Si bien se mira, a partir de 1956 asiste al primer intento serio de institucionalización del régimen, proceso al que había sido hasta entonces alérgico Franco y que sólo aceptó con este preciso término, pues no apreciaba el de constitucionalización, quizá porque para él tenía un sabor liberal. En realidad, este proceso sólo culminó con posterioridad, a partir de la formación del Gabinete de 1965, pero el sentido fundamental del cambio que se iba a producir más adelante quedó despejado, con lentitud y parsimonia muy típicas del franquismo, en los nueve años precedentes. En ellos se planteó, en primer lugar, durante unos meses, la posibilidad de que el régimen recuperara ese tono azul que había tenido durante la Segunda Guerra Mundial. Eliminada esta posibilidad, la institucionalización eligió lentamente otro camino, empezando por un primer paso muy sencillo —una ley de Principios del Movimiento cuya efectividad respecto al reparto del poder político fue siempre mínima o inexistente—, mientras que los verdaderos proyectos constitucionales no se empezaron a elaborar sino cuando ya Franco había tenido un primer aviso de muerte, después de su accidente de caza a finales de 1961, y cuando había celebrado el vigésimo quinto aniversario de su acceso al poder.
La alternativa de Franco en estos momentos fue si inclinarse por la Falange o prescindir de ella, por ello bueno será recordar el papel que se atribuyó a ésta en el seno de su régimen. Dicho papel era, por un lado, instrumental, y, por otro, imprescindible.
Abundan las afirmaciones de falangistas en el sentido de que Franco no era uno de los suyos: desde mediada la década de los cincuenta algunos falangistas pensaron que el régimen había quedado en manos de personas «de fuera del régimen pero en los aledaños del jefe del Estado». Esto explica el odio de los falangistas más radicales hacia Carrero. Ya hemos citado también afirmaciones del jefe del Estado que suenan un tanto cínicas respecto a ese papel auxiliar de la Falange. Hay dos afirmaciones de Franco ante los médicos que le cuidaron en sus enfermedades, que pueden complementar esta imagen y que coinciden al mostrar la displicencia del general frente a un partido como Falange: a Vicente Gil, que era falangista, le dijo que los suyos «eran unos chulos», mostrando, por una vez, un irritado nerviosismo nada característico en sus tomas de postura. A Soriano, con mayor tranquilidad, le dijo que «la Falange era como una especie de OAS» —el grupo terrorista partidario de la Argelia francesa— «a la que pronto metí en cintura».
Así era a la altura de 1956, pero no es menos cierto que Franco, ante el resto de las fuerzas políticas que lo apoyaban y que periódicamente le causaban conflictos, debía contar con el apoyo de los falangistas, lo que siempre fue facilitado por la falta de brillo de sus dirigentes. Se había servido de ellos contra los jefes militares durante la guerra mundial y había mantenido en el poder a Raimundo Fernández Cuesta después de 1945 en la incómoda misión de disciplinar a los prebostes del falangismo cuando éstos dieron sensación de querer lanzarse por el camino de la indisciplina. Al mismo tiempo mantuvo estrechos contactos con José Luís Arrese, convertido en paradigma de la Falange más pura pero inevitablemente marginado en la posguerra mundial. Cuando solucionó de manera salomónica el pleito entre el aperturismo cultural de Ruiz Giménez y el deseo de monopolio del poder por parte de los falangistas, cesando a aquél y a Fernández Cuesta, se le ocurrió recurrir a Arrese, probablemente porque pensaba que éste le podía servir para controlar a este sector. Los falangistas creían que Franco atribuía al nuevo secretario general del Movimiento una alta talla intelectual pero lo más probable, dada la forma en que le trató en 1956-1957, es que sencillamente conociera sus limitaciones y lo utilizara para sus propósitos.
A diferencia del también falangista Jesús Rubio, el sucesor de Ruiz Giménez, Arrese intentó un protagonismo político de su sector en la «coalición reaccionaria» en que consistía el franquismo y que además, de haber triunfado, se lo hubiera dado, casi en exclusiva y de forma irreversible, al antiguo Partido único. En 1945 había apreciado en el Fuero de los Españoles lo que él denominó como «la introducción matutera de derechos confusos y amenazantes». En realidad, no le faltaba razón, porque la apariencia exterior de ese texto producía esa sensación por más que no se tradujera en absoluto en la realidad. Ahora intentó dar permanencia institucional al régimen, a sabiendas de que Franco le necesitaba para satisfacer a Falange. Lo cierto es que, aunque Franco en las semanas posteriores a la crisis de febrero de 1956 hizo repetidas alusiones a la necesidad de renovar la Falange, mantenía una clara prevención respecto a la posibilidad de concretar un poder, como el suyo, que era tanto mayor cuanto menos precisamente delimitado. Arrese, al ver la reticencia que mostró el jefe del Estado, ante la posibilidad de verse privado de ese margen tan amplio de poder, que le permitía incluso legislar sin necesidad de acudir al Consejo de Ministros, llegó a romper una propuesta que traía en ese sentido pero, al mismo tiempo, con sus declaraciones e iniciativas empujó de forma indirecta hacia la institucionalización a un Franco que distaba de tener propósitos como ésos.
