La decisión sucesoria.
Matesa y la división interna del régimen

La decisión institucionalizadora más preñada de consecuencias para el futuro, y la última en que la clase dirigente del régimen se mostró suficientemente unida, fue el nombramiento de Don Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco. Para comprenderla es preciso tener en cuenta algunos antecedentes, pues se trató de un proceso lentísimo, hasta llegar a una decisión definitiva, aunque, una vez que se tomó, fue ejecutada con rapidez. López Rodó la describe en sus memorias como la «Operación Salmón», en el sentido de que para ella tanto él como Carrero, sus principales promotores, debieron actuar con idéntica paciencia a la requerida, al parecer, para dicho tipo de pesca.

En 1963 Don Juan Carlos se había instalado en el Palacio de la Zarzuela no sin que, después de su boda, existieran algunos titubeos entre él mismo, su padre y Franco.

Don Juan, aún sin abandonar el colaboracionismo, había procurado mantener alejado a Franco de la decisión matrimonial de su hijo y, además, hubiera querido algún tipo de reconocimiento para él antes de su instalación definitiva en España. Franco, por su parte, pensó seriamente en otros caminos sucesorios —una regencia renovable cada diez años o Don Alfonso de Borbón—; exigía «identificación absoluta» o «entrega» a quien hubiera de sucederle. Todavía en 1964 escribió en una nota íntima que «lo peor que pudiera pasar es que la nación cayese en manos de un príncipe liberal, puente hacia el comunismo».

Con el paso del tiempo la presencia en España de Don Juan Carlos y su mujer y su aparente identificación con el régimen hicieron que prosperaran, al mismo tiempo, los indicios de que Franco se decantaba por Don Juan Carlos. En noviembre de 1965 Fraga hizo unas declaraciones a la prensa extranjera en donde se anunció esta posibilidad. Don Juan Carlos procuró adaptar su forma de actuar a esa realidad, evitando una excesiva vinculación con el entorno que rodeaba a su padre, con el que, sin embargo, siempre mantuvo una identidad de fondo; tenía, al mismo tiempo, una entrevista al mes con Franco, que sintió por él el afecto que hubiese experimentado por el hijo que no tuvo. Don Juan, por su parte, aunque en repetidas ocasiones insistió en la necesidad de mantener la línea dinástica, no parece haber puesto en duda la fidelidad de su hijo, así como el sentido de su obra futura, pero no creyó que Franco se decantara por el nombramiento de su sucesor en vida. Más cercano a la realidad política española, Don Juan Carlos siempre pensó que así sucedería y, además, lo facilitó. Cuando se produjo el referéndum por la Ley Orgánica Don Juan recomendó a su hijo aplaudir en el caso de que esa medida sirviera para institucionalizar el régimen, y esperar en vez de adherirse a esa fórmula, como hizo Don Alfonso de Borbón, el cual —decía su hijo— funciona por su cuenta, «en abierta deslealtad hacia lo que represento y, de rechazo, en pugna contigo». Finalmente Don Juan Carlos acabó votando en el referéndum.

De la causa monárquica se hizo responsable, a partir de 1966, José María Areilza, imprimiéndole un especial y hasta entonces inédito activismo a través de un secretariado y dándole un contenido netamente liberal, especialmente cuidadoso con la atracción de los intelectuales de esta significación. Es cierto que este tipo de actitud no benefició a Don Juan de Borbón a los ojos de Franco, pero no lo es menos que éste había descartado ya por completo al hijo de Alfonso XIII; además, si Areilza erró en lo que respecta al candidato al trono, no lo hizo en relación al tipo de monarquía que llegaría en el futuro. La decisión de Franco respecto de su propia sucesión parece haberse fraguado en los primeros meses de 1968. En este momento Don Juan Carlos había cumplido ya los treinta años y sus declaraciones insistieron en la aceptación de la legalidad vigente. Con ocasión de una efemérides familiar (el bautizo de su hijo varón), tanto su padre como su abuela estuvieron presentes en Madrid, y la segunda pudo influir en la decisión de Franco. Fue éste el año en que la retirada de De Gaulle y Salazar puso, además, sobre el tapete la eventualidad de la perduración de Franco. A fines de ese año Don Carlos Hugo, hijo primogénito de Don Javier de Borbón-Parma, quien, como Don Alfonso, no había dudado en adherirse a Franco durante el referéndum, fue expulsado de España, pese a haber tenido durante algún tiempo apoyos en los medios sindicalistas (Solís, si no podía a estas alturas declararse republicano, sí contribuía, en la medida de sus posibilidades, a hacer lo más confusa posible la cuestión monárquica). Todavía en la primavera de 1969 Carrero debió presionar en favor de la Monarquía (Franco dijo sentir como una «deserción» propia el nombramiento de su sucesor) y también lo hizo Alonso Vega, el duro ministro de la Gobernación, compañero de Academia de Franco.

