Con el tratamiento inicial en este capítulo de las cuestiones relacionadas con la política exterior se ha querido subrayar el papel trascendental que tuvo la superación del aislamiento internacional en la Historia del régimen franquista. Inevitablemente, por coherencia expositiva, hemos debido luego referirnos a otros aspectos de la política internacional española durante este período. Ahora, sin embargo, debemos volver a la evolución de la política interior, que no tuvo durante esta etapa conmociones importantes, hecho mismo que, sin duda, es muy significativo. Ni la oposición tuvo una especial capacidad de acción hasta mediados de la década de los cincuenta, ni el contexto exterior impuso cambios, como en 1945. Se puede decir, además, que la crisis de 1956 fue tan sólo parcial, causada por un simple incidente, por más que hubiera de tener una profunda repercusión en el nacimiento de una oposición nueva. Una crisis que supusiera algo más que un «relevo de guardia» no tendría lugar hasta 1957.
En páginas anteriores ya se ha hecho mención del cambio ministerial de 1951, uno de los más completos en la historia del régimen. Aunque, como siempre, fue el producto del contrapeso de tendencias tan habitual en el arbitraje de Franco, representaba, por lo menos hasta cierto punto, la vuelta de la Falange. En efecto, no sólo estaba representada por Girón, Fernández Cuesta y Muñoz Grandes sino que, además, reapareció de forma oficial la Secretaría General del Movimiento, que, en realidad, ya desde 1948 había estado cubierta por Raimundo Fernández Cuesta, el cual cumplió la misión de controlar a una Falange a veces arisca, compatibilizando ese cargo, hasta 1951, con la cartera de Justicia. Pero el avance de la Falange a partir de 1951 no se aprecia sólo en ese hecho sino también en la celebración, en octubre de 1953, de su primer y único Congreso, que si no tuvo verdadera trascendencia, demostraba una radical ausencia de reparo en mostrarse a la luz pública, que no se había dado en el pasado inmediato. Además, este aumento de la influencia falangista era correlativo con la disminución de la de otras familias del régimen, principalmente monárquicos y católicos. En 1954 la Falange utilizó toda su fuerza e influencia para evitar el triunfo de candidatos de la primera significación en las elecciones municipales, mientras que el papel de las figuras procedentes de las organizaciones de apostolado (Martín Artajo y Ruiz Giménez) se limitó fundamentalmente a administrar las competencias ministeriales que tenían atribuidas, sin que pudieran (o siquiera pretendieran) esbozar un planteamiento político de carácter general, tal como hicieran en 1945. (Otra cosa es que existiera de forma larvada o latente pero lo cierto es que este programa, desde el punto de vista político, había acabado por desvanecerse en el seno del régimen).
Otro programa que permaneció larvado a lo largo de la primera mitad de la década de los cincuenta fue el de Carrero Blanco, ministro por vez primera como consecuencia de este cambio de gobierno. Aunque muy influyente al lado de Franco éste, en lo esencial, no siguió la línea marcada por sus consejos. Carrero, en realidad, quiso aprovechar este cambio de gobierno no para un retorno de la Falange sino estrictamente para lo contrario, es decir, para licenciarla. «La fase de Girón —escribió— ha quedado ya superada» mientras que el ministro de Trabajo duraría hasta 1957. Si se le hizo caso al prescindir de Fernández Cuesta en Justicia en cambio no se le atendió en lo que respecta al restablecimiento de la Secretaría General del Movimiento y menos aún en otorgársela a quien, en el fondo, en aquella cartera no había hecho otra cosa que disimular su subsistencia y la del Partido único. Es muy significativo el hecho de que Carrero fuera partidario de que el Ministerio de la Gobernación asumiera las tareas políticas de apoyo al régimen, lo que deja muy clara su desconfianza respecto de Falange. Pero más relevante que lo que el subsecretario de la Presidencia desaconsejó —y en lo que no fue seguido— es lo que propuso y que se llevaría a cabo seis años después. Le preocupaba la política económica y en ella adoptó una posición muy distinta de la hasta entonces mayoritaria en el gobierno. «Lo importante es que sea eficaz», indicó, y, añadió, «el ideal es que todo lo haga la iniciativa privada». Esto, como es natural, le enfrentaba a Suances, objeto, según él, de «críticas tremendas» por su carácter absorbente y su incapacidad de cumplir con las tareas que él mismo se adjudicaba. Resulta muy posible que la intervención de Carrero tuviera como consecuencia que Suances dejara el Ministerio de Industria, aunque no el INI; quizá a él se debió también el nombramiento de algunos de los ministros del área económica como Arburúa y Cavestany, ambos más dotados de capacidad técnica y realismo que sus predecesores. De cualquier manera, sólo en 1957 esta tendencia triunfó definitivamente.
