (de manera especialmente relevante), Barcelona, País Vasco y, en menor proporción, Madrid. La conflictividad fue especialmente intensa en aquellos sectores productivos caracterizados por una mayor conciencia de clase: la minería y la metalurgia. Marcelino Camacho, principal dirigente de Comisiones Obreras, era precisamente un metalúrgico. La presión huelguística no decreció en los últimos años del franquismo y es preciso tratar de ella en este momento, aún adelantándonos a los acontecimientos, para percibir la magnitud de su progresión. Baste con señalar que cada año supuso un avance importante en el número de jornadas perdidas, aunque en ocasiones el ritmo se redujera. En 1971, año en que sucedió esto último, fueron ya casi 7 000 000 las jornadas perdidas, en 1973 rondaron los 9 000 000 y en 1974 y 1975 se situaron en torno a los 14 000 000, incrementándose todavía en 1976. Por supuesto, esa estadística creciente de conflictividad no fue debida tan sólo a factores políticos, sino que la coyuntura económica jugó un papel decisivo. Pero si comparamos estos datos con los de otros países europeos descubriremos la verdadera esencia de la situación laboral española: un país como Francia, con más habitantes que España, no perdía más de 3 000 000 de jornadas de trabajo como consecuencia de las huelgas a mediados de los setenta, mientras que España perdía cinco veces más, a pesar de ser una dictadura y de que en ella la huelga siempre fue ilegal. Esto revela que, en realidad, era el propio sistema de regulación de la conflictividad el que estaba en crisis y que, por tanto, la paz social exigía una sustitución que no era posible por razones de carácter político.

Merece la pena analizar con mayor detenimiento todos estos datos sobre la protesta social. En primer lugar, el ritmo cronológico de la misma resulta semejante al de una sociedad que se desperezara y que, gracias a un aprendizaje sucesivo, pasara a actuar de una forma inicialmente tímida para luego liberarse de cualquier atadura de una legalidad a la que dejó de respetar. Ya en los años setenta se produjo una auténtica ruptura generacional entre los dirigentes sindicales, de modo que, por ejemplo, un Marcelino Camacho (alrededor de los cincuenta años) venía a ser una excepción. A menudo este fenómeno se vio acompañado por una mayor virulencia y radicalidad, pero, en realidad, eso no indica que la protesta social fuera revolucionaria. Se hicieron siempre reivindicaciones concretas, principalmente de tipo salarial.

El examen de la geografía de la protesta resulta también interesante, en cuanto que demuestra que, con el transcurso del tiempo, ésta se trasladó desde las zonas de tradición sindical clandestina a la totalidad del territorio peninsular. En los años sesenta Asturias y el País Vasco (probablemente por factores principalmente políticos) estuvieron a la cabeza de la protesta sindical; luego el protagonismo en la protesta parece haberse trasladado al entorno de Barcelona. Pero, aparte de estos medios de tradición contestataria, la conflictividad social se trasladó también a otros lugares como Madrid, Pamplona, Vitoria, Ferrol, Vigo, Sevilla, Valencia y Valladolid. Incluso hubo ocasiones y lugares —1970 en Granada— en que una provincia de pasado poco conflictivo se convirtió en luctuoso escenario de los enfrentamientos entre fuerzas de orden público y huelguistas. También cambiaron los sectores protagonistas de la conflictividad. El mayor protagonismo inicial le correspondió a mineros y metalúrgicos, pero luego la protesta se extendió al textil, la construcción, las químicas, los transportes e incluso la banca. Un rasgo muy significativo de la fase final del franquismo es el elevadísimo número de huelgas que se producían «por solidaridad»; esto, de nuevo, revela que el régimen político mismo, lejos de ser un factor de paz social, era en este momento un obstáculo para que ésta se produjera.

Una somera descripción de las zonas de mayor conflictividad nos permite completar esta rápida panorámica de la protesta social en el tardofranquismo. Asturias estuvo en cabeza de la protesta en 1968, localizándose en ella dos tercios del volumen total de la misma, en especial en la minería; a continuación, aunque no disminuyó, supuso proporcionalmente mucho menos. En Vizcaya y Guipúzcoa la lucha social estuvo imbricada con la política y, a diferencia de lo que pasó en Asturias, Comisiones Obreras no estuvo monopolizada por la dirección comunista, sino que en ella jugó un papel importante el nacionalismo radical. En Barcelona fue probablemente donde el sindicalismo clandestino tuvo mayor influencia: es posible que ya en 1966 lograra la mitad de los puestos representativos en las principales fábricas. Las propias asociaciones de barrios —conectadas con aquél— llegaron a tener 70 000 afiliados. En Madrid la industrialización era un fenómeno reciente, pero que pronto tuvo un carácter masivo. Entre 1960 y 1975 el número de asalariados pasó de 840 000 a 1 400 000. Sólo en 1967 la capital supuso más del 10 por 100 del volumen total de la protesta social, pero fue la primera ciudad importante paralizada por una huelga del transporte.

