Los rasgos que caracterizan la última década del régimen franquista están estrechísimamente relacionados, más que en ningún otro período anterior, con el peso de la persona de Franco en el seno de su régimen dictatorial. Como es lógico, y ya se ha señalado con anterioridad, siempre fue así, pero en otros momentos Franco estaba en plenitud de sus facultades físicas o la vida de su régimen se centraba en aspectos que no requerían su intervención o presumían que el centro de la vida política se desarrollaba en una de esas «zonas de indiferencia» que él dejaba a la iniciativa de sus ministros y colaboradores. Durante la Guerra Mundial, hasta 1942, el todavía relativo aprendizaje que Franco había hecho de las habilidades políticas explica las crisis de 1940 y 1941, cuyo desarrollo fue tan complicado como ya ha sido descrito. Por otro lado, habiendo quedado centrada la actividad del Gobierno principalmente en la estabilización y el despegue económico durante la primera mitad de los sesenta, cuando comenzó a insinuarse su decadencia física, aunque todavía no fuera muy pronunciada, su protagonismo no necesitaba ser muy relevante en esas cuestiones. Ahora, en cambio, en la segunda mitad de la década de los sesenta, las incertidumbres de la política interior, en su sentido estricto, es decir, las decisiones respecto a la institucionalización y en relación con el futuro, se convirtieron en la más relevante cuestión de la vida del régimen.
El crecimiento económico, que se mantuvo en todos estos años, había empezado ya a modificar la cerrazón y el autoritarismo de la sociedad española. En ellos un sistema político que parecía responder a otro mundo muy lejano se debatía en las contradicciones que siempre despierta un proceso de modernización, mientras que el propio contexto europeo de la época parecía imponer un rumbo que no acabó por seguirse después de unas iniciales medidas liberalizadoras. El desarrollo económico, en definitiva, resultó en estos momentos no sólo un arma de propaganda del régimen, sino también una causa de conflictividad para él. Ésta, además, se veía multiplicada por la transformación social, muy importante a partir de los años centrales de la década de los sesenta y cuyo resultado no fue tan sólo una democratización social que favorecía la política, sino también la adopción de unas pautas y actitudes socioculturales radicalmente distintas de las habituales en la época pasada. A estas alturas, por ejemplo, se inició una auténtica alineación del mundo cultural e intelectual en contra del régimen, y éste fue, por lo menos en buena medida, consciente de esa situación.
Pero tanto en el terreno estrictamente político como en muchos otros la capacidad de reacción de quienes estaban al frente de los destinos políticos del régimen quedó reducida al mínimo, al menos en comparación con el pasado. Esto resulta especialmente evidente en el caso del propio Franco, que pudo sentir que se derrumbaban concepciones en él muy arraigadas mientras que flaqueaba su capacidad para el arbitraje de la coalición de derechas, que, como siempre, fue un elemento imprescindible para el mantenimiento de su régimen. La sensación predominante que produce el Franco de los diez últimos años de su vida es de creciente desconcierto ante una realidad que ya no le resultaba fácil de captar y de dirigir, lo que no implica que sus capacidades políticas no estuvieran por encima de muchos de los suyos, aunque de manera muy cambiante en el lustro final de su trayectoria biográfica. Claro está que a estas alturas había ya desaparecido el caudillaje que en un pasado momento pudo ejercer sobre parte de la sociedad española. Hubo españoles que vieron la desaparición física de Franco, tras una larga agonía, con satisfacción; una clara mayoría, aunque esperaran y desearan un régimen de libertades, mostraron, según revelaron las encuestas posteriores, una actitud de piedad humana hacia el agonizante.
El historiador que estudia la última década de la era franquista no puede dejar de sentir una cierta sensación de patetismo al referirse a un régimen que durante su etapa final mostró una radical incapacidad de renovarse. Franco no era ya el Caudillo vencedor en una guerra civil, sino un anciano capaz de resucitar la dureza represiva de forma periódica, pero también grotescamente alejado de la sociedad sobre la que ejercía su dictadura y alimentado por un tipo de planteamientos políticos cuyo fundamento se resquebrajaba a ojos vistas porque parecía por completo inadaptado a aquella sociedad sobre la que debía ejercerse. Antes de la crisis de octubre de 1969 le dijo a Fraga que «llevo tantos años aquí, entre estos muros (de El Pardo), que ya no conozco a nadie», por lo que necesitaba que se le proporcionaran los nombres para cubrir los cargos ministeriales. Más patética resulta todavía la lectura de las notas íntimas que escribió en torno al desvío (o supuesta traición) de la Iglesia: «¿Qué saben los del Concilio sobre España?», se preguntaba en 1968. Con el paso del tiempo todavía se mostró más perplejo y dolido por lo que sucedía, que para él venía a ser nada menos que toda una «puñalada por la espalda», y pensó, «ante la responsabilidad histórica», en acudir al propio Papa para denunciar lo que creía que era simple información deficiente.