Claro está que la mentalidad del Subsecretario de la Presidencia, aún ansiosa de eficacia, estaba lejana a la clásica de la economía de mercado: pensaba que podía liquidarse el problema del acaparamiento enviando a campos de trabajo a los que lo llevaran a cabo.
Queda, en fin, por reseñar algún otro aspecto complementario de la posición de Carrero. Nervioso por las muestras de una oposición que en 1951 había reaparecido en acciones de masas, como la huelga de tranvías de Barcelona, propuso el nombramiento de un general, Alonso Vega, para una cartera de Gobernación que estaría, sobre todo, dedicada al orden público. También otro general, Vigón, podía hacerse cargo de la política exterior (en definitiva iba a jugar un papel de primera importancia en las negociaciones con los norteamericanos). Finalmente una cuestión que de momento no preocupaba a Carrero se refería a los mecanismos institucionales del régimen: «El régimen está constituido total y definitivamente», aseguraba, lo que tiene su lógica atendiendo al papel decisivo que él mismo había tenido en ello durante los años de la posguerra mundial Por otro lado, ha de tenerse en cuenta que estos años fueron, pese a algunas turbulencias, los más plácidos de la época franquista, al no existir presión efectiva para una vertebración institucional. Después, por las razones que luego se verán, cambió de posición en este último punto. En el resto, sin embargo, se puede decir que su consejo no resultó fallido, sino aplazado en el tiempo, pues la crisis de 1957 supuso el triunfo de su forma de ver las cosas. De cualquier modo merece la pena destacar la mayor propensión de Franco por Falange.
Nos toca ahora referirnos a la gestión del gobierno de 1951 dejando para más adelante sus aspectos económicos. Fue la trayectoria ministerial de Joaquín Ruiz Giménez la que, desde un punto de vista político, sin referirse a las esencias del régimen, levantó más controversia, no tanto por sus contenidos sino por la reacción de los grupos opuestos a ella. Ruiz Giménez era, en la época, el alevín más importante de la familia católica dentro del régimen y ello precisamente le hizo componer su equipo ministerial con figuras que, en una parte al menos, procedían de la Falange. La combinación del «liberalismo» cultural de este sector —entendiendo por tal su voluntad de mostrarse receptivo ante la intelectualidad de izquierdas— con los problemas presupuestarios, habituales del Ministerio de Educación, y con el reaccionarismo de los sectores más clericales, hicieron que la gestión de Ruiz Giménez resultara explosiva y concluyera abruptamente. Lo único sorprendente es que fuera por culpa de un enfrentamiento con el sector más duro de Falange, poco proclive a cualquier complacencia con aperturas culturales, y no con los elementos más reaccionarios en lo cultural.
