De la oposición política a la oposición social

Si el año 1962 significa en la historia política del franquismo un cierto giro, apreciable en el cambio ministerial de dicha fecha, algo parecido puede decirse respecto de la historia de la oposición. En efecto, en relación con ésta, a partir de Munich (pero sin relación alguna con lo sucedido en la capital bávara) quedó abierta una nueva etapa caracterizada por el protagonismo de la protesta social mucho más que de la estrictamente política. En cierto sentido esta realidad parecía desvelar los límites que había tenido la oposición política en el pasado, en el sentido de que se basaba sobre todo en unos cuantos grupos reducidos en número y cuya acción consistía en gestos simbólicos, una vez desaparecida aquella oposición que podría ser definida como la de los «supervivientes de la derrota». Por otro lado, el predominio de lo que acabamos de denominar como protesta social pudo dar la sensación de que la queja se dirigía mucho más contra aspectos concretos de la vida española bajo el franquismo que contra éste como régimen político. Sin embargo, la realidad es que la oposición social justificó la política y le daba sentido al mismo tiempo que demostraba que era impensable una consolidación definitiva del régimen al margen de esos sectores, siempre derrotados pero siempre subsistentes. La oposición social a menudo no estuvo dirigida por la política, pero siempre le dio esperanzas; rompió los estrechos cenáculos en los que ésta había vivido y convirtió la vida del régimen, en su fase final, en un continuo sobresalto que, si no dio nunca la sensación de que el sistema político estuviera en peligro inmediato, le conducía, al mismo tiempo, a la parálisis decisoria, ante la eventualidad de la protesta. Al mismo tiempo, tendía a hacer patente en los más jóvenes y los más flexibles de entre los miembros de la clase política del régimen la necesidad de una reforma.

La «oposición social», en realidad, fue un fenómeno histórico que alcanzó verdadera vigencia en la segunda mitad de la década de los sesenta. En este sentido puede decirse que en el presente epígrafe no hacemos otra cosa que llamar la atención sobre la etapa previa que contribuye a explicarla. A mediados de la década de los sesenta ni siquiera se podía decir que fuera una realidad por completo consolidada e irreversible. De ella cabe decir que desde su comienzo tuvo tres motores fundamentales que, además, se fueron sustituyendo con el transcurso del tiempo aunque, por supuesto, también su acción se solapara y se influyera mutuamente, al margen de que fuera percibida por el régimen como una unidad. Empezó por ser una oposición de una parte del catolicismo organizado para luego tener lugar la rebelión de los estudiantes y, en un tercer momento, adquirir protagonismo decisivo la protesta obrera.

En cierto sentido, el desvío del catolicismo organizado respecto al régimen fue anterior a la celebración del Concilio Vaticano II que, sin embargo, desempeñó un papel decisivo en el desenganche de la Iglesia y el franquismo. En la primera etapa del franquismo las organizaciones de apostolado obrero canalizaron gran parte de la protesta contra las malas condiciones de trabajo y tuvieron un papel importante en las huelgas de 1951 y 1956. En este último año fueron cesados Roiorosa y Castañón, principales dirigentes de las HOAC, pero eso no significó en absoluto que se abandonara una conciencia reivindicativa. Por el contrario, a estas alturas se había pasado, en el conjunto de la Acción Católica española, de lo que se denominó una «pastoral de autoridad» a otra «de compromiso» (Benzo). Además, la política de la estabilización favoreció, de entrada, la protesta social. Se debe tener en cuenta, por otro lado, que no había otras organizaciones de masas que las oficiales y las católicas y estas últimas partían de un tipo de planteamientos integralistas que no sólo no excluían la protesta social sino que la convertían en fundamental. Había, además, otros conflictos entre el Estado y la Iglesia: en 1956, por ejemplo, fue cesado el director de Ecclesia, la revista del Episcopado, que no pasaba censura, por temas relaciones con la libertad de prensa. Fue, sin embargo, el Concilio Vaticano II el que tuvo un efecto decisivo sobre todas las organizaciones apostólicas, y no sólo las obreras, mientras que en otras latitudes no tenía otro resultado que el de confirmar las posiciones y actitudes que eran habituales y, como tales, practicadas desde hacía mucho tiempo. Pero ya en los sesenta habían aparecido algunas iniciativas sindicales nutridas principalmente de personas procedentes del mundo católico y en 1963 fue fundada la editorial ZYX —las últimas letras del alfabeto indicaban la voluntad de ocuparse de los más humildes— en la que se produjo una conexión entre el mundo católico y la reivindicación social.

