La apertura (1965-1969)

La segunda mitad de la década de los sesenta estuvo dominada en la política del régimen franquista por una palabra —apertura— cuyo sentido resulta preciso esclarecer cuanto antes. «Apertura» no quiso nunca decir transformación sustancial del régimen, pero sí un deseo, más o menos vago, de aflojar los severos controles de otros tiempos.

Un factor esencial para explicarla consiste en el optimismo engendrado por el crecimiento económico y la ausencia de una oposición efectiva. Esta situación pudo llegar a influir en el propio Franco en materias como la Ley de Prensa. Sin embargo, como es lógico, en los políticos jóvenes, de adscripción no muy precisa, pudo ser todavía más importante. Mejores gestores que muchos de los del pasado porque tenían mayor formación y conocimientos burocráticos, se consideraban muy lejanos del mundo del partido único. Eran, además, conscientes de la necesidad de sustentar el régimen en una estructura institucional y no tan sólo en la vida de una persona. De ahí su urgencia por plasmar en disposición legal aquello que llevaba años sin acabar de decidirse: como escribió Silva Muñoz sin el cambio ministerial la ley de prensa hubiera seguido «durmiendo». Resulta muy posible, además, que fueran de algún modo conscientes de la fragilidad a medio plazo de un régimen de cuya estabilidad dependía su vida política personal. En el diario de López Rodó se encuentra una anotación a comienzos de 1968 de acuerdo con la cual el régimen sería «un anacronismo y un estorbo» a los ojos de la sociedad española.

La apertura no fue lo mismo que la institucionalización, pero ambas estuvieron relacionadas. Carrero, por ejemplo, no puede alinearse con la primera, pero siempre (y de forma particular desde 1958) defendió la segunda como procedimiento de prolongación en el futuro del régimen. «Si el Rey recoge los poderes que tiene V. E.» —le escribió a Franco en una ocasión— «es para sentirse alarmado porque lo cambiará todo». Para los más jóvenes ministros de manera espontánea institucionalizar quería decir hacerlo desde unos parámetros lejanos al fascismo (aunque también a la democracia). Institucionalización y apertura no fueron, en definitiva, obra exclusiva de un sector dentro del régimen, sino de la mayor parte de toda una generación de dirigentes o de una situación percibida por quienes llevaban más tiempo en la nave de mando de la dictadura. Tampoco la congelación de la misma fue obra de un sector, sino de un sentimiento de peligro que amenazó a todos. Como veremos al tratar de manera pormenorizada de los principales temas políticos del momento, las posiciones en muchos se entrecruzaron y adquirieron sentidos diversos según los temas de debate y las cuestiones en juego. Fraga puede ser considerado aperturista en cuanto al Movimiento y en cuanto a la aprobación de su Ley de Prensa, pero no en cuanto a su aplicación. La ambigüedad del término «apertura» se aprecia especialmente en cuestiones como la sindical: puede considerarse «aperturista» recortar el poder de unos sindicatos que no eran democráticos, pero también hacerlos más representativos. Nadie, sin embargo, trató de que esos sindicatos fueran democráticos por completo.

Se ha solido identificar —más adelante veremos hasta qué punto tal afirmación tiene sentido— la apertura con el sector tecnócrata del Gobierno formado en 1962, del que, en definitiva, el que le siguió en 1965 no fue sino una continuación. En realidad, siempre hubo en el franquismo personas que llegaban hasta los más altos cargos en función de su preparación técnica y su capacidad de gestión. Ahora, no obstante, en la última fase del régimen los técnicos se hicieron cada vez más frecuentes, mientras que las «familias» se desdibujaban, se convertían en perfiles demasiado nítidos para propiciar una carrera política o eran bastante semejantes a clientelas, tan sólo unidas por una vaga identificación programática, aunque hubiera también intereses de promoción personal. Ante todo y sobre todo, los tecnócratas fueron la clientela reunida en torno a Carrero Blanco, cuya influencia se hacía creciente y a quienes sus adversarios identificaron con el Opus Dei. En realidad, hubo posiciones distintas (sobre todo, de índole generacional) entre quienes pertenecieron a esta asociación, pero un número elevado de sus miembros, vinculados o no a López Rodó, desempeñó un papel crucial por estos años en los Gobiernos de Franco. De todos modos, en su trayectoria personal no eran muchas las diferencias que les separaban del resto de la clase dirigente de la época.