Las dificultades de Ruiz Giménez fueron muy tempranas y se centraron inicialmente en la aprobación de la Ley de Enseñanzas Medias que, pese a ser elaborada por una persona obviamente perteneciente a los medios católicos, motivó una dura protesta de quienes, en el mundo clerical, opinaron que se pretendía nada menos que «degollar» la enseñanza de los colegios religiosos. Finalmente, en febrero de 1953, la ley fue aprobada, tras una ardua batalla en la que incluso participaron miembros del Episcopado. Aun así, los debates por la Ley de Enseñanzas Medias fueron nada en comparación con los centrados en la apertura cultural. Como ya se ha señalado, Ruiz Giménez se había apoyado en personalidades falangistas y éstas estuvieron presentes, de modo especial, en el mundo universitario: lo eran Laín Entralgo, Tovar o Fernández Miranda, rectores de Madrid, Salamanca y Oviedo, así como el propio director general de Universidades, Pérez Villanueva. La trascendencia de las medidas que se adoptaron en torno al mundo universitario no fue muy elevada (el automatismo en los tribunales de oposiciones, por ejemplo), pero pusieron en práctica una especie de apertura cultural cuya relevancia fue grande, aunque su comprensión resulta difícil desde una óptica actual. En efecto, esos rectores y la prensa juvenil falangista, animada fundamentalmente por Ridruejo, pretendieron recuperar la tradición intelectual liberal española de fin de siglo (más concretamente a Unamuno y Ortega, sus figuras emblemáticas); para ellos el resto de las fuerzas del régimen representaba la derecha reaccionaria con la que conectaban menos que con el mundo de la tradición liberal.
Desde un punto de vista intelectual, la recuperación de una parte significativa del mundo de la cultura de preguerra fue un fenómeno importante, incluso irreversible, pero de ninguna manera puede pensarse que estos sectores, capaces de convocar a figuras de la oposición o de las culturas regionales, incluso sintonizando con ellas, hubieran roto con el régimen sino que resultaban una versión peculiar del mismo caracterizada por su vocación laica y la atracción por la calidad objetiva de una tradición cultural. Tuvieron, sin embargo, adversarios peligrosos, que eran los medios más clericales, vinculados con la herencia de Maeztu y Acción Española más que con la Falange de proclividades fascistas.
Como ya se ha visto la controversia se había iniciado en el terreno cultural con los libros de Lain y Calvo Serer a fines de los cuarenta y comienzos de los cincuenta.
Los sectores procedentes de la extrema derecha más tradicional, que sus adversarios identificaron en ocasiones con el Opus Dei, tenían una sólida influencia en el Ministerio de Información y Turismo y el Ateneo, a través de Pérez Embid, y bastante menor en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, a fin de cuentas más dedicado a las ciencias de la naturaleza. Su figura más combativa era Rafael Calvo Serer. El planteamiento de este sector era radicalmente distinto de la llamada Falange «liberal» (es mejor utilizar las comillas para definir su postura). Este sector abominaba de la cultura liberal y juzgaba la postura de la Falange a la vez como entreguista y revolucionaria, en connivencia con un catolicismo político acusado de debilidad ingénita. Sin embargo, al ser monárquico, este sector de extrema derecha tradicional resultaba paradójicamente partidario de la fórmula que obviamente abriría el camino a la sustitución del régimen de Franco y que ya era en este momento una posición semiliberal en lo político.
La lucha entre estas dos opciones no sólo resultó clara sino excepcionalmente dura entre los años 1951 y 1953, expresándose a través de revistas como Ateneo, de este organismo, y Alcalá, órgano de falangistas y católicos, pero acabó bruscamente en los últimos meses de este último año, probablemente por la intervención del mismo Franco.
Calvo Serer publicó un artículo en una revista francesa en la que denunciaba como oportunistas revolucionarios a los falangistas y los demócrata-cristianos complacientes, término con el que designaba a los seguidores de Ruiz Giménez. Eso le valió la pérdida de su posición en el Consejo de Investigaciones Científicas y el desencadenamiento de fuertes ataques contra él. En el citado Congreso de Falange se ridiculizó a una «tercera fuerza» que Calvo Serer había identificado con su propia postura o la de los suyos y que correspondía a una oposición contraria a las otras dos que él había rechazado. Si el adversario se identificaba con Ortega, Calvo Serer había elegido como patrón intelectual al converso Morente.
