Al mismo tiempo que se producía el crecimiento económico al que se ha hecho mención en páginas anteriores tenía lugar una profunda transformación de la sociedad española que con el transcurso del tiempo habría de tener una indudable repercusión política. Esta transformación no se puede separar, como es lógico, del cambio producido en la economía; una y otro caminaban en el sentido de la modernización, aunque fuera en términos relativos. Si la España de los años cincuenta tenía no pocos rasgos que la asemejaban a los países hispanoamericanos y estaba por detrás de ellos en no pocos índices de desarrollo económico y social, la de la etapa final del régimen franquista era ya, sin duda, un país europeo, aún a pesar de que en muchos aspectos estuviera a la zaga de las naciones del Viejo Continente y, sobre todo, mantuviera una considerable divergencia en lo que respecta a las instituciones políticas.
Desde el censo de 1960 al de 1970 el número de españoles creció de 30 millones a más de 33 millones. El primer aspecto en que resultó manifiesta la modernización de la sociedad española (entendiendo por tal la homogeneización con los comportamientos de los países europeos más desarrollados) se apreció en la propia demografía. El cambio en la mortalidad se produjo en la década de los cincuenta, asimilando el caso español al de otros países europeos, como Francia e Italia. En cambio, la disminución de la natalidad fue posterior: tan sólo en la fase final de la era de Franco descendió de un 21 por 1000 a un 18 por 1 000. Los factores que lo propiciaron fueron el matrimonio tardío, un rasgo característico de la sociedad española de la época, y la restricción de la natalidad, que empezó a desarrollarse a partir de la Guerra Civil y que sólo se generalizaría, después de la transición política española. Con todo ello, el crecimiento vegetativo español fue, por el momento, muy fuerte, oscilando entre el 12 y el 10 por 1000 en esta fase final del régimen. El envejecimiento de la población, característico de las sociedades europeas, fue en el caso español un fenómeno tardío, iniciado en los cincuenta, pero de menor importancia por el momento.
También se produjeron cambios importantes, debidos a las migraciones internas, en la distribución de la población española. En la década de los sesenta, como ya se indicó, aproximadamente cuatro millones de españoles cambiaron de residencia. La población fue atraída hacia aquellos lugares donde existían recursos económicos y posibilidades de desarrollo y huyó del estancamiento rural y la falta de posibilidades de prosperidad individual. El gran fenómeno migratorio consistió, pues, en el traslado de campesinos o jornaleros a los núcleos urbanos en los que había más posibilidades de trabajo, sobre todo de aquél que resultaba más atractivo por su carácter duradero y también una forma de vida diferente, más libre y con mayores posibilidades de promoción personal. En consecuencia, el primer resultado de estos cambios migratorios consistió en la urbanización de la población española. El número de españoles residentes en poblaciones de más de 20 000 habitantes pasó del 40 al 54 por 100, aunque en países europeos como Alemania era del orden del 80 por 100. En 1970, el último censo de la era de Franco, sólo el 33 por 100 de la población residía en poblaciones de menos de 10 000 habitantes, mientras que el 36,7 por 100 lo hacía en poblaciones de más de 100 000. Se había producido, por tanto, un proceso ingente de urbanización, un fenómeno que, como se recordará por lo señalado en el primer volumen de esta obra, debía tener un obligado impacto en muchos aspectos de la vida de los españoles.
En efecto, desde comienzos de siglo la diferencia en el lugar de residencia no implicó únicamente una cuestión de dimensión, sino también de forma de vida. Además de un cambio en el sentido de una mayor urbanización, hubo también una redistribución importante de la población que tendió a gravitar hacia la periferia, en vez de hacia el centro, y a incorporarse a nuevos ejes poblacionales. A comienzos de siglo todavía el peso demográfico del centro era superior al de la periferia, pero esa situación había cambiado ya radicalmente en 1970, cuyos porcentajes representaban respectivamente el centro —el 44 por 100— y la periferia —el 56 por 100 del total—. Los núcleos receptores de la migración interna fueron el centro madrileño, las costas —en especial el País Vasco y Cataluña—, los valles en contacto con Francia y todo el eje del Ebro, señalando una tendencia que perduraría, aunque con ciertos cambios con el transcurso del tiempo: por ejemplo, durante los años setenta prosiguió la emigración hacia Madrid y Levante, pero no tanto hacia Cataluña y el País Vasco. De nuevo había reaparecido en la historia española un factor muy repetido y característico de nuestro pasado, es decir, la existencia de una dualidad no sólo demográfica, sino también social y cultural. Al lado de la España del desarrollo, hacinada en los suburbios de las zonas industriales, hubo otra España despoblada de manera creciente que formaba una especie de Lusitania interior desertizada y condenada a un subdesarrollo creciente en la frontera con Portugal.