Así se percibe con la mención a las dos personalidades más relevantes que entraron a formar parte del Gobierno en 1965. Laureano López Rodó llegó al Gobierno después de haber sido secretario general técnico de Presidencia en 1956 y subsecretario del Plan de Desarrollo desde 1962. Miembro del Opus Dei, en su caso cabe hablar de una perfecta identificación con Carrero, que, sumada a la que éste tuvo con Franco, le daba una influencia considerable. Su personalidad grisácea, ordenada y absorbente no le concedió popularidad, y su alejamiento del Movimiento tampoco le logró un apoyo de carácter burocrático, pero la Comisaría del Plan que dirigió le permitió crear una amplia clientela. La tecnocracia que él representaba se asemejaba a aquellos sectores que, durante el reinado de Fernando VII, se hicieron representantes de una cierta tendencia moderada, repudiada a la vez por los «ultras» y los liberales. El otro ministro muy significativo en el Gobierno de 1965 fue Federico Silva Muñoz, titular de Obras Públicas, que en sus rasgos personales y en su actuación vino a ser un caracterizado representante de la transformación de la «familia» católica del régimen, ahora mucho menos interesada en un programa político y, en cambio, más capaz del desempeño de responsabilidades de gestión en carteras económicas. A él cabe también adscribirle a la línea política mencionada; aunque asegura en sus memorias que pocos procedentes del mundo católico le siguieron, también tuvo una clientela, aunque más modesta. En realidad, la mayor parte de los nuevos ministros (y otros, como Oriol en Justicia, Espinosa en Hacienda, García Moneó en Comercio…) se alineaban tras Carrero, que era la figura más influyente del gabinete.

Así se demostró cuando, en septiembre de 1967, se convirtió en vicepresidente del Gobierno, sustituyendo a Muñoz Grandes. Éste venía a representar, en el mundo militar, al sector falangista o, si se quiere, «movimentista», que desde 1962 venía manteniendo una postura significativamente diferente sobre los problemas de institucionalización del régimen que el sector encabezado por Carrero. El cese de Muñoz Grandes, que conservó la jefatura del Estado Mayor, se debió probablemente a sus diferencias con Franco («estamos hartos de discutir», le dijo a Fraga), principalmente por la cuestión de la Monarquía, a la que, como falangista, Muñoz Grandes era particularmente reacio. El hecho confirma el relevante papel desempeñado por un Carrero que veía en él un peligro para sus presuntos afanes regencialistas, o quizá también testimonia que su promoción al puesto de vicepresidente no se debió a otro motivo que el deseo de despejar la incógnita de lo que pudiera suceder en caso de un accidente como el sufrido por Franco en 1961. En cualquier caso, la influencia de Carrero nacía de su condición de persona de la más absoluta confianza de Franco, de quien siempre se declaró devoto. Poco ambicioso y menos aún deseoso de publicidad, Carrero careció de la flexibilidad de Franco, pero había ido aumentando en su aprecio gracias a que por su condición de secretario fiel adquirió una identificación absoluta con él, a pesar de que su integrismo religioso fuera mucho mayor y tendiera a distanciarse de la Falange y de sus hombres. Siempre, desde los años cuarenta, jugó el papel de «eminencia gris» del dictador, aunque éste no siguiera de manera completa sus consejos. Ahora, no obstante, con la vicepresidencia, su papel político adquirió visibilidad; aunque se habló de la posibilidad de que Nieto Antúnez ocupara la vicepresidencia, esta especulación parece carente de fundamento. Como para compensar, Franco atribuyó a Fraga —y no a López Rodó, como Carrero hubiera querido— la secretaría del Consejo de Ministros.

Fue el Gobierno de 1965 quien llevó a cabo la institucionalización y la apertura del régimen en un período relativamente corto, que concluyó en un inmediato reflujo de las actitudes aperturistas y en la aparición de posturas contrapuestas sobre los más variados aspectos de la política interna. De las diferentes normas legales e iniciativas aprobadas hubo una que resultó importante para cambiar las pautas mentales y culturales de la sociedad española (Ley de Prensa); otras se refirieron a la clase política del régimen (Ley Orgánica, Movimiento y Reforma Sindical), mientras que la elección de heredero y sucesor resultaría de una importancia decisiva para el futuro de España.