Pero la defenestración de uno de los sectores en pugna no fue seguida por la victoria del adversario, sino que ambos acabaron sufriendo la misma suerte. De entrada se desvaneció la apertura cultural. Desde finales de 1953 quedó cortado cualquier debate cultural de interés entre las distintas revistas culturales de una y otra tendencia. Además, un duro ataque del obispo de Las Palmas, Pildain, contra Unamuno, fue seguido por la desaparición práctica del homenaje que se le estaba organizando. En consecuencia, el aperturismo cultural de Ruiz Giménez tuvo que ponerse a la defensiva.
Aunque Franco fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca, su actitud con respecto al mundo de la cultura, de la intelectualidad o de la Universidad fue siempre extraordinariamente cautelosa y reticente, y esa postura fue alimentada por un sector clerical y reaccionario que denunciaba cualquier intento de Ruiz Giménez para lograr el retorno de los exiliados o la incorporación a la docencia de personas que podían manifestar una actitud inconformista con respecto al régimen.
El comienzo durante 1954 de una cierta agitación estudiantil en torno a la presencia de los ingleses en Gibraltar, la existencia de clubes culturales en los que la juventud universitaria logró acceso a la intelectualidad liberal del pasado y las muestras de solidaridad con Ortega y Gasset con ocasión de su muerte, en octubre de 1955, fueron catalizadores de una situación que se tornaría explosiva durante los primeros meses de 1956. Obsérvese, sin embargo, que las grandes cuestiones en torno a la vertebración del régimen, que habían estado presentes en la vida pública desde 1945 a 1951, ahora habían perdido relevancia, quizá porque Franco las daba por solventadas o porque ni siquiera las quería plantear habiendo logrado lo principal, es decir, la perduración y consolidación de su poder. En este sentido resulta muy significativo lo ocurrido con la ley de Prensa, una promesa desde el final de la guerra mundial pero que no llegó a plasmarse en la realidad y que habría de esperar nada menos que hasta 1966.
Parece haber existido, a comienzos de 1952, un proyecto al respecto y durante todo este período la familia católica siguió insistiendo en la necesidad de un cambio legislativo en esta materia, frente a la oposición del mundo falangista, que ahora controlaba gran parte de los puestos de segunda fila en el Ministerio de Información y Turismo, cuyo titular era Arias Salgado. Sin embargo, el proyecto fue detenido y, una vez más, los cambios que en este terreno se produjeron fueron puramente cosméticos: por vez primera se autorizó que alguna empresa periodística, como la Editorial Católica, pudiera nombrar a los directores de sus periódicos. Sin embargo, no por ello se disiparon los enfrentamientos que en una ocasión llegaron al debate público entre el propio Ángel Herrera, ya obispo de Málaga, y Arias Salgado, defensor de una curiosa teoría de la información «orientada» que sería, según él, la ideal. Otra cuestión que también se planteó en estos momentos fue la del sindicalismo oficial que, para el sector católico del régimen, no reunía las condiciones señaladas por la doctrina pontificia. En adelante, personas procedentes de los medios apostólicos desempeñarían un papel de primera importancia en la protesta obrera en contra del régimen. No obstante, quienes ejercían la función más relevante en el mundo católico —en primer lugar los propios obispos— seguían confiando en las actitudes posibilistas respecto del régimen.
En los últimos meses de 1955 no parecía existir motivo para el temor por parte de este último de forma inmediata, ni tampoco la oposición daba muestra de una efervescencia que hiciera temer un estallido, pero los acontecimientos llevaron a un doble enfrentamiento, por un lado en el seno del régimen y, por otro, de un sector de la juventud universitaria contra él.
A estas alturas puede considerarse que la opción republicana se había ya desvanecido como posibilidad y que, además, las oportunidades de la causa monárquica eran, en lo inmediato, nulas, aparte de que, como sabemos, los principales promotores de la misma aparecían ahora decantados a favor de un neto colaboracionismo con Franco. Había también monárquicos próximos a una opción liberal pero no estrictamente democrática, como los que en las elecciones municipales madrileñas de 1954 se enfrentaron con la candidatura oficial del Movimiento e incluso lo era también el Conde de los Andes, nombrado representante de Don Juan en España y en el extranjero. Pero la tendencia colaboracionista predominaba por entonces claramente.
