La cultura popular y el ocio

A caballo entre lo artístico, el medio de comunicación y el elemento para que los españoles de a pie ocuparon su ocio, determinadas manifestaciones de carácter muy popular sirven para definir de forma excepcionalmente clara la peculiaridad de una época. Trataremos de ellas en conjunto dejando claro que los límites entre la llamada alta cultura y éstas suelen ser ficticios.

Autores que serán citados en este apartado tienen, sin duda, un papel mucho más relevante en la Historia de la cultura española que algunos de los que aparecen en el anterior.

Sabemos ya de la difusión del cine en la España de la posguerra, sin duda la fórmula artística que despertó mayor interés en los medios populares. En su aspecto de la política oficial y de la industria no se puede decir que tuvieran lugar cambios sustanciales en estos años. En 1951 fue creado el Ministerio de Información y Turismo en el que figuró por vez primera una Dirección general específicamente destinada al Cine. Sin embargo el período en que la ocupó una persona capacitada —García Escudero— fue muy breve. La protección estatal siguió desempeñando un papel de primera importancia para el cine. Ahora se arbitró un procedimiento de subvención en el que los criterios fundamentales fueron los derivados del coste y la calidad atribuida por una comisión nombrada al efecto. El elevado grado de protección al cine español tuvo como consecuencia un enfrentamiento a mediados de la década con los grandes de la industria norteamericana. Entre 1951 y 1962 el número de películas producidas en España pasó de unas cuarenta a unas ochenta. Suevia Films fue la sucesora de Cifesa como empresa más destacada en el horizonte de la cinematografía española. Al comienzo de la década de los sesenta se instaló en España el productor norteamericano Samuel Bronston e hizo aquí algunas de las grandes producciones de la época, sin que ello supusiera un impacto importante en la cinematografía española.

Si la industria cinematográfica o la actividad protectora del Estado no experimentaron cambios importantes, la producción vio algunos de importancia no sólo como consecuencia de la aparición de una nueva generación de realizadores sino también por el desarrollo de una cierta conciencia crítica. Respecto de ella resulta bien patente la similitud respecto de la evolución de la literatura. De todos modos se ha de tener en cuenta que la calidad de ese sector crítico respecto de la realidad española no implicó necesariamente el éxito. Las dos películas con mayor permanencia en la cartelera durante el período fueron El último cuplé(1957) y La violetera (1958); sólo en el puesto décimo octavo figuró Bienvenido mister Marsball (1952) que a fin de cuentas, siendo una película de gran calidad y conteniendo esos elementos críticos, venía también a ser una re-formulación, con mayor vena sainetesca y picaresca, de la comedia tradicional. Este género tuvo un indudable éxito en versión amable —Historias de la radio (1955) de Sáenz de Heredia— o la más crítica de las primeras películas de Fernán Gómez. Las preferencias del público, sin embargo, testimonian hasta qué punto el musical folclórico fue el género más resistente a la renovación, pero también el más influyente. En esta época desapareció también el «dramón» rural y el cine histórico: precisamente la concesión de la calificación «de interés nacional» a Surcos, del falangista radical Nieves Conde, y no a Alba de América (de cuyo guión se dijo que había sido escrito por Franco) testimonió el canto de cisne de este último género dedicado a las glorias imperiales. Otros dos géneros característicos de este momento fueron el «cine con niño», normalmente cantor, o el edificante desde el punto de vista religioso, derivación lejana y edulcorada del neorrealismo, y el cine religioso. Respecto de este último baste con recordar que, de las diez películas españolas más vistas, tres pertenecían a este género. La Iglesia, lejos de ver el cine como peligro, se lanzó a una conquista del mismo. Prueba no tanto de su éxito como de la receptividad del público son esos datos, aunque este tipo de cinematografía tuvo tan sólo una duración efímera.

