La evolución de la Iglesia española, principalmente a partir de la recepción en nuestro país del Concilio Vaticano II, constituye, al mismo tiempo, una prueba del cambio de mentalidad respecto de todas las cuestiones, incluidas las políticas, de la sociedad española y fue, sin duda, un motor de aquélla, a pesar de que, con el transcurso del tiempo, esta realidad se fuera convirtiendo en menos evidente. Dado el enorme poder social de la Iglesia en los años cincuenta, en España difícilmente otra institución social podría haber desempeñado un papel semejante, mientras tampoco era posible, dada la fundamentación que del régimen hacía en sus momentos iniciales, que otra hubiera podido actuar de una forma relativamente autónoma y con posibilidades de afectar tan directamente a la esencia de la mentalidad imperante.
Para apreciar la magnitud del cambio acontecido es, sin duda, necesario remontarse a una etapa inmediatamente anterior. Bien entrados los años cincuenta todavía gran parte de la jerarquía y de los católicos españoles participaba de una profunda conciencia de identidad entre España, el régimen y el catolicismo. Aurelio del Pino, obispo de Lérida, aseguraba que «lo que eleva a Franco a alturas alcanzadas por pocos en la historia es su maravillosa labor en la transfiguración cristiana de los individuos». Especialistas en materias de catolicismo social aseguraban que «todo el cristianismo es un gigantesco sindicato vertical», y en diciembre de 1957 hubo una propuesta de que Franco fuera nombrado cardenal, parangonándolo con los emperadores Constantino y Carlomagno.
Pero por esas mismas fechas esas actitudes empezaban ya a convertirse en extravagantes y, además, en parte se debían a una evolución interna del propio catolicismo. Ya hemos visto cómo el nacional catolicismo, mucho más que una teología o una doctrina precisa, fue una mentalidad que conectaba perfectamente con la de los vencedores en la Guerra Civil. Caracterizado por una estrecha vinculación al Estado, por una «insaciabilidad» que pretendía que el catolicismo español era el más puro y exigía un plus de ortodoxia para él y para sus manifestaciones en todos los terrenos, intolerante y alejado de las corrientes de más allá de nuestras fronteras, el nacional catolicismo tenía, además, otros rasgos que le permitían convertirse en autocrítico. Es cierto que quienes en la jerarquía expresaron durante los años cincuenta reticencias respecto del régimen, partieron de posiciones especialmente integristas, como Segura y Pildain, aunque el segundo también defendiera la autonomía de las asociaciones católicas en el terreno social; incluso puede añadirse que aquélla apenas si expresó en documentos posiciones oficiales sobre problemas colectivos de trascendencia.
Pero el nacional catolicismo tenía un fondo de espontaneidad y sinceridad; por ello no podía dejar de tener muy en cuenta la realidad de la vida religiosa española. Ésta se caracterizaba por una intensa movilización a través de las asociaciones de apostolado, pero otra cosa fue que realmente existiera un sentimiento profundo, libre de ataduras con lo político, una cultura religiosa a la altura del momento o una traducción en el terreno social de las enseñanzas de Roma. En no pocas ocasiones entidades como las Hermandades Obreras de Acción Católica o la Juventud Obrera Católica ya desde los años cuarenta chocaron con las entidades sindicales oficiales. Por otro lado, la reivindicación de una pureza y una exigencia católica chocaba con la realidad de que los inmensos seminarios construidos en estos años albergaban una más que dudosa teología, reducida, en la práctica, a una moral formalista. Incluso el relevante papel de la prensa católica queda muy reducido por el hecho de que a las limitaciones normales de un régimen de censura se sumó, hasta los años cincuenta, el nombramiento gubernativo de los directores de los periódicos.
