La cultura durante el franquismo intermedio

La evolución de la cultura española durante la etapa central del franquismo ofrece interesantes concomitancias con la economía y la historia de la oposición. Las primeras nacen, por supuesto, de la apertura hacia el mundo exterior y de una inequívoca voluntad de modernización. Las segundas resultan bien patentes si tenemos en cuenta que no sólo buena parte de los medios culturales se identificaron con esa oposición sino que ésta estuvo formada, en una proporción excesiva, por ellos.

Eso, sin embargo, no implica que los medios culturales más destacados no hayan mantenido ningún tipo de contacto con los círculos oficiales. Por el contrario, éste existió y aún alimentó algunas actitudes culturales que luego se convertirían en subversivas. Parece claro (y se aprecia de forma más nítida en los años cincuenta que en los cuarenta) que si en lo político hubo una marcada ruptura con respecto al pasado, los elementos de continuidad en los planteamientos culturales resultaron, en cambio, muy evidentes entre el antes y el después de 1939. La meditación sobre el ser de España, la presencia de Ortega y la filiación «noventayochista» del pensamiento mayoritario, la propia beligerancia de los escritores en el terreno de la política y la confianza puesta en el Estado como posible instrumento de salvación colectiva de los ciudadanos son otros tantos testimonios de una línea de continuidad entre el mundo intelectual de la preguerra y el posterior a ella. Otra cosa, claro está, es que la manera de resolver esos planteamientos resultara diametralmente distinta. El hecho indudable es que buena parte de los intelectuales de primera fila en la España de estos años pasaron por el régimen, sobre todo en sus sectores más puristas, en lo religioso o, sobre todo, en relación con la Falange. Muchos de los mejores escritores que surgieron en este momento —Fernández Santos, Sánchez Ferlosio, Aldecoa…— tuvieron un origen falangista, de modo que su caso puede ser definido como el testimonio de la rentabilidad cultural de una crisis ideológica, por más que el inconformismo de intelectuales y escritores fuera mucho más ético y literario que estrictamente político. Claro está que de este origen quedaron también rastros en las propias actitudes de quienes se convertían en disidentes. Así, Marsal ha podido hablar del «franquismo objetivo» de quienes habían abandonado las actitudes propicias al régimen por otras de oposición, porque, aún haciéndolo, en realidad participaban de una concepción «unitaria» y totalizadora que poco tiene que ver con la posición liberal propiamente dicha.

Si en los años cincuenta y principios de los sesenta surgió una clase política que todavía sigue presente en la vida pública española, lo mismo cabe decir del mundo intelectual. Fue este sector el que hizo avanzar a España, por vez primera desde la Guerra Civil, en el sentido de una homologación con el pensamiento y las concepciones de la vida del mundo occidental, cerrando la herida de la Guerra Civil y abriendo el camino hacia la generalización del ideario democrático de convivencia. Lo que Barral ha denominado como evolución «en sentido aliviador» del régimen contribuyó, sin duda, a desarrollar estas posibilidades. En ello es donde se puede encontrar el paralelismo respecto de la evolución económica. Lo sucedido en la cultura española de esta época se puede resumir diciendo que reprodujo una importante recuperación del tiempo perdido desde la guerra, restableciendo, al menos de forma parcial, la sintonía entre las dos Españas divididas por la Guerra Civil y anunciando una futura mentalidad que se generalizó en la etapa final del franquismo. También en economía, como sabemos y ya se ha apuntado, se recuperaron los niveles macroeconómicos de la preguerra y a través del Plan de Estabilización y el posterior desarrollo de la primera mitad de los años sesenta se sentaron las bases de lo que luego sería el crecimiento de una España ya convertida en décima potencia industrial del mundo.