Finalmente se produjo la decisión: «Ya parió», dijo Carrero a López Rodó refiriéndose a Franco, y Don Juan Carlos comunicó a Estoril que «el grano ha reventado». Ambas expresiones testimonian hasta qué punto la decisión fue personal. La comunicación al sucesor por parte del propio Franco fue muy tardía, y Don Juan no recibió más que una pura notificación a posteriori, como en el caso de la Ley de Sucesión. El título de «Príncipe de España», otorgado al sucesor, fue sugerido por López Rodó para evitar el directo enfrentamiento con Don Juan, pero resultó conveniente para la Monarquía, pues recalcaba la excepcionalidad de la situación.

Don Juan inmediatamente disolvió el secretariado, y declaró permanecer «como espectador» de una decisión en que no había tomado parte y, al mismo tiempo, como alternativa liberal a la Monarquía que entonces parecía encarnar su hijo. Las declaraciones que éste hizo en el momento de acceder a su puesto estuvieron inequívocamente destinadas a satisfacer a un auditorio franquista, pues dijo recibir la legitimidad histórica del 18 de julio y no mencionó ni tan siquiera a su padre, obteniendo muchos aplausos de los procuradores de Franco. Tan sólo 19 votaron negativamente y nueve se abstuvieron; el discurso de aceptación en lo esencial fue redactado por Alfonso Armada, que entonces desempeñaba un papel relevante en la Zarzuela. Años después el actual monarca español dijo que durante muchos años «me había pasado años haciéndome el tonto en este país»: con ello indicaba que, pese a las apariencias, su línea de pensamiento estaba clara y se vinculaba de forma inequívoca a lo que su padre representaba. Don Alfonso de Borbón, que en adelante seguiría siendo su principal rival en la sucesión, fue enviado como embajador a un puesto lo suficientemente relevante para señalar su importancia, pero alejado para que no importunara. «Una gallegada», comentó filosóficamente Don Juan Carlos.

A su elección como sucesor se llegó por la voluntad de Franco y por la aceptación pasiva del designado, pero, sin duda, hubo un sector del régimen —el identificado con Carrero— que jugó un papel determinante en que la decisión sucesoria se produjera cuando ya Franco había iniciado su declive físico. No obstante, en mayor grado que cualquier otra decisión tomada en esta época, ésta fue compartida por el resto de los sectores que formaban parte del régimen.

Sin embargo, en ese mismo año desapareció esa coincidencia y, además, Franco fue incapaz de arbitrar las discrepancias.