La autocrítica aparecida en el catolicismo español a finales de los años cincuenta estuvo centrada a veces en motivos sociales, pero apareció, sobre todo, en reductos intelectuales, laicos o no. Incluso algunos miembros de la jerarquía, como el luego cardenal Tarancón, dieron cuenta en sus enseñanzas de la disparidad entre la apariencia de un catolicismo pujante y la realidad de unas doctrinas sociales poco practicadas. Pero este caso resulta un tanto excepcional, porque lo cierto es que el movimiento autocrítico tuvo un tono eminentemente intelectual. En las llamadas «Conversaciones Católicas de San Sebastián y Gredos», en que participaron algunos de los intelectuales más relevantes de la España del momento, desde Marías a Aranguren, pasando por Laín Entralgo, el movimiento autocrítico prefiguró, en algún modo, aunque de manera balbuciente, lo que luego sería el impacto del Concilio Vaticano II en España. Marías, defensor de lo que podríamos denominar «un catolicismo liberal», ha escrito que si este tipo de encuentros hubieran perdurado, la Iglesia española hubiera podido ahorrarse una gran parte de su crisis posterior. Pero quizá resultó más influyente en los medios católicos Aranguren, quien con el paso del tiempo pasó de una absoluta identificación con el mundo intelectual del régimen a una posición situada muy a la izquierda. Su libro Catolicismo y protestantismo como formas de existencia (1952) señaló el primer paso en esa evolución.
Esa generación intelectual tuvo siempre una clara procedencia católica, mientras que las que le siguieron pasaron por la experiencia de un catolicismo agobiante en su presencia, en especial en el mundo educativo, pero, además, impuesto en el conjunto de la vida social, lo que explica su posterior anticlericalismo (y antifranquismo). A través de este mundo intelectual autocrítico, más en contacto con el catolicismo europeo de la época, apareció, por vez primera, la expresión de una mentalidad nueva que poco tenía que ver con al menos una de las funciones más importantes que el catolicismo había desempeñado respecto del régimen. Para éste el catolicismo había jugado una función parapolítica (proporcionándole cuadros a través de una de las familias típicas de su pluralismo peculiar) o, crecientemente, una función tribunicia (es decir, siendo vehículo de reivindicaciones sociales). El catolicismo había sido, sin embargo —también y de manera principal—, el intelectual orgánico del sistema político, aunque no el único, y esa mentalidad renovadora entró en conflicto directo con él.
Al margen de este cambio de mentalidad en los medios intelectuales, es preciso constatar también que, con el paso del tiempo, desde finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, emergió una creciente actitud disidente en los medios del catolicismo social y en aquellas regiones caracterizadas por la existencia de una fuerte cultura propia. A comienzos de los sesenta el propio Franco pensó escribir una carta al Papa quejándose de que la «urgencia revolucionaria» de los movimientos apostólicos era intolerable y de que algunos prelados vascos carecían de condiciones para regir sus diócesis. En efecto, desde 1959 la Acción Católica española había adoptado una organización fundamentada en la especialización y en el compromiso con las realidades temporales, lo que, con el paso del tiempo, le llevó a chocar con muchos aspectos de la realidad española. Así se pudo apreciar, por ejemplo, en lo que respecta al sindicalismo oficial, al que incluso miembros de la jerarquía consideraban como «un cascarón vacío de contenido». En este terreno las diferencias existentes eran abismales entre el propio Pía y Deniel, primado de España, siempre muy colaboracionista, pero defensor de la JOC o la HOAC, y un sindicalismo oficial que se seguía proclamando como más democrático que el europeo. La situación se agravó cuando en 1962 militantes de la HOAC y de la JOC participaron en las huelgas asturianas. Como consecuencia de ello recibieron fuertes multas los presidentes de ambas asociaciones, mientras que al consiliario de la segunda, futuro obispo, se le suspendían las licencias eclesiásticas.