La primera apertura intelectual que tuvo lugar en el régimen de Franco fue, sin duda, la auspiciada por la presencia en el Ministerio de Educación de Ruiz Gimenez. Lo que más nos interesa ahora no es ella misma, ni la oposición que despertó entre otras significadas figuras que, como él, acabaron evolucionando hacia el ideario democrático (Calvo Serer), sino la coincidencia de este fenómeno político con otros de carácter intelectual y de significación coincidente. La evolución de muchos de los pensadores más relevantes de la España de entonces y de la posterior se caracterizó, precisamente, por el establecimiento de un puente con el exilio y con la tradición liberal española. Los caminos fueron, sin embargo, distintos, aunque coincidentes al final. Aranguren, a partir de una postura católica crítica y tras una identificación política con los presupuestos de fondo del régimen, transitó ya en esta época desde una posición de preocupación reservada a una inquietud ética de resistencia al poder que acabó desembocando en la política. En el caso de Tierno Galván su pensamiento evolucionó del neotacitismo a un funcionalismo que, pretendiendo evitar la ideologización excesiva de la vida política y social, criticaba de hecho el monopolio ideológico ejercido por el sistema vigente. Por su parte, en esta época la obra de Marías se caracteriza por una doble insistencia: la necesidad de mantener la vinculación con la tradición española liberal, cuyo representante más caracterizado es Ortega, y la afirmación de que en la España de la época no había desaparecido toda una relevante tradición intelectual que, además, se inscribía precisamente en esas coordenadas ideológicas. Sobre este particular mantuvo una polémica muy interesante con el hispanista americano Mead.

Sin embargo, la polémica más representativa de este momento cultural fue la que se produjo en torno a la figura de Ortega y Gasset. Acusado de heterodoxia religiosa, Ortega estuvo en el punto de mira de las actitudes más nacional-católicas, porque al ser su pensamiento más sistemático que el «unamuniano» parecía más peligroso, mientras que, de otro lado, atraía el interés de lo más valioso de la intelectualidad española del momento. La polémica tuvo como principales protagonistas a Marías, quien afirmó haber participado en ella sin entusiasmo, pero por un cierto sentido de obligación, y al dominico Santiago Ramírez, que partía de unas posiciones extremadamente intolerantes. Es significativo el hecho de que un número elevado de intelectuales que habían tenido concomitancias con el régimen o que participaban de un ideario inicialmente asimilado a él (desde Aranguren a Laín y Maravall) participaron en la discusión expresando su deuda con Ortega y Gasset.

Este hecho testimonia, en definitiva, que la presencia del citado filósofo en España contribuyó de forma poderosa a la transformación en sentido positivo y liberal del universo intelectual español. Algunos de los grandes maestros intelectuales —aparte de Maravall, por ejemplo, Diez del Corral— supieron evolucionar a partir de la semilla «orteguiana». Así se demuestra, en definitiva, que se había iniciado ya la recuperación del ideario liberal por quienes durante una etapa previa se habían colocado en una posición muy distinta. A finales de los años cincuenta los liberales de procedencia ex-falangista participaban ya en las empresas intelectuales organizadas en España y fuera de ella en torno al Congreso por la libertad de la Cultura, de ideología occidentalista; en el exterior dicha institución publicó unos Cuadernos en los que figuraron por vez primera las firmas de intelectuales en el exilio y de dentro de España y en ésta hizo aparecer una editorial, Seminarios y Ediciones, que publicó algunos de los títulos de mayor interés del período. Una derivación de la polémica sobre Ortega fue, sin duda, la denuncia por parte de Marías de que hubo quienes lo utilizaron en contra del régimen, pero inmediatamente después lo consideraron a él y a su pensamiento como algo a eliminar, como también el propio liberalismo. De estas fechas data la ruptura de elementos de la nueva generación con el liberalismo (también con el catolicismo que se presentaba como sofocante y opresivo). Marías, en efecto, presentó como «consignas convergentes» las salidas del PCE y del régimen acerca del liberalismo «orteguiano». Así se explica que, iniciada la transición, se produjera una clara ruptura con esa tradición liberal española, que fue necesario recuperar.

El momento crucial de la ruptura de estos intelectuales con su pasado y también aquél en que cortaron no sólo con él sino también con cualquier vinculación con el liberalismo se sitúa en torno a los sucesos de 1956. Para algunos de los que participaron en los acontecimientos lo sucedido fue «una crisis muy semejante a las crisis de fe».