Frente al que podría ser denominado cine del nacional-catolicismo (Marcelino pan y vino, 1954), el neorrealismo, del que podrían ser buenos ejemplos Bienvenido, mister Marshall, Plácido (1961) y El verdugo (1963) de Berlanga (1953), o Muerte de un ciclista (1955) y Calle Mayor (1956), de Bardem, presentó una visión crítica de la realidad española, teñida de un humor no exento de acidez en el primer caso y quizá lastrado de un peso ideológico excesivo, a partir de un determinado momento, en el segundo. A partir de mediados de los años cincuenta surgió una fase especialmente dura en el juicio que los propios directores cinematográficos hicieron acerca del cine español. Bardem lo definió, en frase que resultó famosa, como «políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico». No obstante esta actitud crítica resultó sobre todo en un testimonio de la vitalidad creadora de los implicados en el cine como obra de arte y de la inquieta efervescencia social en torno a él, sobre todo en determinados sectores, en especial los juveniles. Éstos fueron los tiempos de la floración de «cine-clubes», muchos de ellos propiciados por el SEU y de las conversaciones sobre los problemas del cine español celebradas en Salamanca. Gracias a la nueva presencia de García Escudero en las mayores responsabilidades administrativas cinematográficas a partir de la sustitución de Arias Salgado por Fraga, hubo en la primera década de los sesenta una cierta eclosión del llamado nuevo cine español, mucho más vinculado con la realidad cotidiana (aunque también críptico en el caso de la llamada Escuela de Barcelona) que se acompañó con la realización de alguna de las obras más destacadas de Buñuel (Viridiana, 1961), siempre problemáticas para la censura.

En los cincuenta el deporte y, en especial, el fútbol se consagraron como una de las grandes diversiones de los españoles, quizá aquélla que era capaz de congregar a más espectadores y que dominaba las conversaciones cotidianas. En los seis juegos olímpicos en que participó España durante la dictadura de Franco sólo ganó una medalla de oro, lo que la sitúa en un nivel semejante —y poco honroso— al de Irlanda o Nueva Zelanda. No obstante, al mismo tiempo y por vez primera, se introdujo la Educación Física en el sistema educativo español a partir de los años cuarenta. De la popularidad del fútbol da cuenta el hecho de que diario Marca, principal pero no exclusivamente dedicado a él, tiraba 350 000 ejemplares. La organización del deporte después de la Guerra Civil se hizo depender de la Secretaría general del Movimiento de modo que tan sólo a partir de los años sesenta la Delegación Nacional de Deportes actuó con cierta autonomía respecto del poder político. Tal organismo no tuvo nunca problemas económicos pues se financiaba gracias a las quinielas. En 1960 se aprobó una Ley dedicada a la Educación Física y Deportes y se creó un Instituto dedicado a estas cuestiones en la Ciudad Universitaria madrileña, señalando un camino de tecnificación que hasta el momento había sido inédito. El primer Delegado nacional de Deportes fue el general Moscardó, un militar laureado por la defensa del Alcázar toledano, que fue antes director de la Escuela central de Gimnasia, y el segundo, Elola, a mediados de los cincuenta, un político falangista bien conocido. La Federación Nacional de Fútbol solía estar dominada por falangistas. Por su parte el deporte femenino, muy de acuerdo con la concepción de la mujer, tuvo escasa proyección social hasta bien entrados los años sesenta.

Del deporte nos interesa de forma especial el fútbol y sobre todo desde el punto de vista de su proyección social. De las 73 ligas o copas, 60 fueron ganadas por los clubes más grandes, cada uno de los cuales tenía un perfil muy definido. El Madrid, presidido por Bernabeu, un funcionario de Hacienda que tenía una situación económica aceptablemente saneada, tuvo a muchos ministros como socios en los años centrales del franquismo. El Barcelona siempre tuvo la situación económica más saneada por su elevado número de socios pero, en cambio, los resultados deportivos a menudo fueron parcos: desde 1961 hasta 1984 sólo ganó una liga. Solía tener un cierto tono de disidencia catalanista. Su presidente en los años republicanos, detenido durante los primeros días de la Guerra Civil en el frente de la sierra madrileña, fue ejecutado y un antiguo militante de Esquerra Republicana de Catalunya estuvo al frente del club durante la dictadura. Ya en 1968 tuvo por vez primera un presidente no franquista que había sido en el pasado secretario de Cambó (Narcís de Carreras). En 1973 la candidatura a la presidencia de Montal ganó las elecciones asegurando durante la campaña que «nosotros somos los que decimos: el Barcelona es más que un club». Puede decirse, por tanto, que, como ya había sucedido durante la dictadura de Primo de Rivera, en la devoción por el Barcelona se condensaron muchas frustraciones que no podían encontrar, de momento, otra salida: un intelectual de izquierdas —Vázquez Montalbán— pudo llegar a decir que el Barcelona era el Ejército que Cataluña nunca había tenido. El Atlético de Bilbao, que había dominado el fútbol español en la primera década del siglo, volvió a hacerlo durante los años cuarenta a pesar de que, de los jugadores vascos que permanecieron en gira por el exterior durante la Guerra Civil, todos, excepto uno, decidieron permanecer en el exilio. La vinculación con el Atlético de Aviación le permitió al Atlético de Madrid, que se fusionó con él, incorporar a sus filas a todos los futbolistas que aparecieran en ese Ejército e incluso una subvención del mismo.