En marzo de 1956, Arrese afirmó ante un auditorio falangista que no estaba definitivamente cerrada la estructura política del Estado, al faltar una ley sobre el Gobierno y otra sobre el Movimiento. Por un momento, el propósito de hacer nacer estas disposiciones pareció poder triunfar e incluso de ir acompañado de un predominio neto de la Falange en el gabinete, una vez producida una crisis política. Según Arrese, en el verano de ese año existió todavía la posibilidad de formar un gobierno homogéneo, es decir, de signo falangista, y el propio Franco estuvo dispuesto a dejar de ser presidente del Gobierno y limitarse a la condición de Jefe del Estado con la sola condición de que «no me empujen». Sin embargo, a la vuelta del verano, ya en octubre, empezó a tropezar con inesperadas dificultades y de ser la persona de mayor confianza de Franco se convirtió en un peligro para la unidad del régimen.
Arrese percibió ese cambio en octubre de 1956. Franco le entregó en ese momento quince observaciones a sus proyectos, que consideró como otras tantas sentencias de muerte para ellos. A estas alturas había conseguido rodearse de un equipo falangista sólido en el que el principal mentor (y, por tanto, el más relevante de los autores de esos proyectos) fue Emilio Lamo de Espinosa. Consideraba éste que para la institucionalización del régimen se debía dejar olvidada la cuestión de la sucesión y la Monarquía y, en cambio, era necesario un Consejo Nacional fuerte como órgano que testimoniara que la soberanía le correspondía al Movimiento. A partir de estas premisas se elaboraron tres proyectos, consistentes, el primero, en una declaración de principios que nunca fue discutida con verdadera pasión, y, sobre todo, otras dos disposiciones más, relativas al Movimiento y al Gobierno. Lo característico del papel atribuido al primero era la independencia que tendría respecto a un eventual sucesor de Franco (que no era mencionado como Rey, dejándose la cuestión monárquica en la confusión) hasta el punto de que no se preveía ninguna responsabilidad ni función en relación con el antiguo partido único. Este estaría dirigido por un secretario general, elegido por el Consejo Nacional y con funciones muy amplias, equivalentes, según dijo el propio Arrese, a las de «un comisario político con mando en plaza». La ley que pretendía regular el Gobierno, por otro lado, más que estar dedicada propiamente a ello, tenía como objeto atribuir nuevas competencias al Movimiento en el seno de aquél: el Consejo Nacional recibía competencias semejantes a las de una especie de tribunal de garantías constitucionales, el Gobierno podía ser cesado por el Consejo (pero no por las Cortes) y el Secretario general del Movimiento tenía la capacidad de vetar disposiciones concretas emanadas de los departamentos ministeriales siempre que abordara problemas políticos de primera magnitud. A todas luces, de haberse aprobado estas medidas, se hubiera dado la pura y simple hegemonía absoluta de una Falange que había sido, como ya sabemos, la principal y aún única beneficiaria de la unificación producida en la Guerra Civil.
No resulta extraño que inmediatamente arreciaran las protestas en contra de las pretensiones de Arrese, quien ni siquiera parece que obtuviera el apoyo de la totalidad de los falangistas. Los militares no tuvieron el menor interés en estos proyectos y, además, se situaron en contra por sugestión de los monárquicos. De estos sectores, Bilbao, el presidente de las Cortes, consideró los proyectos como «una camisa de fuerza», se negó a asistir al Consejo Nacional e incluso consideró, como también Iturmendi que el Movimiento quedaba convertido en un «organismo estatificado, rígido, desprovisto de calor popular». Otro ministro afirmó que el régimen español se identificaría, de triunfar los proyectos, con los «sistemas políticos que carecen de las más mínimas libertades». Sin embargo, quizá la interpretación más aguda e irónica fue la de quien afirmó que de producirse tales cambios España se convertiría en algo parecido a Rusia «pero con curas». También la Iglesia se manifestó contraria a través de un escrito firmado por los tres cardenales entonces existentes; una quincena de obispos sometieron, además, a un duro interrogatorio al principal responsable de la redacción de esas tres leyes. La familia católica presentó una contrapropuesta basada en la potenciación de las instituciones representativas, la creación de un Consejo del Reino con más poderes y la disminución de los de la Falange hasta su desaparición. Frente a todas estas propuestas, la reacción de Arrese sólo pudo ser limitada y tibiamente defensiva. Trataba de llegar a Franco a través de los ministros más falangistas, pero el jefe del Estado contestó al de Agricultura que se ocupara de los olivos. Intentó galvanizar el apoyo de las organizaciones provinciales y locales del Movimiento, pero incluso fue vigilado por la policía cuando su vicesecretario general anunció, con supuesto tono amenazador, que se iba a producir un «paso decisivo», y, al mismo tiempo, para mostrar que no tenía pretensión de monopolio, recordó que la Falange sólo había ocupado una porción del poder político que él cifró en tan sólo el 5 por 100.
