Por razones de coherencia explicativa quizá sea mejor continuar aludiendo a la oposición antes de hacerlo a la evolución interna del régimen. Ambos, oposición y política oficial, discurrieron no sólo por caminos contrarios y divergentes sino que la primera sólo episódicamente logró afectar al segundo (la más decisiva ocasión, sin duda, con ocasión de los sucesos de Munich en 1962). Su trayectoria tiene mucho que ver con la evolución cultural, como en el fondo ya hemos visto que sucedió en las controversias políticas en el seno del régimen, de modo que más adelante habrá de nuevo que tratar de las cuestiones que aparecen en este epígrafe aunque desde otro punto de vista. Se debe tener muy en cuenta que los grupos políticos de que se va a tratar a continuación eran extremadamente minúsculos, de modo que entraña cierta condescendencia hablar de ellos como si de partidos políticos se tratara. Pero representaban algo nuevo que fructificaría con el transcurso del tiempo. Quien colaboró con estos sectores de oposición —Menchaca— ha contrapuesto la figura de Prieto, «con el semblante inundado de tristeza», producto de la derrota y también de la frustración de la alternativa a la de esos «hombres éticos» de la nueva oposición que actuaban por principios pero que también sentían la «fascinación del peligro libremente asumido», en parte porque, a fin de cuentas, tampoco arriesgaban tanto en condiciones normales frente a un régimen que había dejado ya de parecerse a una dictadura fascista propiamente dicha. De cualquier modo el papel de la oposición en la vida española sería indudablemente muy superior en el período posterior a 1965 pero ello sólo se entiende a partir de la consideración del tiempo en que se vio nacer esta nueva actitud opositora.
Lo más novedoso de lo que siguió a 1956 fue la aparición de una oposición interna en España que no tenía que ver con los grupos de la preguerra o del exilio, sino más bien con los vencedores en la guerra, o, por lo menos, con quienes no habían estado presentes hasta el momento en la vida política nacional. Estos grupos pueden considerarse como el germen de lo que en la etapa final del franquismo se llamó la «oposición moderada». En estricto sentido no se trataba de que fuera benevolente o tibia respecto al régimen de Franco sino de que ni pretendía acudir a procedimientos violentos ni reivindicaba, de forma necesaria, el restablecimiento de una legitimidad desaparecida, ni quería subvertir la situación social. Se trató de una serie de grupos, de mayoritaria significación centrista, respecto a los cuales no siempre se empleaban las medidas represivas más duras sino que se aceptaba una peculiar paralegalidad al mismo tiempo que se daba por supuesto que para el régimen resultaría inocua. El antecedente de este género de oposición debe situarse en los círculos próximos a Don Juan de Borbón, que fueron tolerados en el período entre 1945 y 1951, aunque sometidos a una eventual represión en el caso de eludir el régimen de pasividad al que estaban sometidos.
Por ello conviene hacer una referencia inicial a la actitud de la causa monárquica en estos momentos que con plena justicia puede ser mencionada al tratar de la oposición pues, si bien Don Juan mantuvo su postura colaboracionista con respecto a Franco, no fue tan acentuada a partir de 1956 y, además, también se decían partidarios de él algunos de quienes eran netos opositores de Franco. A fin de cuentas, teniendo la Monarquía la función de aglutinar tras de sí a todos los sectores nacionales, su propósito siguió siendo mantener esa «duplicidad» que ya había tenido en 1945 y que consistía en tratar de atraerse a un tiempo a los sectores de derecha y de izquierda en un marco de convivencia común.