Ya que se ha hecho mención de este último detalle anecdótico convendrá también, sin embargo, tener en cuenta hasta qué punto el fútbol, convertido ya en diversión de masas por excelencia durante las décadas precedentes, fue afectado por la evolución histórica global desde la posguerra. Hasta los propios clubes de fútbol llegó la intervención del Estado, de modo que todos los equipos tuvieron que tener al menos dos falangistas, norma que no desapareció hasta 1967. El nacionalismo no sólo afectó a la necesidad de suprimir las denominaciones de los clubes en inglés sino también a la desaparición de extranjeros en los años sesenta, a partir de los desastrosos resultados en el campeonato del mundo de 1962. El lenguaje del periodismo deportivo, por órdenes de la censura, se castellanizó y adquirió en ocasiones un tono épico. Los presidentes de los clubes fueron originariamente nombrados por los propios Delegados Nacionales.

Luego, en los años cuarenta, se introdujo un peculiar sistema por el cual sólo asistían a las Asambleas de los clubes un número reducido de personas, aunque ya desde los cincuenta empezó a haber elecciones democráticas.

Un elevado número de jugadores húngaros aparecieron en el fútbol español durante los años cincuenta. El primero de ellos fue Kubala que empezó a jugar con la década y proporcionó al Barcelona una inusual época de éxitos. Eso introdujo la internacionalización en el fútbol español, que no era tan fácil en la época de la posguerra. Puskas representó luego el mismo papel en Madrid pero el futbolista extranjero por excelencia en este equipo fue Alfredo Di Stéfano, cuya llegada a España resultó controvertida por la pugna existente entre Madrid y Barcelona, que contribuyó a agudizar.

En los campeonatos del mundo los resultados del fútbol español fueron poco brillantes en la mayor parte de los casos. Resultaron buenos, sin embargo, en 1950, pero España tan sólo consiguió calificarse en 1961 y 1966 para la fase final. La política influyó en ocasiones, como se aprecia en el hecho de que en 1956 España no acudiera a las olimpiadas como consecuencia de la sublevación húngara; en 1960 se negó a competir con Rusia y en 1964 lo hizo y ganó el campeonato europeo, en presencia de Franco, siendo celebrada la ocasión casi como una gesta militar. Pero el papel más importante en la proyección exterior del fútbol español lo tuvo, sin duda, el Real Madrid. Cuando en 1955 obtuvo la Copa Latina en París se concedió a los jugadores la Orden Imperial del Yugo y las Flechas. Pero los éxitos mayores fueron los logrados en la Copa de Europa, sucesivamente durante cinco años. Como consecuencia de ello el Ministerio de Asuntos Exteriores otorgó la encomienda de la Orden de Isabel la Católica a Di Stéfano y a Saporta, uno de sus directivos. Este tipo de honores se consideraron como lo más natural del mundo. En otro tiempo se afirmó con seriedad que la influencia del fútbol en la sociedad española era un instrumento de alienación por parte del régimen. Pero eso es insostenible: a lo sumo cabe decir que el impacto del fútbol fue más la consecuencia que la causa de la pasividad política.