A finales de 1956, la efervescencia era tal en el seno del régimen que, en un Consejo de Ministros, el conde de Vallellano abandonó la reunión tras un enfrentamiento con Franco, para volver inmediatamente a continuación. En enero de 1957, Carrero Blanco, que había expuesto su juicio negativo por escrito respecto de los proyectos, recomendó a Franco el cese de Arrese, a pesar de ser «bueno, leal y persona excelente»; también sugirió la posibilidad de que se hiciera con la Secretaría General del Movimiento un militar y se prescindiera de Girón, que parecía actuar en el Gobierno de una forma poco solidaria con el resto de los ministros económicos. El juicio de Carrero era definitivo para que los proyectos de Arrese no siguieran adelante, pues, a estas alturas, como decía un falangista, Franco, en realidad, discurría «por su cerebro» pero el propio Caudillo era muy consciente de las dificultades para mantener esa coalición en que consistía su régimen. En una nota privada escribió que «todos desean que se establezcan las leyes que definen y garanticen las funciones [sic] pero no que pueda llegarse a ello de forma que complazca a todos». Eso fue lo que le llevó a pedir que los proyectos se retiraran y a congelar cualquier evolución institucional para un remoto futuro.
Arrese no tuvo nunca fuerza política ni posibilidad real de llevar su intento de vertebración del régimen a sus últimas consecuencias, incluida la ruptura con éste; incluso anunció en público la posibilidad de «una vuelta silenciosa al cariño del hogar». Sin embargo, llegó a más todavía: aceptó ser relevado y traspasado a la cartera de Vivienda (era arquitecto) de tal manera que no pudiera interpretarse que con él nacía una disidencia falangista. Luego apenas pudo hacer nada en su nueva responsabilidad ministerial porque careció de los medios económicos necesarios, a pesar de haber anunciado que construiría un millón de nuevas viviendas. Mientras tanto, los falangistas más puros (y también los que tenían una mayor coherencia doctrinal) consideraron que, a partir de este momento, se había producido una auténtica crisis de Estado y que el rumbo doctrinal seguido desde este instante era insincero y corruptor del pensamiento «joseantoniano». En sus memorias Girón, que había sido, bajo Arrese, vicesecretario de Obras Sociales del Movimiento, aparte de ministro de Trabajo, afirma que los proyectos esbozados por él no pasaron de «un castillo de fuegos artificiales que se abrasaron en unos meses». A quienes vinieron a continuación a desempeñar un papel predominante los considera herederos de esa «tercera fuerza» de comienzos de los años cincuenta y asegura de ellos, con ironía, que «no inventaban nada: era una especie de despotismo ilustrado sin peluca y sin polvos de rapé».
El cambio gubernamental de febrero de 1957 fue uno de esos relevos no deseados por Franco sino que acabaron estallándole de improviso. Sin embargo eso no quiere decir, en absoluto, que fuera intrascendente, pues su resultado fue exactamente el contrario. Resultó, en primer lugar, la ocasión para producir una amplia sustitución de los dirigentes de la España oficial, pues de dieciocho ministros cambiaron doce. Quizá una de las claves del cambio se encuentra en la marginación de Alberto Martín Artajo que en este momento se había significado por su oposición a Arrese; es muy típico del complicado juego de pesos y contrapesos habitual en Franco: la Falange era la gran derrotada, pero permanecería como ministro quien había sido, en la época anterior, su principal representante, mientras que desaparecía la figura más relevante de la familia católica con mucha menor compensación, pues Castiella, sustituto de Martín Artajo, nunca representó tan claramente como éste un programa para la política interna y, además, tenía muchas mayores concomitancias con la Falange. Pero el hecho de que la familia católica hubiera perdido el puesto relevante que hasta el momento había tenido, no contradice que la mayor derrota fuera la de la Falange. Girón, que había practicado una política demagógica de elevaciones salariales, tenía en su actuación un componente populista y, sobre todo, un talante de pureza fascista apoyado en un pasado de radicalismo «joseantoniano». Su desaparición, junto con la marginación de Arrese, redujeron a la Falange a poco más que un suspiro, pero sobre todo ése fue el resultado por las características de la persona que le sustituyó. José Solís representó, para los más puristas dentro de la Falange, un giro «copernicano» y, sobre todo, un modo de aguar la «revolución pendiente»; simpático hasta hacerse perdonar sus continuas maniobras, extremadamente escurridizo, dotado de una listeza ratonil y carente de formación y de lecturas (ésta es la descripción que de él hizo uno de los intelectuales falangistas), Solís demostró en sus propios rasgos personales la imposibilidad de que Falange pudiera hacerse con el poder, vertebrando, por sí misma y en solitario, la estructura política del Estado.
Todas estas características de la crisis no deben hacer olvidar que su rasgo más determinante fue que, de forma definitiva, se impuso el criterio de Carrero Blanco y que apareció, tras él, una clase política nueva. El papel del ministro subsecretario en la tramitación de la crisis fue decisivo, de modo que en la mayor parte de los casos sometió a examen a los candidatos al puesto ministerial incluso antes de que hablaran con Franco. Pero, además, fue su programa el que a continuación se llevó a cabo.