Ridruejo mismo llegó a decir que «nuestro bando era el otro». Pero, como ya se ha indicado, a veces, en el caso de otras personas, cambiaban las apariencias pero el fondo totalitario del pensamiento no hacía otra cosa que trasladarse desde la extrema derecha a la extrema izquierda. Para entender cómo se produjo esta evolución, aparentemente poco comprensible, nada mejor que tener en cuenta hasta qué punto el mundo oficial de la época disponía de recursos y de centros de actividad capaces de atraer a la juventud más creativa. Fueron las actividades culturales dependientes del SEU (el Teatro Español Universitario o los «cine-clubes») las que alimentaron las transformaciones que en ambos terrenos acontecieron en esta época o en la siguiente. Del Servicio Universitario del Trabajo, engendrado en un ambiente de estrecho maridaje entre Falange y catolicismo, surgió un catolicismo procomunista. Por otro lado, las revistas culturales aparecidas en la época testimonian la existencia de una pluralidad de actitudes cuyas derivaciones finales fueron inconformistas en lo político. Así en Laye y en Alcalá, dos revistas intelectuales cercanas a Falange, más laica la primera y más católica la segunda, es posible percibir una derivación del radicalismo de algunos de sus redactores hacia un confuso marxismo. En El Ciervo un cristianismo autocrítico abrió el camino, a través de la recepción de Mounier, hacia un cierto compromiso con el comunismo. En Praxis, una revista cordobesa, también fue perceptible la conexión entre religión y revolución. La revista Índice tenía conexiones con algunos de los gerifaltes del régimen pero en ella es perceptible, a la vez, un entusiasmo por las revoluciones del Tercer Mundo y por la recuperación del exilio. Quizá la línea más respetable en el conjunto de las revistas de la época nos la proporciona Ínsula de la que Lafuente Ferrari dijo que era el testimonio de «una voluntad de salvar la continuidad de la auténtica intelectualidad española», o Papeles de Son Armadam, auspiciada por Cela, que, en correspondencia con uno de los exiliados, declaró que quería que sirviera «para la unión los españoles por la vía de la inteligencia».

Hay otros aspectos interesantes de la evolución del pensamiento español centrados fundamentalmente en acontecimientos ocurridos ya a comienzo de los sesenta. De esa época datan, por ejemplo, los principios de la recuperación de las culturas de la España periférica: ya en ella se publicaban una cincuentena de títulos en catalán. También fue en este período cuando aparecieron las primeras muestras de un marxismo autóctono convenientemente maquillado para que pudiera pasar por la aduana de la censura. Ésta, respecto de los libros, se había hecho ya mucho más flexible; quien la desempeñaba le dijo a Mario Vargas Llosa, el escritor peruano que por entonces vivía en Barcelona, que en uno de sus libros debía sustituir «cetáceo» por «ballena» para referirse a un militar.

Muestra de la pluralidad patente del escenario cultural español es el hecho de que, junto a la tradicionalista Atlántida —conectada con la editorial Rialp que, representante del pensamiento tradicionalista, en ocasiones no carente de valor, llegó a obtener siete premios nacionales en 1949-1961—, reapareciera la Revista de Occidente. Sin embargo, quizá la revista más representativa de este momento en la vida nacional fue Cuadernos para el Diálogo, de neta inspiración católica (o democristiana) en su momento inicial, que ya en los años posteriores acabó por ser portavoz de toda la oposición política al régimen. De esta manera el catolicismo de corte renovador (cuyo principal precedente había estado en el solidarismo de Manuel Giménez Fernández) jugó un importante papel intelectual (luego lo haría, ya en el tardofranquismo, a través de las directas enseñanzas de la jerarquía) en la difusión del ideario democrático de convivencia. También en una etapa siguiente habría de alcanzar mayor significación un fenómeno que empezó a despuntar en ésta: el despegue de las ciencias sociales, que ejercieron una función crítica respecto de las concepciones habituales en la España del momento. Éste fue el caso de la Historia, renovada de acuerdo con los principios de la escuela francesa de los Annales por una personalidad de tanta relevancia como Jaume Vicens Vives, cuyas concepciones rompían con los planteamientos imperiales de la historiografía tradicional. Queda, en fin, una última polémica intelectual de interés que es la que se refiere al carácter europeo o no de la cultura española. En realidad, esta última postura, defendida por Goytisolo, encerraba, frente a Fernández Santos, una clave política revolucionaria alimentada por la existencia de fenómenos de este tipo en el llamado Tercer Mundo.