Don Juan no repitió las declaraciones que en 1951 y 1955 le habían aproximado excesivamente al franquismo y aun manteniendo esa actitud colaboracionista, a finales de 1957 logró la definitiva incorporación del sector del carlismo que seguía las inspiraciones de Rodezno a las filas de sus seguidores y, en octubre de 1958, llegó a participar en un acto carlista en Lourdes. Nada de ello satisfizo a Franco, porque lo que a éste le preocupaba no era la significación política de la posición del hijo de Alfonso XIII sino el hecho de que se configurara como una alternativa, y eso podía suceder si se convertía en heredero de las dos ramas. Por otro lado, ese acercamiento a la derecha no impidió que mantuviera contacto con la oposición de izquierdas ni que tuviera ocasionales conflictos con Franco. Así, por ejemplo, en 1957 fracasó un intento de entrevista con él, pero también otro de los colaboracionistas monárquicos dentro del régimen de que se concediera a Franco el Toisón de oro, la máxima distinción de la Monarquía española. Esta propuesta, que concluyó en nada, resulta un buen testimonio de la ambigüedad en las relaciones entre ambos personajes, porque ese gesto, por un lado, hubiera supuesto adulación en quien lo concedía pero también reconocimiento en quien era receptor. En marzo de 1960 tuvo lugar la tercera entrevista entre Franco y Don Juan, centrándose como siempre en la educación de Don Juan Carlos. La apariencia de acuerdo entre ambos fue fomentada en la celebración de la entrevista y por la nota dada a la publicidad acerca de la misma, modificada por el propio Franco. En realidad, la ausencia de verdadera cordialidad entre Franco y Don Juan se aprecia en los repetidos intentos del primero de descalificar como masones a los consejeros del segundo y de imponer un tipo de preceptores acordes con sus intereses, entre los que estaba el propio ministro de Educación.
La ambivalencia de la fórmula monárquica fue especialmente perceptible desde comienzos de la década de los sesenta. Así, por ejemplo, la boda de Don Juan Carlos con la princesa Sofía en Atenas (1962) se organizó al margen del régimen, aunque Franco envió a su ministro de Marina para que asistiera. En 1961 la representación más emblemática de la causa monárquica en España la tenía José María Pemán, como presidente del Consejo privado. En dicho Consejo había personalidades de relevancia social y cultural que no podían ser identificadas en su totalidad ni mucho menos con el franquismo. Pemán, intelectual sin ambiciones políticas y, aunque procedente de la extrema derecha, de talante personal liberal, era en ese momento el hombre de letras más conocido en España. A estas alturas, partidario de una institucionalización del régimen y de que la Monarquía se proclamara merced al colaboracionismo, se daba cuenta de que ésta debía aceptar en su seno a los antifranquistas y que éstos predominarían si transcurría el tiempo sin un cambio. Quizá por consejo suyo, Don Juan intentó que la Monarquía tendiera puentes hacia la intelectualidad liberal, y lo consiguió: en 1958 llegó incluso a visitar a Juan Ramón Jiménez, figura decisiva del exilio cultural. Al mismo tiempo, Don Juan Carlos, cerca de Franco, representaba una versión de la Monarquía que parecía compatible con el régimen y convertirse en derivación del mismo. Tras un paréntesis después de su boda se instaló definitivamente en Madrid, en el Palacio de la Zarzuela. Como ya se ha indicado, la mayor parte de los grupos de la nueva oposición surgidos con posterioridad a 1956 gravitaron hacia la oposición monárquica, principalmente porque ésta representaba una transición con el menor grado de trauma y una actitud realista. El caso más sorprendente en este sentido fue, sin duda, el grupo inspirado por Dionisio Ridruejo, que recibió el nombre de Acción Democrática. Ridruejo, en realidad, fue separándose del régimen desde una ortodoxia original, porque consideraba que no tenía un carácter suficientemente falangista, pero tras los sucesos universitarios evolucionó a favor de la democracia por puro repudio del franquismo. Dotado del don de la palabra y de unas capacidades intelectuales de altura, efusivo, cálido, seductor y afectuoso, hubiera podido con el tiempo, pese a sus orígenes, desempeñar el papel de aglutinante de la oposición. Su grupo político tuvo un contenido social que hizo que algunos de sus miembros concluyeran su evolución en el socialismo, pero en realidad no pasaba de ser liberal de izquierdas. Lo verdaderamente significativo de la postura de Ridruejo era que suponía un giro «copernicano» en una persona que había sido destacado dirigente de la Falange: «muchos de los vencedores de ayer nos sentimos vencidos hoy», aseguró. También había cambiado su postura con respecto a la Monarquía, considerada por él en otro momento como un símbolo del reaccionarismo y ahora instrumento de la recuperación de las libertades y de la reconciliación nacional.
