El alivio de la autarquía
y el cambio en la política económica

A comienzos de la década de los años cincuenta se produjo, por vez primera en la historia del régimen franquista, un crecimiento significativo de la renta nacional; en 1951 desaparecía la cartilla de racionamiento. Hasta entonces España era un país que resultaba, en apariencia, un caso excepcional en el contexto europeo de los «milagros» económicos de la posguerra: seguía siendo uno de los países de menor consumo de energía por habitante y su renta per capita era semejante a la de países como Costa Rica. En cambio, a partir del inicio de la década de los cincuenta tuvo lugar un crecimiento económico importante, en especial en la industria, de modo que puede decirse que España se movió en idéntica dirección y sentido que los demás países europeos, aunque con menor intensidad. La tasa media de crecimiento del producto industrial se situó en un 8 por 100 anual y hubo años, como 1952, en que alcanzó el altísimo porcentaje del 15 por 100. Al mismo tiempo, la economía española pasaba de ser mayoritariamente agraria a semi-industrial, descendiendo el papel de la agricultura en la economía nacional a tan sólo el 25 por 100. El desarrollo económico español fue, por tanto, verdaderamente notable, superando al de cualquier otra época anterior, incluida, por ejemplo, la de la dictadura de Primo de Rivera. Se trataba, sin embargo, de un crecimiento basado, en buena medida, en la perduración de una política en exceso semejante a la de la etapa anterior; por ello mismo, resultó desigual, desequilibrado y malsano. En última instancia, este tipo de crecimiento obligó a la adopción de una política más ortodoxa a partir de 1957 y definitivamente liberalizadora en 1959, con los márgenes y las insuficiencias de que se harán mención más adelante. Importa, por tanto, señalar que el cambio fue lento, se basó en el atemperamiento de la autarquía precedente y consistió mucho más en dejar hacer que en definir una política económica nueva.

Hay un primer factor que contribuye a explicar el cambio producido en la política económica durante estos años y el crecimiento que durante ellos tuvo lugar. Se trata de la aceptación de la España de Franco como un mal irremediable por parte de las potencias democráticas, principalmente por Estados Unidos. Este hecho tuvo inmediata repercusión en la economía española pues permitió proporcionarle unas divisas de las que carecía por completo. Como sabemos, en los años 1951 y 1952 el Congreso de los Estados Unidos concedió préstamos al régimen de Franco que la propia Administración norteamericana no quiso hacer efectivos. A partir de 1952 se hicieron realidad estas ayudas, pero fue con los pactos hispano-norteamericanos cuando alcanzaron verdadera entidad. En el período entre 1951 y 1963 alcanzaron los 1183 millones de dólares, que si bien era muy pequeña en comparación con la del presupuesto norteamericano o con la concedida a otros países, tuvo un papel esencial en el crecimiento económico de una nación estancada como, por el momento, era España. De ese monto total, tan sólo 414 millones fueron donaciones (el 35 por 100), mientras que la construcción de las bases sobre tierra española supuso unos 230 millones y el resto fueron préstamos; sin embargo, antes o después, todas estas cantidades beneficiaron directamente a la economía española. La distribución de la ayuda se hizo en tres partidas, de las que la más importante fue la de bienes de equipo (35 por 100), seguida por la de materias primas y productos alimenticios.

El impacto de esta ayuda sobre la economía española ha sido muy gráficamente descrito por Sarda diciendo que «regó a España como el agua a la tierra sedienta». La ayuda norteamericana tuvo un efecto a la vez estabilizador y expansivo. A pesar de que la ayuda concedida fue inferior a la que recibió Yugoslavia, un país comunista, posibilitó las importaciones y, como consecuencia, el crecimiento industrial de estos años cincuenta; además, el programa de política económica, esbozado en 1951 y que alcanzó una aplicación mucho más amplia en 1959, tan siquiera hubiera podido ser iniciado de no haber sido por la misma. Es más, probablemente si se hubieran cumplido de forma más estricta las disposiciones de los tratados relativas a los aspectos económicos (que incluían la obligación, por parte española, de combatir las prácticas monopolísticas y garantizar la estabilidad monetaria) la situación económica hubiera cambiado mucho más y con mayor celeridad.

Otro aspecto a considerar es el relativo a la política económica seguida por el Gobierno. Por un lado, no existe duda de que el Gobierno de 1951 era mucho más competente desde el punto de vista técnico y económico y, por ello, tendió a aceptar, mucho más que los anteriores, las exigencias impuestas por su pertenencia a un contexto como el de la economía del mundo occidental. Además, de forma periódica, la existencia de momentos críticos —en 1951 o en 1956, por ejemplo— imponía obligadas rectificaciones y algunos economistas —Manuel de Torres, por ejemplo— no escatimaban las críticas al intervencionismo arbitrario. Sin embargo, entre los historiadores las discrepancias se plantean a la hora de determinar hasta qué punto la política económica seguida por el Gabinete de 1951 constituyó un precedente directo del Plan de Estabilización de 1959 y de los Planes de Desarrollo, o permaneció en unos parámetros que eran esencialmente idénticos a los de la política económica de la etapa anterior. Mientras que la primera parece ser la opinión de Viñas, en cambio Sarda señala que «se inició una fuerte expansión que, sin embargo, tendió al desequilibrio, ya que no varió en lo esencial el esquema intelectual de la política anterior, o sea, expansión monetaria y fuerte reglamentación económica». Ros Hombravella ha indicado, por su parte, que «la adopción de la perspectiva liberal… tuvo la fuerza suficiente para influir decisivamente, pero su ulterior traducción fue mucho menos clara y, desde luego, poco enérgica». El resultado fue un atenuamiento de la anterior discrecionalidad e irracionalidad, pero las declaraciones oficiales tendentes a aceptar, por ejemplo, lo imprescindible del intercambio comercial internacional, la economía de mercado y la iniciativa privada chocaron demasiado a menudo con la realidad de que, en el momento decisivo, parte de la propia Administración no seguía el mismo programa enunciado.