Hierático y silencioso presidió los Consejos de Ministros en donde sus miembros eran, cada vez en mayor proporción, técnicos más que políticos, o donde, en el segundo caso, las disputas sobre cuestiones políticas de importancia revestían cada vez mayor aspereza. Sus opiniones se hicieron defensivas y, a menudo, difícilmente interpretables. Quienes acudían a él solían encontrarse con una voluntad titubeante, un carácter reblandecido por el peso de los años y dominado por la incertidumbre. Siempre había sido una «esfinge sin secreto», en el sentido de que su carácter y su persona eran mucho más simples que las disquisiciones de quienes pretendían interpretarlos. Ahora era una esfinge a secas porque todas las miradas se dirigían a él, pero él cada vez emitía menos señales. Fue la decadencia física de Franco la que obligó a la institucionalización, pero ésta resultó imposible porque el régimen era, sobre todo, una dictadura personal y porque el mero hecho de tratar de crear un marco institucional condenaba a una mayor disgregación interna entre sus diversos componentes. Los miembros jóvenes de la clase política anotaron el espectáculo de esta descomposición y sacaron de ella, al menos, una enseñanza positiva que Martín Villa señala en sus memorias: la sociedad española marchaba al margen por completo de la política oficial y ésta carecía incluso de la sombra de una legitimidad moral para defenderse a sí misma. Enfrente tenía una oposición cada vez más activa, pero no por ello unida, y menos aún capaz de constituir un peligro inmediato para un sistema político que se descomponía. Lo más positivo de una situación como la descrita, que corresponde sobre todo a los años posteriores a 1973, es que constituyó el preámbulo, quizá incluso imprescindible, para que luego pudiera tener lugar una transición en paz.
Pero con estas frases hemos aludido a un clima de época, el del tardofranquismo, que no se puede decir que corresponda propiamente al conjunto del período del que se trata en este epígrafe. Los acontecimientos confirmaron que el régimen era incapaz de evolucionar, como era previsible vistos sus antecedentes. Pero hasta 1969 esta realidad no apareció de forma tan patente a los ojos de la mayoría de los españoles. En esta misma fecha si ya se habían iniciado los cambios en la sociedad española, todavía conservaba el franquismo buena parte del consenso que había heredado de los cincuenta. Otra cosa es que, durante los setenta, en gran medida éste se desvaneciera. En sus propios éxitos llevaba el germen de su destrucción. Como bien sabe el lector, en otras subdivisiones cronológicas del franquismo los factores políticos o de política exterior han jugado un papel más decisivo (y, por tanto, primero en la narración) que los de orden económico y social. Pero ahora no puede ser así. La transformación económica, iniciada ya a partir de 1959 —y su correlato social—, y la transformación de las mentalidades resultan de tan trascendental importancia en el período, que es preciso referirse, ante todo, a ella.
En un epígrafe anterior ha quedado indicado que un factor absolutamente esencial para comprender el desarrollo económico español a partir del Plan de Estabilización de 1959 estuvo constituido por la renta de situación española, en el borde meridional de una civilización industrial que había experimentado un fuerte proceso de crecimiento económico desde la segunda posguerra mundial, al que finalmente se incorporó España con un retraso de toda una generación. El crecimiento español fue parecido al italiano, francés o alemán, aunque más tardío: muy fuerte, casi explosivo al principio, más sincopado después. Fue el resultado de un mejor empleo de los factores y de un incremento de la productividad como consecuencia de la utilización de tecnología nueva, de una energía barata —su consumo se triplicó en 1960-1975 en España— y de una mano de obra subempleada hasta el momento en lo que respecta a sus posibilidades.
A la hora de referirse a la profundísima transformación que se produjo en la sociedad española durante la década de los sesenta y los setenta resulta preciso, antes de hacer mención a la política económica en sus aspectos agrario e industrial, aludir a aquellos aspectos derivados de la renta de situación española porque ellos explican no sólo el cambio tecnológico, sino también la financiación de todo el proceso. Por supuesto, la política seguida por el Gobierno no puede considerarse ajena a lo positivo que resultó esta renta de situación, pero de ella principalmente derivaron los tres grandes motores del desarrollo español desde el punto de vista financiero, a los que, por tanto, cabe calificar de exteriores. Estos tres motores, que constituyeron el sustrato sobre el que se asentó el crecimiento industrial y la modernización social, fueron el turismo, las inversiones extranjeras y la emigración de mano de obra, principalmente a Europa.