Siempre había pensado que mucho mejor que un partido único, como la Falange, era una minoría reducida de dirigentes, bien preparados y católicos, a quienes encargar la gestión de los asuntos públicos. La eficiencia en el funcionamiento del aparato burocrático y la preocupación por las cuestiones económicas le habían preocupado desde hacia tiempo. En su primera intervención importante en las Cortes aludió a la necesidad de obtener «el máximo rendimiento administrativo» y a la necesaria «política de realizaciones». En cuanto a la aparición en el Gobierno de Mariano Navarro Rubio y Alberto Ullastres lo único seguro es que la presencia del segundo se debió al primero, pero no parece haber existido la sensación de que formaban un grupo ni tampoco que tuvieran un propósito político preciso y común en estos momentos. La estabilización, aceptada como inevitable por Franco, pero sin entusiasmo, no era un programa político en este momento inicial del nuevo gobierno sino que fue impuesta por las circunstancias, por más que existiera un superior interés por lo económico. Lo que esos ministros representaban era un nuevo tipo de dirigente político, no muy identificado con una familia precisa del régimen y sin experiencia de la Guerra Civil en tiempos de edad madura. Era, de cualquier modo, un mundo que tenía poco que ver con Falange.
Navarro Rubio, por ejemplo, aunque hizo gran parte de su carrera política en la Organización Sindical, acabó enfrentándose con Fernández Cuesta y en sus memorias denomina «pistoleros» a cierto tipo de falangistas. Tanto él como Ullastres formaban parte del Opus Dei pero en términos más generales cabe atribuir también una identidad o semejanza de enfoque —superior formación, predominio de dedicación a un terreno especializado, ausencia de criterios estrictamente políticos…— a otros hombres públicos aparecidos en este momento. En definitiva todos estos rasgos coincidían con lo buscado por Carrero. Éste, por otro lado, si, en otro tiempo había considerado que el régimen estaba perfilado en sus rasgos definitivos ahora, después de la experiencia con Arrese, empezó a pensar que era imprescindible una institucionalización.
Antes que nada es preciso tratar de la posición de los perdedores en la crisis.
Como veremos, las disposiciones de índole política que se aprobaron durante el mandato del Gobierno de 1957 no afectaron de manera decisiva a la Falange, ni desmantelaron su poder, a pesar de lo cual fueron recibidas por ella con irritada prevención. Aunque ninguna de las jerarquías más importantes del partido puso dificultades serias al giro que el régimen experimentó a partir de 1945, hubo tensiones en aquellos años: en los de la posguerra la Falange más decididamente fascista llegó a tener contactos con algunos sectores de la CNT, y la vuelta de Fernández Cuesta al partido, en 1948, debió tener como propósito principal disciplinar a los más ariscos de aquélla, aunque sólo concluyera en la destitución de uno de los vicesecretarios generales, González Vicén. Desde comienzos de los cincuenta hubo una cierta reorganización de los seguidores de Hedilla, y en los momentos anteriores a la crisis de 1956 ya se había demostrado que Fernández Cuesta no podía controlar a los falangistas, que en público se enfrentaron en alguna ocasión con el secretario general y mostraron su reticencia o incluso su protesta con respecto a Franco. A la Falange le supuso, sin embargo, un grave inconveniente la falta de dirigentes de altura y la división de los mismos. Arrese, por ejemplo, contó con la oposición de Fernández Cuesta e incluso Girón le criticó por afirmar que la Falange no había ejercido el poder. A finales de la década de los cincuenta los falangistas se sentían lo suficientemente desamparados desde el punto de vista ideológico como para montar unos Círculos Doctrinales José Antonio que, ayudados por el aparato estatal, venían a ser como una estructura paralela de las organizaciones del Movimiento.
La realidad es que la vieja estructura del partido único, aunque permitía que ese sector falangista mantuviera una influencia importante en la vida política del régimen, progresivamente se iba anquilosando. A mediados de los años sesenta, la mitad de los inscritos en el Movimiento ya lo estaban en los años cuarenta y la media de edad de la afiliación superaba los cincuenta años. Las organizaciones que en este momento parecían tener más éxito eran, quizá, las juveniles, como el Frente de Juventudes, pero en realidad éste dependió, sobre todo, de su capacidad de ofrecer servicios sociales y no tenía necesariamente una significación ni una repercusión política pues, en los sesenta, tan sólo un 2 por 100 de los que figuraban en él acabaron integrándose en el Movimiento propiamente dicho. La gestión de Solís al frente de los sindicatos, y luego del partido, tuvo como resultado principal el «despolitizar» sus organizaciones convirtiendo ese aparato burocrático en una maquinaria para el conformismo y no para la «fascistización». Se trataba, al mismo tiempo, de una organización de poder dotada de una capacidad de crear clientela y que, por sí misma, justificaba en relevante papel de quienes la dirigían. Disponía, en fin, de recursos económicos importantes. Hubo periódicas muestras de protesta, recibidas en los medios de El Pardo con irritación (los falangistas protestatarios eran, decía Franco Salgado, unos «imbéciles» que no se daban cuenta de su especialísima obligación de ser disciplinados), pero aquéllas eran, en definitiva, inocuas y fácilmente sometibles, en el peor de los casos, a la intervención apaciguadora de Franco.