Lo sucedido a partir de 1951 demuestra, a la vez, las muchas potencialidades de desarrollo de la economía española y las dificultades que la misma política económica gubernamental creaba para que acabara realizándose. En el período 1951-1954 el crecimiento, importante, logró recuperar los niveles de renta de la preguerra y se hizo con estabilidad en los precios; sin embargo, entre 1955 y 1957 fue rápido, pero también fuertemente inflacionista. Fue la industria, y no la agricultura, el gran motor de este desarrollo económico. La tasa media de incremento de la producción industrial fue del 8 por 100, y en 1952 alcanzó el 15 por 100. En cambio, la agricultura, aun experimentando una evolución positiva, disminuyó su participación en el conjunto de la renta nacional, por debajo del 40 por 100. El ministro nombrado en 1951, Cavestany, un pragmático, contribuyó a que en la década se duplicara el empleo de fertilizantes y se cuadruplicara el empleo de tractores. Es significativo que en ninguno de los dos casos se produjera un cambio sustancial en la política económica oficial, al menos desde el punto de vista legal. En 1951 se aprobó la ley de Sociedades Anónimas, y por las mismas fechas se inició la concentración parcelaria y se pretendió introducir cambios en la explotación de las «las fincas manifiestamente mejorables», pero fueron medidas poco relevantes, al menos desde el punto de vista de su efectividad práctica.

La política industrial, por ejemplo, no se alteró apenas; sin embargo, la separación del antiguo Ministerio de Industria y Comercio parece demostrar una voluntad de reducir el intervencionismo respecto de la primera, aunque no del segundo.

El INI, presidido por Suances, siguió siendo financiado por el Estado y se lanzó en el período 1946-1959 a tres grandes proyectos industriales que seguían teniendo una cierta vitola autárquica, aunque ésa no fuera ya la política oficial: REPESA (refino de petróleo), ENSIDESA (acero) y SEAT (automóviles). Criterios como el de la productividad y la calidad industriales seguían sin desempeñar el papel decisivo que le correspondía en una economía moderna: de ahí que se llamara a los artículos de buena calidad de los de «antes de la guerra». Por si fuera poco, en otros aspectos la acción del Estado debiera haber sido mucho más decidida para promover un verdadero desarrollo industrial: prosiguieron los estrangulamientos provocados por el sistema de transportes y por las restricciones eléctricas que todavía se mantenían en 1954. Pero la actuación del Estado en los tres ámbitos antes indicados tuvo un resultado considerablemente más positivo. Mientras que el propósito autárquico de obtener petróleo a partir de materias primas propias había concluido en siete años sin producir un solo barril, ahora el refino de petróleo se multiplicó por tres entre 1950-1952. La producción de acero de la empresa del INI sustituyó a una iniciativa privada incapaz de emprender esta aventura y en 1967 superaba la producción global española de 1929. SEAT, fundada en 1950 merced a la importación de tecnología barata italiana, llegó a producir en 1956 más de diez mil turismos.

Quizá en ningún otro ámbito se manifiesta mejor la heterodoxia del comportamiento económico gubernamental que en lo relativo a la política monetaria. El crecimiento de la oferta monetaria siguió desproporcionado durante todo el período: se había aproximado al 9 por 100 en la guerra mundial, al 13 por 100 en la posguerra y casi al 20 por 100 en los años inmediatamente anteriores al Plan de Estabilización. La Hacienda Pública siguió recurriendo a la Deuda y obligando a los bancos a absorberla, pero dejando que éstos tuvieran libertad para pignorarla. La consecuencia fue la previsible: la inflación se desbocó. Entre 1953 y 1957, el índice oficial de precios experimentó un incremento de un 50 por 100, aunque las cifras reales debieron ser muy superiores. La reacción de la autoridad económica fue arbitrista e impotente, pues consistió en intentar mantener una aparente estabilidad con toda suerte de controles y reglamentaciones de nulo resultado. La política salarial había sido muy estricta en el pasado, pero a partir de este momento fue necesario adaptarla a las nuevas circunstancias y las bruscas alzas salariales, patrocinadas por Girón desde el Ministerio de Trabajo (del orden en 1956 del 40 o del 60 por 100), no tuvieron otro resultado que favorecer la espiral inflacionista. Hay que tener en cuenta que al comienzo de la década (1952) todavía se calculaba que el poder adquisitivo de los obreros era inferior en un 20 por 100 al de 1936. El Estado tampoco se mostró activo a la hora de aplicar una política fiscal efectiva. El sistema seguía siendo poco equitativo y las reformas de la Inspección Tributaria (1952) o de la Contribución sobre la Renta (1954) no modificaron prácticamente nada.