También a comienzos de los sesenta aparecieron signos de disidencia en los medios católicos vascos y catalanes. Ya en 1960 la protesta ante la presencia de Franco en Barcelona tuvo como principales protagonistas a personas como Jordi Pujol, procedente de esos medios y condenado a siete años de cárcel. Ese mismo año más de trescientos sacerdotes vascos redactaron un escrito de protesta expresivo de su distancia con respecto al régimen; cuatro años después unos 400 sacerdotes catalanes hacían lo propio. En 1963 el abad de Montserrat declaró que, aunque el régimen se declarara católico, en realidad no lo era. Lo característico de estas posturas es que, muy minoritarias en un principio, no tardaron en convertirse en algo habitual. La apariencia diaria, sin embargo, no testimoniaba tan grave peligro para el régimen. Todavía en 1964, cuando se celebraron los veinticinco años del mismo, fue posible editar sin resistencia el conjunto de declaraciones oficiales de la jerarquía que establecían su estrecha vinculación con el catolicismo. De ese mismo año data una concentración de más de un millón de personas en Madrid para rezar el rosario, ceremonia inspirada por un sacerdote norteamericano, pero que testimonia una propensión hacia el ceremonial barroco y contrarreformista, al mismo tiempo que expresa la influencia social de la religión en España.
Sin embargo, hubo de ser el Concilio Vaticano II el que contribuyera de manera sustancial a cambiar el catolicismo español, de modo que para él jugó un papel mucho más decisivo que en otras latitudes. El punto de partida predominante en la Iglesia fue de un claro alejamiento de la sensibilidad que presidió el Concilio. Ya en 1961 no sólo la jerarquía española estaba interesada de forma especial en condenar el comunismo como «intrínsecamente perverso», sino que sus miembros eran, por trayectoria personal y antecedentes, ajenos por completo a la libertad religiosa, el pluralismo y a la misma concepción de la independencia entre Iglesia y un Estado católico. Cuando el cardenal Montini se pronunció a favor de esto último el ministro de Asuntos Exteriores español intentó que los cuatro cardenales españoles intervinieran en su contra. Luego Montini fue elegido Papa, decisión que Franco recibió «como un jarro de agua fría».
En estas circunstancias el papel de la Iglesia española en el desarrollo de las sesiones conciliares no puede ser calificado de brillante: apenas proporcionó el 5 por 100 de los padres conciliares, que no actuaron coordinadamente y, además, se alinearon en su mayor parte con la minoría más retardataria. Así sucedió, por ejemplo, respecto de la libertad religiosa: a un obispo español —el citado Aurelio del Pino— se le retiró el uso de la palabra cuando afirmaba que aquélla era «inadmisible», y existió el propósito de dirigir una carta al Papa acerca de esta materia por parte del grueso de los obispos españoles. Otra cuestión controvertida fue, como es lógico, la del nombramiento de obispos. En general, puede decirse que en muchas materias el Concilio Vaticano II no hizo otra cosa, en relación con el catolicismo de muchos países, que ratificar cuanto se había practicado durante años, pero para el catolicismo español fue una revelación, aceptada por los propios padres conciliares españoles con plena sinceridad, aunque luego a la hora de poner en práctica las consecuencias se cometieran graves errores.
También es cierto, sin embargo, que pudo llegar un momento en que la tensión, ya larvada durante los años precedentes, entre la actitud más renovadora y la más retardataria tuviera como consecuencia un estallido en el catolicismo español. La propia concepción de la Iglesia como «sociedad perfecta», característica del nacional catolicismo, chocaba con las tesis conciliares y, por supuesto, lo mismo sucedía respecto a la visión de los derechos de la persona que se desprendía de los textos aprobados en relación con las instituciones políticas españolas.