Desde el punto de vista de su importancia para la sociedad española resulta difícil exagerar la trascendencia de la Ley de Prensa de 1966, que fue, además, la primera norma institucionalizadora. Hasta entonces el régimen de dicho medio de comunicación había sido de una enorme dureza, como nacido en una etapa bélica; baste recordar que había sido teorizado por Arias Salgado como de «prensa orientada». Fraga, con su característica tenacidad, anunció en 1962 la inmediata aprobación de la nueva ley, pero el proceso para llegar a la misma fue extraordinariamente complicado, a través de numerosos borradores redactados por otras tantas comisiones. Franco dijo en diversas ocasiones a Pemán que no conocía nada más tonto que un censor y que a él no le importaría gobernar con plena libertad de prensa, pero la realidad es que las notas que sobre esos borradores escribió parecen demostrar más bien una profunda reticencia respecto de ella. Su actitud nacía de una prevención extremada que le llevaba a considerar como delito no sólo cuanto atentase contra los principios del Movimiento (ya de por sí bastante vagos), sino también la divulgación morbosa de hechos inmorales.

También quería, en cualquier caso, la estricta responsabilidad del director de un medio de comunicación de cuanto apareciera en él y la posibilidad de restablecer la censura previa mediante una simple decisión del Gobierno, aparte de desconfiar profundamente de la empresa periodística y más si tenía capital extranjero. Pero, aun admitiendo que no creía en la libertad de prensa, quizá porque no podía dejar esa papeleta a su sucesor o por la confianza nacida de la inoperancia de la oposición, acabó por aceptarla.

En estas condiciones la ley, presentada por Fraga como «un medio para mantener limpia España, no para mancharla y menos destruirla», dispuso de muchas y muy rigurosas cautelas para evitar que con ella se causara un peligro al régimen. El Estado se reservaba el derecho de inspeccionar la inscripción de los diarios, incluso pudiendo anularla, y, a través de la agencia Efe, controlaba las noticias del extranjero; podía recurrir al secuestro preventivo de una publicación y también sancionarla por la vía administrativa; por si fuera poco, los límites a la libre expresión de las ideas eran tan genéricos como «el respeto a la verdad y a la moral» y el debido «a las instituciones y personas en la crítica de la acción política y administrativa». En suma, la ley resultaba intencionadamente ambigua: sólo así pudo ser aprobada, pero las consecuencias las padecieron, con el transcurso del tiempo, los periodistas.

Con todo, el efecto de la Ley de Prensa fue netamente positivo. El escritor y director de diario Miguel Delibes pudo decir que si «antes te obligaban a escribir lo que no sentías y ahora se conforman con prohibirte lo que sientes, algo hemos ganado». En primer lugar, se produjo una inmediata multiplicación de las publicaciones: aparecieron 129 nuevas, de las que ocho eran diarios y tres se publicaban en Madrid. Pero en segundo lugar (y esto es más importante) la prensa pudo romper con lo que había sido su comportamiento habitual hasta entonces. Según Pía, consistía en hinchar noticias que no sucedían y cortar las que pasaban de verdad. Pero, en tercer lugar y sobre todo, la prensa pudo contribuir de manera decisiva a divulgar los principios y normas en los que se basa la democracia e incluso llegar a convertir ésta no sólo en algo conocido, sino habitualmente admitido por los españoles. Nada de ello se hizo sin dificultades, en muchos casos muy grandes.

Las primeras nacieron de la inmediata introducción de normas restrictivas tan sólo unos meses después de la aprobación de la ley, como la modificación del Código Penal en 1967 y una abusiva Ley de Secretos Oficiales el año siguiente (el estado de excepción de 1969, como es lógico, también afectó gravemente a la prensa). La misma legislación proporcionaba, por su parte, posibilidades de sanción muy amplias. Ya en 1966 hubo 22 expedientes concluidos en multa, cifra que creció a 72 y 91 en los dos años siguientes; en general, afectaban a pequeñas publicaciones, normalmente de significación religiosa, pero en septiembre de 1968 el diario madrileño El Alcázar vio cambiada su dirección y empresa por el procedimiento de que el Gobierno rectificara la inscripción de la misma en el registro correspondiente. El diario había crecido de 25 000 a 140 000 ejemplares en 1963-1968 y con la nueva empresa de extrema derecha a la que fue entregado se había hundido en 1975 hasta los 13 000 ejemplares de circulación.