En primer lugar, que corresponde a su importancia objetiva, es preciso hacer alusión al relevante papel del turismo, convertido en un plazo de tiempo muy corto en primera industria nacional. Tan fundamental se consideró la llamada «revolución del turismo», que no faltó quien, en el momento de mayor crecimiento interanual de turistas, llegó a la conclusión de que España podía importar indefinidamente y sin preocupación; no era así, porque un factor tan importante como el sol o los monumentos artísticos españoles lo representaba el nivel de precios, relativamente bajo con respecto al resto de Europa. Con todo, tardaría todavía mucho en descubrirse esta realidad. De 1966 a 1970 el número de turistas creció desde algo más de 17 a 24 millones, cuando en 1961 era sólo un poco superior a los siete millones. De ellos, en la última fecha indicada sólo un millón y medio eran americanos, principalmente procedentes de los Estados Unidos, mientras que algo más de la mitad procedían del primer Mercado Común. Hubo en el primer año citado casi nueve millones de franceses y casi dos millones de alemanes, mientras el número de británicos superaba los dos millones y medio. El papel del turismo resultó fundamental para la balanza de pagos española, porque era el que principalmente logró equilibrar una balanza comercial netamente deficitaria. En el año 1970 las exportaciones españolas suponían menos de la mitad de las importaciones, y la diferencia entre unas y otras pudo ser cubierta fundamentalmente por los ingresos turísticos. Sólo ya bien entrados los años setenta empezó a disminuir el papel relativo de esta nueva actividad en la economía española; en cambio, en la fase inicial del desarrollo industrial español su papel fue mucho más decisivo, al triplicarse el saldo turístico en tan sólo el período 1960-1966. El turismo fue y sigue siendo primordialmente estival, de clase media (y, por tanto, no de calidad), dirigido a zonas concretas que eran y son ya regiones desarrolladas, y contribuyó a crear, más que una industrialización, una «terciarización» de la sociedad española. Entre los efectos negativos de este turismo cabe citar la destrucción de buena parte de los paisajes naturales de la zona mediterránea. No cabe duda de que, desde otro punto de vista muy distinto, una parte de la transformación de los hábitos culturales y las formas de vida de los españoles se debió al contacto con el mundo exterior a través del turismo.
Respecto de las inversiones extranjeras, la política gubernamental jugó un papel mucho más decisivo que en lo que respecta al turismo. En el período 1956-1958 las inversiones extranjeras sólo supusieron unos tres millones de dólares. A partir de 1959 las inversiones inferiores al 50 por 100 del capital se vieron liberalizadas; podían hacerse, además, en inmuebles, en cartera o de forma directa. Para las inversiones superiores al 50 por 100 era precisa la aprobación gubernamental, a no ser que se tratara de bienes de equipo no producidos en el país; en cualquiera de los casos mencionados era posible la repatriación de las rentas del capital. Lo notable de esta nueva ordenación legal es que era opuesta a lo habitual en tiempos de autarquía e intervencionismo. Se ha calculado que entre 1959 y 1974 España recibió inversiones de capital extranjero por un monto aproximado de unos seis mil millones de dólares. La procedencia de estos capitales fue principalmente norteamericana (40 por 100), suiza (20 por 100), alemana (11 por 100), francesa (6 por 100) y británica (5 por 100). La inversión se dirigió sobre todo a la industria química (quizá el 25 por 100), pero también al comercio y la alimentación. Lo que atrajo al capital europeo fue la existencia de una mano de obra barata y un mercado en expansión. Aunque en aquella época se acusó al capitalismo foráneo de llevar a cabo una auténtica colonización de España, lo cierto es que hubiera sido inconcebible la industrialización española sin ese apoyo, que supuso quizá el 20 por 100 de la inversión industrial, completando la endógena y que, además, proporcionó posibilidades tecnológicas absolutamente nuevas.
En tercer lugar, otro motor financiero de la economía española, también derivado de la renta de situación, fue la exportación de mano de obra a Europa. Como sabemos, el comienzo de la emigración fue una consecuencia del Plan de Estabilización de 1959. A diferencia de lo que sucedió en otros países, como Portugal, el Estado español no sólo no desalentó la emigración, sino que siguió una política consistente en encauzarla: habitualmente el número de emigrantes asistidos fue superior al de los no asistidos incluso desde comienzos de los años sesenta. El propio Franco aseguró en privado que él no podía evitar que los españoles buscaran un porvenir mejor fuera de España. El número anual de emigrantes durante la década de los sesenta fue, con sólo la excepción de 1967-1968, superior siempre a los 100 000, y algunos años, como 1964, rozó los 200 000. El saldo emigratorio anual se situó entre los 60 000 y los 100 000 individuos, con esa excepción, y en total entre 1960 y 1973 hubo un millón de salidas netas, de las que el 93 por 100 se dirigieron a Europa. Se ha calculado que las remesas de los emigrantes españoles supusieron durante algún año para el país unos ingresos dobles que una exportación tradicional como eran los cítricos, y resulta posible que una décima parte de la mano de obra española estuviera en el extranjero en el momento culminante de la emigración. En general, los emigrantes españoles procedían de aquellas regiones más subdesarrolladas de España y se instalaron en las más desarrolladas, como Alemania, Suiza o Francia. Desde el punto de vista estrictamente económico la emigración tuvo unas consecuencias que pueden ser descritas como positivas, al propiciar no sólo una capitalización, sino también una mejora de la formación profesional e incluso, indirectamente, provocó un importante incremento de los salarios en el medio rural, por vez primera carente de mano de obra suficiente. Es muy probable que desde el punto de vista económico el balance entre los aspectos positivos y los negativos resultara aproximadamente equilibrado, pero, por supuesto, de esta manera se olvidaría el severo trauma social que implicó la emigración de tantos miles de personas.
Sólo después de hacer alusión a estos tres motores fundamentales es posible aludir al desarrollo económico español en los años sesenta y setenta. El crecimiento experimentado por España fue un acontecimiento protagonizado por la industria, pero durante él tuvo lugar una profunda transformación de la agricultura que aquí bien cabe denominarse como la crisis de la agricultura tradicional.