Cuando hubo que elegir el lugar donde estudiara Don Juan Carlos se impuso la tesis de Franco, el cual, al mismo tiempo, no había tenido el menor reparo en insinuar veladamente que podría considerar la posibilidad de que la línea sucesoria siguiera la descendencia de Don Jaime, hermano mayor de Don Juan, a pesar de su previa renuncia. La misma conversación en la finca Las Cabezas, celebrada a fines de 1954, la segunda de las que tuvo lugar entre Franco y Don Juan, demostró la identidad entre ambos y su colaboración, aunque sólo fuera en relación con la formación de Don Juan Carlos. Es significativo que la finca en que tuvieron lugar las conversaciones fuera propiedad del Conde de Ruiseñada, una de las personalidades más conocidas de esa opción colaboracionista. El ápice del colaboracionismo monárquico no llegó, sin embargo, hasta 1955, cuando aparecieron unas declaraciones atribuidas a Don Juan, obra, en realidad, de Danvila, en las que el heredero de la línea dinástica hacía una alabanza a Fernández Cuesta y hablaba de la necesidad de unirse en un «apretado haz» en torno a las instituciones políticas existentes en España. Sólo a partir de este momento se produjo la disminución de la influencia de Danvila y con ella la de un colaboracionismo que resultaba en realidad pura entrega. Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que era muy distinta la apariencia que cuanto sucedía al margen de ella. Las posiciones de fondo de Don Juan y de su entorno más íntimo no se modificaron en lo sustancial, como tampoco la actitud de Franco en relación con unos y otros.
Si ésta era la situación del sector que más esperanzas había alimentado en el pasado respecto a la sustitución del régimen, ya se puede imaginar que era peor todavía la de quienes, en la oposición exiliada o que sufría graves sanciones en el momento de ser descubierta, habían visto desvanecerse la gran oportunidad y la gran esperanza de los años 1945-1947. Éste fue el caso del partido socialista, cuyos efectivos en el exterior disminuyeron sustancialmente en la década de los cincuenta: el número de las secciones representadas en los congresos de la UGT en el exilio era de 469 en 1951 y tan sólo 186 en 1959. Al mismo tiempo se multiplicaban también sus incertidumbres estratégicas y tácticas, aunque en realidad fueran impuestas por las circunstancias. El fracaso de la colaboración con los monárquicos llevó a una «cura de aislamiento» a partir de 1952, pero el partido era consciente de que necesitaba colaborar con otras opciones antifranquistas y, por lo tanto, los años siguientes fueron para él un continuo tejer y destejer de este tipo de intentos. El socialismo español, mientras tanto, seguía manteniendo fuertes apoyos internacionales con los socialistas europeos, en este momento identificados con una postura fundamentalmente anticomunista, tanto que, a pesar de todas sus dificultades en el interior, los españoles no tuvieron inconveniente en apoyar durante 1953 a los huelguistas del Berlín comunista con ayudas económicas.
El principal dirigente del PSOE en el exilio —en realidad, en Francia— fue, desde comienzos de los cincuenta, Rodolfo Llopis, quien procedía de la izquierda del partido, pero que acabaría convirtiéndose, para las nuevas generaciones del interior, en la expresión misma de la inefectividad y el conformismo. Un juicio más justo desde el punto de vista histórico consistiría en recordar, al mismo tiempo, que Llopis fue quien mantuvo una estructura en el exterior capaz de lograr el enlace entre la tradición histórica del PSOE y las nuevas generaciones. Lo hizo, además, transformando de modo sustancial los planteamientos del partido, aunque más en la práctica que en la teoría. En algunos de los dirigentes socialistas de esta época —en el exterior, Prieto y, en el interior, Amat— aparecía como posible el recurso a la violencia pero, en realidad, cada vez se alejaban más de la perspectiva de cualquier tipo de socialismo revolucionario o de huelga general. Así se aprecia de forma especial incluso en aquellos mentores que se caracterizaron durante los años treinta por una actitud más radical. Éste fue el caso, por ejemplo, de Araquistain, cuya senda ideológica pasó, a través de un visceral anticomunismo, hacia una recuperación de la democracia que incluía también una actitud muy posibilista respecto de la cuestión de régimen.