Si Ridruejo fue un recién llegado a la Monarquía, que matizó con un temporal accidentalismo hasta que se produjera la identificación definitiva de Monarquía y democracia, otros sectores políticos aparecidos en estos momentos tenían en sus precedentes una significación más caracterizadamente monárquica. Éste es el caso de los grupos de matiz demócrata-cristiano que tuvieron como inspiradores a Gil Robles y a Giménez Fernández. El primero había sido uno de los principales consejeros de Don Juan y se alejó algo de él en la primera mitad de la década de los cincuenta, cuando arreció el colaboracionismo. Cuando regresó a España acabó fundando un partido denominado Democracia Social Cristiana que, si bien se declaraba monárquico, lo hacía a partir de la consideración de que tal régimen sólo podría tener una significación democrática y, por tanto, radicalmente distinta del franquismo. Más a la izquierda se situó el grupo inspirado por Manuel Giménez Fernández, quien había mantenido una postura republicana durante los años treinta, y ya entonces había contribuido a introducir las más avanzadas tesis en el terreno político y social de escritores y pensadores cristianos. Como el grupo de Gil Robles, también el de Giménez Fernández condenó claramente el colaboracionismo católico con el régimen, pero además se situó más a la izquierda en todos sus pronunciamientos. Así, se mostró partidario de la reforma agraria y propuso una organización federal de España. Denominado al principio «Unión Demócrata Cristiana» y formado en su mayor parte por jóvenes que no habían participado hasta el momento en la vida política, el grupo de seguidores de Giménez Fernández tenía vocación de entenderse con la izquierda exiliada, como acabó haciendo, y pretendía definirse como estrictamente accidentalista, por lo que sus contactos con Don Juan fueron menos estrechos que los de Gil Robles. A diferencia de éste, centrado en una dedicación profesional a la abogacía, el catedrático sevillano se significó por una obra doctrinal de cierta importancia, introduciendo el pensamiento político de Maritain e identificándose, en su obra como americanista, con la figura de Bartolomé de las Casas, defensor de los oprimidos.
A diferencia de los democristianos los sectores monárquicos que en 1957 se agruparon en la Unión Española lo eran inequívocamente, haciendo además compatible esta definición con la condición de demócratas en un momento en que la causa monárquica parecía muy cercana a Franco y en que se había producido el citado acercamiento de los carlistas a Don Juan. Como en el caso de Ridruejo, este sector representaba también la conversión a las ideas democráticas de un sector que procedía de la extrema derecha de la Segunda República. Ahora, sin embargo, los inspiradores de Unión Española reprocharon al régimen que pretendiera sustentarse en una Guerra Civil y sin intentar que se borrara definitivamente la herida causada por ella. Defensora, como el resto de los grupos mencionados, de los principios democráticos, Unión Española tuvo una peculiaridad estratégica que incluía la preocupación por los sectores militares, la participación en algunos de los procesos electorales del régimen (como las elecciones de 1954) y la adopción de una política económica basada en los principios de un estricto liberalismo. Unión Española, en fin, se declaró en alguno de sus documentos internos como un vínculo «moral», más que como un partido político. Este hecho resulta muy significativo no sólo de este grupo político, sino también de los restantes nacidos en esta época e incluso de la oposición en general, con alguna excepción como el PNV, el PCE y, en determinados medios geográficos, el PSOE. En realidad, no se trataba más que de grupos reducidos de personas, auténticas tertulias cuya capacidad movilizadora era reducida o incluso mínima. Pero en los medios oficiales despertaban incluso mayor preocupación que los grupos clásicos de la oposición, puesto que si frente a ella había un método represivo conocido, éstos podían hacer que una parte de los que apoyaban al régimen se separaran de él.