Para explicar este proceso es preciso remontarse a las disposiciones tomadas en materias agrícolas durante los años cincuenta. Ante todo, resulta necesario recordar que estos años fueron los de aplicación de los programas de colonización (en ellos, por ejemplo, se pusieron en marcha los planes Badajoz y Jaén). De todos modos, sabemos la lentitud con que se aplicaron estas medidas; a comienzos de los años setenta se podía pensar con razón que en España, en relación con la política agraria, se financiaban por parte del Estado transformaciones muy lentas del medio físico, mientras que, en cambio, no existía la misma preocupación por la productividad agraria inmediata y por los recursos humanos. Esta sensación puede quedar ratificada por la escasa efectividad de otras medidas agrarias tomadas durante la misma época. La primera Ley de Concentración Parcelaria fue aprobada con carácter provisional en 1952 y definitivamente en julio de 1955; en febrero de 1953 se creó el Servicio Nacional de Concentración Parcelaria, que debía aplicar estas medidas. Su objetivo era, en teoría, combatir el minifundio: todavía en los años setenta la mitad de las explotaciones agrarias gallegas eran inferiores a 20 hectáreas. Pero su efecto sobre la estructura agraria española fue muy lento. Desde 1953 a 1968, es decir, en el espacio de tiempo correspondiente a media generación, se decretó la concentración de algo más de cinco millones de hectáreas, pero ni siquiera se habían concluido los trabajos de transformación de la mitad de ellas. Al ritmo medio de transformación de unas 200 000 hectáreas anuales se podía calcular que tardaría treinta años en producirse la transformación que, en este aspecto, necesitaba la agricultura española. También en materia de regadíos se tenía que prever un plazo semejante, y en cuanto al cambio de las fincas situadas en zonas latifundistas y manifiestamente mejorables, la transformación previsible resultaba todavía mucho más lenta. De diciembre de 1953 data la primera disposición acerca de este tipo de fincas, pero la propia renovación de este género de disposiciones (en 1971 se aprobó otra Ley de Comarcas y Fincas mejorables) demuestra la poca efectividad de las disposiciones tomadas. Aunque al final del régimen de Franco hubiera bastado con poner en marcha este tipo de disposiciones para conseguir un cambio importante en la agricultura española y el organismo que llevaba la política agraria se denominaba Instituto de Reforma y Desarrollo Agrarios (IRYDA), lo cierto es que no hubo una acción decidida respecto de la estructura de propiedad del mundo agrario. La consecuencia de todo ello es que tampoco en muchos otros aspectos parecía haber esperanzas de transformación. A finales de la década de los sesenta España todavía recordaba a algunos países del Tercer Mundo en lo que respecta a su agricultura. A mediados de esa década el producto agrario era sólo el 17 por 100, menos que Grecia, Turquía e Italia, pero eso indicaba, sobre todo, ausencia de modernización.
El consumo de abonos y la mecanización previstas en el primer Plan de Desarrollo no se cumplieron (respecto de lo segundo, se avanzó un tercio menos de lo deseable) y eso agravó los males tradicionales de una agricultura que en 1966 todavía tenía un 14 por 100 de mano de obra analfabeta y podía prescindir —al decir de algunos expertos— de casi el 50 por 100 del total de ella en el caso de que se produjera una transformación total de las condiciones estructurales, es decir, del sistema de propiedad y la mejora técnica de las explotaciones.
Pero si no hubo cambios importantes originados en disposiciones gubernamentales, puede decirse que las propias circunstancias demográficas indujeron una transformación que hizo entrar en crisis la agricultura tradicional. Para el campo español muchísima mayor trascendencia que cualquier otra disposición tuvo el hecho de que el Gobierno facilitara la emigración como consecuencia del Plan de Estabilización.
La pérdida de un millón de personas activas en el medio agrario, que se dirigieron al extranjero, y de quizá cuatro veces más que pasaron a vivir en ciudades de más de 100 000 habitantes tuvo consecuencias inmediatas sobre los salarios agrícolas. Se ha calculado que mientras en el período 1950-1972 los precios subieron del índice 651 al 1465, los salarios rurales pasaron del 424 al 5030. Se debe tener en cuenta que este ascenso de los salarios afectó no sólo a los jornaleros, sino también a los pequeños propietarios, muchos de los cuales (el 48 por 100 en 1965) tenían unos ingresos inferiores a los de los jornaleros. En consecuencia, las propiedades más pequeñas y menos rentables desde el punto de vista económico tendieron a desaparecer. A partir de los años cincuenta lo hicieron las menores de seis hectáreas, y en los años sesenta las inferiores a 50. Se ha calculado que entre 1962 y 1972 desaparecieron del orden de medio millón de fincas. La relevancia y significación de estos datos se aprecia principalmente a nivel provincial: en la provincia de Burgos desaparecieron nada menos que el 40 por 100 de las fincas.