Los cambios acontecidos en la sociedad española no fueron tan sólo demográficos o migratorios, sino también ocupacionales. A este respecto, lo primero que es preciso recalcar es el carácter meteórico que tuvieron los fenómenos acontecidos en el espacio de sólo una generación, que supusieron una transformación de la sociedad española de mayor envergadura que la acontecida en nada menos que un siglo. En tan sólo el período intercensal 1960-1970 la población rural pasó del 42 al 25 por 100 del total, un cambio que era semejante en envergadura al producido a lo largo de los sesenta años anteriores. Cercana ya la muerte de Franco, la población activa española ofrecía un perfil moderno en que, aunque el papel del mundo agrícola seguía siendo excesivo en comparación con otras latitudes, ya el sector de los servicios ocupaba al 40 por 100 de la población activa, mientras que a la industria se dedicaba el 38 por 100, quedando el mundo agrícola con tan sólo un 22 por 100. La estructura de la población activa permite ponernos en contacto con un fenómeno de una relevancia histórica considerable: el desarrollo español de los años sesenta fue el producto mucho más del trabajo de los españoles que de los Planes de Desarrollo. La población activa creció desde el 34 al 38 por 100 y, además, a ella se incorporó la femenina, que alcanzó el 24 por 100, una cifra ya importante, aunque muy lejana todavía con respecto al resto de Europa. El peso del trabajo cotidiano y de la voluntad de mejora personal y familiar de los españoles se demuestran con tan sólo tener en cuenta que las jornadas de diez horas no eran nada excepcionales en el medio urbano durante los años sesenta y que uno de cada cinco trabajadores madrileños estaba pluriempleado a comienzos de los años setenta. La generación protagonista del desarrollo fue, ante todo, una generación trabajadora a destajo. Si había un bien escaso en ese período era precisamente el ocio.
Otros, en cambio, se habían hecho mucho más habituales. Una afirmación muy característica de los economistas de izquierda en los años sesenta y setenta consistió en afirmar que el desarrollo benefició a unos pocos. Sería más oportuno, sin embargo, decir que hubo mucho más crecimiento que redistribución, pero los datos relativos a la renta per capita y al consumo revelan que la mayor parte de la población fue beneficiada, aunque en una proporción variable, por la evolución económica de estos años. No podía suceder de otra manera cuando en el período 1964-1972 el salario industrial experimentó un incremento del 287 por 100, mientras que el coste de la vida sólo creció un 70 por 100. La renta individual española se situaba en 1960 alrededor de los 300 dólares, en 1964 era 500 y en 1973 llegó a los 2000 dólares, una cifra alcanzada por el Japón tan sólo cuatro años antes. En 1975 era de unos 2500 dólares; en el período 1965-1975 había crecido de unas 35 000 a 156 000 pesetas, por dar una referencia más cercana a la realidad española. Siendo espectaculares estas cifras, no conviene, sin embargo, exagerarlas, sino que es preciso compararlas con las de otras naciones: en 1967, por ejemplo, la renta per capita española era superior en un 50 por 100 a la portuguesa, pero dos tercios de la italiana. Como a comienzos de siglo, el caso español seguía situándose entre estos dos países mediterráneos.
En el consumo es donde mejor se aprecia, sin duda, el cambio experimentado por la sociedad española como consecuencia de este proceso de crecimiento económico.
El despegue del mismo y su modernización se iniciaron entre 1962 y 1966, pero se generalizó en la segunda mitad de la década de los sesenta y comienzos de los setenta.