Como consecuencia de los sucesos universitarios de 1956, de sus derivaciones posteriores o del clima que las precedió no sólo surgieron estos grupos de la llamada oposición «moderada» sino también otros que inmediatamente (en el caso del Frente de Liberación Popular) o con el transcurso del tiempo (el grupo animado por Tierno Galván), acabarían desempeñando un papel importante en la izquierda española. Una parte sustancial de los cuadros dirigentes del PSOE, renovado en los años setenta, tuvo esa procedencia. Además se vio también en los medios socialistas el comienzo de una renovación generacional en el interior de España que, si tuvo una lenta influencia en la dirección del partido, al final desempeñaría un papel importantísimo en ella.
La peculiaridad del Frente de Liberación Popular consiste probablemente en haberse adelantado a lo que luego, con el transcurso del tiempo, sería la experiencia biográfica de toda una generación universitaria. Nacido en 1958 de la mano de Julio Cerón, tuvo sin duda en un primer momento una motivación en parte religiosa; en ese sentido también fue precursor de lo que sucedería más adelante en los medios relacionados con el apostolado seglar, después del Concilio Vaticano II. También resulta característico del Frente de Liberación Popular un tipo de planteamientos revolucionarios que hicieron que sus dirigentes no dudaran en ocasiones en criticar al PCE o incluso acabaran, en el País Vasco, colaborando con ETA. El FLP fue, además, el primer testimonio del impacto en España de una tendencia revolucionaria vinculada con el Tercer Mundo. Fue muy característico de determinado momento de la vida española, pero acabó diluyéndose en otros grupos, habitualmente más moderados, a partir de los años sesenta. Como en el caso siguiente su gestación e influencia no pueden desligarse de una evolución de sectores universitarios a partir de la previa insatisfacción sentida ante el espectáculo político ofrecido por el régimen.
Aunque acabó confluyendo con el PSOE, en su origen el grupo que en Salamanca se reunió en torno a Enrique Tierno Galván, obteniendo un éxito apreciable en los medios universitarios, no se puede considerar identificado con la izquierda, ya que sus mayores puntos de concordancia los tenía con el sector de Ridruejo o, sobre todo, con Unión Española. Este hecho resulta muy característico de la personalidad de quien estaba al frente. Reservado, cortés, profesoral e introspectivo, Tierno se inventó a sí mismo un pasado republicano e izquierdista y una imagen de viejo castellano, sobrio e insobornable. Lo hizo sobre todo a partir de finales de los sesenta, cuando evolucionó hacia un socialismo muy radical. Su posición doctrinal originaria puede definirse como monárquica, no en el terreno sentimental, pero sí desde una interpretación racionalista de la realidad política. Para Tierno, la Monarquía podía conducir a una libertad que, de acuerdo con su pensamiento en esta época, muy influido por el neopositivismo filosófico anglosajón, era la solución «funcional» por excelencia. De ahí la denominación de este grupo como «funcionalista», lo que resulta un tanto difícil de explicar en términos políticos o partidistas. Tierno participó, como veremos, en los diversos intentos de poner en contacto a la oposición exiliada con la del interior; ello le obligó a abandonar España en 1960 y, a partir de este momento, inició una evolución hacia el marxismo que en 1965 le llevaría, aunque por poco tiempo, al PSOE.