Lo importante es que, ya a mediados de la década de los sesenta, se había producido un cambio decisivo en la mentalidad de los dirigentes de las organizaciones apostólicas hasta el punto de convertirse en radicalmente ajenas a las pautas de comportamiento del régimen. Probablemente, sin embargo, hubo extralimitaciones en el sentido de querer convertir esas organizaciones en única o casi fundamentalmente políticas o en vincularlas con el derrocamiento del capitalismo. Pero esas actitudes fueron muy minoritarias: la mayor parte de los dirigentes de la Acción Católica no tuvieron nada que ver con actitudes revolucionarias, de modo que, como luego diría el futuro cardenal Tarancón, al atribuirles esta posición no sólo se cometía un error sino que éste fue gravemente perjudicial para la propia Iglesia. En todo caso lo que resulta más relevante, desde el punto de vista histórico, es que los movimientos apostólicos fueron el primer vehículo para una socialización de la política en la generación joven.

En gran medida puede decirse que la minoría dirigente que hizo la transición —no sólo en el terreno político sino también en el económico y social— procedía de ese catolicismo progresista incluso mucho más que de la tradición histórica de los partidos a los que se vincula. Se podría añadir que la proporción es todavía mayor en el mundo obrero que en el estudiantil universitario.

Así adquiere sentido la afirmación de Jorge Semprún, en 1965, de acuerdo con la cual en ese momento las dos organizaciones con futuro en la oposición española eran precisamente el PCE y la Democracia Cristiana. La primera parte puede ser discutible dada la condición de comunista que, por entonces, tenía Semprún, aunque buen argumento en su favor puede ser el grado superior de flexibilidad con respecto al que, por ejemplo, tenía el PSOE. En cambio, parece innegable que la segunda parte de la afirmación responde a la realidad situada en ese marco cronológico, pues del mundo católico, de forma más o menos directa, procedieron muchos de los dirigentes de la oposición sindical y universitaria. Se puede añadir, incluso, que el catolicismo jugó un papel decisivo en la divulgación de los principios democráticos a través de sus órganos de expresión o de los vinculados de forma indirecta con él. Un ejemplo de esto último puede ser la revista Cuadernos para el Diálogo, fundada en octubre de 1963, y que, desde unos orígenes católicos, con el transcurso del tiempo fue agrupando progresivamente a la totalidad de la oposición. Cuadernos constituyó no sólo un instrumento esencial de divulgación de las pautas ideológicas del pensamiento democrático sino también el testimonio mismo de la evolución de un sector del catolicismo colaboracionista hacia la oposición. Su fundador, Joaquín Ruiz Giménez, había sido la figura política joven más brillante en este sector y no se desprendió de su vinculación con el régimen hasta el momento en que, en 1964, se discutió en las Cortes, de las que formaba parte, una nueva ley de Asociaciones Políticas. Con el paso del tiempo Ruiz Giménez asumió la dirección del sector más izquierdista de la Democracia Cristiana, después de la desaparición de quien la dirigía, Giménez Fernández. Sin embargo, a esas alturas cronológicas (1968), es posible que hubiera ya pasado el gran momento de las posibilidades de ese grupo político. Si sirvió para la difusión del ideario democrático, al mismo tiempo acabó agotándose en esta tarea porque, desde él, muchos pasaron a opciones políticas de izquierda. Adelantándonos a la evolución de los acontecimientos, baste recordar que muchos de los dirigentes socialistas de 1975 procedían de la Democracia Cristiana de diez años antes.