Como puede verse, hay un componente más o menos político en los principales aspectos de la evolución del pensamiento, algo que reaparece en la literatura de ficción. En torno a 1950 se produjo en la narrativa española un cambio tendente a la recuperación de la realidad cotidiana e histórica, en definitiva, del testimonio sobre el mundo del entorno que se ve bien claro en novelas como La colmena, de Cela; La noria, de Luis Romero, o Proceso personal, de Suárez Carreño. Esta tendencia realista puede considerarse el rasgo más destacado de todo un período de la literatura española, no sólo en la narrativa, sino también en lo que respecta a la poesía social y comprometida e, incluso, a una buena parte del teatro, aunque fuera el menos representado. En la novela, las influencias estéticas en que se basó esta actitud literaria fueron el neorrealismo italiano, el objetivismo francés, la llamada generación maldita norteamericana y, en fin y sobre todo, las tesis de Sartre sobre el compromiso político, que alcanzaron en España mucha mayor difusión que en su país de origen. El mentor español elegido por la nueva generación de escritores, o por los que, procedentes de otros tiempos evolucionaron de acuerdo con las nuevas tendencias, fue Machado, a quien se prodigaron homenajes que fueron instrumento de identificación generacional. El momento culminante de la difusión de esta tesis se produjo en torno a mediados de la década de los cincuenta: el propio congreso de estudiantes previsto para 1956 destacó la «convergencia» de los narradores hacia el realismo. Desde el punto de vista político, la llamada «operación realismo» fue patrocinada claramente por el PCE, su «colaborador imprescindible» al decir de Barral, y su emisario de entonces en el interior de España, Jorge Semprún, pero en realidad la afiliación entre los cultivadores de estas nuevas tendencias estéticas al partido fue, aunque frecuente, poco duradera. Si bien lo social populista siguió teniendo cultivadores en la segunda década de los sesenta (Candel, por ejemplo), desapareció mayoritariamente en ese período. Hay que tener en cuenta, en fin, que hubo muchos matices en la adopción de esa nueva actitud: por sólo citar algo obvio y relativo a grupos más que a individualidades, baste con apuntar la diferencia entre el aire más cosmopolita de la literatura hecha en Barcelona, a diferencia de la madrileña.

En suma, la actitud realista y el compromiso político se desgranaron en actitudes muy diversas. En la mayor parte de los escritores jóvenes de la época es perceptible una evidente desilusión política, una situación de indigencia de una generación que había sido víctima muda de la Guerra Civil y una voluntad de acusación, al menos moral, a la sociedad. Sin duda, la novela más característica de este período fue El jarama (1956), narración de una excursión prosaica a este río por un grupo de jóvenes madrileños, en que la ausencia de acontecimientos relevantes revela lo chato de una existencia apenas alterada por la muerte de una de las protagonistas. En El jarama no hay nada explícitamente político, pero su autor, hijo del ex ministro falangista Sánchez Mazas, no dudó en proclamar su preferencia por los «jabalíes, esos cerdos violentos» frente a los «cisnes elegantes y los pelícanos», en metáfora zoológica de su disconformidad, En cambio, la crítica social es mucho más perceptible como trasfondo en las novelas de García Hortelano Nuevas amistades (1959), Tormenta de verano (1961)… referentes a los medios burgueses de la España de la época y, mucho más aún, en los textos de los hermanos Goytisolo. Juan Goytisolo presentó en Juegos de manos (1954) la inconsistencia política de un grupo de jóvenes airados o derivó hacia el reportaje de las miserables condiciones de vida almerienses en La Chanca o Campos de Nijar, mientras que Luis Goytisolo describió la realidad suburbial de la gran ciudad en Las afueras (1959). Fueron éstas muestras caracterizadas de la novela social de la época que alcanzó una difusión extraordinaria como moda literaria sin que aquí sea posible aludir a todos sus cultivadores. Este tipo de narración fue luego objeto, en sus ejemplificaciones menores, de una acerba crítica que Barral ha intentado paliar recordando que la «delgadez y zafiedad» de esa literatura social no era sino la respuesta a las formas «tan pobres y tan recalcitrantemente indígenas e indigenistas» contra las que se alzaba. Pero hay que insistir, una vez más, en la pluralidad de formas que revistió este realismo y esta conciencia crítica. Incluso el mayor éxito de la narrativa convencional de esta época, la trilogía acerca de la Guerra Civil abierta por Los cipreses creen en Dios, de Gironella (1953-1966), estuvo revestida de esa crítica aunque se refiriera al pasado colectivo; el mismo protagonista colectivo resulta una buena expresión de las tendencias literarias predominantes. Por otro lado, un novelista de obra regular y de interés creciente, como Miguel Delibes, centró su obra en cuestiones en que la denuncia social y una actitud profundamente humanista juegan un papel decisivo (Mi idolatrado hijo Sisí, 1953). Los relatos cortos de Aldecoa o la exploración del mundo interior en Fernández Santos (Los bravos) son aspectos inclasificables de una narrativa que, sin embargo, conectaba con la moda literaria del momento.