Desde finales de los años cincuenta la situación de este sector político pasó por el peor momento de su oposición al franquismo. Ello puede deberse al hecho de que perdiera parte de su apoyo en los medios obreros: en las huelgas de Asturias, en 1957 y 1958, los socialistas tuvieron un papel importante pero fue bastante menor en las de 1962, en que, como tendremos la ocasión de comprobar, fueron claramente superados por Comisiones Obreras. La táctica sindical de UGT, consistente en la no participación en las elecciones sindicales tuvo esa consecuencia. Tampoco tuvo el PSOE, como ya sabemos, un papel protagonista en los medios juveniles socialistas. Tras la protesta estudiantil de 1956 la Agrupación Socialista Universitaria, surgida como consecuencia de ésta, chocó con la dirección exterior, a pesar de que ésta le permitió una cierta flexibilidad en su relación orgánica con el partido. Luego ésta tendió a desaparecer y no sin motivos, pues los comunistas se infiltraron en ella. Pero no sólo fueron ésos los inconvenientes padecidos por el PSOE, pues a ellos han de sumarse los derivados de ser éste el momento en que el franquismo, obtenido el reconocimiento exterior, podía influir en las autoridades francesas para conseguir de ellas, como ya habían logrado en el caso de los comunistas, una actitud beligerante respecto al socialismo español exiliado.
En 1959 fue preciso suspender el Congreso de la UGT, mientras que en los sesenta el Congreso del PSOE tuvo que trasladarse desde cerca de la frontera española hasta mucho más al interior de Francia. Durante algún tiempo fue imposible editar el periódico del partido y hubo que recurrir al subterfugio de hacerlo con una cabecera en francés. Mientras tanto, en el interior de España surgían las primeras diferencias con la dirección exterior del partido. En parte, estas diferencias fueron la consecuencia inevitable de la lógica disparidad de enfoque entre el realismo del interior y el purismo del exilio, pero también estaba en juego una diferencia de talantes programáticos. En términos generales puede decirse que los militantes socialistas del interior resultaron más proclives a aceptar la colaboración con los monárquicos, pero también con los comunistas y, sobre todo, pidieron una actuación más autónoma, cosa que Llopis, en el exilio, fue reticente a conceder. En su favor tenían que eran ellos los exclusivos destinatarios de la represión nacida desde el poder, que siguió siendo muy dura hasta finales de la década de los cincuenta. El principal dirigente socialista del interior fue Antonio Amat, que actuaba con el seudónimo «Guridi» y que había estado en varias ocasiones en la cárcel. Bohemio, rebelde, extremista y desorganizado Amat, que se llevaba bien con los sectores juveniles, no renunció a la posibilidad, siempre teórica, de la acción violenta («antibiótica», decía él). A la altura de 1959 se efectuó la última redada de dirigentes socialistas no motivada por una acción política previa, pero a continuación la política represiva del régimen se moderó y tuvo lugar una disminución significativa de las penas de prisión que apenas llegaban a un año en el caso de la simple militancia, aunque eran mayores cuando se daba algún tipo de colaboración con los comunistas.
El sector del partido que mostró un mayor grado de discrepancia respecto a la dirección exterior fue la Agrupación Socialista Universitaria. Algunos de estos jóvenes manifestaban una proclividad monárquica, pero, sobre todo, tendían a criticar lo que denominaban «el ciego antirrusismo y anticomunismo» de la dirección exterior, colaborando de hecho con el PCE en algunas de sus acciones de protesta. Llopis tenía razón al temer una infiltración comunista entre estos jóvenes, pero la realidad es que en el interior todo el PSOE tenía tendencia a mostrar solidaridad con los actos de protesta que iniciaba el PCE. La ASU, sin embargo, llegaba a proclamarse partidaria de un «socialismo revolucionario», y en 1961 uno de sus miembros, Luís Gómez Llorente, tuvo un enfrentamiento con el ya anciano Indalecio Prieto al defender sus puntos de vista en el Congreso del Partido. De todos modos, no se puede limitar la discrepancia con respecto al exterior sólo a los jóvenes, porque, en realidad, también el grupo de profesionales del derecho que dirigía el partido en Madrid, o el Moviment Socialista de Catalunya, mantenían parecidas diferencias con Llopis. Sin embargo, la posición de éste fue siempre muy firme durante estos años. Controlaba tanto el partido en Francia como sus contactos con las organizaciones internacionales socialistas, cuya solidaridad con la izquierda española incluso les llevó a propugnar un boicot al turismo en España.