En cuanto al PCE hubo de sumar a la derrota de la guerrilla y a la imposibilidad de lograr conectar con otros sectores de la oposición durante estos años, el mantenimiento de las purgas estalinistas y la dirección abúlica e indecisa de Vicente Uribe entre los años 1952 y 1954. Destinatario de una de ellas fue Francisco Antón, pero no sólo él, puesto que de un comité general compuesto por 65 miembros 27 habían sido expulsados por estas fechas. Finalmente, el V Congreso del partido, celebrado en Praga en noviembre de 1954, supuso la renovación de la dirección y la potenciación de aquellos sectores procedentes de las juventudes socialistas, con superior capacidad organizativa y de dirección (Carrillo, Claudín, Gallego…), y mayor contacto con el interior de España, aun siendo éste siempre relativo.
De todos modos, si la dirección comunista se renovó no puede decirse lo mismo de su interpretación de la realidad española. En el V Congreso se propuso la constitución de un Frente Nacional Antifranquista, destinado a crear un gobierno provisional revolucionario que llevaría a la práctica un programa tendente a la desaparición de los «residuos feudales» del país. Poco preveían, por tanto, los dirigentes comunistas que fuera a producirse un proceso de desarrollo económico como el que no tardaría en iniciarse en España. En su mentalidad —en su imaginario— perduraba el recuerdo de la etapa republicana y la idea de que un régimen como el franquista podía derrumbarse de forma súbita. La realidad demostró que la sociedad española podía evolucionar sin que ello afectara a corto plazo a su sistema político y que éste podía modificarse a largo plazo de forma sustancial. La situación de los comunistas, ciertamente poco esperanzadora, como mejor se aprecia es con la sola mención de uno de los motivos principales de debate interno en estos momentos: la España de Franco acababa de entrar en la ONU y mientras había quienes condenaban la posición de la URSS al admitirlo y apoyar esta protesta, otros, por oportunismo respecto a Moscú, incluso estaban dispuestos a apreciar en ello aspectos positivos.
Se deduce de lo dicho sobre la evolución de la oposición entre 1951 y 1954, que éste fue precisamente el período de su historia en que sus posibilidades fueron menores. Sin embargo, en febrero de 1956 quedó demostrado que no por ello iba a desaparecer sino que poseía la virtualidad suficiente como para lograr una renovación, aunque ésta había de producirse mucho más por la actitud de una parte de la sociedad que como consecuencia de una dialéctica política. Los sucesos de esa fecha no deben ser magnificados en el sentido de que supusieran un auténtico peligro para el régimen. En ellos, por otra parte, no jugó sólo un papel relevante la nueva oposición estudiantil sino que constituyen una parte de la historia política no sólo de la oposición sino también del régimen.
En realidad, hasta el momento la actitud de grupos específicamente estudiantiles no había tenido un papel especialmente importante en la oposición política al régimen.
En 1944 fue creada la llamada Unión de Intelectuales Libres, de cierta influencia en esos medios, y en la posguerra hubo un intento de reorganizar la FUE, que concluyó con la intervención de la policía. Los sucesos de febrero de 1956 fueron, sin embargo, protagonizados principalmente por estudiantes que pertenecían a medios del régimen aunque la significación de los mismos fuera muy variada. Había, en primer lugar, falangistas inconformistas que, apoyados en determinadas instituciones del SEU, como el Servicio Universitario del Trabajo y algunas revistas, al mismo tiempo que controlaban a los estudiantes contribuían periódicamente a galvanizarlos en un sentido social y políticamente comprometido. El sindicato estudiantil oficial, que tenía entonces una influencia todavía importante, movilizó en 1954 manifestaciones contra la presencia británica en Gibraltar pero terminó por no poder controlarlas, una vez que los estudiantes se enfrentaron a la policía. Por otro lado, había algunos estudiantes monárquicos inconformistas y una indudable efervescencia religiosa que alcanzaría significación política y de la que puede ser muestra el círculo reunido en torno al Padre Llanos, primero falangista y finalmente, con el paso del tiempo, comunista. Hubo, desde luego, un fermento comunista en la protesta, gracias a la infiltración de un puñado de militantes, pero aunque éste parece haber sido el elemento políticamente más consciente del desarrollo que podía tener la protesta, también era muy minoritario.