Al incremento de la protesta le correspondió otro en la represión. No obstante, no debe pensarse que el régimen actuara de una manera semejante a como lo hiciera en los años cuarenta. A menudo la dureza fue brutal, pero, respecto a la de aquellas fechas, resultaba también poco disuasoria, porque los gérmenes del descontento estaban ya demasiado extendidos y la propia sociedad imponía un comportamiento más tolerante.

Quizá lo más significativo, desde un punto de vista histórico, sea el hecho de que en esta fase final del régimen la oposición no se alojaba ya exclusivamente en cenáculos, tal como lo demuestran algunas cifras. En 1974 fueron suspendidos de empleo y sueldo unos 25 000 trabajadores; no todos ellos necesariamente eran disidentes políticos, pero la cifra era ya muy importante. Ese mismo año fueron abiertos 1400 sumarios políticos por los tribunales de justicia, que afectaban a unas 6000 personas; no todos ellos eran sindicalistas, pero cabe presumir que lo fuera la mayoría. Además, entre 1969 y 1974 hubo 17 muertos como consecuencia de enfrentamientos entre las fuerzas de orden público y trabajadores manifestantes. En gran medida este número tan elevado se debió a la propia magnitud de las manifestaciones y la difusión de tesis radicales entre los activistas, pero hay también un tercer factor que nos conduce de nuevo a la falta de capacidad funcional del régimen para mantener la paz: sencillamente las fuerzas del orden público no estaban preparadas para enfrentarse con manifestaciones pacíficas.

Otro dato importante para explicar la protesta social de estos años reside en la actitud del sindicalismo vertical. En realidad, sus dirigentes no pretendieron otra cosa que subsistir manteniendo un área de influencia y unos recursos, pero, por imperativo de las circunstancias, lo hicieron a menudo de una manera que contribuyó a facilitar la actuación de los sindicatos ilegales. Se debe tener en cuenta que ya estaban muy lejanos los momentos en que se exigía la pertenencia del carné del partido para ocupar puestos sindicales. Cada una de las elecciones que tuvieron lugar desde 1966 fue una ocasión para movilizar a los trabajadores, y con el paso del tiempo la Organización Sindical sólo pudo tener la modesta esperanza de que la mayor parte de los electos fueran independientes. Pero, aun así, a menudo no lo logró: durante la elección de 1975 en el Bajó Llobregat sólo tres de las 50 grandes empresas no vieron triunfar la candidatura de Comisiones Obreras, por lo que no puede extrañar que éstas se manifestaran dispuestas al «asalto» del sindicato vertical. Éste, por supuesto, siempre estuvo necesitado de reconocimientos, nacionales e internacionales. Así se explica que en el Congreso celebrado en 1968 en Tarragona apareciera incluso un ex ministro anarquista y que tratara de obtener una cierta benevolencia de la OIT en defensa, al menos, de una unicidad del movimiento sindical en que, curiosamente, coincidía con los comunistas (ambos querían controlar el sindicalismo del futuro). El sindicalismo oficial a menudo proporcionó a las organizaciones ilegales locales y medios de formación. Además, la legislación, al adecuarse algo más a la realidad social española, se moderó en su dureza inicial. La huelga siempre fue ilegal, pero a partir de 1970 no pudo justificar el puro y simple despido, sino la suspensión del contrato laboral, y desde 1975 dejó de ser un delito contra el orden público.

En la década final del franquismo el sindicato clandestino más importante siguió siendo Comisiones Obreras. Aunque en él había sectores diferentes del comunista (que incluso desempeñaban un papel fundamental en alguna provincia), fue el PCE el partido político que estuvo más presente en su dirección, teniendo en ella una clara mayoría.