«La radio estrenó su esplendor con los años cincuenta», ha escrito Manuel Vázquez Montalbán y esta frase se puede considerar como cierta. Aunque no hay datos que permitan certificar la veracidad de la afirmación no puede existir la menor duda si tenemos en cuenta el impacto en la conciencia popular, probado a través de los restantes medios de comunicación. Aunque a comienzos de los años sesenta se tomaron algunas disposiciones relativas al control de las emisoras existentes lo cierto es que el sistema radiofónico estaba ya perfilado casi de forma definitiva en los años cuarenta de modo que lo sucedido en los posteriores puede resumirse diciendo que se produjo una enorme difusión y popularidad de la radio merced principalmente a la aparición de nuevos y muy variados programas. Prueba de todo esto es que incluso existieron aparatos alquilados dotados de una ranura para depositar monedas que permitían establecer la comunicación a las personas de menores recursos. Respecto del panorama de las empresas quizá sea oportuno empezar por indicar que entre 1957 y 1958 —en definitiva, en un momento en que eran todavía palpable el peso del nacional-catolicismo propiamente dicho— desaparecieron las emisoras parroquiales existentes, sustituidas por una emisora en cada provincia que, en su conjunto, formaron una red denominada, ya en 1960, Cadena de Ondas Populares (COPE) con lo que se cubrió el conjunto del panorama radiofónico nacional. Pero lo importante, como ya se ha señalado, fue la aparición de una nueva programación a base de espacios humorísticos, seriales y «magazines» de muy variado contenido, desde los concursos a las audiciones musicales. Lo que nunca muere, serial de Guillermo Sautier Casaseca, el guionista de mayor éxito en esta especialidad, trataba de una familia separada por la Guerra Civil que al final veía triunfar entre sus miembros la tolerancia y la comprensión, temática, en definitiva muy característica de entonces. El serial, en definitiva, vino a ser algo así como una re-edición del folletín de otros tiempos, con una temática y un tono sentimental muy parecidos. Cabalgata fin de semana de Bobby Deglané, un periodista chileno, fue el programa de entretenimiento de mayor éxito (era, según Vázquez Montalbán, «todo en el ocio nocturno de la España cincuentañera»). De ambos se dijo en su momento que paralizaban la vida del país cuando se emitían.

También en el terreno de la cultura popular debe hacerse mención de la música, cuya transformación hacia una versión mucho más vinculada con las fórmulas habituales de más allá de nuestras fronteras data de comienzos de los sesenta. En tiempos anteriores había tenido lugar la virtual desaparición de la zarzuela, renacida después de la Guerra Civil pero incapaz de renovar su repertorio; en los cincuenta era ya «una deformación que apestaba a formol de una vieja sentimentalidad agraria y castiza» (Vázquez Montalbán). En la etapa anterior una recuperación de la tonadilla y de las fórmulas vinculadas al género chico, en especial al folclore andaluz, y una corriente melódica más internacional se habían enfrentado con resultados titubeantes. Desde mediados de los cincuenta penetró en España la discografía italiana y la norteamericana y a partir de este momento se produjo una práctica homogeneización musical con otras naciones europeas.

Para comprender el cambio que se produjo en este momento resulta imprescindible hacer una breve alusión a lo que significó desde el punto de vista social, vertiente ésta que es la que resulta de mayor interés para nosotros. La aparición de conjuntos como «The Beatles» supuso el súbito surgimiento de una cultura de los jóvenes, original y multiforme, de la que la pop music formó la base estética. Detrás de ella había fenómenos como el acceso de una generación juvenil al ocio, al consumo y a la cultura de masas o el descubrimiento de una libertad de comportamientos que rompía con los hábitos anteriores. El historiador puede tener miedo a enfrentarse con esta realidad en parte porque cuenta con unas fuentes excesivas y demasiado especializadas. Además la cercanía en el tiempo y la popularidad de la temática le genera una especie de pudor para dar cuenta de una realidad como ésta. Pero resulta imprescindible hacerlo porque, sin duda, un fenómeno como éste afectó al conjunto de la vida de millones de españoles.

Desde el punto de vista de la ortodoxia académica siempre habrá reservas respecto de la cultura de masas al ponerla en relación con la «verdadera cultura» pero, además, se da el peligro exactamente inverso. Al enfrentarse con esta cultura existe también un doble peligro, el de los extremismos, es decir, de los integrismos: o se la considera subcultura despreciable o se le da un papel semejante a la de la alta cultura. Para algunos tratar de estas cuestiones aparece como una demagogia que sacrifica todo al culto de la juventud pero ésta, respecto de la cultura del pop, no fue sólo consumidor pasivo sino también creadora, productora y animadora de una cultura que se parecía a ella misma y que quería ser diferente, en manifiesta ruptura respecto del pasado. Además otro dato importante para juzgarla es que se trató de un fenómeno originariamente obrero que luego se convirtió en un factor de radical homogeneización de las formas de vida de una generación, con independencia de la clase social. En el fondo la observación comparada de la realidad histórica inmediata nos revela que la llamada «cultura del pop» resultó algo así como el jazz para sus padres.