Historicidad, realismo, compromiso, testimonio y denuncia fueron también rasgos característicos de la poesía de los cincuenta y de la primera mitad de los sesenta, que todavía resultaban más acentuados por el hecho de que pueden resumirse en una fórmula simplificadora. En cualquier caso, interesa insistir en que la conciencia generacional de los nuevos poetas encontró un instrumento de promoción en los escritos y las obras antológicas de José María Castellet, quien vio en la sustitución, como inspirador, de Juan Ramón Jiménez por Machado un fenómeno de carácter más general: «toda una concepción de la literatura está en trance de liquidación y de ser sustituida por otra». Celaya, Otero y Hierro, cuya obra se inició antes de la década de los cincuenta, constituyen una buena (y quizá la mejor) expresión de este género de planteamientos poéticos, en los dos primeros casos vinculados con una muy explícita afiliación al PCE.

De Celaya procede una característica condena de las tesis defensoras del arte por el arte («Maldigo la poesía concebida como un lujo. Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse»), mientras que propiciaba una lírica concebida como herramienta, «arma cargada de futuro», y su libro La resistencia del diamante se refiere de modo implícito a la del PCE. Pido la paz y la palabra (1955) resulta, quizá, la obra más conmovedora de Blas de Otero, acto de solidaridad con el hombre, la convivencia y la patria. Años después el poeta definía su poesía en la identificación con Marx: «lo copio un poco y lo digo más bonito». En Quinta del 42, de Hierro, existe una actitud semejante («Confieso que detesto la torre de marfil», nos dirá el poeta), pero en su obra si, por un lado, hay lo que denomina reportajes, vinculados a esa poesía social, hay también alucinaciones que descubren las vivencias personales. Los poetas más jóvenes, siguiendo estas mismas tendencias sociales, se sublevan en contra de la irrealidad de los años cuarenta. «Más que en contra, de espaldas a sus mayores», un tipo de actitud que también puede considerarse como muy representativa de este momento. El escepticismo o incluso el pesimismo transitan por la obra de Valente o de Gil de Biedma, que presenta como ideal «vivir como un noble arruinado, entre las ruinas de mi inteligencia». Los dos temas principales de la poesía hecha en Barcelona en estos años son los relativos al recuerdo de la guerra («fui despertado a tiros de la infancia más pura / por hombres que en España se daban a la muerte», Goytisolo) o la ruindad de la vida de posguerra («uno sale a la calle / y besa a una muchacha o compra un libro / se pasea feliz y le fulminan», Gil de Biedma). La identificación con una línea política de disidencia es también muy explícita en alguno de ellos, como Claudio Rodríguez, protagonista de los acontecimientos subversivos de febrero de 1956 en la universidad madrileña.