En cambio, se produjeron importantes cambios respecto de la situación anterior en terrenos como el comercio interior y el exterior. En el primero se consideró la etapa precedente como «anormal» y, por lo tanto, necesitada de un cambio radical. En abril de 1952 se decretó la libertad de comercio, precio y circulación de la mayoría de los productos, pero, como en tantos otros aspectos, se concluyó por mantener una especie de régimen de tan sólo «seminormalidad». Se mantuvieron, por ejemplo, tarifas preferenciales para el transporte por ferrocarril o precios «vigilados» para determinados productos. Ya hemos visto que por las mismas fechas desaparecía la cartilla de racionamiento. Respecto a la política comercial exterior en un principio dio la sensación de que los cambios iban a ser rápidos y sustanciales. El nuevo Ministerio de Comercio, regido por Arburúa, que se presentaba como hombre de realidades y estaba conectado con la burguesía bancaria e industrial, dirigió su política a la expansión de las exportaciones y la mejora de la política de cambios. En 1951, por primera pero no última vez, la situación de las reservas de divisas se había hecho tan negativa que sólo el hecho aleatorio de una buena cosecha pudo solucionarla. Con Arburúa se triplicó, de 1951 a 1952, el número de licencias de importación. Pero, como en tantas otras ocasiones, la política económica iniciada con decisión acabó empantanándose en un gradualismo inefectivo. La mentalidad del ministro con respecto al comercio exterior fue manifiestamente liberalizadora, aunque siguieron existiendo las licencias de importación y los diferentes tipos de cambio de la moneda. Al menos en teoría se aceptó el comercio con el exterior como un medio habitual para solventar los problemas nacidos de las deficiencias de la oferta interior, y la exportación como una consecuencia de la competitividad internacional en torno a un producto y no como un instrumento impuesto por la necesidad de obtener divisas. Pero, a diferencia de lo que sucedió durante el mismo período en Italia, la exportación española siguió siendo frágil, al estar formada por productos agrícolas «de aperitivo y postre».

En realidad, lo único que permitió el incremento de las importaciones, imprescindible para la industrialización española, fue la ayuda americana. Aunque los tipos de cambio se redujeron a cinco desde los treinta y cuatro originarios, todo el sistema se convirtió en un complicado artilugio, sujeto a alteraciones: los cambios del dólar iban desde 11 a 127 pesetas. Pero, sobre todo, lo que los rectores de la política económica de la época no pudieron conseguir ni de lejos fue que despegaran las exportaciones de productos industriales. La fragilidad de la situación comercial española quedó bien patente cuando en 1956 se produjo una mala cosecha de aceituna.

Coincidente con una helada que afectó a la cosecha de agrios, todo ello tanto más decisivo cuanto que la capacidad española de compra en el exterior dependía en más del 70 por 100 de los productos agrícolas y de las materias primas. La importante devaluación de la peseta la situó tan sólo en un nivel más próximo, pero todavía distante, al mercado internacional, y es muy significativo que se produjera por vía de hecho y no fuera admitida como tal.

Desde el punto de vista económico queda patente, por tanto, que el Gobierno de 1951 se vio sumido en una serie de contradicciones, producto del enfrentamiento entre sectores diversos de los que los más significativos eran, por un lado, los ministros económicos y, por otro, los sectores que apoyaban la antigua política autárquica y que solían coincidir con el falangismo, aunque no fueran sólo éstos, pues iban desde el INI y el Ministerio de Industria hasta los cuadros intermedios de Agricultura, poco propicios a aceptar las importaciones de choque para moderar los precios, pasando por el Ministerio de Trabajo, que practicaba su habitual demagogia. En 1957, las reservas de divisas estaban prácticamente agotadas y la inflación era galopante: la oferta monetaria había crecido en un 20 por 100 y la renta nacional en menos de un 5 por 100. «La situación a que había llegado la economía española —ha escrito Sarda— era insostenible por más tiempo». El nuevo Gobierno de 1957 proporcionó «el substratum ideológico» para un cambio en la política económica. Lo hizo presionado por las circunstancias y ante la evidencia de lo inevitable.