Desde 1955 la prensa del exilio dio cuenta de un cierto movimiento en el mundo universitario español pero tan sólo en los meses finales de este año se produjo un enfrentamiento directo entre los estudiantes y el régimen. Los primeros incidentes se produjeron con ocasión de la muerte de José Ortega y Gasset, con cuya tradición liberal decían querer conectar parte de los estudiantes. La verdad es que no era así en el caso de los más radicalizados y menos aún de los comunistas, pero ése era un procedimiento de actuación política que, además, conectaba muy bien con los debates políticos en el seno del régimen. En cualquier caso, lo que a estas alturas resultaba evidente era la actitud inconformista de las nuevas generaciones, reconocida por las autoridades académicas (entre ellas, el rector Laín Entralgo) que no encontraba fácil salida en el marco del régimen. Sin embargo, había, en el marco de la labor aperturista en el terreno cultural de Ruiz Giménez algunas entidades y centros en que se podía producir una coincidencia de intereses —aunque sólo fuera temporal y circunstancial—, entre los jóvenes inconformistas y ese sector del régimen a caballo entre la Falange «liberal» y el catolicismo político integralista. Ciertas actividades de carácter literario (unos encuentros entre poesía y Universidad y el proyecto de un congreso de escritores jóvenes) sirvieron de aglutinante de los estudiantes con algunos antiguos dirigentes del franquismo, como Ridruejo, que ahora optaban por una posición manifiestamente antifranquista. Los dirigentes estudiantiles de la protesta (Pradera, Tamames, Múgica…) acabaron siendo comunistas y condujeron esa efervescencia cultural inconformista hacia una protesta más política, promoviendo un Congreso de Estudiantes al margen por completo del sindicato oficial.
A comienzos de febrero de 1956, la recogida de firmas para solicitar la convocatoria del Congreso produjo los primeros incidentes con los estudiantes falangistas, de los que se pasó a un asalto por parte de grupos de esta significación, no sólo universitarios, de la Facultad de Derecho de la Complutense. El enfrentamiento más fuerte concluyó con una herida grave de bala sufrida por un joven falangista, consecuencia del empleo de un arma de fuego por alguno de sus correligionarios. El hecho provocó la inmediata detención de Ridruejo y de los estudiantes inconformistas citados. Por unos días la tensión política fue grande en la capital hasta el punto de que autoridades académicas debieron de ocultarse para evitar cualquier tentación de que la represión falangista recayera sobre ellas y las militares. Pero lo más importante es que estos incidentes influyeron de manera inmediata en la política interna del régimen. Fue ésta la primera vez en que sucedió algo parecido, pues los sucesos de Begoña habían tenido como protagonistas a quienes militaban dentro del régimen, aunque pertenecieran a tendencias antagónicas. A diferencia de lo sucedido en aquella ocasión, Franco no dudó ni un momento.