Los antecedentes de la protesta estudiantil hay que situarlos en los sucesos de 1956, pero también en las transformaciones producidas a comienzos de la década de los sesenta en el sindicalismo universitario oficial. Ya por aquellas fechas éste había perdido casi completamente su carácter fascista y se había adaptado a las circunstancias, admitiendo elecciones libres para los consejos de curso y cámaras sindicales autónomas en cada Facultad, aunque las altas jerarquías siguieran siendo elegidas desde las alturas. Sin embargo, al mismo tiempo el SEU era una Delegación Nacional más dentro de la estructura de la Secretaría General del Movimiento. De momento el predominio de la apatía entre los estudiantes permitía el control desde arriba sin mayores conflictos. Pero pronto la tímida apertura provocó el desvío y la movilización antagonista de los universitarios mientras que las fórmulas intermedias propiciadas por la jefatura del sindicato —por ejemplo, nombramiento de las autoridades de distrito por acuerdo entre la línea jerárquica y la electiva o las críticas al profesorado para dirigir contra él a los estudiantes— fracasaron por completo.

De todos modos, todavía a mediados de la década de los sesenta los estudiantes antifranquistas eran una minoría en la Universidad española, aunque no tenían otro adversario que la despolitización generalizada. La iniciativa en la protesta contra el régimen la tuvo por entonces la Universidad de Barcelona, donde se creó un Comité de Coordinación Universitaria inspirado por la izquierda. Más adelante, entre 1961-1962, la protesta se trasladó a Madrid y fue protagonizada por sindicatos que pretendían no tener un contenido político partidista, como la FUDE (Federación Universitaria Democrática Española) y la UED (Unión de Estudiantes Demócratas) pero, en realidad, éste era patente: en el primer caso en sentido izquierdista y, en el segundo, democristiano. La protesta contra la cúspide del SEU se generalizó de tal manera que, de hecho, en 1964 la mayor parte de los distritos universitarios no reconocía al sindicato oficial.

El curso académico en que la protesta se hizo más intensa fue el de 1964-1965 y su instante culminante una manifestación de estudiantes, en febrero de 1965, a la que se habían sumado varios profesores (Aranguren, García Calvo, Montero y Tierno Galván).

A partir de este momento, tanto la protesta como la respuesta gubernamental ante ella tuvieron un contenido diferente. A la altura de 1965 los sindicatos clandestinos como UED y FUDE habían sido sustituidos en la acción por Asambleas de Estudiantes, más efectivas como medio para el inmediato recurso a la manifestación pero que obviamente reemplazaban a la democracia representativa de las cámaras sindicales por la mal llamada democracia directa. El inconveniente fue que, por este procedimiento, se abrió el camino hacia una radicalización que no tenía en cuenta la realidad política del país. La creación de un sindicato estudiantil estable fue sencillamente imposible porque, aunque lo intentarían los estudiantes disidentes del régimen, la represión se encargó de desarticularlo. En marzo de 1966, la iniciativa volvió de nuevo a Barcelona, cuando cinco centenares de personas reunidas en el convento de los capuchinos de Sarria (al acontecimiento se le denominó «la caputxinada») llegaron a la constitución del Sindicato de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (SDEUB); aunque organizaciones similares aparecieron en toda la geografía peninsular, fueron rápidamente desarticuladas por la policía. El régimen, lejos de tratar de resucitar un SEU fascista, intentó configurar unas Asociaciones Profesionales de Estudiantes que tampoco alcanzaron mayor éxito y estabilidad. En abril de 1965, después de que el vicesecretario general del Movimiento, Herrero Tejedor, tuviera reuniones con los estudiantes, se aprobó un decreto por el que se desligaba el aspecto burocrático administrativo atribuido al SEU, que pasaría estar en manos de un organismo estatal del representativo. Unas Asociaciones Profesionales se encargarían de este último por el procedimiento de suprimir los consejos de curso, la atribución de poder suspensivo a las autoridades académicas o el carácter rotatorio de la presidencia nacional de las asociaciones. Así, el régimen pretendió quitar potencia al movimiento reivindicativo estudiantil. Pero la conflictividad constante impidió que estas APE pudieran estabilizarse.