Una consecuencia directa, inmediata y obligada del Concilio Vaticano II fue la aprobación de una Ley de Libertad Religiosa en el verano de 1967. Hasta esta fecha la situación de los protestantes en España era lamentable: tenían problemas con las autoridades civiles por la traducción de sus versiones de la Biblia, por sus ceremonias religiosas, que no podían ser públicas, e incluso por los edificios de culto, que debían carecer de rótulos que indicaran que lo eran. El proyecto original de la disposición, redactado por Castiella, que se alineó con los sectores más aperturistas en este aspecto, motivó serias reticencias por parte de Carrero Blanco y recortes del Ministerio de Justicia, que todavía aumentaron al llegar a las Cortes. La ley supuso una mejora considerable de la situación legal de los cultos diferentes del católico en España: en adelante se permitiría el matrimonio civil de los no católicos, que no serían obligados a participar en actos religiosos durante el servicio militar ni tampoco en la enseñanza oficial. Aun así, e incluso teniendo en cuenta su aplicación con criterio generoso, los propios organismos católicos la consideraron insuficiente. Para un número elevado de dirigentes del régimen la introducción del pluralismo religioso llevaba de forma obligada al político.
Mucho más decisiva que este cambio en la legislación resultó la modificación interna experimentada por el catolicismo español. El Concilio Vaticano II empezó por tener un indudable impacto sobre la propia jerarquía eclesiástica. Hay que tener en cuenta que un año después de su conclusión (1966) todavía el 83 por 100 de los obispos habían sido nombrados de acuerdo con el procedimiento del derecho de presentación previsto en el Concordato de 1953; además, dos tercios tenían más de sesenta años y una cuarta parte superaba los setenta y cinco, y sólo tres eran menores de cuarenta y cinco años. Por si fuera poco, casi la mitad llevaban más de veinte años de episcopado y la inmensa mayoría había sido ordenada antes de la Guerra Civil y procedía del medio rural. Durante el período 1965-1971 fueron nombrados nada menos que 42 obispos nuevos, es decir más de la mitad del total. Además, en la última etapa del franquismo, dadas las disparidades entre autoridades civiles y eclesiásticas, se convirtió en habitual el nombramiento de obispos auxiliares, para lo que no se exigía ningún género de intervención estatal.
Este cambio en la jerarquía, sustituyéndola por otra más joven y dotada de una mentalidad diferente, contribuyó a que cambiara de forma significativa el contenido de sus enseñanzas. Desde 1966 funcionó la Conferencia Episcopal como órgano colegiado, en sustitución de la Conferencia de Metropolitanos anterior; en la práctica los cambios fueron, de momento, leves porque quienes la presidieron —Quiroga y Morcillo— participaban de una mentalidad bastante retardataria y, además, votaban los obispos dimisionarios y no lo hacían los auxiliares, mucho más jóvenes. Todavía en esa fecha el documento aprobado sobre «La Iglesia y el poder temporal» testimonió tener un empeño principal en el mantenimiento de una relación con el Estado vigente sustancialmente idéntico al existente.
La situación, sin embargo, cambió a partir de finales de la década de los sesenta.