Cabe preguntarse si Franco, verdaderamente, fue consciente del cambio que él mismo introducía con ese cambio ministerial. Con toda probabilidad, la respuesta es negativa, pues aunque la llegada al poder del nuevo equipo coincidiera con el fin de los proyectos institucionales falangistas de Arrese, Franco mostró un escaso o nulo entusiasmo por los proyectos estabilizadores. A estas alturas seguía sin entender por qué con un dólar se compraba más en España que en los Estados Unidos y tan sólo presionado por la mera posibilidad de que una mala cosecha de naranja tuviera como resultado una bancarrota de España acabó por aceptar lo que se le proponía. En definitiva sus parámetros mentales seguían al margen de la mentalidad de la economía capitalista. Cuando, por ejemplo, el ministro de Industria, Planell, defendió el intervencionismo estatal a través del INI se entusiasmó con su intervención («se le conceden las dos orejas y el rabo», dijo en pleno Consejo de Ministros). Pero, por otro lado, cuenta Navarro Rubio, al ministro de Hacienda le trató con respeto pidiendo que anduviera sólo «como los patitos cuando, por primera vez, se echan al agua». Luego aprovecharía en beneficio de sí mismo y de su régimen el resultado de esa nueva política económica. Por otro lado, aunque entre los nuevos ministros había tres pertenecientes al Opus Dei (Navarro Rubio, Ullastres y López Rodó) no se debe ver en este equipo una coherencia programática pues hubo a menudo posiciones discrepantes en aspectos de importancia. Como veremos, el Plan de Estabilización fue, sobre todo, obra de Navarro Rubio, mientras que Ullastres hubiera deseado una transición más lenta hacia la liberalización y López Rodó y, luego, López Bravo, tuvieron unos propósitos bastante distintos de los previstos en dicho plan. Todos ellos tenían una preparación técnica muy superior a la de algunos de sus predecesores pero no cabe la menor duda de que las circunstancias mismas de la economía española les impusieron la adopción de unas medidas precisas.

«Todo sucedió como si las autoridades monetarias hubieran tenido un esquema de estabilización bastante correcto en la cabeza», ha escrito Manuel Jesús González, el más destacado historiador de política económica de este período. Las memorias de Navarro Rubio, el principal gestor económico de estos momentos, lo confirman: si no existía un plan preciso al menos dominaba otro clima ideológico. En efecto, da la sensación de que el período 1957-1958 constituyó una etapa de preparación para las medidas mucho más decididas tomadas luego en 1959. Importa recalcar que estas medidas coincidieron con otras de tipo distinto, como la ley de Procedimiento Administrativo (1958) o la anterior de Administración del Estado (1957) que tenían como elemento común su carácter racionalizador y que propiciaron el paso de una dictadura de proclividad fascista a otra de significación burocrática. En el terreno económico el Ministerio de Hacienda fue, sin duda, el gran protagonista de la etapa estabilizadora.

Así se demuestra examinando las medidas tomadas entre 1957 y 1959. En dichos años se produjeron cambios importantes que, sin embargo, no hicieron otra cosa que preparar, aún con evidente timidez, las decisiones más importantes de 1959, insistiendo en una mayor coordinación y una mayor ortodoxia en el comportamiento financiero del sector público y, sobre todo, en una actitud nueva y radicalmente diferente con relación a los organismos económicos internacionales. La reforma fiscal de diciembre de 1957 tuvo un carácter principalmente cuantitativo, pero aumentó la recaudación en un séptimo mediante procedimientos, toscos pero eficaces, como la «evaluación global» y el régimen de convenios; además se creó el impuesto de tráfico de empresas. Así se alivió la presión de unos insuficientes ingresos sobre la Hacienda. Por otra parte, se emplearon por vez primera los recursos habituales de la política monetaria para conseguir el equilibrio interior. Se trató de reducir la capacidad de emisión de Deuda por parte de los organismos públicos y se dificultó la pignoración de la misma a través del redescuento. El Ministerio de Hacienda desempeñó, por tanto, un claro papel antiinflacionista. Además, fue parcialmente responsable, junto con el Ministerio de Asuntos Exteriores, de que España se vinculara en 1958 a la Organización Europea de Cooperación Económica, al Fondo Monetario Internacional y al Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo. Contra lo que hubiera sido habitual en un tiempo anterior, representantes de estas instituciones visitaron España para examinar la situación de la economía española. Como luego diría Ullastres la estabilización había que hacerla en España desde el extranjero. También merece la pena recordar que la Ley de Contratos de Trabajo de abril de 1958 produjo una reestructuración total de las relaciones laborales adaptándolas a la realidad europea.

Tras estas primeras medidas Navarro Rubio leyó ante el Consejo de Ministros un documento de toma de postura al iniciarse el verano de 1958. Lo fundamental del mismo consistía en poner de relieve que España no era un país distinto de los demás y que, por tanto, las reglas de buena economía válidas para otras latitudes, también lo eran para éstas. A fines de año Navarro pronunció un discurso en las Cortes en el que anticipó lo que no tardaría en producirse. Mientras tanto, la idea de la estabilización empezaba a abrirse camino en el propio Franco. Quiso éste tan sólo dar buenas palabras a los enviados del Fondo Monetario Internacional pero, sin llegar a aceptar los males de la economía española de la época, pareció dispuesto a que se reordenara en su conjunto.

Sólo en junio de 1959 se aceptó por completo el plan en Consejo de Ministros, llevándolo a cabo los ministros de Hacienda y Comercio pero bajo la coordinación de Carrero en Presidencia.

Existe un aspecto complementario de la estrategia política de los partidarios de la estabilización que permite explicar su triunfo. El horizonte exterior fue, desde luego, un argumento de decisiva importancia para los propugnadores de la reforma económica.

En enero de 1959 se envió un cuestionario de carácter económico a varias instituciones.