En la primera etapa, por ejemplo, se multiplicó por dos el número de automóviles por habitante, creció un 50 por 100 el de teléfonos y algo menos el número de kilos de carne consumida por habitante. Las cifras resultaron, sin embargo, más llamativas en el período 1966-1974, en que se produjo un incremento espectacular en la producción de determinados bienes. España pasó de producir unos 250 000 automóviles a 700 000, de 570 a 730 000 televisores, de unos 300 000 a más de 1 000 000 de frigoríficos y de casi 400 000 lavadoras a más del doble. En el momento de la muerte de Franco determinados bienes de equipamiento de los hogares se habían generalizado por completo. Mientras que en 1968 el porcentaje de hogares con frigorífico, televisor y lavadora rondaba el 40 por 100, en 1975 se acercaba al 80 por 100 en algunos de estos bienes y por lo menos el 60 por 100 de los hogares tenían el resto. El bienestar también se percibía en la disminución del papel relativo de la alimentación en los presupuestos familiares, que si era del 55 por 100 al principio del período, luego descendió a tan sólo el 38 por 100.
Un examen de la estratificación social permite revelar quiénes fueron los grandes beneficiados y los marginados de este proceso de desarrollo. Por supuesto, la distribución en clases de población española no resulta ni mucho menos sencilla. Un autor la hace atribuyendo al 6 por 100 del total la condición de clase alta, al 44 por 100 la de media y al 50 por 100 la de clase baja. Sin embargo, una descripción como ésta resulta un tanto subjetiva y poco significativa, incluso si se añade que el porcentaje de la clase media urbana era el 25 por 100. Lo que sobre todo interesa es descubrir el significado de los cambios en la estratificación social. Desde luego, un rasgo fundamental del conjunto de los cambios acontecidos durante esta etapa fue el de hacer desaparecer el peso específico del mundo agrario y, en cambio, incrementar el papel del proletariado industrial especializado; las propias cifras de distribución de la población activa así lo señalan inequívocamente. Sin embargo, un fenómeno de importancia semejante, o incluso superior, es el que se refiere a la ascensión de las que fueron denominadas «nuevas clases medias», formadas por oficinistas, vendedores y técnicos de variada formación. Fueron estas nuevas clases medias protagonistas esenciales del desarrollo y de la ampliación del consumo, pero también del pluriempleo. En cierto modo se puede decir que la existencia de estos sectores sociales permite explicar, en el terreno político, la posterior transición.
Ahora bien, si estas nuevas capas sociales testimoniaban la transformación de la sociedad española de la época, la desigualdad seguía caracterizándola y constituyendo un elemento diferenciador con respecto a la mayoría de los países europeos. Al final del franquismo en torno al 1,2 por 100 de la población española poseía el 22 por 100 de la riqueza nacional, mientras que el otro 52 tenía en sus manos el 21. Los cálculos acerca de la pobreza eran poco exactos desde el punto de vista cuantitativo, oscilando entre 700 000 y 1 800 000 los hogares considerados como pobres. Sin embargo, con independencia de la veracidad o no de unas u otras cifras, resultaba perfectamente patente la existencia de una población marginada. A veces se trataba de lo que pudiera denominarse como una «pobreza antigua», es decir, aquélla que afectaba a quienes habían resultado, por razones geográficas o de cualquier otro tipo, preteridas dentro del marco general de crecimiento.
El desarrollo económico de los sesenta fue, en efecto, un fenómeno general, pero que, sin embargo, no afectó a importantes bolsas de población. Todavía en los años setenta el 80 por 100 de los hogares carecían de agua corriente en Orense o el 23 por 100 de los cabezas de familia eran analfabetos en Huelva, con lo que todo ello suponía de marginación. Pero a esa «pobreza antigua» hubo que sumar ahora la nueva: la de esos inmigrantes en las ciudades, carentes de cualquier tipo de formación (un sociólogo los denominó «preobreros»), que vivían miserablemente en chabolas suburbiales al margen de una sociedad floreciente y consumista. Una encuesta reveló que en Madrid un 5 por 100 de esos chabolistas admitían haber robado los materiales con los que construyeron sus elementales viviendas.