En ello jugó un papel muy directo, en primer lugar, la propia Roma, en especial el papa Pablo VI. Para él el catolicismo español debió ser un frecuente motivo de preocupación por su incapacidad para la renovación y para estar a la altura de su tiempo, a pesar del elevado número de vocaciones religiosas y la confesionalidad del Estado. En ello no debió ser muy diferente su juicio del de muchos otros católicos en el mundo intelectual de otras latitudes. En junio de 1969 el Papa declaró su «paternal afecto» por España, pero, al mismo tiempo, mostró una cierta inquietud por ella, añadiendo que «deseamos para aquel noble país progreso ordenado y pacífico y esperamos a tal fin que no falte el sabio valor en la promoción de la justicia social, cuyos principios han sido delimitados a menudo y claramente por la Iglesia». No parece que ninguna decisión importante acerca de España se tomara sin la anuencia del propio Papa, pero sin duda le correspondió un papel decisivo en la ejecución de este cambio al luego cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Obispo a la temprana edad de treinta y ocho años, Tarancón, como hemos visto, puede ser considerado, dentro del episcopado, como una personalidad autocrítica, aunque el contenido de sus pastorales que causaron mayor impresión en los años cuarenta y cincuenta no se refería a ningún aspecto decisivo del régimen político existente, sino a problemas prácticos como el del racionamiento. Nunca utilizó el término «dictadura» para aludir al régimen de Franco, al que se refirió como Caudillo en algún escrito íntimo. No fue, pues, frente a la imagen que de él dio la extrema derecha, un obispo «político» e intrigante; tampoco se caracterizó por el paso de un extremo a otro, sino por el deseo de lograr articular las dos tendencias en que se dividió la Iglesia española (había adquirido fama de pacificador al frente de la diócesis de Oviedo, significada por sus conflictos sociales). Le caracterizó, en cambio, una profunda preocupación pastoral, siempre en contacto con Roma, una facilidad evidente para la comunicación y el liderazgo y buenas dosis de sentido común en un momento en que se corría el peligro de una profunda división del catolicismo español. Además, desde mediados de los años cincuenta, al ser secretario de la Conferencia de Metropolitanos, había personificado a la jerarquía española.
De todos modos, sólo ya en los setenta estuvo al frente de la Conferencia Episcopal. En 1969 sólo le faltaron tres votos para superar a Morcillo, pero la enfermedad de éste, el hecho de que fuera elegido como vicepresidente y la rápida sucesión al frente de la diócesis de Madrid cuando aquél falleció demostraron hacia dónde se inclinaban la Santa Sede y la tendencia renovadora. También estuvo claro que la posición del régimen era muy distinta: Morcillo, que no había recibido el cardenalato, fue honrado, en cambio, con la concesión de la máxima condecoración española.
Mientras tanto y hasta la consolidación en la Conferencia Episcopal de la victoria de lo que ha sido denominado como el «extremo centro», identificado con Tarancón, menudearon los incidentes con las autoridades civiles, principalmente por motivos derivados de sus doctrinas sociales o sindicales. El ministro de la Gobernación, general Alonso Vega, constató en 1970 que «ya la fe católica no es el principal arma contra nuestros demonios familiares».
La victoria de la tendencia personificada por Tarancón en realidad fue también la de una Iglesia ya renovada. Una encuesta realizada entre miles de sacerdotes demostró que sólo una quinta parte estaban de acuerdo con el tipo de relaciones existentes entre Iglesia y Estado y que un porcentaje superior tenían ideas próximas a alguna forma de socialismo. En septiembre de 1971 se celebró la llamada Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, que reveló un cambio sustancial de postura por parte de unos y otros. Testimonio de la diferencia de mentalidad con respecto al pasado es, sin duda, que una de las proposiciones que obtuvo mayoría en la Asamblea, pero que no pudo ser aprobada por carecer del suficiente margen de votos, se refería a la Guerra Civil y pedía perdón por el hecho de no haber sido en el pasado la Iglesia un instrumento de reconciliación de los españoles. Ya en 1972 un documento sobre el apostolado seglar, aprobado por la Conferencia Episcopal, llamaba al compromiso del cristiano «en la transformación de las estructuras sociales, políticas y económicas» para combatir «la falta de libertad». En enero de 1973 un nuevo documento episcopal sobre «La Iglesia y la comunidad política» afirmó la incompatibilidad de la fe con un sistema «que no busque la igualdad, la libertad y la participación». Más adelante, en noviembre de 1974, la Conferencia Episcopal dijo sentirse «obligada a apoyar una evolución en profundidad de nuestras instituciones a fin de que garanticen eficazmente los derechos fundamentales de los ciudadanos».