De la lectura de las respuestas se deduce que parecía existir una coincidencia generalizada en desear la liberalización del comercio exterior, la estabilidad monetaria, la nivelación de la balanza de pagos e incluso una integración en espacios económicos más amplios. La verdad es, sin embargo, que el INI mostró sus reticencias ante este programa económico y que, meses antes, lo había hecho también la Secretaría General del Movimiento, al propugnar una especie de Benelux ibérico en vez de la integración en Europa. Pero las dificultades para aplicarlo no nacieron sólo de estos sectores sino también de otros, como el Ministerio de Industria; el propio Ministerio de Trabajo actuaba a remolque de los acontecimientos, considerando lo que venía más como inevitable que como grato. La verdad es que el Gobierno anterior, que había iniciado su gestión con un propósito liberalizador, en buena medida había dado marcha atrás y que el nuevo Gabinete resultó bastante titubeante respecto de la eventualidad de hacer desaparecer el intervencionismo en materia comercial. Para desmontar este intervencionismo hubo que esperar a 1959, cuando no a 1963. Tan sólo hubo una simplificación inicial del sistema de cambios y una nueva ordenación del mercado de divisas, pero Ullastres, que, como ministro de Comercio, era decidido partidario de la integración en espacios económicos más amplios, al mismo tiempo parece haber sido proclive a «una terapéutica lenta y balsámica» en estas materias. Desde el momento mismo de la aprobación del plan de estabilización existió una manifiesta discordia entre Navarro y Ullastres, hasta el punto de que el primero la ha descrito en sus memorias como «de caracteres verdaderamente dramáticos».

Durante el período preparatorio de lo que fue luego el Plan de Estabilización se mantuvo un lento crecimiento de la producción agraria, mientras que la industrial lo hacía mucho más rápidamente. En suma, el crecimiento de la renta nacional fue de un 4 a un 6 por 100 anual y el de la renta per capita del 3 al 5,6 por 100. Pero donde la situación cambió por completo fue en el comercio exterior, demostrando así hasta qué punto la política seguida había sido cautelosa e insuficiente. A fines de 1958, un informe de la OECE describía la situación como «precaria» y propuso no sólo la devaluación de la peseta sino «abolir de una vez para siempre» los artilugios intervencionistas en este terreno. Ya a finales del año 1958 la situación de las reservas de divisas españolas era manifiestamente dramática al existir un déficit que superaba en julio de 1959 los 76 millones de dólares.

Lo que llama la atención no es que los rectores de la política española cambiaran drásticamente el enfoque de la política económica, sino que tardaran tanto tiempo en hacerlo. La situación ya era desesperada: se cernía sobre España la amenaza de la suspensión de importaciones vitales, como el petróleo, con la consiguiente vuelta al gasógeno posbélico. El próximo invierno, con el presumible descenso de las exportaciones y el incremento de las importaciones, podía situar al país en la bancarrota en un momento en que, además, los hábitos de importación eran superiores a los del pasado. Por otro lado, la solución a los problemas económicos españoles era obvia. El programa que ofrecieron los especialistas de todos esos organismos internacionales a España consistió en la vuelta a la ortodoxia financiera, la liberalización comercial y la eliminación de las prácticas discriminatorias; era el mismo programa que acababa de ponerse en práctica en Francia y que desde hacía mucho tiempo estaba en la base de la actuación de todos esos organismos. Cualquier otra alternativa no era una vuelta al pasado sino una recaída en lo demencial.

Fue en estas circunstancias cuando presionado por Navarro Rubio, Franco acabó cediendo y abdicando, temporal y malhumoradamente, de lo que habían sido hasta el momento sus ideas en materia económica: «Haga usted lo que le dé la gana», dijo a su ministro de Hacienda. De esta decisión surgió un memorando del Gobierno fechado a fines de junio de 1959 y dirigido al FMI y a la OECE. Con tono realista y lacónico, se definía el giro que iba a dar la política económica española de forma inmediata. «El Gobierno español —decía, por ejemplo— cree que ha llegado el momento de reorientar la política económica en línea con las naciones del mundo occidental y liberarla de controles que, heredados del pasado, no se ajustan a la presente situación». Esto presuponía que respetaría la iniciativa privada y recortaría el intervencionismo. Además, el memorando añadía, como para revelar la decisión de oponerse a la demagogia falangista, la afirmación siguiente: «El Gobierno continuará su presente política de autorizar incrementos salariales sólo en el caso de que estén justificados por un paralelo incremento en la productividad». Quizá lo más significativo de este documento es que, aunque no se revelara, contenía párrafos enteros de informes redactados por expertos extranjeros acerca del estado de la economía española.

A éste memorando le siguió, a mediados de julio, la publicación de un decreto ley que incluía disposiciones de carácter muy general al lado de normas pormenorizadas y que, en adelante, fue descrito como «Plan de Estabilización», denominación impropia, puesto que ponía el acento sobre los aspectos monetarios cuando, en realidad, era una medida de carácter mucho más general. En efecto, «La característica más destacada de las medidas tomadas… fue su entidad de paquete normativo muy voluminoso y con muy buena coherencia interna», lo que las distinguía de disposiciones del pasado y del futuro del franquismo, suponiendo el final de una etapa y el comienzo de otra en la economía española. El régimen —concluye Ros Hombravella— «había cambiado de camisa, e incluso de cuerpo, en política económica sin dejar de ser él mismo».