En el teatro de mayor dignidad, no evasivo, también el compromiso político dio lugar a una polémica de enjundia durante esta época. Enfrentó a Alfonso Sastre con Antonio Buero Vallejo, partidarios respectivamente de un «imposibilismo» y un «posibilismo» respecto del teatro comprometido con un ideario político disidente en España. Sastre, originariamente vinculado a medios falangistas, había propugnado un «teatro de agitación» que hubiera tenido un efecto «incendiario» sobre la realidad española, había descrito lo social como una categoría superior a lo estético, convirtiendo de esta manera a la intención política en elemento fundamental para juzgar la valía de una pieza dramática y calificando al posibilismo de conformismo. Sus piezas dramáticas (En la red, 1959) se resienten, en estas condiciones, de una cierta linealidad, pero, sobre todo, resultaron maltratadas por la censura hasta el extremo de resultar irrepresentables. El teatro de Buero, basado en una reflexión moral, pero no panfletaria, sobre la naturaleza humana y sus indigencias, tuvo a menudo una base histórica, pero con alusiones transparentes a la realidad inmediata. Sin duda, fue Historia de una escalera (1949) la iniciadora de toda una escuela realista cuyos interiores nada tenían que ver con los burgueses del teatro más convencional.

Hubo, sin embargo, una segunda generación realista, más joven, representada por Muñiz, Olmo (La camisa, 1962), Martín Recuerda y Rodríguez Buded, todos los cuales presentaron, con abundantes referencias al presente, el espectáculo de la pobreza y de la postración espiritual de una España respecto de la cual nunca dejaron de mostrar su disconformidad. Su problema fue, como el de Sastre, el de eludir la acción de la censura, mientras que, de modo inevitable, el teatro de Buero adquirió una significación simbólica.

El teatro en sus formas convencionales y humorísticas no tuvo las limitaciones de representación que tuvo el realista. Pemán derivó desde el drama histórico al costumbrismo. En toda esta época el mayor éxito teatral le correspondió, sin embargo, a La muralla (1954), de Joaquín Calvo Sotelo, que presentaba un conflicto moral que podía conectar fácilmente con la mentalidad católica del momento. Es muy característico de las condiciones sociales en que se desenvolvía el teatro de la época, el hecho de que una parte considerable de la renovación del panorama dramático tuviera que hacerse mediante el recurso del humor. Fantasía, inverosimilitud y ternura forman la trama básica de la obra de Enrique Jardiel Poncela y Miguel Mihura. El tardío estreno de Tres sombreros de copa, del segundo, en 1952, una veintena de años después de su primera redacción, muestra la dificultad existente para modificar la vida escénica española. Mihura debió adaptarse a ella, pero en los cincuenta estrenó abundantemente.

Jardiel Poncela, que definía el humor como un «desinfectante», no llegó a ser considerado como lo que, en efecto, desde nuestra óptica es un profundo renovador del teatro que le acerca a las fórmulas del teatro del absurdo, entonces en vanguardia. La fórmula menos renovadora, pero más adaptada a la sociología del espectador español de la época y dotada de una indudable sabiduría, fue la representada por Alfonso Paso, escritor de una extremada fecundidad, que durante una veintena de años fue el principal autor de éxito en los teatros españoles. En cuanto al personalísimo «teatro pánico» de Arrabal, cercano al surrealismo, se trató en realidad de un fenómeno dramático de más allá de nuestras fronteras sin que prácticamente se exhibiera en España antes de 1975.

Conviene recapitular, al final de estos párrafos dedicados a la creación literaria, las consecuencias del compromiso social y político de los escritores, así como la derivación posterior de la misma, ya en los sesenta. Se ha dicho que «con Franco no acabaron pero sí repartieron los ácidos que destruirían la línea de flotación de su futuro» (Gracia). Es muy posible que el entrecomillado sea justo pero, a corto plazo, lo que realmente tuvo lugar fue el abandono de un compromiso tan apremiante y un mayor grado de exigencia formal y de apertura a otros mundos literarios. A este respecto es significativo el hecho de que en 1958 se creara el Premio Biblioteca Breve, cuya significación en la Historia literaria sería ésa. Desde muchas otras vertientes es posible captar fenómenos semejantes. Así, por ejemplo, en los años sesenta la editorial Taurus difundió en España gran parte del mejor pensamiento occidental. La herencia de estos años más que la presunta revolución política fue el establecimiento de unas estructuras de difusión de la cultura que resultaron muy perdurables.