Un fenómeno como éste era un testimonio de ese «mal desarrollo», más que subdesarrollo, que, según Marías, caracterizó a la sociedad española de los años sesenta y setenta. Pero no se trataba del único. En gran medida, los acontecimientos políticos de la época y el aumento de la protesta social se explican por el hecho de que ese «mal desarrollo» se apreciaba también en la incapacidad de respuesta del Estado a las demandas de la sociedad; el primero había seguido una evolución siempre a remolque de la primera y no llegaba a dar respuesta a las necesidades de la misma. Sólo en 1970, por vez primera, el Estado español gastó más en educación que en ejército (en plena guerra mundial, en 1943, el presupuesto militar había sido el 54 por 100 del total); a pesar de ello, las deficiencias de la educación española eran bien patentes, con una gran parte de la población en edad escolar que no acudía a las aulas, una educación preescolar raquítica y una Universidad que, en cambio, había visto crecer el número de los alumnos (y también el de profesores, que se incrementó el 66 por 100); mientras que en España había sólo un investigador por cada 10 000 habitantes, en Alemania había 46.
Algo parecido se puede decir de la vivienda, cuya demanda creció durante el primer Plan de Desarrollo un 50 por 100 más de lo previsto. En general, las deficiencias de los servicios sociales se habían hecho patentes por el mero hecho del desarrollo económico.
Claro está que el desarrollo económico no sólo produjo un cambio social de carácter cuantitativo y un aumento de las demandas sociales. Hubo también cambios cualitativos en grupos sociales característicos, de los que podemos seleccionar dos por su importancia, a título ejemplificativo. El Ejército fue adquiriendo una actitud crecientemente profesional a partir principalmente de 1963. Aunque los altos mandos estaban en un elevado porcentaje dominados por los aproximadamente diez mil alféreces provisionales que permanecieron en él tras la Guerra Civil y los intentos de reforma resultaron, en general, fallidos, el hecho es que, con el paso del tiempo, la mentalidad de los militares jóvenes fue cambiando. Gran parte de ellos estaban ya muy cercanos a la sociedad civil, entre otros motivos porque las propias circunstancias les obligaban a ello. Una encuesta realizada en 1975 entre los componentes de la octava promoción de oficiales salida de la Academia de Zaragoza constató que sólo el 48 por 100 no vivían pluriempleados y casi un tercio se sentían por completo apremiados a dedicarse a más de un trabajo por la insuficiencia de su retribución. Además, en esa fecha más de un 10 por 100 tenían un título universitario y hasta el 46 por 100 otro de rango inferior. La insatisfacción respecto de su propia vocación era grande: más de un 40 por 100 habían visto cómo se deterioraba. Pero no era la única que tenían: más de la mitad consideraban poco apropiados los actos religioso-militares celebrados con asiduidad en los cuarteles. Precisamente entre la oficialidad más proclive a un catolicismo que, en un principio, mezclaba de manera confusa lo político y lo religioso, pero que acabó siendo simplemente exigente, aparecieron las primeras tímidas muestras de discrepancia —el grupo «Forja»— en los años cincuenta. En España no hubo, como en Portugal, un motivo trascendental para que se produjera un alejamiento entre las fuerzas armadas y la dictadura, pero en los años setenta ya existía un amplio hiato entre los altos mandos y la oficialidad más joven. Al margen de la Unión Militar Democrática, de la que se tratará más adelante, cabe citar el caso de cuatro cadetes expulsados de la Academia Militar de Zaragoza en 1973 por hacer lo que, en el fondo, muchos otros hacían tanto como ellos: leer revistas disidentes como Cuadernos para el Diálogo y Triunfo, tener amistad con universitarios o haber abandonado el catolicismo. El Ejército, en definitiva, era una porción mínima de la sociedad, pero los cambios cualitativos afectaron de manera importante a la mujer, que, en definitiva, suponía algo más de la mitad de la sociedad española. Si la primera posguerra había supuesto al menos un relativo proceso de ruralización en la sociedad española, también se produjo una considerable marcha atrás en lo que respecta al papel social y profesional de la mujer. En gran medida ello se debió a una concepción peculiar de ella que la consideraba ligada al varón, la reproducción y a la vida familiar, al mismo tiempo que esperaba de ella pasividad o aquiescencia ante el comportamiento impropio del esposo.