El decreto, titulado «de Ordenación Económica», contenía disposiciones muy variadas dentro de ese espíritu general que lo hacía estar a años luz de lo que había sido la política económica hasta el momento. En primer lugar, limitó el gasto público anual a 80 000 millones de pesetas y prometió mantenerlo controlado en presupuestos sucesivos. En segundo lugar, se puso también un tope máximo al crecimiento del crédito bancario, situándolo en 163 000 millones, se anunció una reforma bancaria y se hizo desaparecer la pignorabilidad inmediata de la Deuda; además, se daba mayor flexibilidad a los tipos de descuento y de interés. Se previo, igualmente, una mayor coordinación de las políticas inversoras del Estado. En cuarto lugar, se diseñó una nueva política comercial estatal: sólo el 20 por 100 del comercio exterior sería comercio de Estado, se creó el depósito previo a la importación y se unificó el cambio tras una importante devaluación de la peseta con respecto al dólar, que valdría ahora 62 pesetas. También se modificó el arancel y se liberalizó gran parte del comercio exterior, que ya no requeriría licencias. Finalmente, otro aspecto importante del Plan de Estabilización fue el recurso a asistencias financieras exteriores, principalmente de los organismos internacionales en los que había ingresado España, que llegaron a alcanzar unos 550 millones de dólares, de los que tan sólo se utilizaron algo menos de la mitad; desde el exterior, por tanto, se respondió muy positivamente a los intentos de modificar la política económica española. Lo más importante, sin embargo, no era tanto lo que contenía ese decreto sino cuanto hacía prever para el futuro respecto de la evolución de la economía nacional. En la vertebración de todas estas medidas, al margen de que hubieran sido en gran medida propuestas por especialistas de más allá de nuestras fronteras, jugaron también un papel muy importante especialistas españoles como el propio Sarda, al que hemos citado con frecuencia. Otro de los técnicos que colaboró en esta disposición, Ángel Rojo, futuro director del Banco de España, escribió luego que el Plan de Estabilización no había sido otra cosa que «el reconocimiento de que las posibilidades de desarrollo del país dentro de los esquemas característicos de la etapa de la autarquía estaban agotados».

El efecto del Plan de Estabilización fue inmediatamente positivo respecto de la balanza comercial. En tan sólo el plazo de un año, desde finales de 1958 a finales de 1959, el saldo del IEME pasó de un déficit de 58 millones de dólares a un superávit de 52; un año después las reservas en divisas se cifraban ya en más de 400 millones de dólares. Por otro lado, como resultaba previsible, el Plan de Estabilización supuso a corto plazo una recesión por la reducción de la demanda del consumo y el hundimiento de la inversión. La producción industrial experimentó un severo parón, pero la agricultura mantuvo su nivel de crecimiento. Ya en 1960 se produjo una importante mejoría y en 1961 la crisis se había superado claramente. Quienes sufrieron más gravemente sus consecuencias fueron los trabajadores industriales, que experimentaron un descenso temporal de hasta el 23 por 100 en su nivel de renta; sin embargo la renta per capita disminuyó mucho menos. Aunque, por la devaluación, empezó a producirse a partir de este momento el despegue del turismo inicialmente, el desempleo creció en un 34 por 100. Sin duda, todos estos factores contribuyeron significativamente a los procesos migratorios que se dieron inmediatamente.

En este clima se produjo la inevitable ofensiva en contra de la política estabilizadora. Los consejos de Ministros se convirtieron, para Navarro, en los «viernes de dolores», porque todos los ministros luchaban contra la limitación de los recursos de que disponían. Por razones obvias el Movimiento y los Sindicatos lideraron la resistencia argumentado en contra de la carencia de contenido social de las medidas, pero también otros ministerios se comportaron de forma parecida e incluso los obispos españoles manifestaron su escasa convicción respecto de la política económica gubernamental. Es posible que esto explique la creación de unos fondos sociales de los que el más importante fue el de igualdad de oportunidades.

A partir de 1960 se empezaron a dictar medidas económicas expansivas, principalmente en relación con las inversiones públicas, al tiempo que se llevaban a la práctica parte de las previsiones del ya citado decreto-ley. En abril de 1962 se reformó el sistema bancario, nacionalizando la banca oficial, incluido el Banco de España, y creando tres tipos de bancos privados: comerciales, industriales y mixtos, sometidos a diferentes requisitos legales. Las Cajas de Ahorro dejaron de depender del Ministerio de Trabajo y pasaron al de Hacienda. En abril de 1963 se fijó definitivamente el marco de liberalización de las inversiones exteriores en España. En julio de 1964 se aprobó una reforma fiscal de carácter general. Hubo muchas otras medidas complementarias: una ley de Hacienda Municipal, la de Patrimonio del Estado o la de Contratos del Estado.

Puede decirse que se produjo un giro decisivo en la ordenación legal del mundo económico.