Quizá en pintura y en cinematografía, glosada en el epígrafe siguiente, es donde mejor se perciben los cambios culturales que tuvieron lugar en las artes durante estos años centrales del franquismo, paralelos a los producidos en literatura. En los dos casos hubo una cierta recuperación de la memoria histórica y, al mismo tiempo, un ansia cosmopolita de apertura. También resulta posible percibir en estas dos actividades elementos críticos de la realidad circundante, especialmente en cine, en donde el neorrealismo conecta de modo claro con la novela social de la época, así como en algunas manifestaciones de las artes plásticas. Por otro lado, se debe tener en cuenta que en este período, tanto en cine como en artes plásticas se empezaron a forjar unos circuitos comerciales, unos prestigios individuales y, en fin, una proyección exterior, que habrían de tener la máxima relevancia para el futuro.

En pintura fue el surrealismo, sin duda, el desencadenante de una voluntad estética de vanguardia pero, más que nada, como chispa desencadenante de una transformación drástica más que a través de una especie de evolución. Aparte de quienes siguieron en él como continuación de su previa trayectoria (José Caballero), también alguno de los representantes de «El Paso» partió de sus presupuestos (Saura). Como quiera que sea, en el surrealismo que precedió a la abstracción fueron perceptibles influencias del surrealismo centro-europeo (en especial de Klee, objeto de numerosos homenajes en estos años), pero también del propio Miró, que regresó a España en 1942. Klee representaba un cruce entre abstracción y figuración, lo concreto y lo trascendente y un aura de magicismo que explica su éxito inesperado. Sin embargo, como grupo sólo fue surrealista el denominado «Dau al Set» del que formaron parte Tapies, Tharrats, Cuixart, Pong, etcétera, y que, en Barcelona, mantuvo su actividad hasta mediados de los años cincuenta. En el resto de la península hay que retrotraerse a finales de los años cuarenta para encontrar algún indicio de voluntad vanguardista que no pasó de pura tentativa. La llamada «Escuela de Altamira» (1948) no pasó de una convergencia amistosa cosmopolita entre personalidades muy diferentes, entre las que había también escritores y críticos como Gullón (también en «Dau al Set» jugaron un papel importante los críticos y literatos Brossa y Cirlot). No se debe olvidar, en fin, Ya en los primeros años cincuenta aparecieron por vez primera muestras de aceptación e incluso de promoción del arte de vanguardia en instancias oficiales. Así se apreció en las sucesivas bienales de arte hispanoamericano, en la tercera de las cuales, celebrada en Barcelona (1955), presentó ya Tapies sus primeros cuadros matéricos, y, aun antes, en el curso de arte abstracto celebrado en la santanderina Universidad de Verano en 1953. A estas alturas empezaron a convertirse en un acontecimiento normal las exposiciones de arte reciente norteamericano, italiano o francés. No obstante fue sólo a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta cuando definitivamente se impuso el informalismo. Los años 1956 y 1957 presenciaron la eclosión de iniciativas, como el Primer salón de arte no figurativo o la exposición de arte otro; con todo, lo más decisivo fue la constitución de grupos pictóricos como «Parpalló» (1956), «Equipo 57» o «El Paso» (1957). Este último fue el más importante y, aunque su duración resultó corta y su bagaje doctrinal no pasó de expresar la voluntad de remover las aguas estancadas del arte español, reunió a algunos de los mejores pintores del momento (otros, como Lucio Muñoz, permanecieron al margen) con unas similitudes e inquietudes muy semejantes. «El Paso» agrupó a Millares, Saura, Rivera, Feito, Juana Francés, Canogar, etc en una estética que si, por un lado, lo emparentaba con la vanguardia americana, por otro estaba plena de referencias españolas. La humildad de los materiales empleados, el españolismo crítico y el recurso formal a una cierta abstracción dramática han sido considerados como rasgos caracterizadores de «El Paso», cuyos miembros, con el transcurso del tiempo, se mantuvieron en el talante trágico inicial (Saura) o evolucionaron hacia fórmulas de carácter mucho más lírico (Rivera). El entusiasmo por el informalismo era, en el caso de «El Paso», voluntad de ruptura con el panorama del arte español de la época, pero éste tenía el suficiente grado de cosmopolitismo como para obtener un éxito espléndido más allá de nuestras fronteras, auspiciado por la propia política oficial, que no tuvo en cuenta la disidencia política de la casi totalidad de estos pintores y de otros, como Tapies, que no estaban relacionados con el grupo. Esta política, como es lógico, tenía un componente de propaganda hacia el exterior, pero sus resultados fueron netamente positivos. En los últimos años cincuenta y primeros sesenta el nuevo arte abstracto español obtuvo éxitos importantes en Venecia, París y Estados Unidos, en donde José Guerrero se había instalado como precursor de estos éxitos. También los consiguieron las primeras figuras de la escultura de vanguardia española. Fueron los móviles de Ferrant los que recuperaron el interés por la vanguardia anterior a la Guerra Civil, pero la escultura vasca (Chillida, Oteiza), monumental y rotunda, procedió de una sensibilidad distinta.