Un aspecto de la nueva oposición del interior que merece particular atención, dada la importancia que adquirió a comienzos de los años sesenta, está constituido por sus contactos con los exiliados, de los que era ejemplo el PSOE. El máximo declive de la oposición entre 1951 y 1956 se vio acompañado por la ruptura de los contactos entre la oposición interna y la exiliada, y no es una casualidad que éstos se reanudaran en la última fecha citada. En el verano de ese año tuvieron lugar los primeros contactos, realizados por los grupos de Ridruejo y Giménez Fernández. Al año siguiente, Tierno Galván presentó a la oposición un escrito en que planteaba tres «hipótesis» acerca de la sustitución del régimen en las que quedaba clara la visión, generalizada en la oposición del interior, de que la Monarquía era la solución más realista y viable. De momento, sin embargo, no consiguió convencer a sus interlocutores republicanos y socialistas y hubo que esperar a 1959 para que naciera una fórmula de coincidencia y colaboración efectiva que, de todos modos, hasta 1961 no vería la luz de forma definitiva. Este hecho, así como las sanciones sufridas en la etapa anterior por Ridruejo y Tierno como consecuencia de sus contactos con los exiliados, demuestran las dificultades objetivas de la oposición aun en estos momentos en que la dictadura burocrática tendía a ser menos represiva, en especial cuando no se daban condiciones peligrosas para ella. La fórmula, nacida en 1961, recibió el nombre de Unión de Fuerzas Democráticas y tuvo como eje fundamental a la Izquierda Demócrata Cristiana y al PSOE exiliado. Al mismo tiempo, una alianza suscrita por los principales grupos sindicales de la oposición (UGT, CNT y el sindicato nacionalista vasco) supuso que la colaboración no quedara tan sólo en el terreno político. En realidad, ninguna de estas dos fórmulas tuvo una actuación especialmente brillante, pero ambas demostraban que existía un proceso de convergencia entre opositores del interior y del exterior, procedentes de diversas generaciones y de medios doctrinales distintos, convergencia que acabaría, dando fruto con ocasión de la reunión europeísta de Munich en 1962.
Rasgo común de todos los grupos surgidos en torno a 1956 en el interior de la península fue, en efecto, la afirmación europeísta. Ya en la emigración habían tenido lugar algunos actos de esta índole, pero, además, en estos momentos, la idea de una Europa unida revestía una especial importancia desde el punto de vista político. Por un lado, el régimen había pedido la integración española como si se diera cuenta, con toda la razón, que a medio plazo no había otra posibilidad que ésa para la economía española. Por otro lado, la opción europeísta en este momento tenía una significación precisa que, identificándose con las fórmulas democráticas, excluía al PCE, quien consiguientemente tardó en aceptar la integración de España en el Mercado Común Europeo.