Cuando en mayo de 1972 fueron detenidos los dirigentes del sindicato, en un convento de Pozuelo, se pudo comprobar esta identidad. En este caso las sanciones fueron de una dureza considerable, llegando a los veinte años de cárcel en los casos de reincidencia.

La figura más importante de CCOO fue Marcelino Camacho, un comunista condenado a doce años después de la Guerra Civil que había residido en el norte de África colonizado por los franceses y volvió a España en 1957. Su biografía resulta muy interesante porque revela las nuevas formas que revistió la protesta social y las condiciones en que se desenvolvió. Los dirigentes de Comisiones hicieron todo lo posible por evitar la clandestinidad y la limitación de unos propósitos exclusivamente políticos. Ya la policía no usaba la tortura sistemática contra los sindicalistas, aunque fueran comunistas, pero sobre ellos cayeron con mucha frecuencia graves penas de cárcel. El segundo sindicato en importancia, aunque muy lejos de Comisiones, solía ser en todas las provincias la Unión Sindical Obrera (USO), a la que UGT sólo superó en algunas regiones en los últimos años del franquismo. Este hecho revela una realidad muy evidente, aunque con frecuencia olvidada con el transcurso del tiempo: los militantes de procedencia católica jugaron un papel decisivo en la reconstrucción del sindicalismo. A fin de cuentas, desde comienzos de los años sesenta la JOC y la HOAC habían defendido organizaciones obreras libres y autónomas o el derecho de huelga.

Es importante señalar que aunque, como indica Camacho en sus memorias, él no encontró nunca a un empresario en la cárcel durante el franquismo, en realidad la propia protesta obrera contribuyó a estimular el cambio de actitudes en el seno del empresariado. Si se estudia, a título de ejemplo, la posición del empresariado catalán durante la etapa final del franquismo se constatará que iba aumentando su reticencia hacia una política económica que consideraba demasiado estatista e intervencionista.

Frente a quienes se mostraban reticentes a la entrada en el Mercado Común, los más jóvenes y propicios a ella, reunidos en el Círculo de Economía, se quejaron con frecuencia de los polos de desarrollo, que otorgaba beneficios a los que Cataluña no podía aspirar, con independencia de la repetida demanda de flexibilización de plantillas. El empresariado joven y más dinámico era ya, en la fase final del franquismo, claramente partidario de los sindicatos democráticos, con los que, de hecho, colaboraba. Pero la fuerte conflictividad social acabó también haciendo mella incluso en aquellos sectores más conservadores. Un mes antes de la muerte de Franco el Fomento del Trabajo Nacional postuló «una especie de contrato por el cual las clases favorecidas… abdicaran de algunos de sus privilegios y cedieran en sus posiciones de ventaja para ser compartidas por las clases trabajadoras» y «éstas a su vez considerarían el modelo capitalista como el campo de juego válido aceptable y se mantendrían dentro de él». De esta manera se presagiaba lo que acabaría ocurriendo durante la transición.

Resulta, por otro lado, muy significativo de la última fase del régimen que a esta protesta obrera y a la estudiantil se sumara la de una serie de colectivos sociales que, hasta ese momento, no habían suscitado este protagonismo y que con su presencia en la arena política mostraban la creciente politización de la vida española o hasta qué punto se había hecho habitual en ella chocar con los intereses políticos del régimen.

Ya ha sido suficientemente recalcado el papel desempeñado por la prensa; sin duda, ella contribuyó mucho más que la mayor parte de los grupos políticos a la difusión del ideario democrático. Siendo todavía ministro Fraga se dieron las cotas más altas de expedientes concluidos con sanción en aplicación de la legislación vigente: fueron 125 en 1967 y 228 en 1968. Pero eso no debe hacer pensar que la presión de sus sucesores disminuyera, sino que recurrió a procedimientos oblicuos, a veces más efectivos. El caso más evidente fue el del diario Madrid, que, después de haber sufrido un primer secuestro en 1967, otros dos en 1968 y una suspensión de cuatro meses, acabó siendo liquidado en 1971 (hasta el extremo de ser volado con posterioridad el edificio donde tenía su redacción), después de una intervención del Gobierno en la vida interna de la empresa editora. La vida de este diario resulta de gran interés en el sentido de que supuso la plasmación definitiva del cambio de su inspirador —Calvo Serer— desde una actitud de extrema derecha monárquica a un liberalismo democrático y europeísta. Sus 50 000 ejemplares de venta testimonian la socialización de las actitudes opositoras. En su redacción, como en la de la mayor parte del resto de los grandes órganos de prensa de la época, se formó el grueso del periodismo que hizo la transición desde unas actitudes muy distintas a la sumisión de otras épocas. De la actitud del profesorado universitario puede decirse algo parecido a la de la profesión periodística: como colectivo, y con no muchas excepciones, se situó frente al régimen. En un primer momento pudo haber cierta satisfacción por la aprobación de una ley, como la de 1966, que permitía un mayor grado de tolerancias través de la ampliación de la autonomía. En esta fase final las posibilidades de difusión de la información o de divulgación del ideario democrático eran mucho mayores que en otras anteriores, pero además sentían como una especie de intolerable autocensura, antes mucho menos evidente, partir de los presupuestos en que se fundamentaba el ideario dictatorial. En suma, había crecido la distancia entre la España oficial y la real, y en esta misma se había multiplicado el descaro.