Tras el fracaso de los proyectos de Arrese, el centro de la iniciativa política se trasladó al entorno de Carrero Blanco, donde empezaba a ser personaje relevante Laureano López Rodó. Hijo de un fabricante que había sufrido la fuerte inestabilidad social de la primera posguerra mundial y catedrático de Derecho Administrativo, López Rodó, que afirma en uno de sus libros haber sido falangista en los años juveniles pero tan sólo porque no podía ser otra cosa, debió su primer contacto con la política a Iturmendi, pero ascendió gracias a Carrero, que venía a ser el medio por el que hacía llegar sus proyectos políticos a Franco. Como dice en sus Memorias, cuando éste pedía un texto para una disposición legal a Carrero, era él quien le proporcionaba los «mimbres del cestillo». López Rodó afirmó, ya bien entrados los años sesenta, que los dos objetivos fundamentales debían ser el «desarrollo económico» y la consecución de un «Estado social de derecho» con instituciones representativas progresivamente ampliadas. Para entender hasta qué punto estas dos afirmaciones se corresponden con la realidad, hay que tener en cuenta que el desarrollo económico no dependió, en modo alguno, de la exclusiva acción del Estado y que, además, en la organización de éste no se pasó de la voluntad de normalización administrativa, recortando la influencia de la Falange y sujetando a disposiciones precisas a la Administración, pero sin una voluntad de sustituir un régimen dictatorial, eventualidad que quedaba remitida a un futuro muy impreciso y que, además, venía contrapesada por una posición decididamente reaccionaria en muchas materias. También en esas memorias transcribe López Rodó unos párrafos de sus diarios de acuerdo con los cuales pensaba que un resultado de su acción debía ser «un cierto grado de evolución política» pero tan sólo eso, lo que describe más fielmente sus planteamientos. Frente al intento de «fascistización» patrocinado por Arrese, las fuerzas emergentes en el régimen venían a representar la tendencia hacia una dictadura burocrático-administrativa de fuerte contenido clerical.
Otro dato esencial para la comprensión de la situación política es que el peso de Carrero cerca de Franco fue siempre esencial para explicar la posibilidad de esta transformación, muy importante en la historia del régimen.
En este sentido resulta muy significativa la ley de Régimen jurídico de la Administración del Estado, de julio de 1957, que, en términos políticos, puede haber sido una re-elaboración, con un sentido fundamentalmente distinto y en otro plano, de la ley de Gobierno imaginada por Arrese. Lo que irritó a los falangistas fue que en ella ni se trataban aspectos estrictamente políticos ni aparecía por ningún lado el Movimiento Nacional. Además, la ley no dedicaba ningún precepto al jefe del Estado, limitándose al Gobierno y altos cargos de la Administración; su condición de norma puramente administrativa (a pesar de recordar el posible desdoblamiento de la jefatura del Estado y del Gobierno) se apreciaba en la regularización de los procedimientos y la organización del Estado, el establecimiento de una jerarquía normativa y la determinación de la responsabilidad del Estado y sus funcionarios. Sólo alguno de los falangistas más inteligentes —Lamo de Espinosa— llegó a darse cuenta de que, en efecto, una disposición como ésta «alteraba profundamente las bases del régimen» que, de ser un Estado dominado por un partido, pasaba a ser dependiente de una Administración. En relación con esta disposición hay que hacer mención de la aprobación, un año después, de la ley de Procedimiento Administrativo, que permitió a los particulares entablar juicios contra decisiones de la Administración que quedaría, así, sometida a reglas fijas, aunque las marcara ella misma. Hubo ministros que a duras penas se sometieron a ella: Arias Salgado se quejó de que querían «maniatarle para evitar que defienda a Jesús». Esta disposición duró mucho, llegando incluso a la democracia. Se vio acompañada de muchas otras de carácter complementario como, por ejemplo, la creación de los técnicos de administración civil (más adelante se aprobó una ley de bases de los funcionarios del Estado). En adelante, el funcionamiento de la maquinaria del Estado se hizo mucho más regular y organizada: existieron actas del Consejo de Ministros, redactadas por su secretario, el propio Carrero, y Comisiones Delegadas del Gobierno, de carácter sectorial, la principal de las cuales fue la de Asuntos Económicos. Pero los reformistas vieron cerrado el paso a otros cambios como, por ejemplo, la atribución a la Presidencia de un papel eminente, la supresión del Ministerio de Información o la aprobación de una ley de organización del Movimiento que lo hubiera distinguido y separado del Estado.