Antes de tratar del caso español resulta preciso hacer una breve mención a cómo surgió este mundo en Gran Bretaña. A partir de mediada la década de los cincuenta se produjo la eclosión del rock. En los primeros sesenta triunfaron «The Beatles» y con ellos la música de una nueva generación en sus más diversas manifestaciones. En 1959 se habían producido en Gran Bretaña 67 millones de discos, por 83 en 1963. Mientras que en la primera fecha sólo la mitad de los discos eran de pop, en 1963 lo era ya el ochenta por ciento. Junto con un tipo de música triunfó también una moda de vestir: los botines, el pelo largo masculino y la minifalda fueron tan definitorios de un tiempo como la música. Ya en la segunda mitad de la década de los sesenta aparecieron fenómenos como la psicodelia y las drogas. En 1970 se produjo la separación de «The Beatles». En 1966 Lennon, la figura determinante del conjunto, había llegado a decir que eran más famosos que Cristo y el 1969-1972 se lanzó a un combate a favor de la legalización de la marihuana, la paz en Vietnam y el desarme mundial.

En España la cultura del pop llegó tardíamente y de una manera un tanto peculiar, quizá porque la transición desde los tiempos de la copla de Concha Piquer y de los boleros de Machín tenía que resultar traumática. Sin embargo su triunfo tuvo lugar finalmente gracias a las peticiones radiofónicas de los oyentes. De entrada, sin embargo, hubo una resistencia nacionalista. «Lo lamentable —escribió un adversario de la nueva música— es que sean los mismos autores nacionales quienes contribuyan al auge de un estilo que convendría contrarrestar en lugar de imitarlo». Pero, en poco tiempo, la cultura del pop había engendrado toda una industria. En ABC, ya de febrero de 1964, se decía que «hoy una cancioncilla, a poco que se popularice, hace millonario a su autor».

El pop llegó a España despojado de «buena parte de su carga explosiva» porque, en realidad, era originariamente «música de negros lascivos y salvajes que no tenían nada mejor que hacer que tocar la guitarra y gritar palabras obscenas a las chicas». Esta prevención al aspecto subversivo de la nueva música puedo observarse también en la cinematografía: Rebelde sin causa, la película de James Dean convertida en signo de una generación en ruptura con sus padres, se estrenó en España con ocho años de retraso. Pero acabó imponiéndose esta moda generacional a pesar de las resistencias sociales que, además, venían acompañadas por dificultades objetivas. A fin de cuentas el inglés seguía siendo una novedad en España en donde el francés seguía dominando en la enseñanza media.

En España, en el momento de la aparición de la cultura del pop, había un predominio de dos mundos musicales, «los estertores del andalucismo», más o menos modificado, y la corriente melódica internacional. El panorama se completaba con éxitos como el de José Luís y su guitarra y pero también con la adaptación de canciones hispanoamericanas. Los verdaderos pioneros del pop fueron Manuel de la Calva y Ramón Arcusa —«El Dúo dinámico»— y sus primeros momentos de dedicación profesional datan de 1957. Fueron «la cara simpática, responsable y familiar del rock and roll», destinado a convertirse en música de fondo de las fiestas juveniles de las generaciones más jóvenes de la clase media. Eran los años de la confirmación definitiva de Elvis Presley. Los dos cantantes españoles trabajaban en una empresa de aviación y debieron profesionalizarse muy rápido; supieron por un lado adaptar canciones de otros autores y también crear otras propias. Quince años tiene mi amor (1960) fue su primer éxito original; precisamente a partir de este momento consiguieron imponer sus propias canciones mientras que hasta entonces su empresa discográfica les había impuesto otras.

Perdóname (1962) fue también otro gran éxito. Desde la segunda mitad de los sesenta fueron superados por otros grupos pero, mucho después, a finales de los ochenta volvieron con la nostalgia.

La aparición de la música popular juvenil trajo consigo la aparición de toda una serie de novedades. Hubo, por ejemplo, una prensa dedicada específicamente a la discografía desde finales de los cincuenta que logró una fantástica difusión en los sesenta y setenta. También se produjo la aparición de una cierta moda para la que el término ye-yé sirve como descripción. De ahí la canción Una chica yé-yé, de Algueró y Guijarro, para la película Historias de la televisión. No se trataba tan sólo de modas en el vestir. En una de esas revistas se decía de un conjunto, «Los Cheyennes» que «han sido los primeros chicos españoles que han tenido el atrevimiento de no cortarse el pelo en un año».