En el interior de España el europeísmo nació en círculos próximos al catolicismo político a partir de 1954, fecha de la fundación de la Asociación Española de Cooperación Europea (AECE), en la sede de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, pero, en realidad, estaba difundido en medios muy amplios y bastante plurales desde el punto de vista de la significación política. En el exilio, algún monárquico, los nacionalistas vascos y, sobre todo, Salvador de Madariaga, habían desempeñado un papel decisivo en la promoción de la unidad europea. A Madariaga y a las personas de su entorno cabe atribuirles la primera iniciativa de una reunión del europeísmo español a uno y otro lado de la frontera; esa idea, no obstante, resultó coincidente con la voluntad expresada por la AECE de organizar una semana europeísta. La idea de Madariaga fue que las internacionales que animaban la vida política del viejo continente deberían hacer una declaración en favor de la democratización de España. Finalmente se optó por celebrar una reunión sobre «Europa y España» con ocasión de otra celebrada por el Movimiento Europeo en Munich durante los primeros días de junio de 1962. Cuando la reunión tuvo lugar, España había pasado por una oleada de huelgas, quizá las más amplias, en cuanto a participación popular y dispersión geográfica, desde el final de la Guerra Civil. La mayor parte de los grupos políticos de la oposición interior habían expresado su solidaridad con los huelguistas mientras que otros del exterior animaron o defendieron esa protesta o le prestaron apoyo en los organismos internacionales. No debe olvidarse esta circunstancia, pues si demostraba que el régimen estaba condenado a soportar una inevitable oposición —aunque debilitada en los años anteriores— también lo colocó, dada su habitual propensión paranoica, en una marcada predisposición a la actuación represiva.
En la fecha indicada se reunieron en la ciudad bávara algo más de un centenar de españoles, de los que dos tercios procedían del interior. Estaban representados todos los grupos de la oposición, tanto exiliada como interior, y, por fin, consiguió llegarse entre ellos a un acuerdo respecto del régimen de Franco que superara esas cuestiones previas que siempre habían existido, como la existencia de la Monarquía o la implantación de un período de transición sin preciso signo institucional, como querían los socialistas.
Como ya había sucedido en el caso de la UFD, se eludió esta cuestión para resaltar, en cambio, las coincidencias que se basaban en la aceptación común de los derechos del hombre, de las instituciones representativas, así como de la identidad de las regiones y la posibilidad de organizar partidos y sindicatos. Hubo, sin embargo, dificultades iniciales que derivaron del rechazo mismo de los llegados del interior —principalmente Gil Robles— de deliberar conjuntamente con los exiliados. En el acto final de la reunión intervinieron las dos figuras más representativas de esos dos mundos que ahora coincidían, por vez primera, al subrayar sus identidades y no sus discrepancias.
Madariaga recordó que Europa no era sólo un ámbito comercial y que, consiguientemente, los europeos no podían aceptar junto a ellos a un régimen dictatorial. Por su parte, Gil Robles destacó que no era voluntad del Movimiento europeo dar ningún tipo de lección a los españoles; quería, así, evitar una reacción de nacionalismo visceral, convenientemente atizada por el Gobierno. La coincidencia de estos dos sectores probó, en definitiva, que en 1962 la reconciliación de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil era posible. Como se ha señalado, verdaderamente la reunión de Munich fue el momento en que la transición a la democracia se convirtió en una posibilidad. Lo ratifica el hecho de que Llopis, el dirigente del PSOE, declarara, en privado, ante Satrústegui, representante de los monárquicos que «si la Corona facilita el tránsito pacífico a la democracia el PSOE, a partir de este documento, respaldará a la Corona».
La respuesta de Franco fue, no obstante, inmediata y debe ser entendida en el contexto de su capacidad de aprovechamiento de las supuestas injerencias ajenas en la vida de su régimen, de su preocupación por las huelgas de meses antes y de su habitual temor a que sectores políticos relativamente moderados le quitaran el apoyo de las clases medias que hasta entonces habían estado tras él. Todos estos factores hicieron que la reacción fuera aparentemente desmesurada: se suspendió el Fuero de los Españoles y la prensa desató una durísima campaña en contra de los asistentes a la reunión de Munich, inmediatamente descrita como «contubernio», término que quienes habían participado en ella aceptaron de forma irónica. Llegados a Madrid, los reunidos en Munich debieron optar entre el confinamiento en las Canarias o la emigración. En total, nueve fueron confinados en estas islas; todos ellos acabarían teniendo un papel de importancia en la política española durante la transición, fundamentalmente en Unión de Centro Democrático. Paralelamente se organizaron en toda España manifestaciones en las que, como en 1946, se excitó el «numantinismo» de quienes estaban a favor del régimen.