«Amamos a la mujer que nos espera pasiva, dulce, detrás de una cortina, junto a sus labores y sus rezos», decía un texto de una revista femenina de la época. Tales características quedaban atribuidas a ella de una forma especial en el caso de ser española, porque «donde la mujer se conserva más mujer es aquí». La mujer debía «echarse novio» porque, de lo contrario, quedaría «para vestir santos». El varón que no se casaba era porque no quería, pero la mujer que no lo hacía era porque no podía. La única salida complementaria a esta visión hogareña de la mujer era, a título excepcional, la mujer vacua, producto de la modernidad, que en los años cuarenta era denominada como «la niña topolino». Las pruebas de esta marcha atrás se aprecian en datos demográficos cuantitativos, pero también en la propia legislación. Aunque la paz pudo colaborar a producir este cambio, la natalidad se duplicó en el Madrid de la posguerra. Por su parte, la legislación de ayuda familiar penalizaba el trabajo femenino y, en otras ocasiones, una muy mal entendida voluntad de protección a la mujer, que se prolongó hasta mediados los años cincuenta, contribuyó a alejarla de las tareas que hubieran podido suponer una contribución importante al progreso económico. La misma Sección Femenina, en definitiva el organismo estatal por excelencia dedicado a la mujer, se dedicaba de forma principal a las enseñanzas de hogar. La separación de sexos en la enseñanza alimentó una especie de mística de la masculinidad o de lo pecaminoso de los contactos entre los dos sexos.
Desde mediados de los años cincuenta, y todavía más desde una década después, se empezaron a producir cambios importantes. En 1958 una reforma del Código Civil impulsada por Mercedes Fórmica consiguió modificarlo equiparando en cierto modo el papel del varón y la mujer en el matrimonio. Ya a partir de mediados los años cuarenta había aparecido una generación de novelistas autobiográficas (aparte de la ya citada, Laforet, Martín Gaite, Rodoreda…) que testimoniaban la reanudación de una dedicación a la literatura de la mujer universitaria. Ya en los años sesenta María Campo Alange escribió dos libros acerca de la condición de la mujer en la sociedad de la época. Desde mediados de los sesenta el filósofo y ensayista Aranguren pudo constatar que, frente a la virtual inexistencia de lo sexual en tiempos anteriores, ahora parecía producirse un fenómeno de desinhibición. En parte era la consecuencia de que en cierto modo se estaba iniciando también una equiparación en el trabajo profesional. En 1950 la mujer no representaba más que el 15 por 100 de la población activa, mientras que al final del franquismo llegaba a representar el 28 por 100, aunque el porcentaje del servicio doméstico era todavía altísimo (alrededor de la mitad del total). Algunas cifras de estos años testimonian, al mismo tiempo, progreso y limitaciones. Menos de la décima parte de los puestos directivos estaban en manos de mujeres, y en 1969 el 20 por 100 de los asalariados públicos eran mujeres. Entre los licenciados universitarios de los años sesenta ya el trabajo femenino era considerado como algo normal, aunque no siempre fuera a tiempo completo. Pero en el año de la muerte de Franco —1975— el 80 por 100 de la población opinaba que el trabajo del hogar le correspondía a la mujer.
Ésta, además, adquirió protagonismo en otros terrenos: cuando se produjeron las huelgas mineras aparecieron como represaliadas mujeres a las que se había cortado el pelo al cero. Desde diez años antes de la muerte del dictador habían empezado a aparecer organizaciones políticas de protesta —en 1965 el PCE creó el Movimiento Democrático de Mujeres—, y éstas, como prueba de una progresiva toma de conciencia, actuaron con asiduidad en los movimientos de barrios y vecinales. Al tratar de los cambios sociales de forma imperceptible, pero también inevitable, hemos pasado a tratar también de cuestiones políticas. Pero para poder hacerlo de una forma más completa y, en definitiva, para que lo sucedido en la sociedad pudiera influir en el terreno político era preciso un cambio en la mentalidad popular, que en España se vio ayudado, especialmente, por la evolución del catolicismo.