En la segunda mitad de la década de los sesenta el régimen parecía haber dado ya por imposible la situación de la Universidad, que no podía resolver pero con la que se limitaba a convivir, sin pretender imponer su ortodoxia y ejerciendo una periódica acción represora. El mundo universitario venía a ser en esa fecha una especie de isla donde se difundían principios políticos por completo ajenos a los que informaban el régimen de Franco y existía una cierta tolerancia hacia la disidencia política: de ser minoritaria la protesta entre los estudiantes pasó a ser algo normal. Si a comienzos de la década de los sesenta los estudiantes inconformistas eran una minoría, a partir de la segunda mitad se fueron convirtiendo en una clara mayoría, en cuya experiencia vital había jugado, además, en mayor o menor grado, un papel la protesta contra la policía y el régimen. Puede añadirse que entre el profesorado más joven la condición de franquista era ya no sólo una excepción sino incluso una verdadera extravagancia. Esto era un testimonio de la debilidad del régimen pero también, en cierto sentido, de su fortaleza, en cuanto que podía convivir con la disidencia sin sentirse directamente amenazado por ella, siempre que no sobrepasara los estrechos límites de la Universidad.

Aunque más limitadamente, la clase obrera también consiguió un cierto reducto de autonomía semejante al de los estudiantes universitarios. Siempre existió una oposición sindical al régimen, pero, ya mediada la década de los años cincuenta, estaba prácticamente desmantelada y la protesta obrera no arreció sino bien entrados los años sesenta. En parte se debió a un marco legal en que, por ejemplo, la huelga seguía siendo un delito aunque no tuviera nada más que un propósito puramente económico. También influyó, sin embargo, la propia estrategia de las sindicales clandestinas. Los comunistas habían terminado por darse cuenta de la necesidad de una acción legal pero estaban demasiado aislados como para lograr que ésta fructificara; la llamada Oposición Sindical Obrera, que ellos controlaban, apenas si tuvo significación alguna hasta su momento final en 1963-64. En cuanto a la UGT, la negativa a tomar parte en las elecciones sindicales contribuyó a aislarla, aunque mantuviera sólidos lazos con las organizaciones internacionales o las del exilio. De hecho, en algunas zonas, como Cataluña, ni siquiera se cumplieron las instrucciones abstencionistas de quienes dirigían la organización desde el exilio.

La situación tendió a cambiar a partir del comienzo de la década de los sesenta, como consecuencia del cambio producido en la legislación pero exige una reflexión previa acerca del papel jugado hasta entonces por los sindicatos oficiales. La verdad es que éstos nunca estuvieron en condiciones de integrar la posible reivindicación obrera, sobre todo allí donde existía una mayor tradición sindical. A comienzos de los años cuarenta se admitía en la cúspide sindical la «manifiesta hostilidad» de los trabajadores. Sin embargo, el recuerdo de la Guerra Civil, la represión y las duras condiciones de vida contribuyen a explicar la apatía de la clase trabajadora. Aun así, en poblaciones industriales catalanas como Granollers se admitía que el 90 por ciento de los habitantes eran hostiles o indiferentes. Con el paso del tiempo, no obstante, la conflictividad individual del trabajador con la empresa se encauzó a través de la organización sindical o de las magistraturas de trabajo. Pero había momentos en que una pésima situación económica ocasionaba huelgas de carácter general al menos en toda una región. Sucedió así en 1951 y luego en 1957-1958.

La reacción del régimen fue tratar de evitar que una realidad como ésa se convirtiera en un problema político de envergadura. La ley de Contratos de Trabajo, de 1958, que no se aplicó hasta 1961, como consecuencia del Plan de Estabilización, reguló un nuevo marco de relaciones laborales en que la firma de un convenio creaba en el seno de las empresas una periódica lucha reivindicativa. Además, en 1965 se declaró legal la huelga motivada por factores puramente económicos, bajo el rótulo de «conflicto colectivo de trabajo». Mientras tanto, la creación del Consejo Nacional de Empresarios rompía la estructura vertical del sindicato y los separaba de los obreros. A su vez, todos estos cambios tuvieron mucho que ver con la conflictividad producida en etapas precedentes y como la que siguió produciéndose a comienzos de los sesenta. Es muy posible que de las huelgas asturianas de 1962 derive el sindicalismo de la última fase del régimen, e incluso el actual, porque no se trató de un conflicto espontáneo (como la huelga de los tranvías de Barcelona en 1951), ni fue producto de la agitación de los derrotados en la Guerra Civil, como la de 1947 en Bilbao, ni tan sólo de una protesta motivada por las pésimas condiciones sociales, sino que, a partir de un conflicto concreto, concluyó en la demanda de libertad de huelga y de creación de sindicatos, aspectos en los que tuvo el apoyo de sectores intelectuales y no únicamente obreros. De 1962 data el importante e irreversible cambio en la Historia española que consistió en la conversión de la huelga —hasta entonces algo excepcional en el panorama español— en una realidad habitual de las relaciones laborales. El ritmo de la protesta laboral pudo resultar cambiante pero la represión ya no logró espaciar los movimientos huelguísticos.