Fue, por tanto, este factor el que impulsó la modernización de la agricultura española. Presentar a ésta dominada por un latifundismo absentista, como hizo una parte de la crítica izquierdista a finales de los años sesenta, era un anacronismo poco justificable. El latifundismo seguía siendo una realidad, pero no lo era la presentación del mismo como un fenómeno de explotación irracional. Por el contrario, la carestía de la mano de obra había introducido una mentalidad rentabilista y modernizadora que, por otro lado, caracterizó a la agricultura española ya desde épocas anteriores. En los años setenta el papel de la agricultura en el total de la economía española fue disminuyendo, incluso en las exportaciones, que si todavía en 1958 eran en un 58 por 100 agrícolas, en 1970 lo eran sólo por un monto del 36 por 100. Los problemas de la agricultura española en los años setenta eran, sobre todo, de adaptación de los estímulos a la producción a las nuevas necesidades. De ahí la creación en 1968 de un Fondo Regulador de Precios y Productos Agrarios (FORPPA). Ya en un informe del Banco Mundial se había sugerido como consigna fundamental para la política agraria no producir más a cualquier precio, sino producir las cantidades oportunas de las cosechas más necesarias al menor coste posible.
En realidad, sólo en 1973 la agricultura española empezó a responder a las verdaderas demandas del mercado interno. A finales del franquismo, aunque España estaba por debajo de la mayor parte de los países europeos en lo que respecta al empleo de maquinaria agrícola y abonos, había conseguido duplicar el rendimiento por hectárea del maíz, mientras que el de la cebada y el trigo había aumentado un 60 por 100. En el mismo período cuadruplicó la producción de carne por habitante y duplicó la de huevos.
Por vez primera en la historia de España, a la altura de los años setenta, toda una generación desconocía la existencia de ese protagonista habitual de nuestro pasado como había sido hasta entonces el hambre.
Pero, como ya se ha indicado, el crecimiento económico español de los años sesenta y setenta fue, sobre todo, consecuencia del crecimiento industrial. En relación con él se debe empezar por hacer mención de la política económica seguida por los responsables de la misma. A lo largo de los años sesenta la planificación indicativa fue presentada por la propaganda oficial como la causante del desarrollo español. Se dio de ella, incluso en la práctica, la imagen de que venía a ser una especie de solución mágica.
La realidad es que el papel de la planificación fue mucho menor en el desarrollo económico del que entonces se dijo, y en la actualidad todos los historiadores de la economía española (incluido alguno que tuvo responsabilidades directas en los Planes de Desarrollo, como Fabián Estapé) señalan que, en realidad, el papel de los planes fue pequeño en ese proceso de desarrollo. De acuerdo con esta interpretación, el papel de la política económica fue grande en el período de la estabilización: se ha llegado a hablar de «un quinquenio dinámico» de la economía española. En ese momento los rectores de la vida económica estuvieron asesorados por un eficiente núcleo de economistas, entre los que figuraban, por ejemplo, Sarda o Fuentes Quintana. Las medidas tomadas en 1959 fueron aceptadas porque eran inevitables y porque obtuvieron éxito a corto plazo, pero ya en 1962 el informe del Banco Mundial despertó muchas mayores resistencias en un sistema político en el que el intervencionismo había sido la característica fundamental durante mucho tiempo.
En una fecha imprecisa, en torno a 1964-1965, el programa liberalizador habría entrado en crisis coincidiendo con el apartamiento de esos especialistas que ya han sido mencionados. Uno de ellos, Fuentes Quintana, pudo escribir, en frase tan sarcástica como concisa, que el desarrollo español se debió, en realidad, a la estabilización y fue frenado por los planes. Lejos de ser una mágica salvación, éstos fueron simplemente una fórmula de previsión bastante imperfecta, que fue potenciada por la realización en nuestro país, más tardía, menos espectacular y bastante adulterada, de un fenómeno que se dio también en otras latitudes europeas como Italia: la planificación. Los planes no fueron, en realidad, obra de economistas, sino que estuvieron inspirados por un administrativo como López Rodó, quien de esta manera potenció su propio papel político. Pero éste dependía esencialmente de Carrero Blanco, y la propia creación de un Ministerio para el Plan de Desarrollo coincidió con una cierta disminución relativa de su poder político. La adulteración consistió en que a través de una reintroducción del intervencionismo estatal se volvió pronto en buena medida a una economía corporativa.
La relativización del papel de los Planes de Desarrollo en el crecimiento económico español se puede demostrar por lo sucedido con la ejecución de los mismos.
A partir del primer Plan se fueron sucediendo los siguientes, sin que hubiera una modificación sustancial en la forma de tramitación. Resulta muy posible que la crítica más acertada que se les deba hacer no sea la derivada de ser indicativos (como se hizo desde ciertas posiciones de izquierda y otras falangistas en los años sesenta), sino de no serlo en realidad. Para muchos se trataba tan sólo de «simples proyecciones o previsiones más o menos falibles de acontecimientos que de otra manera se hubieran producido también a través de la lógica interna de las fuerzas de mercado» (y de la respuesta de los empresarios al intervencionismo oficial, cabría añadir). Quizá la mejor prueba de ello sea la anécdota de que al primero de los planes se le añadió en el título el calificativo «social», para responder a las quejas de los falangistas, sin modificar ni una coma de su contenido. Llama la atención, en esas previsiones gubernamentales, en primer lugar, los numerosos aspectos que simplemente no se tuvieron en cuenta. No se previo el desarrollo turístico, ni se tomó en consideración el sector de servicios en general, ni se imaginaron los movimientos migratorios, que en el primer Plan fueron cuatro veces más importantes de lo que se había pensado. Además, la planificación resultó ser más obligatoria para el sector privado que en el público, pues éste no fue capaz de controlar el gasto propio.