Como luego diría el cardenal Tarancón, que desempeñó un papel de primera importancia en el proceso de cambio, éste se debió a unas razones clara y estrictamente eclesiales, no políticas, sino religiosas, aunque inevitablemente fuera interpretado desde esos parámetros. De hecho, sin la menor duda, como también dijo Tarancón, los obispos españoles sirvieron de «pontífices» en el sentido más etimológico del término, es decir, constructores de puentes entre los españoles. Intentaron ser —y lo fueron— instrumentos de reconciliación entre los españoles. Resulta difícil exagerar, por tanto, el papel de la Iglesia española en este sentido. Como ha escrito González de Cardenal, ella hizo «más que ninguna otra institución social para la recuperación de la España real»; de haber otra semejante, sería, sin duda, la prensa. En una sociedad tradicional y autoritaria resultó un elemento dinamizador, crítico y renovador que difundió los principios del pluralismo, la participación y la democratización, al mismo tiempo que muchos antiguos militantes de los movimientos de apostolado nutrían los grupos políticos y sindicales de la oposición o de la política posterior. La España democrática posterior a la transición resultó en gran medida heredera del catolicismo avanzado de los años sesenta y setenta. Así fue porque, en definitiva, la transición en la Iglesia fue anterior a la política y acabó por facilitarla.
Sin embargo, este cambio de mentalidad y esta contribución a la convivencia del catolicismo español no se hicieron sin dificultades, tensiones ni problemas. Se produjo en la Iglesia española un grave desgarramiento interno de consecuencias perdurables. Si la mayor parte de los católicos españoles siguieron a sus obispos, hubo también quienes optaron por una posición que recordaba más el pasado: de ahí la creación de la llamada «Hermandad sacerdotal», que los agrupó en número de quizá 5000; más que el Concilio, la gran divisoria que separaba a estas dos sensibilidades católicas era el recuerdo de la Guerra Civil (Duocastella). Proliferaron publicaciones de significación derechista y de contenido contrario a la renovación de la Iglesia y testimonios de fuerte discrepancia interna: si centenares de sacerdotes renunciaban a sus sueldos dependientes del Estado, hubo también obispos que permanecían en cargos políticos, como el de procurador o consejero del Reino —Cantero, Guerra Campos…—, o que trataban de desdibujar los pronunciamientos solemnes de la Conferencia Episcopal, al mismo tiempo que recibían un tratamiento preferencial del Estado. La crisis afectó a la vida interna de órdenes religiosas tan sólidas y disciplinadas como los jesuitas, que estuvieron a punto de desdoblarse en dos provincias, al estar divididos en dos mentalidades contrapuestas. No cabe la menor duda de que en algún momento miembros del Opus Dei —organización caracterizada por una actitud tradicional en lo religioso— intentaron quitar valor desde Roma a las decisiones de la Asamblea Conjunta. En ella hubo, no obstante, junto con significados miembros del Gobierno, quienes jugaron un papel importante en la oposición y en la posterior transición.
Al margen, sin embargo, de estos sectores retardatarios y de este desgarro interno, el Concilio significó tanto en lo que respecta al cambio de mentalidad, que no puede extrañar que produjera una grave desorientación religiosa traducida en la perdida de un horizonte claro de actuación. La incidencia de las secularizaciones tuvo su peor momento al final de los años sesenta, pero perduró durante los años setenta la disminución de las vocaciones: si en 1963 había unos 8000 seminaristas, eran tan sólo 2500 en 1974. Parece indudable que si para una buena parte de la Iglesia española esta crisis significó una fe mucho más auténtica y libre de excrecencias temporales, para un sector pudo suponer una trivialización del mensaje cristiano o una reducción de lo religioso a una pura actitud reivindicativa en lo civil o lo político. En cualquier caso, las encuestas revelaron que hasta las tres cuartas partes de los sacerdotes se sentían carentes de la preparación suficiente para desempeñar su ministerio a la altura de finales de los años sesenta.