Un factor para explicar la consolidación de la protesta social y el nacimiento de un nuevo sindicalismo reside en la aparición de grupos obreros de procedencia católica.

El Frente Sindical de los Trabajadores surgió de las Hermandades Obreras de Acción Católica. También la Unión Sindical Obrera, nacida en 1961, tuvo un origen semejante, aunque se declarara aconfesional: se decía socialista, aunque no vinculada a ningún partido concreto. Finalmente, la Alianza Sindical de los Trabajadores surgió en 1964, a partir de las llamadas Vanguardias Obreras, una organización apostólica inspirada por los jesuitas. Esta última fue la organización más próxima al PCE, al que superaría por la izquierda para constituir más tarde un partido comunista prochino.

Todas estas organizaciones de procedencia católica tuvieron de común con el PCE la utilización de la legalidad sindical para ocupar posiciones en la organización oficial. Sin embargo, fue el partido citado el que obtuvo un mejor rendimiento de esta táctica gracias a la creación de las Comisiones Obreras. Es muy posible que éstas hayan nacido como la formalización de los comités surgidos espontáneamente para presentar ante la autoridad empresarial las reivindicaciones planteadas por estas fechas, o quizá fueron obra del propio partido; en cualquier caso parece evidente que, si en una zona como Asturias la iniciativa fue exclusivamente de los comunistas, en otros lugares, como Madrid, jugaron un papel importante católicos e incluso falangistas disidentes. En general Comisiones Obreras se extendieron en el ciclo de conflictividad iniciado en 1962, aunque no se consolidaron sino en la segunda mitad de los sesenta, momento cronológico objeto del capítulo siguiente de este libro. A partir de 1964-1965 se empezaron a organizar Comisiones Obreras de carácter provincial y, ya en 1966, cuando se celebraron elecciones sindicales en toda España, el sindicato clandestino logró un éxito considerable. Su apoyo no fue ya un proletariado con recuerdo de la República sino otro mucho más joven: durante 1963 en Badalona, por ejemplo, los informes policíacos sólo atribuyeron al 12 por 100 de los representantes sindicales antecedentes políticos peligrosos mientras que el 80 por 100 tenían menos de 40 años. En 1967 Comisiones celebró su primera asamblea, en la que se manifestó la influencia predominante de los comunistas, que situaban en minoría clara a otras tendencias, algunas de las cuales se marginaron del naciente sindicato. Lo importante era que el PCE de esta manera empezaba a romper la situación de aislamiento que hasta la fecha había experimentado, tanto respecto de la sociedad española como de los restantes grupos de oposición. Resulta en este sentido muy característico el perfil de los elegidos en la citada consulta electoral sindical: más de la mitad eran menores de treinta años y, por tanto, protagonistas del crecimiento económico de los últimos tiempos, mientras que, por otro lado, no habían sufrido la represión de la posguerra y, por tanto, no la temían tanto como los que la habían sufrido en sus carnes. Para este tipo humano, Comisiones en cuanto que agrupación laxa, unitaria y capaz de aceptar una parte de la legalidad, al tiempo que lanzaba reivindicaciones concretas, era una fórmula ideal, lo que explica el espectacular éxito que tuvo.

Éste fue el segundo logro del PCE y el más importante. Antes, sin embargo, había logrado atraer, a partir de la segunda mitad de los años cincuenta, a buena parte del mundo intelectual y, sobre todo, había conseguido la respetabilidad en la totalidad de los disconformes con el régimen; luego, a partir de la segunda mitad de la década de los sesenta, la influencia comunista en el mundo cultural español se convertiría en menos hegemónica respecto de los medios inconformistas.