Por si fuera poco, la situación tendió a empeorar y no a mejorar con el transcurso del tiempo. El último Plan de Desarrollo no fue el que más se cumplió, sino el que menos, llegando en muchos apartados a desviaciones superiores al 50 por 100. Muchas de las magnitudes económicas esenciales no fueron tenidas en cuenta o siguieron rumbos erráticos que no dependían de lo pensado por los formuladores del plan. No se consideró por ejemplo, el potencial aumento del producto industrial, ni de la productividad, ni tampoco del incremento de las exportaciones; los precios, que de acuerdo con el II Plan debieran haber crecido un 12 por 100, lo hicieron un 20 por 100.
López Rodó había señalado las virtudes que derivaban de la «acertada previsión» del futuro económico, pero, en realidad, erró sucesivamente en muchas ocasiones. Quizá lo único fundamental de los Planes fue hacer aparecer a los ojos de los españoles la importancia de la política económica o de la economía en general.
El examen mismo de la política industrial revela que los propósitos liberalizadores que habían caracterizado a la política emprendida a partir de 1959 distaron mucho de cumplirse a partir de 1964. En ella, sin la menor duda, los elementos de continuidad con respecto al pasado intervencionista fueron más patentes que los de cambio. Asuntos como el escándalo MATESA revelaron que, en la práctica, en una economía como la española lo esencial para los buenos negocios no era tanto la innovación tecnológica o la imaginación empresarial, sino el que una empresa estuviera «bien situada» en los medios oficiales, porque de ello derivaba la posibilidad de acceder a ayudas importantes. El caso de esta empresa revela, además, que, por un lado, resultaba casi imprescindible saltarse el estrecho corsé intervencionista, pero que la prosperidad del empresario estaba, sobre todo, en apurar los beneficios que se podían obtener del exceso de intervencionismo estatal.
El ya existente, como herencia de la etapa anterior, tardó mucho en ser desmontado: sólo en 1967 desaparecieron los requisitos relativos a la autorización previa gubernamental para la instalación de una industria. Ya no hubo empresas de interés nacional, pero sí, en cambio, otras que eran consideradas de «interés preferencial». Ésta sólo fue, sin embargo, una de las muchas —hasta nueve— maneras principales de favorecer a determinadas empresas en vez de a otras. El intervencionismo estatal permaneció en muchos otros terrenos imponiendo en la práctica la necesidad de tener en cuenta la actitud oficial de cara a la viabilidad y la prosperidad de cualquier tipo de empresa. En este sentido merece la pena referirse, sobre todo, a la llamada «acción concertada», gracias a la cual, por medio de bajos intereses y exenciones fiscales, podía llegar a financiarse hasta el 70 por 100 de una fábrica o la ampliación de la misma a cambio de un compromiso de alcanzar un determinado volumen de producción. Otra forma habitual de intervención del Estado en el campo industrial consistió en la promoción de una cierta política regional. En 1964 se crearon cinco polos de desarrollo (Vigo, La Coruña, Valladolid, Zaragoza y Sevilla) y otros dos polos de promoción industrial (Burgos y Huelva). En los años setenta fueron establecidos otros cinco en Oviedo, Logroño, Vilagarcía de Arosa, Córdoba y Granada.
De esta manera se puede decir que la política industrial seguida, más que de mercado, fue «privatista». El Banco Mundial había pedido que el Estado no entrara en ningún campo económico en que la iniciativa privada tuviera planes, pero ahora todos los de ésta dependieron de la benevolencia estatal. No puede extrañar que el responsable principal de la política industrial, López Bravo, haya podido ser descrito más como un verdadero empresario de la industria nacional que como el creador de unas condiciones en las que ésta pudiera desarrollarse espontáneamente.
Por si esto fuera poco, tampoco respecto del INI hubo una política clara y decidida. En 1959 el INI fue obligado a financiarse a través de las Cajas de Ahorro, excluyéndole del presupuesto, lo que indignó a quienes lo dirigían, pero hasta 1963 permaneció a su frente Suances, que siguió partiendo de los criterios que hasta entonces le habían caracterizado. Ya en 1960 sus relaciones con Franco se habían hecho muy malas, y aunque cuando cesó se le agradecieron los «extraordinarios servicios prestados» y recibió el título de marqués, nunca perdonó el haber dejado de ser el principal asesor de Franco en materias económicas. Desde 1963 a 1969 la presidencia recayó en José Sirvent, persona dócil a las nuevas tendencias políticas predominantes, que no eran ya autárquicas, pero mantenían el intervencionismo. Ya desde 1968 el INI dependió directamente del Ministerio de Industria. Para López Bravo el INI debía jugar un papel subsidiario respecto de la empresa privada, lanzándose a terrenos donde ésta no actuara y, al mismo tiempo, servir de hospital de empresas privadas con problemas.