Llama, en efecto, la atención el hecho de que las medidas aprobadas tuvieran principalmente carácter administrativo. Un carácter más marcadamente político tuvo, como es natural, la Ley de Principios del Movimiento Nacional, promulgada por Franco ante unas Cortes reunidas en función puramente «resonadora». Después de la definitiva consideración de los proyectos de Arrese como inviables, las tres disposiciones de que constaban pasaron a la iniciativa no del Consejo Nacional, sino de la jefatura del Estado, aunque de hecho fueron sucesivas comisiones las que elaboraron la articulación concreta de los textos. Por el momento, tan sólo uno de ellos resultó medianamente viable, por la sencilla razón de que lo había sido siempre: la ley de Principios del Movimiento Nacional. Merece la pena señalar que la elaboración de su texto, iniciada en el verano de 1957, se caracterizó por el elevado número de personas que participaron en la misma y, al mismo tiempo, por la progresiva disminución del texto. Contribuyeron a él, por ejemplo, Bilbao, Iturmendi, Carrero, Vigón, López Rodó, Solís, Fraga, Fueyo… y el número de principios enumerados, que se situaba originariamente en torno a los cuarenta, quedó reducido a doce, en la idea de que la síntesis permitía el mayor acuerdo entre los diferentes sectores componentes del régimen arbitrados por Franco. En suma, la ley resultó tan genérica que podía ser aceptada por todos pero también motivó reticencias entre los falangistas más puros, aunque mucho más por lo que no decía que por aquello que contenía. En la ley no se hablaba del Movimiento como organización ni se vetaba radicalmente el pluralismo asociativo o sindical, al decir de uno de aquéllos. Si todo esto era cierto, ha de tenerse en cuenta que los proyectos anteriores de convertir el Fuero de los Españoles en una disposición efectiva sólo supusieron que se regulara el derecho de petición. Al mismo tiempo, sin embargo, el nombramiento de un juez militar especial para actividades terroristas, la ley de Orden Público del verano de 1959 y la legislación sobre rebelión militar en 1960 proporcionaron al poder los instrumentos para no temer nada de una oposición que, por otro lado, en estos momentos todavía estaba en una situación desesperanzada.
Otros proyectos de ley importantes, como los de Información o del Reino y la Corona, siguieron elaborándose, pero sin esperanza de adquirir vigencia a corto plazo y remitidos a un más que improbable futuro. Sin embargo, el sesgo a favor de la Monarquía parecía creciente, a pesar de la indefinición, y esto hizo que en 1959 jóvenes falangistas reprodujeran las protestas, siempre inocuas, contra Franco y Carrero. Hay que tener en cuenta, además, que a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, la eventualidad de un restablecimiento de la Monarquía, que resultaba muy irritante para parte de la Falange, no era tan remota como antes. En 1959, Don Juan Carlos acabó sus estudios civiles y en 1961 comenzó los militares. Si dadas las disposiciones legales vigentes (la ley de Principios había ratificado la condición de Reino atribuida a España) la Falange no podía mostrar proclividad republicana, por lo menos hacía lo posible para complicar la determinación de la persona del sucesor de Franco. Don Alfonso de Borbón, primogénito de Don Jaime, empezó a ser aireado en y por los medios cercanos a la Secretaría General del Movimiento como una posible opción de recambio, siempre en una versión más ortodoxa desde las perspectivas del régimen. En definitiva, el mantenimiento de una cierta ambigüedad, al menos respecto a la persona, en la cuestión sobre la Monarquía y la alternativa entre un vago Movimiento y un Partido único siguieron siendo motivos de divergencia interna en el seno del régimen. La irresolución en torno a la institucionalización se mantuvo pero ya en 1959 se consideraba irremediable la incertidumbre podría llevar a algún tipo de consulta popular cuyos resultados podrían ser los de los tiempos republicanos y, entonces, escribió: «Dios nos asista».
El Gobierno de 1957 cubrió el período de cinco años que Franco consideraba como la duración habitual de un gabinete, pero antes de hacer mención del que le sustituyó hay que referirse a un hecho importante para explicar alguna de las resoluciones tomadas a la hora de sustituirlo. En diciembre de 1961, Franco sufrió un accidente de caza al estallarle el arma como consecuencia de la utilización de un calibre inadecuado o quizá porque tal accidente hubiera sido previamente preparado. La herida tardó en cicatrizar y obligó a tener en cuenta que una incidencia de ese tipo podía producirse en cualquier momento. Merece la pena anotar la reacción de Franco, porque fue muy característica. Dos militares, Alonso Vega y Arias Navarro, encargados ambos del orden público, redactaron la nota de prensa donde se informó de lo sucedido, y fue también un militar, Muñoz Grandes, quien, al año siguiente, sería nombrado vicepresidente del Consejo y, por tanto, eventual sustituto de Franco en caso de muerte por accidente. Quedó así planteada la cuestión de continuidad y se veía claro que respecto de ella el pensamiento de Franco era tendente a dar un predominio al Ejército.