En varios sentidos, el «contubernio» de Munich tuvo una especial importancia en la historia española. En primer lugar, por vez primera la oposición del interior pareció superar, en número y relevancia, a la exiliada. Pero más importante es que en esta ocasión empezara a cerrarse la herida causada por la Guerra Civil: en este sentido, mayor trascendencia que la coincidencia de Gil Robles y Madariaga la tuvo el hecho de que se diera una sintonía entre el primero y Llopis, el dirigente socialista, pues ambos se habían enfrentado en el parlamento durante la época republicana. En cuanto a la posibilidad de que la oposición ofreciera un frente unido al régimen de Franco, Munich representó un avance, aunque la unidad de toda la oposición estaba todavía lejos de alcanzarse. Ni el FLP ni los comunistas, cuyas reticencias respecto de las instituciones europeas eran manifiestas, participaron oficialmente en Munich, aunque tuvieron en la reunión personas cercanas. La reunión en la ciudad bávara fue el testimonio de que la oposición no iba a desaparecer y de que, además, con el transcurso del tiempo, que empujaba inevitablemente a España hacia Europa, los vientos de la Historia soplaban en su favor. Pero también fue el testimonio de la fragilidad que la caracterizaba.
En las memorias de Emilio Romero, un periodista oficial de entonces, se puede encontrar el juicio despreciativo de que a los europeístas de Munich «Franco se los comía con patatas»; podía hacerlo en cuanto que tenía unos instrumentos represivos de los que sabía hacer uso sin titubeos. Pero la escasa peligrosidad de la oposición nacía no sólo del posible uso de la represión sino también de otros factores, como el simple malentendimiento de las posturas de los afines o la distancia. Inmediatamente después de Munich tuvo lugar una crisis en los movimientos democristianos y entre los monárquicos. Una nota de Don Juan de Borbón, en la que afirmaba no haber estado representado en la citada reunión, fue considerada por Gil Robles como una desautorización personal y, al mismo tiempo, dio lugar a una división entre quienes consideraron positiva la declaración de Don Juan y quienes la juzgaron negativamente.
Sin duda, la fragmentación permanente fue un grave inconveniente de la oposición al régimen de Franco; parte de la culpa le correspondía a esa misma oposición, pero otra derivaba no de ella, sino de la vida artificial que estaba condenada a llevar, sin debates públicos, y que correspondieran a una apoyadura social, al margen de toda esperanza inmediata de un cambio de régimen. La misma distancia impedía un contacto como el que había fructificado en la ciudad alemana. Baste con tener en cuenta que las principales figuras de la oposición se encontraron dispersas por Europa como consecuencia, a la vez, de lo sucedido y de la reacción represiva.
Si resulta significativo lo que le sucedió a la oposición inmediatamente después de Munich, no lo es menos las secuelas que tuvo para el régimen. A largo plazo, éstas fueron graves, porque algunos sectores no tenían inconveniente, en el seno de la Comunidad Económica Europea, de aceptar la España de Franco tal como era, pero eran claramente minoritarios u obedecían a factores demasiado coyunturales como para que tuvieran posibilidades de éxito. Por eso se puede decir que el problema, para el régimen, de la incompatibilidad entre la dictadura y Europa perduró no ya mucho tiempo, sino hasta la misma muerte del dictador. Pero, además, a más corto plazo, el régimen de Franco había eludido mayores peligros. A fin de cuentas, su reacción ante Munich fue exactamente igual a la que tuvo en 1946 y, como en aquella ocasión, obtuvo un innegable éxito, que habría de resultar mucho más problemático, al menos en lo que respecta a la utilización del mismo tipo de recursos, en los años posteriores.