En el momento en que el vicepresidente propuso que la decisión se tomara, para justificarla argumentó diciendo, en metáfora poco afortunada, que «tendría el efecto consolador de una traqueotomía». La realidad es que, por el contrario, los meses que siguieron fueron todo menos pacíficos: Silva Muñoz, que fue relativamente neutral en los enfrentamientos, describe en sus memorias su «soledad angustiosa» en pleno Consejo de Ministros, frente al «furor» y «frenesí» de los enfrentados. Es difícil resumir en qué consistieron las dos líneas que se enfrentaron en el Consejo de Ministros porque respondían a actitudes diferentes con respecto a cada problema, a talantes personales y a criterios de clientela. De todas maneras, la posición representada por el almirante Carrero se señaló por una clara orientación pro-norteamericana en política exterior, más que por identidad de posturas por creer en su carácter de imprescindible frente al comunismo; para él, además, la descolonización debía ser sustituida por la transformación en provincias de los territorios ultramarinos. Todo ello le oponía radicalmente a Castiella. Su gran argumento fue el desarrollo económico y la gestión técnica de las carteras relacionadas con él; en política interna, además, su actitud resultaba muy reticente a los márgenes de tolerancia recientemente concedidos por el régimen, y en lo religioso mantenía una actitud integrista. Nada falangista, su posición estaba más cerca de la defensa de una dictadura burocrática y clerical. En consecuencia, criticó, ante Franco, a Solís por proponer «un sindicalismo independiente de la autoridad del Estado», y a Fraga, a la vez, por su apertura en temas de prensa, por su laxismo moral —le acusó de tolerar el strip-tease, que escribió mal en un informe— y por la oleada de anticlericalismo que se desataba contra ciertas posturas eclesiásticas.

La postura contraria partía de una política exterior menos entreguista frente a los norteamericanos, y que quería apoyarse en la descolonización para conseguir la devolución de Gibraltar. Fue también mucho más apegada a la Falange o el Movimiento e insistió en criterios pretendidamente sociales frente a la supuesta liberalización económica de los Planes de Desarrollo. Hubo en ella, en ocasiones, una proclividad regencialista, al menos en el caso de Solís, y pretendió realizar una reforma del sistema político desde sus propios presupuestos, achacando inmovilismo al adversario. Por otro lado, a menudo veía, si no en Carrero, sí en los tecnócratas (a los que identificaba con el Opus Dei), lo que Fraga denominaba como «un doble juego», consistente en defender una transformación radical del sistema o la carencia de reformas. En realidad, quienes defendían lo primero no eran los ministros tecnócratas, aunque sí medios juveniles que el sector adverso creía vinculados con ellos. En esta segunda postura militaron Castiella, Solís, Fraga y el almirante Nieto Antúnez. Vista la influencia lograda ya por Carrero ante Franco, resultaba difícil que este sector pudiera triunfar: cuando fue derrotado hubo quien comentó que Solís se había equivocado de Rey (Don Alfonso, en vez de Don Juan Carlos) y de almirante (Nieto Antúnez, en vez de Carrero). Ya 1968 fue un año muy tenso que en las memorias de Fraga aparece descrito como «el pulso definitivo». En realidad, la cuestión tan sólo se planteó como una lucha frontal en el verano de 1969 con el llamado Affaire MATESA.

Ésta fue una empresa de maquinaria textil que obtuvo un éxito considerable de cara al crédito oficial: nada menos que 12 000 millones de pesetas le fueron otorgados en cinco años. Muy probablemente la legislación de crédito oficial era imperfecta y la gestión de la compañía un tanto megalómana, pero se hallaba al corriente del pago de los intereses, cubiertos además por el resguardo de pólizas de seguros. Mucho después, ya en la democracia, la responsabilidad económica fue cubierta por la compañía que las había suscrito. Con el transcurso del tiempo sólo fue posible culparla de determinadas irregularidades en la evasión de impuestos y en el retorno al Instituto Español de Moneda Extranjera de las divisas obtenidas por la exportación. Pero, por otra parte, MATESA, que utilizó para la exportación una legislación tan inadecuada como la relativa a buques, muy a menudo vendió sus propios productos a filiales establecidas en el extranjero para, de esta manera, tener acceso a esos mercados; así logró beneficios de su tarea exportadora muy probablemente desmesurados para lo que había sido su realidad. Todo el affaire ofrece una imagen óptima de lo que era una economía con una legislación por completo obsoleta en que lo esencial no era el riesgo o la inventiva, sino el favor concedido desde las instancias oficiales. Parece indudable que hubo muchos casos parecidos y que fueron protagonizados por personas de diferente adscripción que Vila Reyes, el dueño de MATESA.