Fue la prensa el sector profesional más pronto y claramente movilizado en contra del régimen, pero a partir de finales de la década de los sesenta el movimiento de protesta se había extendido también a los Colegios de Abogados. En 1970, durante la celebración del Congreso de la Abogacía en León, a la intervención del ministro de Justicia siguió inmediatamente el abandono de la sala por buena parte de los asistentes. Sin embargo, en esta profesión las actitudes de disconformidad respecto al régimen no fueron nunca tan generalizadas como en la prensa: eran tan sólo los abogados jóvenes o aquéllos más explícitamente politizados los que se sintieron guardianes de los derechos humanos y procuraron que la legislación recibiera una interpretación progresista. Las elecciones en el Colegio de Abogados de Madrid se convirtieron en confrontaciones electorales de carácter seudo político, en que la oposición estuvo siempre a punto de obtener la victoria, aunque nunca la consiguiera de forma definitiva. En los Colegios de Licenciados la movilización fue más tardía, pese a que se iniciara también mediada la década de los setenta. En 1974 una candidatura patrocinada por el PSOE y el PCE triunfó en el Colegio de Madrid y dio lugar a la elaboración de una alternativa educativa de tono radical.

Desde la segunda mitad de la década de los sesenta, junto a esta protesta social cada vez más amplia, hubo otro fenómeno muy característico en las filas de la oposición y que poco tiene que ver con el que hasta ahora nos ha ocupado. La aparición del terrorismo, imposible de eliminar y perpetuo recordatorio, al margen de los apoyos que por sí mismo pudiera tener, del escaso respeto a los derechos de la persona concedido por el sistema político, como se demostraba en los períodos represivos, tuvo consecuencias importantes sobre la vida del régimen, hasta el punto de que en ocasiones dio la sensación de determinarla. ETA nació antes, pero su conversión a los procedimientos terroristas data de 1967; con ellos nunca tuvo la menor posibilidad de conseguir sus objetivos finales, es decir, la independencia del País Vasco del resto de España o el derrocamiento del régimen, pero influyó de manera decisiva en la política española. A este respecto baste con recordar los fenómenos de solidaridad en contra de los juicios a «etarras» en un momento en que no se apreciaba todavía por los militantes de los grupos políticos democráticos que el terrorismo habría de ser precisamente la más lamentable herencia del franquismo. El asesinato de Carrero Blanco de no haberse producido hubiera conducido la evolución histórica española por unos derroteros que, aunque tuvieran probablemente un final parecido, no hubieran sido exactamente idénticos, por más que el presidente del Gobierno probablemente estaba destinado a desaparecer, de todos modos, de la vida política. Debe recordarse, en fin, que ETA fue el fenómeno terrorista más importante de Europa, con la sola excepción del IRA irlandés, que ha causado cuatro veces más muertos. A diferencia de lo sucedido en otras latitudes —como, por ejemplo, en Italia o Alemania—, el terrorismo tuvo en el País Vasco un apoyo social que explica su perduración.

En el nacionalismo vasco existe toda una tradición histórica de radicalidad independentista que puede considerarse como un antecedente de ETA: hubo también, durante los años veinte y treinta, una identificación entre la lucha nacional y el anticolonialismo en algún teórico, y en los propios años cuarenta la forma habitual de protesta no eludió el ocasional empleo de la violencia. Sin embargo, el nacimiento de ETA no puede entenderse al margen del contexto de profunda desilusión que vivía el nacionalismo vasco en la mitad de los años cincuenta, momento en que incluso ministros de izquierda franceses, como Mitterrand, cerraban los locales vinculados con la propaganda nacionalista en Francia, mientras que la identificación de los dirigentes del PNV con la democracia occidental, en concreto con la Democracia Cristiana, les vedaba una actuación violenta, por otro lado muy poco capaz de alcanzar la victoria.