Con estos criterios no puede extrañar que el INI siguiera adquiriendo nuevos compromisos (por ejemplo, mediante la creación de ENTURSA, dedicada al turismo) y que, sobre todo, recayeran sobre sus espaldas empresas de difícil solvencia. Después de gastarse el Estado más de 20 000 millones de pesetas en tratar de reestructurar la siderurgia mediante la acción concertada, hubo de aceptar la creación de ENSIDESA, empresa del INI que competía con otra de carácter privado en la que el propio holding estatal tenía intereses. A fin de cuentas, López Bravo, ingeniero como Suances, no supuso tan clara ruptura en la política del Instituto. Sólo a partir de 1970, con la presidencia de Claudio Boada, empezó el INI, manteniendo su acción incluso en nuevos campos (ASTANO, ENAGAS…), a guiarse por unos criterios que tuvieran más en cuenta la rentabilidad, al menos en terrenos en los que había competencia con la empresa privada. Un último aspecto de la presencia del intervencionismo estatal en la maquinaria económica no se refería directamente a la política industrial, sino a la política monetaria, que, siendo alternativa y sucesivamente expansiva y deflacionista, contribuyó a evitar que se desarrollaran todas las potencialidades económicas existentes y, sobre todo, evitó las inversiones arriesgadas a medio y largo plazo.
Con todo, resulta absolutamente espectacular el crecimiento del producto industrial español en las décadas de los sesenta y los setenta. España hasta entonces había sido uno de los países de industrialización tardía que había visto aumentar su distancia relativa con respecto a los países desarrollados. El crecimiento del producto industrial fue verdaderamente impresionante (160 por 100 en 1963-1972; desde 1960 a 1973 la industria española multiplicó su producción por tres y medio), aunque lógicamente tendió a decrecer a medida que pasaba el tiempo, como revelan esas mismas cifras. Mientras que era de un 12,5 por 100 en 1961-1964, fue de tan sólo el 7,8 por 100 en 1965-1973. Si se elige para una comparación un período más largo, el incremento de la producción industrial resulta todavía más espectacular: de 1931 a 1970 la producción de energía eléctrica se multiplicó por 27, la de carbón por dos, la de acero por 10 y la de cemento por ocho. En un período más corto, sin embargo, las industrias más florecientes fueron las químicas, papeleras y metal-mecánicas —como la del automóvil—. No sólo aumentó la producción, sino que también lo hizo la productividad, que se duplicó en 1961-1970, avanzando a un ritmo anual que era el doble del alemán y más del doble del británico. Las razones que permiten explicar este desbordante desarrollo industrial residen, principalmente, en la existencia de un mercado interior capaz de una demanda grande, si ésta era posible, por la apertura al exterior. Entre los años 1960-1972 la importación de bienes de equipo creció a un ritmo anual del 20 por 100, mientras que la exportación de productos manufacturados en un período similar fue aumentando a un ritmo del 14 por 100.
La misma rapidez del crecimiento industrial español tuvo también sus inconvenientes, puesto que concretó la localización industrial en una porción reducida de España. A mediados de los setenta el 49 por 100 de la industria española estaba situada en Madrid, el País Vasco o Cataluña, y con la excepción de la siderurgia, la última región tenía un claro predominio en las restantes ramas industriales. Si ocho provincias con tan sólo el 13 por 100 de la superficie española tenían el 38,9 por 100 de la población en 1960, una década después alcanzaban el 44 por 100. Esta realidad, con sus previsibles consecuencias, nos pone en contacto con la contrapartida del crecimiento industrial. Ya en esta misma época Julián Marías escribió que España no era un país subdesarrollado, sino «mal desarrollado», afirmación que parece cierta si tenemos en cuenta principalmente la destrucción del paisaje natural y el tipo de urbanismo de estos años.
Antes de establecer un balance de carácter general acerca del desarrollo económico de estos años y de sus posibles o reales limitaciones, es preciso referirse también al sector exterior. Por supuesto, también en este apartado se produjo una importante evolución positiva a lo largo de los años posteriores al Plan de Estabilización. Si tenemos en cuenta tan sólo las exportaciones, se puede decir que en el período 1960-1975 se multiplicaron por 10; el ritmo anual de crecimiento fue especialmente fuerte entre los años 1967-1973, en que el incremento anual fue el 24 por 100. Es significativo también el hecho de que cambiara sustancialmente la composición de la exportación española. La exportación agrícola se redujo a un tercio en el período 1961-1975, mientras que crecía mucho la de bienes intermedios, de capital y de consumo. En suma, aunque al final del régimen de Franco el papel del turismo y de las remesas de los emigrantes seguía siendo fundamental para equilibrar la balanza comercial, se había roto con la imagen habitual de España como país exportador de cítricos; también exportaba, por ejemplo, buques (en 1971, cuando ya faltaba muy poco para el estallido de la crisis, era el cuarto productor mundial) y máquinas-herramientas. Con todo, los especialistas han descrito la apertura comercial española como «limitada y contradictoria», en paralelo con lo acontecido en otros terrenos. Como ya hemos visto que sucedió en otros campos, al Plan de Estabilización le sucedió una etapa liberalizadora, pero luego ésta se detuvo. En 1963 el comercio libre era ya del 63 por 100, y en 1967 el 75 por 100, pero en 1974 sólo llegaba al 80 por 100. Las medidas arancelarias protegieron el mercado español, pero, además, hubo también otros procedimientos para lograr este mismo resultado, como fueron los subsidios, impuestos de compensación y ayudas del crédito oficial. Por otro lado, las desgravaciones fiscales a la exportación crecieron de tal manera que si en 1961 suponían el 3 por 100 en 1975 constituían el 13 por 100. El resultado fue que, aunque creciera, el comercio exterior español no lo hizo en el volumen en que podría haberse conseguido si una política de mayor apertura se hubiera impuesto. La relación entre importaciones y Producto Interior Bruto creció hasta 1965, para estabilizarse luego, y con las exportaciones sucedió al revés. España, en definitiva, no se abrió tanto al comercio exterior como otros países: éste era sólo el 9 por 100 del PIB, cuando en la mayor parte de los países del Mercado Común era, al menos, el doble. La referencia a éste es también obligada al aludir al comercio exterior español. Como se sabe, España pidió su adhesión al Tratado de Roma en 1962: un tercio de su comercio se llevaba a cabo con la Comunidad, cifra que no tenía parangón con ningún otro país de Europa. Sólo en el verano de 1970 se llegó a un tratado que no fue de adhesión, imposible mientras no se dieran las condiciones políticas requeridas, sino de asociación, aunque resultó muy beneficioso para las dos partes desde el punto de vista comercial.