Aunque en un primer momento el aperturismo cultural de Ruiz Giménez no era necesariamente conflictivo con la Falange, al encontrar puntos de contacto con actitudes inconformistas en el terreno político, había terminado por resultar incompatible con el partido único. En una situación como ésa Franco actuó de acuerdo con su técnica de arbitraje habitual. Ruiz Giménez representaba una apertura que había resultado conflictiva y la Falange tenía como principal valedor (y, al mismo tiempo, controlador) a Fernández Cuesta; ambos, en consecuencia, fueron, inmediatamente cesados. No lo fue, en cambio, Blas Pérez, responsable principal del orden público, puesto esos días en peligro. Esa simultánea marginación de los enfrentados, semejante a la practicada con Várela y Serrano en 1942, tuvo a corto plazo un resultado mucho más satisfactorio para la Falange, pues supuso la vuelta de Arrese como ministro, preterido después de la conclusión de la guerra mundial. En cambio, la apertura cultural no pudo ya realizarse en el marco del régimen sino que tuvo lugar en aspectos concretos (la cinematografía) o poco conflictivos (la pintura) o, si no, se llevó a cabo al margen del mismo e incluso en su contra. Si el franquismo originariamente había tenido intelectuales que lo apoyaran, buena parte los perdió en esta ocasión, aunque se desplazaran más hacia una actitud pasiva que hacia una beligerancia explícita en su contra. En lo estrictamente político, quizá no deban exagerarse las consecuencias de estos acontecimientos en la vida interna del régimen. Si Ridruejo siguió el camino de la oposición no se puede decir lo mismo, por el momento, de Ruiz Giménez, cuyos planteamientos no evolucionaron en ese sentido sino con posterioridad, como consecuencia del impacto del Concilio Vaticano II en los medios católicos españoles. En realidad, lo sucedido en febrero de 1956 tuvo para el régimen sólo una trascendencia relativa; la mejor prueba es que la vida política del sistema siguió un rumbo que en absoluto se vio afectada por ese aperturismo cultural que había estado en el origen de los acontecimientos.
No obstante, quizás en este momento quedó perfilada una imagen de Franco que merece la pena glosar porque resultó ya definitiva hasta el momento de su muerte. No era sólo el vencedor en la Guerra Civil, ni tan siquiera aquél que, de acuerdo con la propaganda y no con la verdad, había impedido que España participara en la guerra mundial, sino también quien vigilaba para que la discordia no reapareciera ni siquiera en el seno del régimen. Las instrucciones de la propaganda oficial para el documental informativo cinematográfico NODO prescribían que «toda noticia dedicada al Caudillo o en la que aparezca señaladamente debe figurar en último lugar del noticiario y, a ser posible, con un final de apoteosis». A ello añadían las ideas de unidad en una tarea común y de trabajo. Franco, más que un Caudillo, parecía haberse convertido en una especie de guardián paternal contra las inclemencias de ese mal nacional que era la discordia. La repercusión en la oposición de los sucesos de febrero de 1956 fue mucho mayor, aunque más por lo que se refiere a su trascendencia futura que a la inmediata. En las semanas siguientes a los sucesos continuaron las manifestaciones y las detenciones; los abogados defensores de los detenidos fueron a menudo personajes conocidos de la oposición anterior, como Gil Robles. Pero muy pronto la protesta estudiantil se desvaneció de forma súbita y hasta bien entrados los años sesenta los medios universitarios siguieron siendo mayoritariamente conformistas. Sin embargo, quienes no lo eran a partir de este momento alimentaron una oposición que acabaría por ser muy influyente en esos medios. No mucho después, al tratar Franco con Don Juan la formación de su hijo en el interior de España, le mencionó la presencia en la Universidad de lo que definió como «jaraneros y alborotadores». Pero, además, en esos medios estudiantiles aparecían algunas agrupaciones políticas que acabarían desempeñando un papel político relevante. La primera de ellas fue la Agrupación Socialista Universitaria Nunca muy nutrida y, en realidad, poco duradera (desapareció en 1962), lo importante de este grupo no fue sólo que fuera el vehículo gracias al cual aparecieron en el escenario político personalidades destinadas a tener un relevante papel posterior sino el hecho de que no sólo testimonió una capacidad de hacer atractiva una opción política derrotada en la Guerra Civil a las nuevas generaciones surgidas tras la misma sino una mucha mayor flexibilidad estratégica que los grupos políticos tradicionales. Así, los jóvenes de la ASU fueron proclives, a la vez, al acercamiento a Don Juan y al PCE, actitudes ambas heréticas para el socialismo tradicional, tanto más si se combinaban. Algo parecido cabe decir de los restantes grupos de oposición aparecidos en este momento. En ellos surgiría, incipientemente, una clase política nueva que todavía en el momento presente mantiene un protagonismo decisivo en la vida nacional.