Pero otros propósitos de los reformadores en política económica distaron de cumplirse. La restricción del gasto público se llevó a cabo en determinados sectores, como RENFE, pero no en el INI, ni en vivienda, por más que sus titulares —Suances, Arrese— se quejaran. La mayor parte de estas disposiciones se tomaron en un momento en que ya existía una institución que luego se vincularía, con escaso fundamento, con el desarrollo económico: la Comisaría del Plan. En realidad, incluso antes de la estabilización había existido un propósito de coordinación de las inversiones públicas llevado a cabo por una oficina creada al respecto (OCYPE). No obstante las «ordenaciones de inversión» de los años 1959 y 1960 no fueron más que planes de un solo año. Este tipo de actuación económica conectaba mucho mejor que la liberalización con la mentalidad de los principales rectores de la política española de la época, como lo prueba el hecho de que el propio Carrero Banco hubiera redactado una «Introducción al estudio de un plan coordinado de aumento de la producción nacional». El propio éxito de Navarro Rubio (y las resistencias que tuvo) contribuyen a explicar que, a partir de cierto momento, el protagonista principal de la estabilización tuviera dificultades políticas. No consiguió sustraer el IEME a Comercio y, cuando se habló de él para ocupar una vicepresidencia económica, el mero hecho de que quisiera reunirse con el conjunto de los ministros de ese ramo vedó la posibilidad indicada. Pero había quedado abierto el camino hacia una consideración nueva de los problemas económicos. Una misión del Banco de Reconstrucción y Fomento (Banco Mundial) visitó España en el verano de 1961 y, aparte de constatar las diferencias existentes respecto de la política económica entre los elementos dirigentes, publicó luego un informe de amplia difusión —se vendieron 20 000 ejemplares— que puede considerarse como el primer texto serio de carácter global que se elaboraba desde la Guerra Civil. Se afirmaba en él que «España disponía de los recursos humanos y físicos para alcanzar y conservar una tasa elevada de crecimiento económico» pero que para ello era precisa una adecuada consideración de los costes. Desde finales de los cincuenta España empezó a recibir préstamos del Banco, que sólo finalizaron en 1977, cuando hubo logrado el grado de desarrollo suficiente.

Sólo en febrero de 1962 se creó un órgano administrativo —la Comisaría del Plan de Desarrollo, dependiente de Presidencia, es decir de Carrero— destinado a ese propósito, que luego sería considerado tan vital que adquiriría rango ministerial. Con la colaboración de instituciones internacionales, el primer Plan de Desarrollo terminó de elaborarse en diciembre de 1963. Su redacción fue emprendida por toda una serie de comisiones y ponencias formadas por unas 400 personas, de las cuales 250 eran empresarios. En realidad, la función de esos grupos fue únicamente asesora y la composición resultó sesgada, pero tampoco en Francia, cuyo modelo se había elegido, presenció un proceso que mereciera ese adjetivo «democrático». En efecto, el vecino país era la estrella económica de la Europa de esos años y además su experiencia partía de una filosofía «indicativa» que se ajustaba muy bien a las necesidades de la situación española. Según López Rodó, con quien se identificó el proceso de elaboración de planes de desarrollo que ahora se iniciaba, éstos pretendían ser «un gran reductor de incertidumbre y una verdadera empresa de solidaridad». Como todos los posteriores, a partir de esas tesis de la «planificación indicativa», cuyo principal teórico europeo fue Monnet, el primer Plan de Desarrollo pretendía establecer una serie de compromisos del sector público al tiempo que el privado tan sólo recibía sugerencias para la acción.

La elaboración del primero de los Planes de Desarrollo tuvo como consecuencia la apertura de un debate público, aunque limitado a los diferentes círculos oficiales, respecto de los problemas económicos del país. Prueba de ello fue el apasionamiento de los juicios emitidos en torno al informe previo del Banco Mundial de 1962. En general protestaron los sectores falangistas y los partidarios de una planificación basada en el intervencionismo, pero no de forma generalizada ni frontal. Hubo también una actitud reticente por parte de quienes, desde posiciones de izquierda, criticaron del primer plan su óptica económica neoliberal. De estas críticas, lo que quizá resultó más relevante fue el hecho de que se considerara necesaria una acción de desarrollo regional de la que se tratará más adelante. Pero antes de que el primer Plan de Desarrollo entrara en funcionamiento ya había en realidad comenzado un rápido crecimiento económico en España.

En efecto, entre 1961 y 1964 el incremento del producto industrial osciló entre el 11 y el 13 por 100 anual, cifra elevadísima, que no se volvió a alcanzar sino en 1969.

Eso demuestra que fue el Plan de Estabilización, y no propiamente los Planes de Desarrollo, el factor desencadenante de la transformación de la economía española. Las medidas tomadas en 1959 tuvieron un efecto semejante al descrito por Adam Smith al desaparecer las disposiciones mercantilistas (Lieberman). En suma, los motivos por los que se produjo el crecimiento económico a partir de este momento derivaron de las posibilidades acumuladas en los años cincuenta, de las medidas tomadas en 1959 y de la renta de un país situado en el extremo occidental de una civilización industrial floreciente, como era la europea de la época.