«Ten cuidado», le dijo a Alonso Vega en el momento de ingresar en el quirófano. Como resultaba habitual, el cambio de Gobierno se produjo en el mes de julio y, aparte del nombramiento de Muñoz Grandes como vicepresidente, tarea compatible con la jefatura del Estado Mayor, introdujo otras novedades importantes. Definitivamente, Arrese desapareció del Gobierno, sustituido por Martínez y Sánchez Arjona, una personalidad procedente del entorno de Solís, pero mayor relevancia tuvo la aparición de Manuel Fraga Iribarne como sustituto de Arias Salgado, duramente afectado por los sucesos de Munich, ya narrados. Fraga fue capaz, aunque tras un largo período de elaboración, de sacar adelante una ley de Prensa que sustituía a las disposiciones de 1938, eliminando sus aspectos más aberrantes y obsoletos, cuyos rasgos describe en sus Memorias. En el Gabinete pronto se percibió un alineamiento de posiciones, imprescindible para comprender el resto de la historia del franquismo. Muñoz Grandes no pudo desempeñar un papel político muy relevante, entre otros motivos por su mala salud, pero normalmente se aliaba con los ministros de proclividad falangista como Nieto Antúnez, responsable de Marina, Solís, Castiella y Fraga. Según la caracterización de este último ésa sería la tendencia «aperturista» frente a la posición representada por Carrero Blanco, cerrada a toda evolución. Las calificaciones, sin embargo, aparte de tener un valor relativo, dependieron de las cuestiones en disputa y, además, no siempre los alineamientos fueron los mismos, sino que dependieron de las circunstancias. Con todo, lo importante es señalar la existencia de una lucha de tendencias, no siempre habitual durante el franquismo y, sobre todo, hasta entonces arbitrada convenientemente por Franco, cuya salud, como veremos, empezó a flaquear ahora. La tendencia representada por Carrero fue identificada por sus adversarios como tecnocrática y vinculada al Opus Dei; no cabe la menor duda de que los alineamientos también fueron variables en ella, que hubo choques entre sus miembros y que, en determinados aspectos, como el de la política económica, representaba un tímido esfuerzo de liberalización, pero quienes estaban enfrente apreciaron en ella una actuación coordinada y una voluntad absorbente (Fraga atribuye, en sus memorias, a López Rodó la condición de «pulpo», como si quisiera controlar todo el aparato del Estado con la ayuda de Carrero). Ese juicio no deja de tener fundamento. De hecho el propio López Rodó afirma en sus memorias que trece ministros salieron de las comisiones elaboradoras del primer plan de desarrollo y otros trece del segundo y tercero.
Cercano el año 1962, aunque todavía al régimen le quedaran trece años de existencia, el problema de su continuidad estaba ya planteado de manera clara y, al mismo tiempo, el de institucionalización, objeto de especial preocupación por parte de Carrero. Después de su accidente de caza, Franco —aunque mantuvo una apariencia todavía saludable hasta mediados de la década de los sesenta— se vio afectado por la enfermedad de Parkinson que, si le permitía llevar una vida prácticamente normal, al mismo tiempo, con el paso de los años, convirtió su voluntad en titubeante, como nunca lo había sido. De ahí que algunos de los ministros insistieran en la urgente necesidad de que el régimen llegara a algún tipo de institucionalización. La habitual tendencia de Franco a eludirlo provocó en más de una ocasión escenas borrascosas en pleno Consejo de Ministros. En una ocasión, dirigiéndose al insistente Fraga, Franco le impetró si creía que era un «payaso de circo», incapaz de darse cuenta de la necesidad de preparar el futuro. Hubo, desde luego, proyectos constitucionales en los que parecen haber desempeñado un papel importante Carrero (y, junto a él, López Rodó), Solís, Fraga y Herrero Tejedor, pero en el ánimo de Franco la situación no estaba madura y no pudieron ser aprobados. El propio contexto exterior presionaba sobre la clase dirigente del régimen para que, al menos, hubiera una apariencia de liberalización. A comienzos de 1962, la petición de ingreso de España en el Mercado Común Europeo planteaba la necesidad de una homologación política, siempre imposible en vida de Franco, como se demostraría ese mismo año cuando una Comisión internacional de juristas redactó un extenso informe en que quedaba patente la violación de los derechos humanos en nuestro país. El régimen, sin embargo, seguía satisfecho de sus instituciones (o de la ausencia de ellas) y buena prueba de ello es que en abril de 1964 celebrara sus XXV años, inmediatamente denominados como «de paz».