La crisis provocada en el seno del catolicismo español por el impacto del Concilio Vaticano II tuvo, en términos generales, unos efectos netamente positivos, pero también se saldó con traumas dolorosos y pérdidas irreversibles. Uno de ellos fue la crisis de los movimientos apostólicos entre los años 1966 y 1968, y sería considerado tiempo después por el cardenal Tarancón como un grave error de diagnóstico de la propia jerarquía. Todo hace pensar que, en efecto, la visión de los movimientos apostólicos como unas organizaciones entregadas al marxismo, defendida por el obispo Guerra Campos, que fue su consiliario, carece de justificación alguna.
Los movimientos apostólicos habían adquirido una autonomía importante al final de la década de los cincuenta y la confirmaron en los tiempos conciliares, pero cuando comenzaron a actuar adoptando posturas que les enfrentaban a la situación política o social vigente entraron en conflicto también con la propia jerarquía, en la que no se había producido todavía la renovación a la que se ha hecho mención anteriormente. Se debe tener en cuenta también que tanto en la Universidad como en el mundo social afiliados a esos movimientos desempeñaron un papel de primera importancia en la oposición al régimen. En junio de 1966 tuvo lugar en el Valle de los Caídos una reunión de la dirección de los movimientos católicos cuyas conclusiones no fueron aprobadas por la jerarquía, quien no sólo les reprochó un exceso de temporalismo, sino que pretendió tomar ella misma las riendas de la situación, al mismo tiempo que desarticulaba la prensa auspiciada por aquéllos. En junio de 1968 se produjo la dimisión masiva de los altos cargos de Acción Católica, que en esta fase final de los sesenta perdió, al menos, la mitad de su afiliación. A pesar de ello, los que quedaron (quizá más de 300 000) eran más numerosos que todos los grupos de oposición juntos y probablemente también que los inscritos no puramente formales en los ficheros del partido único, datos que prueban el peso social que todavía tenía el catolicismo en España. Aun así el mayor problema residió quizá en la ausencia de orientación y de conciencia de la propia especificidad, que duró hasta bien entrados los años setenta. La mención a los grupos de oposición adquiere su sentido por el hecho de que, en efecto, como ya se ha señalado, hubo un trasvase desde la dirección de los organismos de apostolado a las actividades políticas en contra del régimen.
Se debe tener en cuenta, en fin, que lo que no era cierto en un principio —la supuesta «marxistización» de los movimientos de apostolado— acabó por resultar una realidad con el paso del tiempo, debido a la propia aspereza de la confrontación, la actitud del régimen y de una parte de la jerarquía y la propensión hacia el maximalismo nacida de la carencia de experiencia democrática. Los movimientos católicos de carácter progresista iniciados en los años sesenta tuvieron un componente intelectual y de clase media que si les hizo mantener posturas radicales —tercermundismo precoz, tercera vía alejada del capitalismo y del comunismo…—, tampoco resultaron tan definitivas porque contenían un componente de heterodoxia sistemática que les hizo repudiar toda opción totalitaria a medio plazo. Así sucedió, por ejemplo, con el Frente de Liberación Popular, disuelto a fines de los sesenta y cuyos dirigentes nutrieron las filas de la izquierda más convencional, o con la revista El Ciervo. Algo parecido cabe decir de los cristianos «progresistas» que, vinculados con la HOAC y actuando a través de la editorial ZYX, acabaron re-descubriendo las raíces libertarias de gran parte de la tradición obrera española. La radicalización del mundo católico de izquierdas produjo resultados más sorprendentes ya en los años setenta: los Cristianos por el Socialismo o las Comunidades Populares, en las antípodas del régimen, pero también de lo que significaba Tarancón. En una región de tan fuerte tradición católica como Navarra los movimientos políticos de extrema izquierda, más allá del comunismo ortodoxo, se nutrieron de antiguos militantes católicos que habían estado en organizaciones de apostolado.