La necesaria simplificación a la que obligan los manuales ha hecho que ser considere a «El Paso» como el grupo protagonista de la pintura española de la década de los cincuenta y comienzos de los sesenta sin tener en cuenta la escasa duración del grupo y olvidando que, en definitiva, más que tener un proyecto artístico concreto, trató de ser sobre todo un factor de galvanización del arte español del momento. Este género de interpretación hace olvidar la existencia de figuras individuales, como el citado Lucio Muñoz, pero, además, olvida a otros sectores de la pintura española. También a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta había aparecido, en escultura y pintura, una abstracción geométrica (Sempere, Labra, Alfaro, Palazuelo…) que demostraba que las vías hacia la modernidad pictórica seguidas en España no se limitaban a esa abstracción dramática o expresionista reunida en torno a «El Paso» sino que se refería también a todo tipo de fórmulas también empleadas más allá de nuestras fronteras. Algunos de esos autores —Sempere, sobre todo, pero también Farreras— pueden ser integrados en una abstracción lírica, quizá de procedencia más francesa que norteamericana. También otros pintores, a los que se ha identificado con Cuenca aunque la ciudad manchega fue punto de confluencia de las más diversas opciones plásticas avanzadas —Rueda, Torner, Zóbel…— se caracterizaron por un tono sin aspavientos, angustias o tremendismo y un lenguaje poético y sutil. Si para el expresionismo abstracto un cuadro resultaba algo semejante a una violación para esta abstracción lírica venía a ser una decantación no reflexiva ni improvisada. El «Equipo 57», por su parte, protagonizó, a partir de la abstracción geométrica, una actitud crítica y de ruptura, partidaria de la obra colectiva y no individual y derivada finalmente hacia el diseño.

Pero, por supuesto, no todo fue abstracción en estos años de la pintura española.

A mediados de los cincuenta hicieron también su aparición en nuestro panorama artístico los representantes de un realismo —Antonio López y los hermanos Julio y Francisco López Hernández— dotado de una fuerza muy especial, en nada derivado de la forma académica y que vino a representar uno de esos caminos muy originales, al margen de todo lo habitual y de calidad indudable que a veces se perciben en la Historia de la pintura.

Aunque obviamente resulta difícil poner en relación la arquitectura con el resto de los movimientos culturales, idéntica sensación de voluntad cosmopolita y modernizadora se aprecia en algunas de las manifestaciones de la proyectada a partir de los años cincuenta. Miguel Fisac, que en los edificios del CSIC (Madrid) alcanza lo que puede considerarse como mejor expresión del clasicismo, es también el introductor de nuevos materiales, como el hormigón sin cubrir, o fórmulas de iluminación como la luz lateral a través de vidrieras (iglesia de Alcobendas, 1955). Es importante también la labor de Fernández del Amo, a través del Instituto de Colonización, en la promoción de la vivienda popular ligada a cánones propios de España. A partir de la década de los cincuenta empieza, en fin, a aparecer el organicismo arquitectónico del que será expresión la obra de Coderch, mientras que algunos arquitectos españoles (Corrales y Molezún) obtienen importantes éxitos internacionales.