Estas sanciones eran la consecuencia de la propia ley y de la dureza con que la aplicó quien la había redactado, pero también por la presión del resto de la clase política del régimen y, en primer lugar, del propio Franco, quien recomendó al ministro «no ser demasiado buena persona», a pesar de lo que dijera a Pemán respecto de la libertad de prensa. Fraga estaba, además, presionado por sus propios adversarios en el Consejo de Ministros: según cuenta en sus memorias López Rodó aseguraba que con la ley el Gobierno se sentaba perpetuamente «en el banquillo», mientras que el responsable de Orden Público, Alonso Vega, era todavía más expresivo: «Me cago en la ley», decía. Fraga, por sí mismo, ya tenía una concepción francamente limitada de la libertad de prensa, pero todas estas presiones le hicieron llegar a la conclusión de que «mejor que perder la Ley de Prensa es aplicarla con todas sus consecuencias», entendiendo por éstas las sanciones. En sus adversarios —él atribuía esta condición a los miembros del Opus Dei— veía, por un lado, un deseo de boicotear la ley por liberal, pero también de destruir al régimen desde fuera (en el diario Madrid), lo que incrementó su indignación. Con independencia de proceder a las sanciones se sirvió de la prensa del Estado —en especial, de Pueblo, de Emilio Romero— contra la independiente y no descuidó la propaganda. «Como se están publicando muchas cosas adversas sobre la Guerra Civil con aparente rigor» —le había escrito Franco—, «conviene abandonar la política de abstención y prestar apoyo a obras que lo merezcan y que puedan recibir de nosotros documentación». En adelante un servicio en el Ministerio de Información y Turismo quedó dedicado a esta tarea.

Los antecedentes remotos de la Ley Orgánica deben remitirse a los proyectos de Arrese y al conjunto de proyectos redactados, como alternativa, durante el Gobierno de 1962. En su fórmula final el proyecto estuvo redactado en el verano de 1966 y fue sometido a referéndum a finales de año y promulgado en enero de 1967. La responsabilidad esencial con respecto a su contenido cabe atribuirla a Carrero y sus más inmediatos colaboradores, aunque fueron muchas las plumas que intervinieron en la redacción. De la mayoría de ellas cabe, sin embargo, decir lo que Silva Muñoz expresó de la intervención: «Me recogieron muchas cosas y me desecharon pocas pero sustanciales». Carrero mismo había sido quien principalmente contribuyó a convencer a Franco de que aceptara esta institucionalización (de la experiencia con Arrese había llegado a la conclusión de que era imposible una fórmula que satisficiera al conjunto de las familias del régimen).

No faltaron, sin embargo, tensiones entre los diversos sectores a la hora de determinar sus contenidos: sólo en el último momento Carrero consiguió hacer desaparecer la mención al Movimiento, al tratar del Consejo Nacional, así como el requisito de que el secretario general fuera elegido en terna por dicho Consejo, tal y como había sido originariamente previsto. Los sectores más falangistas hubieran deseado que el Consejo Nacional tuviera funciones semejantes a las de un Tribunal Constitucional y permitiera la supervivencia del partido único, apenas transfigurado.

Fraga asegura en sus memorias que aquél fue un gran momento perdido para la evolución del régimen, pero todo hace pensar que desde un principio estaba bien claro que los propósitos de una disposición como ésta fueron limitados y que no concluyeron en nada semejante a la homologación del régimen español con uno democrático.

Fernández Carvajal, el mejor estudioso de la Ley Orgánica, la definió como un intento de convertir una dictadura constituyente en una monarquía limitada y contrapesada por instituciones que eran aquéllas, originariamente fascistas, en las que hasta entonces se había fundamentado el régimen. El presidente del Gobierno aparecía, como ya lo había hecho en 1957, pero no fue nombrado y, por tanto, su aparición en la ley no pudo considerarse como una innovación inmediata. El Consejo Nacional siguió siendo un residuo «movimentista», reservado para personalidades que tuvieran una larga solera en el régimen, o con la pretensión de actuar periódicamente como si fuera una especie de supremo guardián de las esencias del régimen. La verdadera novedad estuvo en la configuración de un sector de las Cortes, el de los procuradores llamados «familiares», sujetos a un tipo de elección directa que, aunque estuviera sujeta a todo tipo de cautelas, exigía tomar en consideración la opinión pública. En realidad, los procuradores familiares eran sólo 108 (frente a los 150 sindicales) y, además, representaban un número de votos muy variable, al existir dos por provincia y, por tanto, contar mucho más, por ejemplo, el voto de Soria que el de Barcelona. La ausencia de asociacionismo político creaba además una especie de nuevo régimen censitario en el sentido de que sólo quienes tuvieran una enorme fortuna personal o apoyos financieros externos podían concurrir a los procesos electorales. Lejos de considerar que esta situación debía ser solucionada con financiación pública de las campañas, Carrero llegó a pensar, más adelante, que era preciso prohibir la propaganda.