Esos motivos revelan, por otro lado, las limitaciones del desarrollo producido a partir de comienzos de la década de los sesenta y también las de quienes protagonizaron este proceso. El Plan de Estabilización fue el motor de ignición que puso en marcha el desarrollo industrial pero su centro de gravedad fue la liberalización y ésta permaneció dentro de unos límites modestos. No podía ser de otra manera en un momento en que la figura predominante en el escenario político español era Carrero Blanco, porque su mentalidad no era, ni mucho menos, propicia a la apertura a la competitividad internacional en un marco de economía libre. En 1961, es decir, cuando ya la estabilización había obtenido éxito, Carrero escribió en un informe que el mundo estaba dominado por tres internacionales, la comunista, la socialista y la masónica, la última de las cuales «nos ayudará por cuanto nos necesiten pero que de paso que nos ayuden intentarán dominarnos». Su actitud ante el exterior era, por tanto, recelosa en extremo, aunque pudiera ver el aspecto positivo de una apertura circunstancial de la economía propia. A esta prevención hay que sumar su nacionalismo, que le llevó a escribir en otro informe: «El ideal sería no tener que importar más que elementos de producción». Ésta no era la mentalidad de López Rodó o López Bravo, pero éstos tampoco continuaron la liberalización, durante los años que siguieron al Plan de Estabilización. Según Manuel Jesús González, la liberalización concluyó en torno a 1967, y López Rodó y López Bravo «entendieron la economía de mercado como otra forma de discrecionalidad centrada en los estímulos a la iniciativa privada y la ayuda directa al empresario». Es posible que la razón de que actuaran así derivara de un cierto temor a que la liberalización tuviera una traducción política, pero aún es más probable que en un régimen como el español de estos tiempos la tendencia natural fuera a fomentar un tipo de desarrollo en que el Estado, a través de sus premios y componendas a grupos de intereses, siguiera jugando un papel decisivo. En definitiva, cuando se puso en marcha el primer plan ya eran patentes las limitaciones de la liberalización iniciada en 1959 y luego detenida. Los sucesores de Navarro Rubio —comenta un historiador— aguaron el vino de ese año.

Pero también significaron una renovación del equipo dirigente de la política económica del régimen desde el final de la Guerra Civil. Entre 1951 y 1963 Suances, que hasta el momento había sido el principal asesor de política industrial de Franco, vio disminuir de forma drástica su influencia y capacidad de acción. Carrero le había acusado, con no poca razón, de tratar de dirigir toda la economía española desde su despacho y la influencia del ministro subsecretario de la Presidencia era creciente. En la época se decía que el Presidente del INI manejaba como unidad económica la entonces astronómica cifra de 1000 millones, que era denominada como el «suanzio». En 1953 Suances dimitió por quinta vez y unos años después había roto en la práctica sus relaciones personales con el ministro de Industria. Desde 1958 el INI quedó descolgado de los presupuestos y tuvo que financiarse a través de las Cajas de Ahorros. En 1963, cuando ya se sentía poco menos que perseguido y su discurrir por libre empezaba a causar graves problemas a la política económica en su conjunto acabó enfrentándose con Franco y dimitiendo de forma definitiva. Nunca se recompuso la amistad entre ambos, que venía de la época juvenil.

Importa señalar, para concluir este epígrafe, que el cambio en la política económica fue acompañado de una paralela flexibilización en la política social, que habría de tener una evidente relevancia administrativa inmediata. Como hemos visto, en la etapa de la autarquía había sido el Ministerio del Trabajo el principal protagonista de la política social. A partir de este momento, en cambio, le correspondió un papel mucho más decisivo a la Organización Sindical, cuya relevancia empezó a apuntarse ya en los años cincuenta.

Este cambio resulta muy expresivo de la evolución producida en el seno del régimen que fue procurando adaptarse, desde finales de los cincuenta, mediante estructuras seudorepresentativas, a una sociedad en cambio. En 1953 se reglamentaron los jurados de Empresa, creados seis años antes. En 1957, es decir, en pleno bienio preestabilizador, se llevaron a cabo las primeras elecciones a enlaces sindicales y en 1958 se aprobó la ley de Convenios Colectivos, de cuyo impacto en la política española ya se ha hablado. En adelante, la renovación del convenio en el seno de las empresas sería un elemento de politización de la lucha social, pero, al mismo tiempo, se hizo posible que las reclamaciones salariales no desembocaran necesariamente en un conflicto de orden público. Parte de los empresarios más abiertos llegaron a considerar que la nueva legislación no sólo era positiva sino que además iniciaba una democratización en el único campo en que parecía posible. Se trataba, en definitiva, de una disposición destinada a flexibilizar el mercado laboral acercándolo a las economías de mercado. Resulta también significativo que, aparte de otras medidas de menor relevancia relativas a la formación profesional, durante la etapa estabilizadora se aprobara la primera reglamentación del seguro de paro, otro testimonio de esa equiparación de la economía española con el resto de las europeas.

El desarrollo económico era, a la altura de 1965, un fenómeno todavía en exceso reciente como para que de él pudieran derivarse consecuencias políticas adversas para la estabilidad del régimen de Franco. Pero es preciso volver ahora a la política de la oposición porque ella contribuiría más adelante a canalizar la expresión de la protesta surgida de la inadecuación entre la realidad política del régimen y una sociedad modernizada como consecuencia de las transformaciones económicas.