El régimen, por su parte, reaccionó de una manera bien característica ante el nuevo frente que contra él se había abierto por la transformación de la Iglesia española. Ya hemos visto la personal actitud de Franco, que no supo, quizá porque no pudo, entender lo sucedido en la Iglesia: culpó a la Curia y, sin duda, lo sucedido constituyó para él una tragedia en un momento en que, octogenario, se acercaba al fin de sus días.
Todo el sector dirigente del franquismo no sólo mantuvo su actitud vinculada con el nacional catolicismo, sino que incluso la exacerbó en un momento en que era cada vez más patente su disintonía con la evolución del mundo. Es muy posible que la demanda gubernamental a la jerarquía de que «extirpara actividades extrañas» en la Acción Católica contribuya a explicar la crisis de su organización. En un momento en que el pluralismo de los católicos y su actitud defensora de los principios democráticos se habían generalizado, el régimen quiso ratificar su vinculación a los principios del catolicismo por el procedimiento de nombrar obispos como miembros del Consejo del Reino o como procuradores en Cortes. No hay nada más expresivo de esta voluntad nacional-católica que la conversación entre Carrero y Tarancón que este último ha narrado: ante los crecientes conflictos el almirante prometió dar a la Iglesia «todo lo que quiera», pero sólo con la condición de que fuera «nuestro principal apoyo». Luego, en las Cortes, midió en 300 000 millones de pesetas los beneficios obtenidos por la Iglesia gracias a su colaboración con los vencedores en la Guerra Civil. La frase testimonia rudeza, pero también angustia —más adelante diría que para él resultaba más importante ser cristiano que presidente del Gobierno—, y proporciona la prueba definitiva de que se había producido una crisis profundísima en las relaciones entre dos poderes hasta entonces estrechamente unidos.
La situación había cambiado ya de manera decidida a comienzos de los años setenta, con una Iglesia «totalmente distanciada» del régimen, de acuerdo con las palabras de Tarancón, de la que surgían protestas cada día más frecuentes por la situación social y política. A finales de los sesenta y comienzos de los setenta era corriente encontrarse en la prensa noticias acerca de la suspensión de reuniones de carácter religioso, detenciones de sacerdotes o incluso de vicarios o de registros policiales en edificios de tipo religioso, que servían ocasionalmente para actividades de la oposición. Un total de unos 150 sacerdotes sufrieron sanciones de un tipo u otro, y muchos de ellos pasaron por una cárcel habilitada en Zamora exclusivamente para ellos.
Eran los momentos en que la conflictividad entre Iglesia y Estado era casi diaria. Quizá los dos puntos álgidos de esta colisión fueron la intercesión papal respecto del proceso de Burgos o el intento gubernamental de expulsión del arzobispo de Bilbao, monseñor Añoveros, de los que se hablará más adelante.
En definitiva, la Iglesia española, con desgarros y tensiones internas, realizó su propia transición superadora de la Guerra Civil mucho antes que tuviera lugar el cambio político que llevó a la transición a la democracia; sin duda, también se adelantó al propio cambio de la sociedad con respecto a su régimen. Esta realidad debe ser reconocida, como asimismo el hecho de que el cambio experimentado no evitó la persistencia de un sentimiento anticlerical, testimonio del nacional-catolicismo previo. Por el lado de la izquierda amenazó a la Iglesia un exceso crítico contra toda forma de institucionalización y un temporalismo exagerado. Además, hubo también, con independencia de un minoritario sector retardatario, una actitud de desorientación y absentismo en buena parte de las masas católicas durante un período considerable de tiempo como consecuencia de la crisis experimentada. Ésa también fue una de las herencias de la fase final del franquismo.
De todos modos, las transformaciones de la sociedad española, de las que fueron buen ejemplo las producidas en el caso de la Iglesia católica, en otro tiempo sostén indudable del régimen, no deben hacer olvidar la política interna de éste. A ella será preciso referirse ahora, porque uno de los rasgos decisivos de este último período del franquismo fue precisamente el amplio hiato existente entre las instituciones políticas y la realidad social.