En torno a 1952 surgió en el seno de la organización estudiantil vasca (EIA) un grupo denominado «Ekin», que, por su propio título (equivalente a «hacer»), demostraba una desconfianza radical con respecto a la oposición vasca tradicional y el deseo de sustituirla mediante el activismo. Fue este grupo quien proporcionó a la futura ETA buena parte de sus primeros cuadros: Madariaga, Alvarez Emparanza, Benito del Valle… En 1956 el grupo «Ekin» logró atraer a un sector de las juventudes del PNV, y ya a finales de esta década las relaciones con la dirección exiliada del partido eran muy malas. En julio de 1959 nació ETA, cuyas siglas significaban, sencillamente, «Euskadi y libertad», denotando con ello que su ruptura con respecto al PNV era mucho más táctica que de contenidos programáticos. ETA se definió como movimiento revolucionario vasco de liberación nacional, pero el término «revolución» no quería decir de forma necesaria marxismo, ni tampoco empleo de la violencia. En cambio, hubo esa voluntad de actuación decidida contra el régimen desde unos presupuestos no confesionales. Como ha sucedido frecuentemente a lo largo de la historia, ETA, que acabó en organización terrorista, estuvo originariamente formada por estudiantes y no proletarios.

La historia interna de ETA, a partir de estos orígenes, ha consistido en una serie interminable de debates ideológicos, centrados en cuestiones que sólo podían interesar a pequeñas sectas de extrema izquierda. Lo paradójico es que los mismos concluyeron siempre en escisiones que no fueron capaces de debilitar al movimiento, porque el apoyo real que siempre tuvo en una parte de la sociedad vasca evitó que esas discusiones trascendieran a ella, mientras que la solidaridad de que disfrutó siempre se mantuvo intacta. Por otro lado, aunque los debates hayan sido complicadísimos, por las adscripciones ideológicas de quienes intervenían en ellos, es posible reducirlos a una explicación relativamente sencilla. En primer lugar, una cuestión que ha estado siempre presente en ETA ha sido la contraposición entre el nacionalismo y el obrerismo —identificado con los propósitos revolucionarios—, que ha hecho desembocar a parte de la organización en pequeños grupos políticos, a veces influyentes y a menudo con la pretensión de llegar a un ámbito estatal, aunque de poco peso numérico efectivo.

Además, otro motivo de contradicción interna en el seno de ETA ha sido el papel concedido al activismo. En general, ha predominado en ella aquel tipo de tendencias que facilitaban más directamente este último, al margen de cualquier reflexión doctrinal propiamente dicha. Así, en los primeros momentos el texto más leído en ETA fue Vasconia, de Federico Krutwig, que asimilaba el caso vasco al de los países del Tercer Mundo que luchaban por la independencia. En tercer lugar, otro factor que ha inducido a la división interna del nacionalismo radical ha sido la posible contraposición entre la acción exclusivamente terrorista y la protesta social, no armada y más amplia, como fenómeno complementario.

Los años iniciales de ETA, durante la primera década de los sesenta, fueron de radicalización ideológica y de su conversión en una organización revolucionaria.

Durante ese tiempo fue influida por los teóricos del anticolonialismo y se convirtió en violenta detractora del nacionalismo tradicional; adoptó un lenguaje marxista y se organizó en núcleos más amplios y otros reducidísimos «liberados» para la acción. También en este período asumió la tesis de la espiral de la violencia, de acuerdo con la cual a la represión había que responder de la misma manera para provocarla en mayor grado y concienciar de su existencia a las masas populares; de acuerdo con esas tesis, en 1965 se produjo el primer atraco. Pero fueron los años 1966-1968 los que definitivamente configuraron a ETA como movimiento terrorista. En parte, ello se debió al triunfo en su seno del sector leninista, partidario de la traducción del caso vasco en una lucha guerrillera supuestamente semejante a la practicada entonces por los vietnamitas. Otro sector de ETA, más proclive a la actuación obrerista, fue expulsado en la llamada V Asamblea, celebrada a fines de 1966 y comienzos de 1967. Durante algún tiempo adoptó la denominación ETAberri (nueva ETA), para luego pasar a otras que poco tenían que ver con el nacionalismo vasco, como Movimiento Comunista de España.