De cualquier manera, en su conjunto, el crecimiento económico español a partir de 1959 fue espectacular. España figuró en los años sesenta y setenta como uno de los cinco países con mejores resultados económicos del mundo. En 1966-1971 la tasa anual de crecimiento fue de sólo el 5,5 por 100, pero si tomamos un período algo más largo —1960-1975— la tasa anual se sitúa en algo más del 7 por 100, lo que fue la tasa más alta de Europa y una de las más altas del mundo, aunque claramente detrás de Japón e Irán.
En los años setenta España era ya el décimo o el undécimo país industrializado del mundo. Se había producido la verdadera y auténtica revolución española, mucho más significativa e irreversible que la que tuvo lugar durante la Guerra Civil (Payne). La paradoja del caso es que, como ya se ha visto, la revolución no había sido prevista por los responsables del poder político ni, sobre todo, se realizó de la manera que ellos habían pensado. Mayor paradoja es, sin embargo, que la transformación producida en última instancia ponía en cuestión el propio régimen político existente en el país en que había tenido lugar.
En efecto, el cambio había sido en buena medida espontáneo, engendrando nuevos problemas y planteando interrogantes que tenían una importancia indudable y requerían una solución a medio plazo. La espontaneidad del desarrollo hacía que en un futuro se tuvieran que cuestionar las bases del mismo, cuando se hubiera llegado al límite de las posibilidades existentes. La industria seguía en exceso protegida ante el exterior e intervenida en el interior. Lo malo no era, en efecto, que la industria de propiedad pública tuviera una dimensión excesiva (en número de asalariados el Mercado Común casi duplicaba las cifras españolas), sino que cuatro de cada 10 pesetas del crédito estaban predeterminadas por el intervencionismo estatal. La agricultura tenía problemas de modernización y de competitividad, en especial teniendo en cuenta una eventual incorporación al Mercado Común. El Estado español era impotente porque carecía de los mecanismos fiscales necesarios. A fines de la época franquista drenaba algo más del 13 por 100 del PNB, cuando en Japón se llegaba al 15 por 100 y en Francia al 22 por 100. Además, se trataba de un sistema muy regresivo, en que el Impuesto sobre la Renta representaba una cantidad muy pequeña, mientras que en los Países Bajos suponía ya el 50 por 100. Como consecuencia de ello, las infraestructuras españolas también dejaban mucho que desear. En definitiva, el Estado tenía, a la vez, una cabeza intervencionista de león y una cola fiscal y presupuestaria de ratón. El mercado de trabajo funcionaba mediante un pacto implícito por el que el empresario aceptaba una elevada continuidad y fijeza en el empleo a cambio de obtener financiación privilegiada por parte del Estado. En suma, la apariencia lustrosa del espectacular desarrollo económico español en esta época debe compatibilizarse con la real «aluminosis» de buena parte de las vigas del edificio construido (García Delgado). Si el franquismo dejó como legado el crecimiento económico —que sólo muy parcialmente cabe atribuirle— y la modernización social, también formó parte de su legado un lastre muy importante de reformas pendientes.
Finalmente es preciso tener muy en cuenta que el desarrollo español había estado periódicamente afectado por problemas con los precios. Desde la Guerra Civil la peseta fue devaluada ocho veces, y tan sólo en el período 1963-1970 se pasó del índice de precios 100 al 151. El crecimiento medio anual de los precios en España, durante la época más caracterizada del desarrollo, fue el 7 por 100, mientras que en Europa solía estar por debajo de la mitad. En 1964 el Gobierno debió imponer una política deflacionista, pero en 1967 recurrió de nuevo a ella al plantearse idénticos problemas: daba la sensación de que el régimen español estaba condenado a una sucesión de políticas de sentido contrario. En suma, desde el punto de vista estrictamente económico, el desarrollo a medio plazo engendraba problemas y exigía soluciones nuevas. Pero, al tener el crecimiento económico también una inmediata repercusión sobre las transformaciones sociales, más grave aún era para el régimen político que hubiera engendrado una sociedad en que aquél perdía buena parte de su sentido.