La mención de Comisiones y de los medios políticos con los que tuvo contacto, sirve de introducción para tratar los cambios producidos en el seno del PCE que, si no fueron decisivos (el partido no superó definitivamente su aislamiento hasta años después), resultaron suficientemente significativos, a más de estar relacionados con el proceso de cambio que estaba experimentando la sociedad española. Sin embargo, no debe pensarse que tales cambios estuvieran motivados por una reflexión autónoma, al menos en su origen. En efecto, la sustitución del abúlico Vicente Uribe tuvo lugar como consecuencia del impacto en el comunismo español de la desestalinización propiciada por Kruschev que, por otro lado, no parece haber causado la conmoción que se produjo en otros países. En realidad, se encontró en Uribe una cabeza de turco para culparle de todos los males del estalinismo, exactamente igual que antes se había encontrado supuestos Titos a la española. El PCE en nada cambió su postura máximamente ortodoxa y, por ello, fue condenada sin paliativos la revuelta húngara, pero, al menos a partir del verano de 1956, se hicieron más insistentes las llamadas a la reconciliación, superando la guerra entre los españoles.

Esta política de reconciliación nacional fue el eslogan fundamental del partido en el momento en que, finalmente desplazado Uribe, se hizo cargo de su dirección una generación más joven, la de quienes, en la Guerra Civil, habían emergido como principales dirigentes de las juventudes Socialistas Unificadas: Santiago Carrillo y Fernando Claudín, por ejemplo. En cambio, Dolores Ibárruri, que parece haber estado más cercana a Molotov que a Kruschev en las luchas internas del Kremlin, ya había quedado reducida en 1959 a una posición poco menos que decorativa. El nuevo equipo se lanzó, precisamente a partir de este año, a una acción mucho más decidida en el interior de España. Ya antes, Jorge Semprún, actuando con el seudónimo de «Federico Sánchez», había desempeñado un papel decisivo en la protesta estudiantil de 1956. Sin embargo, conviene no exagerar el éxito de la propaganda en pro de la «reconciliación» ni el resultado de sus llamadas a una «jornada de protesta pacífica» como la intentada entonces. El PCE se atribuyó unas colaboraciones que en realidad no tenía, pues tan sólo contó con el apoyo del FLP y la movilización de un número reducido de personas.

Por otro lado, la mayor actividad del partido tuvo como consecuencia inmediata una mayor dureza en la represión. La ejecución de Julián Grimau, en abril de 1963, por supuestos delitos cometidos en la Guerra Civil, después de un proceso en que no se habían cumplido las exigencias jurídicas requeridas, demuestra que el régimen no dudaba en remontarse a su origen cuando quería reprimir. En cierto sentido, a Grimau se le puede atribuir la condición de último muerto de la Guerra Civil.

El fracaso de las «jornadas nacionales de protesta» resultó tan evidente que en poco tiempo motivó un debate interno centrado en parte en la interpretación de la situación española, y en parte, también, en el talante personal de sus protagonistas.

Santiago Carrillo representó, en él, la posición del político pragmático y voluntarista que se apoyaba en el prestigio de Dolores Ibárruri, la cual no tenía empacho en calificar a los disidentes como «intelectuales cabeza de chorlito». En realidad, se trataba de las mejores cabezas del PCE de entonces y de quienes, además, mejor conocían la realidad española, que no era la de una nación con residuos feudales sino la de quien estaba emprendiendo una rápida mutación económica. En consecuencia, era previsible, mucho más que una revolución socialista, el establecimiento de una democracia. Pero, a partir de estas posiciones de partida, se produjeron cambios en las posturas: Claudín y Semprún acabaron criticando el estalinismo y la falta de democracia interna en el partido del que, después de un largo debate que se extendió desde 1962 a 1964, fueron expulsados. La escisión, en realidad, no significó un problema grave para los dirigentes del partido, pues prácticamente los dos disidentes no tuvieron seguidores. En la práctica, Santiago Carrillo, aunque con lentitud, fue haciendo suyos muchos de los planteamientos de sus adversarios; por su parte, Claudín inició un tipo de crítica a la URSS que tardaría en hacerse habitual en el seno del PCE. El argumento puramente utilitario desarrollado por Carrillo en sus varios textos de memorias consiste en afirmar que, de admitir las tesis de Claudín, se hubiera originado una profunda depresión en la militancia. De cualquier modo lo cierto es que en el seno del PCE estas disputas doctrinales no alcanzaron apenas eco: sólo al final de los sesenta surgiría una disidencia comunista propiamente dicha.