Pero todo ello no se tradujo en una urgencia institucionalizadora y, en parte, ello se pudo deber a que ésta estaba vinculada originariamente al planteamiento de la cuestión de la Monarquía. En 1963, como sabemos, Don Juan Carlos se instaló definitivamente en Madrid, en el Palacio de la Zarzuela, decorado por la propia mujer del jefe del Estado, pero sólo lo hizo tras un paréntesis en que parece se dieron tensas relaciones con Franco tras su boda. Su padre hubiera deseado que reapareciera en España con el título de Príncipe de Asturias y, por tanto, heredero del trono. El Caudillo acabó recordándole por procedimiento indirecto. —Don Juan Carlos permanecía en Grecia con la familia de su esposa— que la Zarzuela estaba vacía y podía ser ocupada por otro. Ese juego de ambigüedad sobre la cuestión sucesoria continuó en los sucesivos. En el mes de enero siguiente Franco recibió a Don Hugo, el hijo mayor de Don Javier y heredero, por tanto, de la línea carlista. Todavía ese mismo año el propio Franco contestó en Consejo de Ministros a un Solís que afirmaba que la cuestión monárquica no parecía totalmente definida que «eso es lo único que está claro». Desde Estoril, sin embargo, Don Juan presentaba a la Monarquía como la «salida natural del régimen» y Franco mantenía su inequívoca decisión de que éste no debía ser cambiado y que nadie debía empujarlo hacia una sustitución o abandono del poder. En 1965, Carrero, que impulsaba esa política institucionalizadora, opinó que no era posible conseguir que Franco se decidiera, a la vez, por nombrar un sucesor e institucionalizar su régimen; era preciso separar las dos operaciones, empezando por esta última.
Mientras tanto, al régimen se le planteaban problemas derivados del cambio de la sociedad española producido desde comienzos de los sesenta. El más importante derivó de las transformaciones sociales, producto del desarrollo económico más que de las diferentes alternativas preferidas por cada una de las tendencias políticas existentes en el Consejo de Ministros. Los sectores que hasta entonces habían confiado en la autarquía se sentían ya derrotados en torno a 1963, fecha de la dimisión de Suances, el gran inspirador de la obra autárquica del INI. Franco, que había aceptado con reticencias el Plan de Estabilización, —Carrero dijo que estaba «escamado» respecto de él— hacía periódicamente afirmaciones que recordaban su permanente voluntad intervencionista en materias económicas («Yo me estoy volviendo comunista», aseguró en una ocasión), pero, al mismo tiempo, se beneficiaba de la aura de éxito en la gestión que le proporcionaban los éxitos económicos. A medio o largo plazo, sin embargo, éstos explican el aumento de la oposición que apuntó ya por estas fechas.
Hay también otro factor que es necesario recordar y que se refiere a la evolución de la Iglesia católica. Ya en el comienzo de los años sesenta empezaron a apuntar los signos de alejamiento de una parte importante de los medios relacionados con ella, lo que provocó la preocupación de Franco y de la clase dirigente del régimen. La difusión de Mater et Magistra tuvo sus problemas, pero, sobre todo, fue el Concilio Vaticano II y la elección de Pablo VI los que para el jefe del Estado constituyeron «un jarro de agua fría», como él no se recató de afirmar ante sus colaboradores; otra cosa es que luego inmediatamente dijera que ya no podía ser considerado como lo que hasta entonces había sido, el cardenal Montini. Las consecuencias de este cambio en la Iglesia católica fueron importantes, en un triple sentido, para el régimen. En primer lugar, introdujeron elementos de discusión, como fue, por ejemplo, ya en 1964, el estatuto de los no católicos, que provocó la inmediata reticencia de Vigón, Iturmendi y Carrero. En segundo lugar, motivaron la queja de los prelados por la ausencia de institucionalización o por las críticas a los organismos representativos existentes (así lo hizo el cardenal Bueno Monreal refiriéndose a las Cortes en 1964). En tercer lugar, alimentaron con argumentos la protesta respecto de las consecuencias sociales del desarrollo económico.
«No me asustan los obreros sino los curas que los soliviantan», aseguraba Franco en torno a 1965. Tanto de las consecuencias políticas del desarrollo económico como de los cambios de Iglesia se tratará de forma más extensa en el próximo capítulo. Es importante, sin embargo, darse cuenta de que los cambios ya se habían iniciado en este momento.
En 1965 ya se había hecho patente la necesidad de un cambio de Gobierno al que, como casi siempre, Franco se mostró remiso. Cuando Carrero le quiso llevar a él quiso dilatarlo y su consejero fundamental le repuso que «esto ya me lo dijo Su Excelencia el verano pasado». La decadencia física de Franco se había iniciado ya, lo que dificultaba su labor de arbitraje y le convertía en reservado a la hora de la toma de decisiones. Aunque estos rasgos se harían cada vez más evidentes, sólo con posterioridad a 1965, uno de sus ministros, Manuel Fraga, podía pensar, como recoge en sus memorias, que el personaje histórico se agotaba en el preciso momento en que resultaba más necesario. En esa fecha, sin embargo, por más que se hubiera iniciado el declive biológico de Franco, había comenzado un proceso de desarrollo económico que no pocos de sus partidarios identificaron, en esos momentos o con posterioridad, con su mismo régimen. Sabemos hasta qué punto tal identificación resulta abusiva puesto que las propias características de la dictadura impidieron que tuviera lugar un crecimiento económico sostenido a partir de 1945, como sucedió en otros países europeos. Con todo, pese a que el régimen desempeñó un papel mucho menor del que él mismo se atribuyó en ese crecimiento, no hay duda que constituyó el hecho más decisivo de la Historia española durante el período y por ello merece nuestra atención.