Con todo, las elecciones en que se estrenó la nueva composición de las Cortes fueron animadas, y, por ejemplo, dos gobernadores civiles fueron derrotados como candidatos. En algunos sitios personalidades independientes, nunca enfrentadas al régimen, consiguieron ser elegidas. La primera etapa de la legislatura, iniciada en 1967, estuvo bajo el protagonismo de esos procuradores familiares, que se reunieron sucesivamente en varias localidades españolas. En agosto de 1968 una reunión en Melilla fue impedida por el Ministerio de la Gobernación sin tener para nada en cuenta a la propia Presidencia de las Cortes, y a partir de ese momento la acción de los procuradores familiares tendió a diluirse y a perder cualquier significación reivindicativa.

En realidad, la Ley Orgánica en sí no determinaba por completo los perfiles del sistema político institucionalizado por Franco, sino que eran necesarias disposiciones complementarias en cuya discusión se agriaron las relaciones de las distintas familias del sistema y de los ministros, siendo el resultado, en la mayor parte de los casos, una interpretación restrictiva de lo que podía haberse convertido en una versión algo más amplia de la apertura. Quizá la excepción parcial a esta afirmación esté representada por la Ley de Libertad Religiosa, de junio de 1967, ahora propuesta por Justicia y no por Exteriores, a pesar de que, en realidad, sólo permitió la tolerancia y motivó la máxima oposición de los más cerrados falangistas, que veían en la aparición de un posible pluralismo religioso el indicio de la implantación del político. En cambio, el resto de las disposiciones de desarrollo de la Ley Orgánica interpretaron ésta en sentido restrictivo y provocaron una conflictividad importante en el seno del régimen.

La Ley sobre el Movimiento Nacional, de comienzos de 1969, no redujo éste a una genérica comunión de los españoles alineados originariamente con el régimen, sino que potenció el aspecto organizativo o burocrático y, por tanto, también el recuerdo de los años azules del régimen. Las discusiones en Consejo de Ministros fueron duras y enconadas. Silva Muñoz cuenta en sus memorias que se le vetaron enmiendas tan inocuas como sustituir el término «jefe» provincial por «presidente» y que el propio Franco desautorizó a su subsecretario por adoptar una actitud crítica respecto a los falangistas. En relación con este proyecto hubo otro destinado a la vertebración de las asociaciones políticas que significativamente las sometía a la tutela del Consejo Nacional, pero que daba bastantes facilidades para que pudieran existir. El proyecto fue aprobado en el verano de 1969, pero inmediatamente entró en barrena, como consecuencia de las tensiones internas y por la prevención habitual de Franco a formalizar el pluralismo que en su régimen se daba.

También la Ley Orgánica imponía una transformación del sindicalismo oficial, que ya había ido transformándose lentamente con el transcurso del tiempo, pero que ahora debía adaptarse al nuevo marco constitucional. En 1967 tuvo lugar una amplia consulta sobre el particular, y en el Congreso celebrado en mayo de 1968 en Tarragona la propia Organización Sindical hizo una propuesta que, como solía ser habitual en los organismos del Movimiento, empezaba por reivindicar la autonomía para concluir en la voluntad de que el ministro del ramo fuera elegido por la propia Organización Sindical, de forma parecida a como Arrese en otro tiempo había pedido para la Secretaría General. Como también resultaba de esperar, el resultado de esta propuesta fue, con el paso del tiempo, que a los sindicatos, que nunca alcanzaron a tener su propio ministro, les fue impuesto uno. Por el momento, sin embargo, las mayores dificultades de los institucionalizadores del sindicato residieron en la Iglesia, quien no dudó en afirmar, en un documento del verano de 1968, que la legislación española sobre la libertad sindical y la huelga tenía poco que ver con las enseñanzas pontificias. Sólo una veintena de los obispos más conservadores estuvieron dispuestos a ver con benevolencia la reforma sindical, propiciada desde las alturas y fundamentada, en realidad, en el deseo de supervivencia de la línea jerárquica, no electiva. El debate sobre el sindicalismo llegó a ser tan intenso, que esta cuestión acabó por ser declarada, paradójicamente, secreto oficial.