Lo que nos interesa no es el caso concreto de esta empresa, sino cómo llegó a convertirse en el factor desencadenante de todas las tensiones políticas preexistentes. En julio de 1969 se planteó el caso e inmediatamente fue perceptible la politización del mismo. Fraga cuenta en sus memorias que se enfrentaron dos tendencias en el Consejo de Ministros en relación con esta cuestión: la dispuesta a conseguir luz y taquígrafos, con la que él se identificaba, y la que quería «echar tierra al asunto». En realidad, lo sucedido fue que el Ministerio de Información concedió a la prensa —únicamente para tratar de este tema— una libertad que no le daba para el resto de los asuntos. La prensa del Movimiento, además, se lanzó inmediatamente a acusar al sector más alejado de sus posiciones. La cuestión llegó hasta los escenarios teatrales, pues Fraga permitió una adaptación del Tartufo, de Moliere, realizada por Marsillach, que era una crítica transparente a los ministros del Opus Dei. Cuando la prensa oficial la alabó Silva encontró a Carrero indignado: «Esto se ha terminado; o Fraga o yo», dijo. A los dos bandos les dominó una urgencia absoluta de eliminar al adversario.

Fue, en definitiva, la venganza de quienes habían sido acusados a menudo por los ministerios económicos de despilfarradores y tenían, además, graves quejas contra el rumbo, supuestamente poco social, seguido por la economía española desde los Planes de Desarrollo. De esa manera, impotente Franco para ejercer un verdadero arbitraje, se desarrolló una polémica poco disimulada que tenía mucho, en realidad, de ajuste de cuentas. En agosto fue cesado el presidente del Banco de Crédito Industrial y se decidió la incautación de la compañía por parte del Estado, pero tal medida fue revocada en el mes siguiente en otro Consejo de Ministros gracias a la intervención de Fraga y con el asentimiento de Franco. Con ello ni la Falange obtuvo su venganza ni la cuestión quedó resuelta: en octubre tuvo lugar una crisis gubernamental en la que precisamente abandonaron el poder las figuras más destacadas del sector que se había caracterizado por su oposición a Carrero y los tecnócratas (Fraga, Solís y Castiella). El vicepresidente, que ya había discrepado de toda la política seguida por el ministro de Asuntos Exteriores, también acusó, delante de Franco, a los dos primeros de «grave negligencia», por la forma en que la prensa había tratado la cuestión, señalando, además, la mala intención que les había guiado. El Gobierno formado en octubre de 1969, tras una de esas escasas crisis que a Franco le estallaron en las manos, fue descrito como «un gobierno homogéneo» y acusado de ser, en realidad, «un desarrollo de la comisaría del plan», lo cual no era completamente exacto. Silva Muñoz siguió en él hasta abril de 1970 y, además y sobre todo, si el Gobierno respondía ahora exclusivamente a la influencia de Carrero, las instituciones a menudo actuaron en otro registro. Tanto el Consejo Nacional como las Cortes crearon comisiones de encuesta dedicadas a tratar de MATESA, y el Tribunal Supremo no tuvo inconveniente en procesar a aquéllos que, por su proximidad a Carrero, parecían haber logrado la victoria política en 1969; llegó incluso a ser encausado el presidente del Banco de España y ex ministro de Hacienda, Navarro Rubio. Muchos de quienes serían ministros a partir de 1973, después de desaparecido Carrero Blanco, desempeñaron un papel importante en el Tribunal Supremo, las Cortes o el Consejo Nacional a la hora de pretender sustanciar las supuestas o reales responsabilidades: tal fue el caso de Ruiz Jarabo, Martínez Esteruelas, García Hernández, etc. Legado del año 1969 al resto de la historia del franquismo fue, por tanto, la división en el seno de su clase dirigente. Otras cuestiones, como el tratamiento a dar a la cuestión del asociacionismo político la encresparon. Y, mientras tanto, perduró la aparente pasividad e incapacidad para resolver la confrontación por parte de Franco, al mismo tiempo que el panorama del orden público se ensombrecía como nunca lo había hecho en el pasado.