Pero a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta el gran público seguía prefiriendo la música de la copla, el bolero o la ranchera. La transición entre la copla y la música pop de procedencia anglosajona la hicieron los grupos hispanoamericanos que hacían la fórmula más moderada del rock y cantaban en castellano. Éste fue el caso de «Los Cinco Latinos», argentinos o «Los Llopis», cubanos contratados en España para cantar canciones de carácter tropical pero también tradujeron e interpretaron el rock. De forma más inmediata Enrique Guzmán y «Teen Tops», mejicanos, introdujeron versiones de rock en castellano de tal manera que sus éxitos no fueron percibidos como una traducción sino como obras originales. La carrera de Guzmán fue casi por completo paralela a la del «Dúo Dinámico».

Aparte de la radio, en la difusión de la nueva música jugaron un papel decisivo los festivales juveniles y de colegios. Allí aparecieron los grupos españoles como «Los Estudiantes» y «Los Pekenikes». Algunos siguieron desempeñando un papel de introductores de la música pop a través de las traducciones: «Los Mustang», por ejemplo, fueron los mejores traductores de «The Beatles». En cambio los otros dos conjuntos citados tuvieron una obra mucho más original. De cualquier manera la procedencia social y la difusión de su obra fue siempre muy parecida. Los más duros competidores del «Dúo Dinámico» nacieron entre los grupos de aspiraciones rockeras en los ambientes estudiantiles de Barcelona, Valencia y Madrid. Eran «estudiantes, altos, guapos y de buena presencia» gente «con un mínimo de dinero, relaciones y conocimientos técnicos». En definitiva, lo que había sido el rock hasta el momento tenía poco que ver con el sentido de rebeldía de clases populares que podía revestir en otros países pues se trataba, sobre todo, de un fenómeno de jóvenes universitarios. En los conciertos no se producían, por ejemplo, problemas de orden público. Desde noviembre de 1962 las matinales del Circo Price de Madrid, plantearon un fenómeno de masas en torno a la música juvenil pero acabaron suspendiéndose por la autoridad gubernativa, sin que, por otro lado, hubieran originado ningún conflicto grave. De cualquier modo, en julio de 1965 la presencia de «The Beatles» en España supuso el definitivo triunfo de un fenómeno que hasta el momento podía ser visto como una pura anécdota.

Como en Italia los festivales de la música jugaron un papel de primera importancia en la promoción de la música popular. El de Benidorm —denominado Festival Español de la Canción— fue el principal, dedicado principalmente a la promoción de las playas de la población alicantina. Resulta de interés señalar que se creó en colaboración con la Red de Emisoras del Movimiento a partir de 1959. De él, contra todo pronóstico, salió lanzado «Raphael» en 1962. Pero hubo otros muchos, cada uno con un perfil particular. El del Mediterráneo sirvió para promover la música de la «nova cangó» catalana, de la que se tratará en el próximo capítulo.

A mediados de los sesenta en el panorama de la música pop española hubo dos novedades importantes: el intento de conseguir un perfil original y la proyección exterior. «Los Brincos» tuvo la voluntad explícita de llegar a ser «un conjunto beat típicamente español», fue el primer intento de hacer una música que tuviera algunas raíces en la canción popular de otra época. «Los Brincos» fue el producto de la confluencia de personas que venían de conjuntos anteriores como, Antonio Morales Junior, procedente de «Los Pekenikes», Juan Pardo, que también estuvo allí y Fernando Arbex, que fue batería de «Los Estudiantes». Obtuvieron un enorme éxito y cobraban por actuación cinco veces más que los otros conjuntos, superando a veces a los «Beatles» en ventas. En la segunda mitad de la década de los sesenta aparecieron con frecuencia grupos que muchas veces no grababan ellos mismos sino que lo hacían músicos de estudio. Esto fue lo que sucedió con «Los Bravos». Black is black, una canción suya, significativamente en inglés, fue segundo puesto en las listas inglesas en 1966 y vendió dos millones y medio de copias en todo el mundo. En el mundo de la música popular, parcela muy característica de la vida cotidiana de los españoles, se había producido un cambio muy importante. No fue sino la consecuencia de lo sucedido en el conjunto de la sociedad española, como comprobaremos en el capítulo siguiente.