La represión producida por el estado de excepción de 1967 y la victoria de ese sector, que encabezaba, en un plano ideológico, Krutwig, dio a la lucha patrocinada por ETA durante 1968 una violencia que resultaría ya irreversible. En junio murió el «etarra» Echevarrieta en un choque con la guardia civil, que perdió también un número, y en agosto fue asesinado un inspector de policía. La reacción del régimen fue muy dura: un decreto sobre bandidaje y terrorismo proporcionó medios represivos adicionales, pero, además, en el País Vasco se convirtió en algo relativamente habitual el estado de excepción. En 1969 los «etarras» intentaron un asalto a la cárcel de Pamplona que resultó fallido. La combinación entre la protesta estudiantil, la social y la situación del País Vasco provocó un nuevo estado de excepción en 1969, en que el número de detenidos vascos llegó a la cifra de 2000. En esta ocasión ETA estuvo al borde del colapso, como también sucedería en ocasiones posteriores. Sin embargo, el régimen de Franco estaba ya demasiado lejano del desenlace de la Guerra Civil como para poder emplear la violencia represiva de que hizo gala entonces y la sociedad española tenía el suficiente grado de disidencia como para no aceptarlo. De hecho, tal como habían previsto los teóricos del terrorismo, la dureza represiva indiscriminada atrajo más militantes a ETA. No sería la última vez que eso sucedería.

Con todo, los primeros meses de 1970 supusieron una grave crisis para el movimiento. Por un lado, su sempiterno divisionismo interno arreció en estos momentos, pero, además, la represión pareció destinada a liquidarla. El juicio de Burgos en contra de un grupo de militantes de ETA a los que se acusaba, entre otras cosas, del asesinato del inspector ya mencionado tuvo como consecuencia una reacción de solidaridad tanto de la oposición en general como de la totalidad del País Vasco. La atribución a la jurisdicción militar de este juicio y la ausencia de garantías procesales motivaron una protesta generalizada en el País Vasco, donde pararon miles de trabajadores, mientras que el secuestro por parte de ETA de un cónsul alemán (Beihl) dio a lo que sucedía una importante repercusión internacional. El régimen tuvo la suficiente prudencia como para indultar de la pena de muerte a quienes habían sido condenados. En favor de esta medida se pronunciaron la mayor parte de los ministros, Carrero y el propio Franco. Sin embargo, el mismo hecho del indulto fue interpretado por la oposición radical como un testimonio de debilidad.

Lo cierto es que ETA mantuvo sus divisiones a pesar de esa represión tan dura.

Los presos de Burgos pertenecían a una tendencia denominada «células rojas» que pareció haber triunfado en un principio, pero que inmediatamente fue criticada por algunos de los dirigentes tradicionales de ETA por mantener posturas que se alejaban del nacionalismo. Ese sector pasó a ser denominado ETA-VI por el ordinal de la última asamblea celebrada, pero acabó convertida, por su afán obrerista, en una organización trotskista: la Liga Comunista Revolucionaria. La otra tendencia (ETA-V), que no admitió la ortodoxia de la VI Asamblea, creció rápidamente y ya no sólo en los medios estudiantiles: logró que miembros de las clases medias y bajas de determinadas zonas (por ejemplo, el Goyerri y, en general, toda la zona central y meridional de Guipúzcoa) nutrieran sus filas y se lanzó a una sistemática campaña de activismo, atrayendo a parte de las juventudes nacionalistas. Su dirigente principal fue Eustaquio Mendizábal, Txiquía, y sus acciones de mayor relevancia fueron los secuestros de Zabala y Huarte en 1971 y 1973; eran los días en que otras organizaciones terroristas de latitudes lejanas como Septiembre Negro o los «tupamaros» también utilizaban el secuestro como supuesta arma política. El propio atentado contra el almirante Carrero Blanco originariamente era tan sólo un secuestro planeado para liberar a los 150 presos que ETA-V tenía en la cárcel y que eran más del doble de los que estaban en libertad. Sólo cuando ETA se convenció de la dificultad de realizar el secuestro optó por el atentado.

La importancia que tuvo en la evolución política del régimen, incluso al margen de lo que los propios «etarras» pensaran al respecto, obliga, para mantener la coherencia de la narración, a volver a aquélla.